CAPÍTULO 18
<<Adquirir tesoros gracias a una lengua mentirosa
es vanidad efímera de quien busca la muerte>>. Proverbios 21, 6.
Saliéndose con la suya, los dos hombres de su vida se habían confabulado para arrastrarla hasta la fresca agua del río y en medio de bromas, risas y empujones la habían sumergido a pesar de sus gritos y de su empeño en no querer bañarse. Apenas sabía nadar y los torbellinos que se formaban en el fondo le daban miedo; no se fiaba de las aguas mansas sin saber qué podía haber debajo. Sentía respeto por aquellas maliciosas corrientes porque más de una vez algún pobre incauto se había introducido en ellas con el final desastroso de perder la vida.
Sentada entre las piernas de Antón y cobijada entre el poderoso cuerpo masculino, ambos observaban a Gabriel juguetear en la orilla.
—¿En qué pensáis? Lleváis un buen rato callada.
Elvira no contestó de inmediato. Estaba empezando a ponerse el sol y el tibio calor de los brazos de Antón la sumían en un profundo letargo. Silencio que su mente aprovechaba para intentar adivinar lo que pasaría al día siguiente.
—Vuestra treta no ha dado resultado... —susurró Elvira mientras no perdía de vista a Gabriel.
—¿Qué treta? —preguntó Antón escondiendo la sonrisa.
—La de tenerme distraída esta tarde.
Antón no disimuló ante el comentario.
—Si hubiésemos permanecido toda la tarde encerrados entre esas cuatro paredes, estaríamos más nerviosos de lo que lo estamos ahora.
Elvira sabía que decía la verdad. Mirando al hijo de ambos, por lo menos comprendió que Gabriel era ajeno a la preocupación que embargaba a sus padres.
—Habéis llegado a su vida en el momento justo... —dijo Elvira—. Necesitaba una mano fuerte que lo guiase.
Antón escuchó aquello y depositó un beso encima de la cabeza de su mujer.
—¿Y a la vuestra?
—De la mía jamás os fuisteis. Siempre os he llevado en el corazón a pesar de creeros un desalmado por abandonarme.
Antón la abrazó con más fuerza y disfrutó del instante.
—Un desalmado que nunca dejó de quereros.
Elvira sonríe ante su comentario.
—Mañana os harán entrega de los bienes de vuestra familia —le dijo Antón varios minutos después de comprobar que Elvira seguía en un misterioso silencio—. Estaréis contenta...
—¿Y vos, estáis contento? —preguntó a su vez Elvira.
—¿Yo...? ¿Por qué habría de estarlo? Sois vos a la que van a restituir todo lo que les incautaron.
—Solo va a ser una parte de los bienes de mi familia. Y lo más importante, jamás podrán devolvérmelo: el sufrimiento de mi abuela, la forma en que murió, lo que hicieron con sus restos. Ni siquiera nos dejaron un sitio al que yo pudiera llevar unas flores. Y por si fuera poco, tras la deshonra de mi familia y tras la marcha de mi padre de Alcaraz, me quedé completamente sola. Lo único que me salvó de tanto sufrimiento fue tener a Gabriel. ¡Me recordaba tanto a vos! Que a veces era un alegría y otras, un calvario.
—¡Miradme! —le ordenó Antón sintiendo en carne propia el dolor de Elvira.
Elvira torció ligeramente el cuello y lo observó.
—No quiero que os quedéis anclada en el pasado, ni que penséis en el futuro con angustia porque nada de lo que temáis, ocurrirá. Vivid conmigo el presente. Hoy estamos aquí, casados y compartiendo la vida con nuestro hijo. Eso es lo único en lo que debéis de pensar. Esta noche, borraré con besos esa preocupación que veo en vuestros ojos. No me gusta veros así. Deberíais estar feliz. Tener otros pensamientos —susurró Antón.
Las palabras de Antón la reconfortaba, era el bálsamo que necesitaba su alma pero a la vez, llamó su atención su promesa.
—Os tomaré la palabra si no cumplís con vuestro cometido, pero ¿qué queréis decir con otros pensamientos?
—No me tentéis más. Os aseguro que si Gabriel no estuviese enfrente os demostraría de qué estoy hablando... —insinuó Antón de forma descarada, besándola.
De pronto, la fuerza de un cuerpo menudo y mojado se abalanzó sobre ellos. Gabriel los abrazó por el cuello interrumpiendo el apasionado beso de sus padres.
—¡Yo también quiero besaros! —protestó Gabriel entre risas.
Antón empezó a hacer cosquillas a Gabriel mientras compartía su broma.
En ese mismo instante, Pedro de Bustos supervisaba cómo los sacos de sal eran cargados en el carro. Había que dejar listo el carro para transportarlo al día siguiente.
—¡Don Pedro! Acaba de llegar esta misiva... —dijo uno de los hombres que trabajaban para él.
Pedro de Bustos miró extrañado el pergamino y lo cogió al instante, observando que provenía del concejo pero con un sello que no reconocía.
—¡Qué querrán ahora! ¡Como no tienen nada que hacer, se piensan que los demás andamos igual.
Abriéndola, la leyó sin parpadear. Estaba firmada por el comendador de Segura.
—Me ordenan que vaya mañana a una reunión... —dijo extrañado.
—¿Una reunión, don Pedro?
—Así es... y viene firmada por don Rodrigo Manrique.
—¿Y quién es ese fulano? —preguntó el trabajador.
—El comendador de Segura.
—¿Entonces, señor...? ¿Tenéis que marcharos? —preguntó de nuevo el hombre.
—Así es y no ha podido ser en peor momento.
—Entonces, ¿qué hacemos?
—Guarden la sal en el almacén hasta que regrese. No creo que tarde mucho en despachar el asunto. Los de Cartagena vendrán pronto a por ella. Iré a asearme. No puedo presentarme así ante el concejo.
Ya entrada la noche, en casa de los Romero, Juan y Antón contemplaban el crepitar de las llamas mientras conversaban. Gabriel, rendido de cansancio, llevaba media hora dormido y Elvira terminando de recoger las sobras de la cena, escuchaba muy pendiente la conversación entre padre e hijo.
—Venid, sentaos aquí a mi lado —le ordenó Antón a Elvira cuando vio que había terminado con la faena.
Elvira vio la silla vacía junto a Antón y cansada, se sentó a su lado. Le dolía el cuello y la espalda debido a la tensión y los nervios. Observando las líneas de cansancio de su esposa y sin decir nada, Antón le pasó el brazo por encima de los hombros aprovechando la ocasión para acercarla a su lado.
A Juan le agradó contemplar la muestra de cariño de su hija hacia su nuera.
—Como sigáis mirándola así, la vais a degastar... —dijo Juan bromeando.
Antón sonrió ante la burla de su padre, a pesar del sonrojo de su esposa.
—¡No le hagáis caso a mi padre! Le gusta gastarme bromas a pesar de su edad.
Esos hombres hablaban libremente y sin reparos de cualquier cosa, a pesar del respeto que se tenían, y ella nunca había presenciado ni vivido una relación tan cordial entre un padre y su hijo. Los Romero, eran hombres con costumbres muy distintas a la de los judíos donde la distancia entre los jóvenes y sus mayores distaba mucho de parecerse a la de los cristianos.
—¿Qué tiene de malo mi edad? —preguntó Juan fruncido el ceño e intentando mostrarse serio a pesar de que se podía vislumbrar una sonrisa bajo sus palabras—. Que sepáis que este padre vuestro, todavía conserva sentido del humor.
—¡Ya lo decía madre! Que erais capaz de reíros hasta de un santo...
(Imagen del Pendón de los Reyes Católicos.)
Un pendón destacaba alzado esa mañana en la fachada del ayuntamiento: el de los reyes católicos. Omnipotente y orgulloso ondeaba a favor del viento y eso solo podía significar que dentro del edificio se encontraba algún emisario real.
Al entrar en la sala, Pedro de Bustos comprobó desconcertado que el lugar estaba abarrotado. Extrañado por la presencia del concejo en pleno, reparó en los dos inquisidores de Jaén, así como del comendador de Segura que se hallaba junto a la esposa de Vandelvira y de don Antón Romero, eso sin contar del engreído del corregidor. Pedro Ortiz era su mayor adversario político dentro del concejo y le molestaba sobremanera hallarlo allí esa mañana.
—¡Señorías!
Ambos inquisidores se volvieron en el mismo instante en que escucharon la voz de Bustos y con una sencilla bendición, el inquisidor don Vasco Ramírez tomó la iniciativa y se acercó hasta él.
—Gracias por acudir a la llamada con tal presteza don Pedro, pero el asunto a tratar urgía ser despachado cuanto antes.
—He venido en cuanto me llegó la misiva de don Rodrigo, señoría —dijo Bustos y dirigiéndose hacia el comendador, lo saludó—. Don Rodrigo, es un placer tenerle de vuelta en Alcaraz.
—Gracias, don Pedro.
—Pero no conozco la razón por la que he sido reclamado —objetó de pronto Pedro de Bustos.
—Enseguida se enterará —comentó don Rodrigo y dirigiéndose a todos, señaló en voz alta—: Estando todos los presentes, creo que debemos comenzar.
Pedro de Bustos miró de reojo la presencia de la Llerena y le molestó comprobar la cercanía del tal Romero que le mantiene la mirada de forma altanera e insolente.
—¡Secretario! Leed la orden de la reina —pronuncia don Rodrigo.
El hombre enjuto en carnes y de habla rápida empieza a leer la misiva y conforme se daba a conocer la orden de la reina Isabel, el estupor hizo mella en el ánimo de don Pedro de Bustos mientras exclamaba alterado:
—¡Eso no puede ser posible!
—¡Bustos! Habéis escuchado perfectamente —. La reina ordena que todo debe hacerse de acuerdo con la ley. Parte de los bienes incautados a los Llerena, serán devueltos a sus legítimos herederos. En este caso, doña Elvira aquí presente recibirá...
Antón mira con seriedad a Bustos asombrándose de su reacción, pero don Rodrigo y los inquisidores se mostraron exasperados por el comportamiento de Bustos. Esperando algo parecido. Sin embargo, se quedó mudo cuando reaccionó enfrentándose a don Rodrigo.
—¡Jamás devolveré esos bienes! Me fueron otorgados por pleno derecho.
—¡Refrenaos don Pedro! No estáis hablando con un igual. Es el comendador de Segura a quien os estáis dirigiendo. Y sabed que no es decisión nuestra, sino la de la reina. Sabéis que la ley así lo dice. Los nietos de doña Mayor pueden y deben recibir...
—¡No devolveré a una mujer lo que durante estos años trabajé!
En ese instante, fue el momento que aprovechó don Rodrigo para dar la estocada final a de Bustos.
—Don Antón los recibirá en nombre de su esposa.
—¡Qué estáis diciendo! —exclamó Bustos sin comprender.
—Que don Antón se hará cargo de los bienes entregados a su esposa, doña Elvira.
—¡Estáis tomándome el pelo! No es don Antón el esposo de la Llerena, sino Vandelvira.
—¿Vandelvira? —preguntó Vasco Ramírez extrañado—. ¿Estáis acaso bebido, don Pedro? Es don Antón el esposo de doña Elvira.
—Ni bebí, ni perdí la razón. Doña Elvira es la esposa de Vandelvira.
—Os equivocáis, don Pedro —respondió don Rodrigo con satisfacción—. ¡Alcalde! Explicad el asunto a don Pedro.
—Sí, señor —respondió el hombre adelantándose hacia el ultrajado Pedro de Bustos—. Doña Elvira fue declarada viuda de Vandelvira y ayer mismo, se desposó con don Antón.
—¿Vandelvira está muerto? —preguntó Pedro de Bustos perplejo.
—Vandelvira fue declarado muerto. Aquí tenéis la cédula que así lo muestra —dijo el alcalde entregándosela en mano.
—¿Cuándo se ha firmado esto? No puede ser legal si no se hallaba el concejo en pleno —se quejó Bustos aferrando al alcalde de sus ropas.
—¡Soltad al alcalde de inmediato! —le susurró Rodrigo entre dientes—. ¿O acaso queréis que os lleven preso?
Los inquisidores se alteraron al comprobar el cariz que estaba tomando todo.
—Don Pedro habéis perdido las formas por completo —aseguró don Pedro Díaz.
—Inquisidor, este documento no puede ser legal. El concejo no se hallaba en pleno puesto que yo no fui informado de la reunión.
—Vos ya no formáis parte del concejo —dijo Rodrigo Manrique a Bustos—. Alcalde, haced entrega a don pedro de su destitución.
—¿Destitución? —preguntó alterado Pedro de Bustos.
—Fuisteis destituido por mi persona por no cumplir con vuestras obligaciones —dijo Rodrigo comprobando el efecto que producía en el hombre.
—¡Cómo os atrevéis!
—¡Don Pedro! —gritó el inquisidor Pedro Díaz—. Creo que habéis excedido todos los límites. El comendador podría haceros arrestar por vuestra insolencia. Así que contener esa lengua vuestra si no queréis perderla.
Todo los presentes, unos estupefactos y otros satisfechos de ver cómo Pedro de Bustos era bajado de la montaña de orgullo en la que estaba sumido, no pudieron disfrutar más de que por fin lo pusieran en su sitio. Las ínfulas que se gastaba Bustos no eran del agrado del resto del concejo.
—¿Habéis tenido algo que ver en esto? —preguntó Busto al corregidor.
Pedro Ortiz no podía sentirse más satisfecho de comprobar cómo Bustos era derrotado. Sin embargo, mostró cautela ante los presentes.
—Tened cuidado con lo que insinuáis, don Pedro. Fue la misma reina Isabel quien determinó que fuese devuelto a doña Elvira sus bienes.
Sin embargo, Elvira estaba lejos de sentirse contenta con aquella situación, a pesar de que no dejaba traslucir la angustia que sentía. Desde que su abuela fue acusada, la persona de don Pedro de Bustos la llenaba de temor. Ese hombre era capaz de cualquier cosa con tal de seguir con los bienes de su abuela. Incluso, de matarla a ella y a Antón. Y si había algo que no podría soportar, sería que a su esposo le pasase algo por su culpa. Angustiada, echó un paso atrás pero el brazo cálido de Antón, la detuvo.
Antón era consciente del mal momento que estaba pasando Elvira. Sin embargo, no permitiría que aquel desgraciado la intimidara. Su mujer iba a recibir su herencia quisiera Bustos o no.
—¡Debéis saber que os engañaron! —gritó Pedro de Bustos a los inquisidores.
—¿Qué estáis diciendo? —preguntó a su vez don Vasco.
—Que el esposo de esta mujer es Vandelvira y no don Antón.
—Don Antón y doña Elvira se casaron con la autorización de la Iglesia. Ese documento prueba que Vandelvira se encuentra muerto. Y si tenéis alguna prueba de que se encuentra vivo, podéis decirla ahora mismo.
—Saben de sobra que Vandelvira sigue vivo —protestó con énfasis Pedro de Bustos.
—Vandelvira ha sido declarado muerto —dijo Rodrigo enfadado por la actitud de Bustos—. No obstante, aunque el esposo de doña Elvira hubiese estado vivo, es deseo de la reina Isabel que a esta mujer le sean devueltos sus bienes. ¿Sois vos quien se opondrá al deseo de su Alteza? Si es así, decirlo ahora mismo y mis hombres os detendrán de inmediato.
La bilis le subía por la garganta a Pedro de Bustos mientras intentaba contenerse para no despedazar al comendador. A punto de estallar, se giró y se marchó de la sala sin disimular la rabia que lo embargaba. Nadie le impidió la salida. Sin embargo, los inquisidores se volvieron hacia don Rodrigo.
—¿Es cierto que el primer esposo de doña Elvira podría seguir vivo? —preguntó don Vasco.
Rodrigo se giró hacia el inquisidor y le dijo fríamente:
—Ese hombre fue dado por muerto por el tiempo que llevaba desaparecido. Abandonó a su familia y desde entonces no se supo nada de él. Como comprenderéis, doña Elvira tenía derecho a reiniciar su vida con don Antón. La Iglesia y el Concejo aprobaron esa unión y yo, fui testigo de la boda. Creo que es todo lo que hay que decir —dijo Rodrigo de malos modos.
—Ese matrimonio sería anulado en caso de aparecer el primer esposo.
—Ese matrimonio está bendecido por Dios y os aseguro que el Papa no anulará tal unión.
—¡No podéis meter a su Santidad en esto! —exclamó el otro inquisidor.
—Puedo y lo haré. No creo que la Iglesia apruebe el primer matrimonio de doña Elvira cuando ese hombre robó en el concejo y desapareció de la ciudad para no volver jamás. Si es necesario, yo mismo intercederé por doña Elvira y don Antón —aseguró Rodrigo convencido de sus palabras.
—¿Y vos? ¿Qué opináis de ello? —preguntó el inquisidor a Antón.
—Doña Elvira es mi esposa y os aseguro que no renunciaré a ella —dijo Antón dando un paso al frente.
—Espero que no se olviden de que como representantes del poder real, es nuestra misión hacer cumplir la ley. Y les aseguro, que me encargaré expresamente de que Bustos devuelta todo lo que le corresponde a doña Elvira.
Elvira que había permanecido callado todo el rato, bajó los ojos al suelo mientras el temblar de su cuerpo era disimulado por el fuerte abrazo de su esposo. Si no fuese por su fuerza, se habría caído de lleno en el suelo.
—No tiene que recordarnos nuestra obligación, comendador.
—Celebro saberlo... —añadió Rodrigo sin disimular su enfado.
—Creo que deberíamos regresar hoy mismo a Jaén —sugirió don Pedro Díaz—. Si nos disculpan, creo que ya hemos hecho todo lo que teníamos que hacer.
—¡Que tengan buen viaje! —les deseó Rodrigo mientras contemplaba a los dos inquisidores salir por el mismo sitio que Bustos.
El suspiro de alguno de los presentes se pudo escuchar en el silencio que se había quedado tras la marcha de los tres hombres. Y Antón aprovechó ese instante para tranquilizar a su esposa.
—No temáis nada. Bustos no se atreverá a hacer nada en nuestra contra —susurró Antón a Elvira abrazándola.
—¿Cómo estáis tan seguro? ¿Y si os hace algo por mi culpa? No debí aceptar...
—No temáis, doña Elvira. Aceptareis los bienes puesto que de vuestra familia eran y os aseguro que yo mismo velaré por el cumplimiento. Y en cuanto a vuestro esposo, no temáis por él. Tiene el pellejo más duro que yo haya visto —respondió Rodrigo sonsacando las sonrisas de los presentes.
Antón sonrió ante el comentario del comendador y sin soltar a Elvira, le respondió:
—Muchas gracias, don Rodrigo. No sé cómo habríamos salido de esto sin su apoyo.
—No me las deis. Yo os debía más... —le aseguró Rodrigo palmeando a Antón en la espalda.
Sin embargo, Elvira no pudo calmarse. Un mal presentimiento la embargó mientras los hombres charlaban de forma relajada sin preocuparse de las malas artes de Pedro de Bustos.
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