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CAPÍTULO 20

<<Más vale ser humilde de espíritu con los pequeños

que partir el botín con los soberbios>>. Proverbios 16, 19.


Tres días después, y en representación de su esposa, Antón permanecía junto a don Rodrigo, esperando que Bustos se presentara al encuentro que se había concertado en el ayuntamiento. Después de interrogar a Elvira por los bienes de su familia, su mujer no conocía a cuánto podría ascender la cantidad que debía entregarle don Pedro de Bustos puesto que ella había permanecido ajena a los asuntos familiares. Habían sido sus tíos y su padre junto a su abuela, quienes habían llevado las riendas de los negocios familiares una vez fallecido su abuelo.

—¿Cuándo os marcharéis? —preguntó Antón a don Rodrigo.

—En cuanto Bustos devuelva a vuestra esposa lo acordado. Ahora..., deberéis guardaros de él. Ese hombre es capaz de cualquier cosa; no creo que tenga escrúpulos a la hora de recuperar lo que puede considerar suyo.

—No os preocupéis. Estaré ojo avizor, sobre todo ahora...

Rodrigo miró con detenimiento a su amiga. No le había sorprendido para nada la buena nueva.

—¡Es una gran noticia para vuestra casa, Antón! —aseguró don Rodrigo con una ligera sonrisa—. La llegada de un hijo siempre es motivo de dicha en una familia.

—Os confieso que llegué a sentir envidia sana cuando supe que mi hermano sería padre, sin imaginarme que tenía un hijo sin saberlo y que Elvira había sido otra víctima inocente de las mentiras de su padre. Jamás imaginé que formaría mi propia familia con la mujer que quería.

—No os lo pusieron fácil, ni antes, ni ahora. a muchos vecinos no les agradaba vuestro casamiento con Elvira. La familia de vuestra esposa estará manchada por generaciones y ya sabéis lo que eso conlleva...

—Lo sé... No creáis que no he pensado en alejarme de la ciudad y vivir a las afueras.

—¿Y qué os retiene? —le preguntó Rodrigo.

—Mi padre. Estoy seguro que no aceptaría marcharse a vivir con nosotros y si vine aquí, fue para pasar sus últimos años con él... —señaló Antón.

     En ese instante, Rodrigo se acordó de su propia madre. Si no hubiese sido por su hermano mayor que había permanecido cuidándola, Rodrigo habría tenido el mismo problema que su amigo. Su madre jamás habría accedido a abandonar el que había sido siempre su hogar.

—Os comprendo, mi madre es igual de terca. Sin embargo, no resulta tan descabellado abandonar la ciudad. Es una buena idea, máxime cuando vais a recibir un importante aporte de dinero y tendréis la oportunidad de empezar una nueva vida en otro lugar. Sin exponer a vuestra familia al peligro ni a las vejaciones de los vecinos.

—Sí... ¡Es la mejor opción! —respondió Antón pensativo.

—Os tocará convencer a don Juan —señaló Rodrigo justo cuando Pedro de Bustos entraba por la puerta de la sala.

     La cara de circunstancia que traía Bustos, daba a comprender lo poco que le agradaba desprenderse de lo que había considerado suyo durante tanto tiempo. Preparándose para la disputa que tendría lugar, Antón dejó de lado la cuestión de su padre y se concentró en el hombre que tenía en frente.

—¡Señores! —saludó Bustos que llegaba acompañado de varios hombres.

—¡Don Pedro! —saludó don Rodrigo inclinando ligeramente la cabeza.

     Antón hizo lo propio también observando a los dos hombres detrás de Bustos.

—Espero que no os importe que haya hecho llamar al alcalde, al corregidor y al señor secretario. Ellos serán testigos y dejarán testimonio escrito de los bienes entregados a los herederos de Mayor González de Montiel. No sé si sabrá que el documento será enviado a la reina para dar fe de que su deseo ha sido cumplido y de que los bienes han sido devueltos a los legítimos herederos. Y aunque no desconfíe de su palabra, le pedí al señor alcalde que trajera el acta de los bienes incautados a doña Mayor y se tomara acta de nuevo de los bienes devueltos.

     Don Pedro de Bustos se tensó ante las palabras del comendador. Don Rodrigo se le había adelantado de forma inteligente y perspicaz. Había guardado la esperanza de que la Llerena no tuviera conocimiento de la cuantía de los bienes incautados para seguir manteniendo la propiedad de algunas casas, pero se había olvidado por completo del documento escrito que se guardaba en el ayuntamiento. Debió hacerlo desaparecer cuando tuvo oportunidad; ahora, ya no había vuelta atrás.

     Antón se sorprendió también de que don Rodrigo hubiese caído en ese detalle. Jamás se le hubiese ocurrido que debía de haber quedado registro de lo ocurrido en aquellas fechas. Sin embargo, no dejó entrever la sorpresa que el hecho le produjo.

—Aquí tenéis la lista de los bienes... —dijo con rostro serio el alcalde.

     Rodrigo cogió el pergamino y antes de proceder a su lectura, les sugirió a los presentes:

—Pueden sentarse, señores. Tardaremos un poco y no es necesario permanecer de pie, ni cansarnos.

—Por supuesto, don Rodrigo. Estáis en vuestra casa —le aseguró el alcalde que disfrutaba de ver la cara descompuesta de Bustos. Sin embargo, si había alguien que realmente se alegraba de lo que estaba ocurriendo, era Ortiz, el corregidor de Alcaraz.


Una hora después, Antón estaba sin palabras ante la magnitud de las propiedades de la abuela de Elvira. A la muerte de su esposo, doña Mayor heredó numerosas casas en Villaverde, eso sin contar las Cinco Villas y la aldea de Pinilla junto a las salinas, un rentable negocio que Bustos había explotado otorgándole cuantiosas ganancias. Sin embargo, conforme se iban leyendo las propiedades, lo que debía de haber supuesto un motivo de dicha para Antón, suponía una enorme contrariedad. La cuantía de la herencia que estaba recibiendo Elvira, suponía una enorme tentación para cualquiera. Solamente la aldea de Pinilla, había sido tasada en setecientos mil maravedíes, eso sin considerar las ganancias de la salina.

     El proceso se llevó con tal exactitud y rapidez, que cuando Antón quiso darse cuenta, don Pedro de Bustos estaba saliendo junto a sus hombres de la sala sin siquiera despedirse de las personas que se hallaban allí.

—Sois un hombre rico, Antón —declaró don Rodrigo mirando minuciosamente el asombrado rostro de su amigo.

—Lo que soy es un hombre preocupado. Si antes estaba intranquilo por mi familia, ahora tengo más de setecientos mil motivos para preocuparme más si cabe.

—No andáis mal encaminado —contestó el corregidor.

     Antón se quedó mirando a Pedro Ortiz y le preguntó:

—Vos, ¿teníais conocimiento de la enorme herencia incautada a la familia de mi esposa?

—Así es... Desde el primer día que vi la denuncia, supe que no había un motivo de fe. Y en cuanto supe quién había sido el denunciante, ate cabos. ¿Quién os pensáis que acusó a doña Mayor? La abuela de vuestra esposa jamás tuvo la menor oportunidad de salvación con la denuncia de Bustos —aseguró el corregidor con seriedad.

—¡Menudo sinvergüenza! —exclamó Antón.

—¿Y por qué no hicisteis algo? —preguntó don Rodrigo.

—Porque Pedro de Bustos tenía el apoyo de los inquisidores —contestó el alcalde—. Nadie en aquellos días estaba libre de las acusaciones. Bastaba con pagar a cualquier extraño para que declarase en tu contra y estabas perdido.

—Con mayor motivo... —respondió Antón molesto.

—No es tan fácil, Antón. El poder de los corregidores es impensable. Tanto el alcalde como el corregidor llevan razón. Lo sé de buena tinta... —alegó Rodrigo con el rostro serio.

—Y ahora, ¿qué puedo hacer? —preguntó Antón volviéndose hacia los hombres.

—No os mostréis tan molesto —le respondió el alcalde sonriendo ligeramente.

—Aprendí el oficio de la guerra. Jamás supe de llevar un negocio como esa salina... —respondió Antón.

—No tenéis que mostraros tan contrariado. Seguro que habrá alguien que pueda ayudaros... —le aseguró Rodrigo avanzando hacia Antón, posándole la mano sobre los hombros.

—Siempre podéis venderla —respondió el corregidor.

—¿Venderla? —preguntó Antón observando con interés la propuesta.

—Si no os veis capaz de dirigir y llevar una empresa de esa magnitud, quizás no sea una idea tan descabellada —sugirió el alcalde.

Asintiendo, Rodrigo sonrió a su amigo.

—¿Veis como todo puede arreglarse?


Cuatro meses después.

—¿Estáis seguro que es el mismo hombre? —preguntó Bustos mirando con fijeza a la persona que había enviado meses atrás en busca de Vandelvira.

—Así es, señor.

—Pero, ¿lo visteis bien?

—Sí, señor. Lo reconocí al instante.

—¿Y hablasteis con él? —preguntó nuevamente Pedro de Bustos esperando con ansiedad la respuesta.

El hombre asintió con una sonrisa de satisfacción.

—¿Pero qué os dijo? —gritó Bustos perdiendo la poca paciencia que tenía.

—Os lo puede decir él mismo, señor —contestó el hombre orgulloso de haber cumplido el encargo de Bustos. Gracias a ello, cobraría una buena cantidad de maravedíes y pagaría sus deudas.

—¿Ha venido con vos? —preguntó sentándose de golpe en la silla y casi tartamudeando.

—Así es, señor.

—¿Por qué no ha entrado entonces? —preguntó nuevamente Bustos levantándose de la silla.

—No quiere que nadie en la ciudad lo vea, señor. Como es de noche, está esperando fuera para hablar personalmente con vos.

     Pedro de Bustos miró un segundo más al hombre que tenía enfrente y sin mediar palabra, se dirigió hacia la puerta de entrada en busca de Vandelvira.


Vandelvira esperaba nervioso la salida de don Pedro. Desde que se había encontrado con su hombre de confianza, la sangre le bullía por el cuerpo corroyéndolo de rabia. La noticia de que había sido declarado muerto, no le había dolido tanto como la traición de Elvira casándose con otro y la inesperada fortuna que había regresado a los Llerena, dejándolo en un estado de estupefacción del que apenas había conseguido salir. El regreso a Alcaraz había sido agotador, pero cada paso lo había acercado a su deseo de tomarse la revancha.

Sin embargo, el miedo atenazaba sus tripas. No terminaba de fiarse de Bustos. Al fin y al cabo, no sabía si el recadero había dicho toda la verdad o aquello había sido un ardid para atraparlo. Don Pedro de Bustos era miembro del concejo y él, había sido el responsable de la desaparición del dinero del ayuntamiento dejándolo en una posición más que delicada.

—¿Vandelvira? —susurró la figura de Pedro de Bustos.

—Aquí... —susurró Manuel dando un paso al frente, saliendo de entre las sombras.

     Pedro de Bustos se quedó callado unos segundos, observando el rostro en penumbra. Ciertamente era Vandelvira, aunque parecía más viejo y cansado. Ya no tenía el mismo aspecto lozano de cuando se marchó.

—Sois la misma persona, pero el tiempo no os ha tratado muy bien...

—¡Es lo que tiene la guerra! —declaró Vandelvira.

—¿La guerra? —preguntó Bustos extrañado.

—De ahí vengo. ¿Dónde pensáis que me encontró vuestro hombre?

—Apenas he tenido tiempo de hablar con él. Acabáis de llegar y he salido en cuanto me he enterado que esperabais aquí fuera.

—He preferido que nadie me vea. No deseo tener problemas.

—¿Preferís seguir muerto? —preguntó con suspicacia Bustos.

—Vandelvira tuvo que morderse la lengua para no responder.

—Eso, lo arreglaré con mi esposa... —declaró Manuel.

—Ya no es vuestro esposa —respondió Bustos con cierta satisfacción personal.

—¡Eso está por ver...! Pero cambiando de tema, ¿qué tenéis pensado hacer? Porque algo tendréis en mente para que me hayáis buscado con tanto ahínco.

—Así es, pero este no es el lugar ni el momento para hablar de esos temas. Mi hombre os llevará esta noche a un lugar seguro y mañana a primera hora os pondré al tanto de todo.

—¡Está bien! Se hará como dispongáis.

—Descansad esta noche, que mañana hablaremos.

Manuel accedió, asintiendo sin que le quedara otra opción.


A la mañana siguiente, Vandelvira y Pedro de Bustos hablaban como si no hubiese ocurrido nada y el tiempo no hubiese pasado. Informándole de su cese en el ayuntamiento por orden del comendador de Segura y de cómo la reina había dispuesto la devolución de la herencia de los Llerena a doña Elvira, Manuel escuchaba atento a la rabia que carcomía también a don Pedro, comprendiendo su afán por encontrarlo y buscar la venganza que se entre adivinaba en sus palabras.

—¿Con quién se casó Elvira?

—Con un tal Antón Romero, ¿lo conocíais? —preguntó don Pedro a Manuel.

     El respingo que dio Manuel, no pasó desapercibido para Bustos. La dureza en su mirada y la tensión de su cuerpo, le hacía adivinar que no era un completo desconocido.

—Algo supe de él hace unos años. Por lo visto, cortejaba a Elvira...

—Pues algunos rescoldos debieron quedar de aquello para que tantos años después, se volviera a casar con él. Y además, ahora que caigo...

     Bustos se quedó callado de repente, al pasársele por la cabeza un pensamiento descabellado. No podía ser posible que el hijo de Vandelvira no fuese realmente su hijo. Sin embargo, el mocoso guardaba más parecido con Romero que con su propio padre. Prefiriendo no añadir más leña al fuego, optó por callar. No podía arriesgarse a que Vandelvira llevado por la furia, desbaratara sus planes y se dejara llevar por la cólera. Si deseaba venganza, debía llevarla a cabo con cautela. Aquello debía parecer un robo y no un asesinato. Antón Romero estaba bien considerado en el ayuntamiento y no quería que las sospechas recayeran sobre él.

—¡Decid lo que pensáis! —le desafió Vandelvira.

—No, no es nada... Tan solo pensaba en que habrá que ser cautelosos. En fin... ¿estáis de acuerdo en dejar este asunto en mis manos? —preguntó don Pedro desviando la conversación.

—Pero, ¿para qué me necesitáis entonces?

—Ese día me dejaré ver en la ciudad, en compañía de mis hombres. No quiero que nada nos relacione con la muerte del caballero y de doña Elvira.

—Elvira no morirá...

—Pero eso no es lo más adecuado. Ella debe morir y todo debe parecer como si...

—Os he dicho que Elvira no morirá. Por ella, no os preocupéis. No volverá a pisar estas tierras en su vida y nadie sabrá qué fue de ella. Pero no pienso acabar con su vida tan pronto. Va a pagar con creces el haberme engañado con otro.

     A Pedro de Bustos no le gustó ese cambio de última hora. Tanto la Llerena como el esposo debían morir. Si por alguna casualidad escapaba, podía irse de la lengua.

—No le deis más vueltas. Pasados unos meses, regresaré y como padre de Gabriel, exigiré la herencia de Vandelvira. La partiremos a medias y después, me volveré a marchar... —declaró Vandelvira enojado.

—Es posible que el Concejo os exija el pago de la deuda que defraudasteis... —dejó caer con ironía Pedro de Bustos.

—Abonaré lo que haga falta; por eso, no os preocupéis. Y por cierto... —dijo Vandelvira mirando fijamente a Bustos—. ¿Dónde puedo encontrar a la feliz pareja?

—Viven en la casa del padre de éste, ¿os acordáis de Juan Romero?

—Sí, le recuerdo... —contestó escuetamente Vandelvira.

—Con el dinero de la herencia y la venta de las salinas, el esposo de doña Elvira compró unas tierras y una casa en el Bonillo. Según mis hombres, Romero está arreglándola porque se van a marchar de Alcaraz... Todos los días, acude con algunos trabajadores hasta el Bonillo y regresa siendo noche.

     La rabia contenida de Bustos, no le pasó desapercibida a Manuel. Elvira debía de haber obtenido una generosa cantidad de dinero con la venta de esas salinas y don Pedro debía de estar rabiando.

—¡Pues es una pena que no lleguen a disfrutar su nuevo hogar! ¿No os parece? —preguntó Vandelvira riéndose con mofa.


Elvira estaba preocupada sin saber el porqué; estaba en constante tensión y siempre se mostraba cautelosa temiendo que apareciese cualquier enemigo invisible. Antón intentaba animarla cuando la veía pensativa y cabizbaja, y a pesar de que le quitaba hierro al asunto achacando su ánimo a su nuevo estado, no conseguía salir de la amarga sensación que la embargaba. Elvira estaba segura que nada tenía que ver con la llegada de su segundo hijo. En su primer embarazo no había tenido jamás ese tipo de desasosiego, a pesar de encontrarse casada con Manuel.

     El problema era otro: temía perder la burbuja de felicidad que la envolvía. La seguridad económica y la felicidad en su nueva vida, la sumía en un estado de desasosiego por temor a perder todo en cualquier momento. Se había acostumbrado tanto a las penurias y al sufrimiento, que ahora temía perder tanta dicha.

     Esa mañana, se había levantado temprano como todos los días. Y después de ver partir a los dos hombres de su vida hacia el que sería el nuevo hogar de la familia, se había puesto a lavar y a recoger la casa. El día era soleado y la ropa de Antón y de Gabriel debía secarse antes de que se echara la tarde encima. Corría una ligera brisa y eso haría que todo se secara rápido. En ese instante, se encontraba sola en el lavadero. Varias vecinas se habían marchado unos minutos antes y aunque se habían ofrecido a ayudarla, Elvira se había negado. Estar atareada ayudaba a que el tiempo pasara antes. Estaba intentando una mancha en la camisa de Gabriel, cuando un ruido de una piedra rodando, hizo que volviese la cabeza. La ropa se le cayó de las manos mientras el miedo la invadió.

—¡Qué atareada te encuentro! ¿No saludas a tu esposo, Elvira? —preguntó Manuel con una maligna sonrisa en el rostro.

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