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CAPÍTULO 19

<<Un corazón contento alegra el rostro,

mas un corazón en pena abate el espíritu.

Un corazón sabio cultiva la ciencia,

Pero la boca del necio se nutre de insensatez>>.

Proverbios, 15 /13.


—¡Vandelvira! ¡Moveos! No tenemos todo el día. ¡Hay que derribar esos postes!

La guerra era terrible. El rey de Navarra estaba respondiendo con fuerza a la osadía del conde de Nerín. La vanguardia y la primera línea estaban gravemente comprometidas. Los hombres de infantería caían dándolo todo por perdido y él se encontraba en medio del fuego cruzado. La dificultad estaba en romper el palenque enemigo que coronaba la colina donde estaban atrincherados los caballeros del conde. En la retaguardia, el rey de Navarra blandiendo su espada, escalonaba la colina junto a otro grupo numeroso de hombres. Debía moverse si no deseaba acabar muerto ese día.

—¡Destruir el palenque! El rey está subiendo la colina. ¡Necesitamos abrir ese boquete ya!

El resbaladizo terreno impedía apoyar con firmeza los pies, pero pisando una piedra vio la única oportunidad que tendría. Cogiendo suficiente impulso, dio el primer golpe a la valla de madera que apenas se movió de su sitio.

—¡Más fuerte, Vandelvira! ¿Acaso sois un blandengue?

—El terreno está resbaladizo, señor. Es difícil erguirse...

—¡Quitaos de en medio! Yo lo derribaré.

Cambiando de manos el mazo, los fuertes golpes sonaron en medio del estruendo a pesar del ruido de los cascos de los caballos que subían colina arriba. Varios minutos después, la madera cedía y solo tuvieron el tiempo justo de quitarse de en medio para que la tropa navarra no los pisoteara.

Respirando con fuerza y tendiéndose en el suelo, Vandelvira intentó recobrar el aliento.

—¿Acabará el rey con el conde de Nerín?

—Hoy cantaremos victoria, amigo —dijo el compañero de Vandelvira.

—¡Ojalá! Necesito recuperarme. Mis huesos no aguantan como antes —respondió Vandelvira.

—¡Alegraos! El rey prometió concedernos un descanso si nos hacíamos con Nerín. Pronto podréis regresar a vuestro hogar. ¿No era eso lo que anhelabais?

Vandelvira no contestó a la pregunta porque nadie debía saber que era un proscrito en la tierra que le vio nacer. Sin embargo, debía regresar a por la mujer que dejó allí. Elvira bien podría continuar calentándole el lecho aunque tuviese que soportar al bastardo. Si es que continuaban con vida... Era el momento de averiguarlo.

—Sí, ya va siendo hora de reunirme con mi esposa —contestó pensativo mirando hacia el cielo.


Pedro de Bustos salió desencajado. Debía hablar con los inquisidores antes de que se marcharan a Jaén. Así que andando con rapidez, intentó atajar a los religiosos.

—¡Señorías! Si me dispensan, necesito hablar... —dijo Pedro de Bustos a la espalda de los dos inquisidores.

—No os molestéis, Bustos. No podemos hacer nada por vos —dijo uno de los inquisidores.

—¡Pero es una injusticia...! —declaró Bustos fuera de sí.

Don Vasco detuvo el paso y volviéndose le contestó:

—Habéis escuchado perfectamente la orden de la reina Isabel. Y además, ¿acaso queréis enfrentaros a don Rodrigo?

—Pero he trabajo duro durante todos estos años para que la Salina...

—Os habéis beneficiado de unas posesiones que no eran vuestras.

—Y bien cara que las he pagado —respondió fuera de sí Pedro de Bustos.

Los dos inquisidores miraron de malos modos al hombre que había perdido las formas por completo. Durante todos aquellos años, Bustos les había hecho llegar un tanto de las ganancias de las salinas y no les agradaba a ninguno de los dos que tal obsequio les fuera echado en cara.

—¿Os quejáis de algo...? —preguntó irritado Pedro Díaz.

—No, no he querido decir eso, señoría. En realidad, siempre os he estado agradecido por concederme los bienes que fueron incautados, pero me he dejado el pellejo en hacer prosperar el negocio...

—Ese negocio siempre fue rentable, don Pedro. ¿Nos tomáis por idiotas? No podéis negar que os habéis enriquecido con la salina. Así que sabed que no tomaremos posición a favor vuestra. Ni deseamos enfrentarnos al comendador de Segura y mucho menos a su alteza. Devolved lo solicitado y continuar con vuestra vida.

—¡Pero me han destituido del concejo! —volvió a quejarse Pedro de Bustos.

—¡No nos culparéis de ello! —exclamó a su vez Vasco Ramírez—. Don Rodrigo ha sido claro: por dejadez de sus obligaciones. Y ante eso, ¿qué queréis que hagamos?

Rojo de ira, Pedro de Bustos comprendió que nada sacaría de aquellos gordos y sucios bastardos.


Antón regresaba junto a su esposa después de la tensa situación vivida con Pedro de Bustos. Agarrada de su mano, Elvira caminaba junto a él e iba especialmente callada. No es que el momento fuese el más indicado para hablar; sobre todo, porque la gente se les quedaba mirando conforme bajaban por la calle, pero esperaba algún signo de alegría por su parte.

—Cuando os quedáis tanto tiempo callada, no sé qué pensar —aseguró Antón mirándola de soslayo—. ¿No os habréis dejado intimidar por ese tipo? Pensé que estaríais contenta.

Elvira, angustiada y con el estómago revuelto, se encontraba indispuesta y si permanecía callada, era por no preocupar a Antón, pero estaba deseando llegar cuanto antes a la casa y tumbarse. Sin embargo, su esposo acertaba. Siempre le había dado miedo ese hombre.

—No conocéis a Bustos. Es capaz de cualquier cosa... —afirmó Elvira mirando al frente, sin dejar traslucir la ansiedad que sentía.

—No deberíais preocuparos. Bustos no sería capaz de desafiar a don Rodrigo, ni a los inquisidores, máxime cuando la orden proviene de la misma reina Isabel; ya os lo he dicho varias veces. Además, esta vez me tenéis a mí para defenderos.

Elvira no contestó a Antón pero conforme daba cada paso, un extraño calor le iba subiendo por el cuerpo y empezaba a tener dificultades para continuar caminando. Sin poder dar un paso más, se detuvo en medio de la calle sujetándose en la pared de una casa. Antón se detuvo a su vez y la miró.

—¿Por qué os habéis detenido? —preguntó extrañado.

Alargando la mano, Elvira se agarró con fuerza al brazo de Antón.

—No me siento bien.

Preocupado, se acercó hasta ella y pasándole el brazo por la cintura, le volvió a preguntar:

—¿Qué os ocurre?

—Estoy como mareada... —dijo Elvira mirándolo.

A Elvira no le dio tiempo a decir nada más. Desvaneciéndose, Antón solo tuvo los reflejos suficientes para cogerla antes de que se estampase contra el suelo.

—¡Elvira! —exclamó Antón alarmado por el desvanecimiento de su esposa.

Acelerado, le pasó los brazos bajo el cuerpo y la izó sobre su propio pecho mientras el desasosiego lo invadía. Maldiciendo porque todo aquel juicio hubiese afectado a su esposa hasta el punto de desmayarse, continuó calle abajo con el cuerpo desmadejado de Elvira.

—Enseguida llegamos, mi amor —susurró Antón para sí mismo mientras contemplaba con ansiedad la palidez mortal de su esposa.


Entrando en tromba con su mujer en los brazos, Antón consiguió asustar a su padre que había permanecido inquieto a que regresaran del juicio.

—¡Dios bendito! ¿Qué ha ocurrido? —preguntó Juan preocupado al ver a su nuera desvanecida.

—No lo sé, padre. Se ha desmayado cuando regresábamos —dijo Antón angustiado.

—Tumbadla ahí —dijo el anciano señalando un camastro cercano.

Obedeciendo, Antón depositó a su esposa con sumo cuidado, intentando no hacerle daño.

—¡Elvira! —la llamó Antón intentando despertarla mientras le acariciaba el rostro con amorosa delicadeza.

—¿Qué ha sucedido para que se halle así? Esta mañana estaba bien —aseguró Juan.

—¡Nada grave! Bustos se exaltó cuando supo que debía devolver los bienes a Elvira, pero el comendador pudo pararle los pies a tiempo y todo acabó como era de esperar.

—¿Y por qué está así Elvira?

—No lo sé, padre. Será que estaba preocupada y todo esto le ha venido demasiado grande.

—¡Si es que esta muchacha ha padecido mucho por culpa de esos inquisidores! Estoy seguro que ha debido afectarle el verse frente a ellos. ¡Si fueron los mismos que acusaron a su abuela y la quemaron en la plaza!

—¿¡Y qué podíamos hacer!? Elvira debía asistir como principal beneficiaria de la orden de la reina.

—No..., si yo no digo lo contrario, pero encontrarse de nuevo frente a esos hombres, ha debido ser muy duro para ella. ¡No tenéis más que verla! ¡Está pálida!

Elvira empezó a escuchar susurros y reconoció las voces de su esposo y de su suegro. En ambos se reflejaba la ansiedad.

—Voy a traeros algo para que podáis refrescarle la cara... —dijo Juan serio—. A ver si recobra el conocimiento.

—Iré en busca del físico —dijo Antón.

—No hace falta —susurró Elvira con dificultad, permaneciendo todavía con los ojos cerrados—. ¿Qué ha pasado? —preguntó respirando de forma agitada, intentando levantarse.

—¡No os mováis! —le advirtió Antón más que nervioso al comprobar todo el tiempo que había tardado en recobrarse—. Os habéis desmayado.

—¿Me he desmayado? —preguntó medio atontada, con el brazo extendido encima de su frente.

De pronto, Elvira se acordó del malestar que la aquejaba cuando bajaba la cuesta.

—Sí, ahora lo recuerdo. Empecé a sentirme mal cuando estaba en la plaza.

—¿Y por qué no me dijisteis que os encontrabais mal? —preguntó Antón irritado.

—No quise alarmaros y además, no podía marcharme de allí... —respondió Elvira abriendo los ojos, mirando fijamente a Antón.

Su esposo estaba serio y se notaba que se había preocupado.

—Ya estoy bien. No os alarméis.

—Debisteis decirme que estabais mal en cuanto empezasteis a sentir que os mareabais —le respondió Antón malhumorado.

—Si es que realmente no sabía qué me pasaba —intentó Elvira a defenderse—. Además, no es para tanto.

—¡Claro que lo es! Os podíais haber golpeado la cabeza y haberos hecho daño.

—No os enfadéis conmigo —le rogó a Antón cogiéndole de la mano.

Antón se agachó sobre ella y depositó un beso en su frente.

—Me enfadaré la próxima vez, si os volvéis a indisponer y no me avisáis.

—¡Tomad! Bebed un poco de agua —le dijo el anciano observando todavía la palidez casi mortal de su nuera—. Os prepararé algo de comer. Ya veréis como os reponéis de inmediato. Seguro que han sido los nervios por lo ocurrido.

—¡Dejad que me incorpore! No puedo beber acostada —sugirió Elvira intentando levantarse—. Además, ya me encuentro mejor.

Antón suspiró impotente mientras la ayudaba a incorporarse y la observaba beber agua. Una vez que terminó, Elvira le pasó el vaso y Antón lo depositó en la mesa.

—¿Y Gabriel? —preguntó Elvira al no verlo allí.

Lo mandé a jugar con sus amigos. Como también estaba nervioso y no paraba quieto, le dije que se fuera un rato...

—No os preocupéis; lo comprendo. Sé perfectamente cómo es mi hijo —dijo Elvira con una sonrisa.

En cuanto la vio sonreír, Antón se relajó un poco. Sin embargo, iba a marcharse de inmediato en busca del físico. Necesitaba saber si su esposa se encontraba bien. No quería que se enfermase por ningún motivo.

—Iré a por el físico.

—¡Antón, no es necesario! Os he dicho que me encuentro mejor. De hecho, se me pasó el mareo.

—¡Da igual! Quiero que os revise por si acaso...

—¡Pero os cobrará por la visita! Y no es necesario —se quejó Elvira.

—¡Me da igual lo que nos cobre! Si necesitáis un físico, os lo traeré.

—Pero si ya me encuentro mejor, de verdad. No seáis cabezón —le aseguró Elvira levantándose del camastro.

—Padre, aseguraos que no se mueva de ahí hasta que regrese...

Juan asintió y miró a su nuera.

—Elvira, haced caso a mi hijo. Habéis recobrado el conocimiento, pero estáis blanca como la leche de mis cabras. Recostaros un poco y obedeced a Antón. Es mejor que os vea un físico. Últimamente, parecéis algo distraída.

Elvira se quedó con la boca abierta al escuchar eso último.

—¡Distraída! Pero Juan...

—¡Nada! Sentaos y haced caso a un anciano, si no queréis obedeced a vuestro esposo.

Con el ceño fruncido, a Elvira le preocupó lo que el físico les fuese a cobrar. Antón había ganado dinero en aquellos años, pero ella sabía lo que costaba ganarlo. Y pagar a un físico cuando se encontraba bien, era una tontería.

—Vais a malgastar el dinero inútilmente —le dijo a su esposo, haciendo el último intento por convencerle.

Antón se volvió hacia ella, la besó en la mejilla y mirándola fijamente, le aseguró:

—No hay mejor dinero gastado, que el que me pueda gastar en mi familia. Así que no insistáis más. Si el físico me asegura que os encontráis bien, no volveré a insistir.

—¡Claro! Una vez que ya...

Poniéndole un dedo sobre los labios, Antón detuvo su diatriba.

—Recostaros hasta que venga y no hagáis nada. Volveré enseguida.

A Elvira no le quedó más remedio que obedecer porque Antón no dejaría de preocuparse hasta que el físico le confirmase que se encontraba bien.

—¡Siempre ha de salirse con la suya!

Juan disimuló la sonrisa cuando comprobó cómo su nuera volvía a sentarse en el camastro.


Una hora después, el físico de Alcaraz salía de la alcoba de Elvira y de Antón. Abrumada por la dirección que habían tomado las preguntas del hombre, Elvira barruntaba lo que le había sucedido y estaba a un paso de saberlo. Antón que había esperado fuera, se paseaba nervioso ante la atenta mirada de su suegro.

En cuanto salieron, Elvira se dirigió hacia él y Antón la abrazó por los hombros, mirando fijamente al físico.

—¿Qué le ha sucedido a mi esposa?

—No os asustéis, doña Elvira padece los síntomas frecuentes de su estado.

El físico no conocía personalmente al hijo de Juan Romero, pero la noticia del casamiento de la mujer de Vandelvira con el caballero, era la comidilla de toda la ciudad.

—¿Cómo no preocuparme si decís que se encuentra aquejada por una dolencia? —preguntó con un hilo de voz Antón.

—Una dolencia que pasará en unos meses —aseguró el físico sonriendo—. Vuestra esposa está embarazada.

Elvira sonrió al instante al escuchar la noticia y giró el rostro para observar la reacción de Antón. Y aunque le costó un poco reaccionar, Elvira pudo ver la alegría en su rostro.

—¡Embarazada! —exclamó Antón mirando hacia ella, observándola como si la viese por primera vez—. ¡Vamos a tener otro hijo!

—Parece que sí —asintió Elvira intentando acordarse de la última vez que había tenido su sangrado. Había estado tan preocupada por lo de los corregidores, que ni había caído en ese detalle.

—¡Menos mal que ahora nos pilla casados! —dijo Antón sin darse cuenta que el físico se extrañaba del comentario.

—¡Hombre! Suele ser lo más usual cuando una pareja se desposa —aseguró el físico sonriendo—. Si doña Elvira vuelve a encontrarse indispuesta, no se preocupen. Es algo que suele ocurrir en estos casos. Además, como doña Elvira no es madre primeriza, no le pillará de nuevas...

—La verdad es que no, señor —sonrió Elvira acordándose de los mareos que había tenido durante el embarazo de Gabriel.

—Pues si no necesitan nada más, me marcho ahora mismo.

—Gracias, le pagaré de inmediato —le dijo Antón entrando en la alcoba en busca del dinero.

Una vez pagado, el hombre se marchó y dejó a la familia a solas.

—¡Vaya, vaya! Voy a tener otro nieto... —dijo el anciano contento—. Eso se merece un brindis.

—Eso parece, Juan. ¿No le parece un poco pronto? Quizás debimos esperar...

—Ya no son unos chiquillos y el tiempo no pasa en balde. Además, es mejor que haya sucedido ahora. Así Gabriel tendrá un hermano.

—No sabía que durante el embarazo de Gabriel estuvisteis mal. No me habéis contado nunca nada —dijo Antón dirigiéndose hacia ella.

Abrazándole, Elvira se le quedó mirando fijamente. Transmitiendo todo el cariño que sentía por ese hombre.

—Sí, hubo ratos de todo pero hace mucho tiempo de eso. Así que de ahora en adelante, si alguna vez me indispongo, no volveréis a correr en busca del físico.

Antón le dio un beso en la boca sin importarle la presencia de su padre.

—¡Me hacéis inmensamente feliz! —le aseguró Antón abrazándola mientras su padre ponía unos vasos encima de la mesa.

Mientras tanto, en otra casa de la ciudad, sacando un vaso y el licor, Pedro de Bustos se vertió una generosa cantidad en él y se lo bebió casi de un trago mientras volvía a llenarse de nuevo el vaso. Había sido un iluso todos esos años pensando que era el dueño de todo aquello. Aunque fuese reina, había bastado una estúpida mujer para arrebatarle todo. Se había esforzado por hacer prosperar la Salina y no había servido para nada. Ahora, la nieta de una judaizante se llevaría el fruto de todo su esfuerzo y él tendría que permanecer callado.

El comendador había sido listo y lo tenía cogido por los huevos. Sin embargo, todavía no había dicho la última palabra. 

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