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CAPÍTULO 17

<<Así dice Yavé: Practicad el derecho y la justicia y librad al oprimido de las manos del opresor; no maltratéis al extranjero, al huérfano y a la viuda; no les hagáis violencia, ni derraméis sangre inocente en este lugar>>. Jeremías 22:3.


Si de algo le sirvió aquellos meses de encierro en el monasterio de Uclés fue para adquirir las mismas costumbres que los monjes de la Orden de Santiago: madrugar, ayuno, oración, junto al trabajo eran máximas que no había abandonado... Así que acostumbrado a levantarse antes de que el gallo cantara, Rodrigo llevaba varias horas esperando con resignación a que el Concejo abriese el ayuntamiento. Había que atar los cabos sueltos antes de la llegada de los inquisidores.

—¡Don Rodrigo! ¡Ya están aquí! —informó el soldado a Rodrigo, que esperaba con paciencia al lado de su señor.

—¡Ya lo veo, soldado! —susurró.

—¡Habéis madrugado mucho, señor! —se mostró sorprendido el alcalde al comprobar la presencia del comendador en el ayuntamiento.

—¡No soy hombre de andar pegado a las sabanas, alcalde! Y sí, tengo por costumbre levantar antes de que raye el alba.

—¿Y qué puedo hacer por vos tan temprano? —preguntó el alcalde mirando de soslayo a los soldados que acompañaban a su señor.

—Los inquisidores llegarán esta mañana... —aseguró Rodrigo mirando de frente al hombre.

—Pues sí... Por eso he llegado tan pronto. Tenemos que tener todo dispuesto para la llegada.

—Me lo imaginé. Sin embargo, lo primero que hay que preparar, es el oficio contra Pedro de Bustos. Debe de salir del concejo.

El alcalde se mostró de acuerdo con don Rodrigo.

—Lleváis razón. No preocuparos. El secretario redactará la orden ahora mismo.

—Prefiero redactarla yo, si no os importa.

—¿Vos, don Rodrigo?

—En efecto... y no os sorprendáis, alcalde. Don Pedro de Bustos no se atreverá a rebatir su destitución como miembro del concejo, si la orden viene escrita de mi mismo puño y letra. Y en caso de presentar resistencia, yo mismo le aclararé los motivos de su deposición: por incumplimiento y dejadez en su labor.

—¿No os fiais de Pedro de Busto? —preguntó el alcalde con una ligera sonrisa.

—Ni me fio de don Pedro ni de los inquisidores, que harán todo lo posible por apoyar a su hombre de confianza en Alcaraz.

—Es raro que el Gran Maestre de la Orden de Santiago no se fie del Santo Oficio —declaró el alcalde.

—No guardo un grato recuerdo de ellos —declaró Rodrigo no queriendo hacer memoria del juicio al que había sido sometido junto a su esposa. Llevaría grabado para siempre, el sufrimiento que Sarah y él habían padecido aquellos días y los siguientes meses por culpa de los miembros de la Inquisición.

—¡Pues pasad, don Rodrigo! Ahora mismo os traeré los útiles que necesitáis. Sentaos que no tardo en venir... —dijo el hombre pasando a la sala que servía de despacho al alcalde.

—Gracias... —respondió don Rodrigo—. ¡Ah, alcalde...!

El hombre se volvió en el mismo instante, al escuchar las palabras del comendador.

—Acudiré junto a vos a recibir a sus señorías...

El alcalde sonrió con picardía y asintió.

—Estaré encantado, señor —contestó el hombre saliendo de la sala.


—¡Buenos días, padre!

—¡Antón! Iba a entrar un poco de leña, pero Elvira me ha dicho que ya habíais ido vos al corral... —señaló Juan mirando como Antón dejaba el montón de palos frente a la chimenea.

—Estáis mayor y debéis evitar los fríos de la mañana, padre. De aquí en adelante, Gabriel se encargará de traer la leña cada día.

El niño levantó el rostro y con el ceño fruncido preguntó:

—¿Y por qué yo? ¡Si ya traje el otro día!

—¿Coméis todos los días? —preguntó de repente Antón a Gabriel.

—Sí...

—¿Y dormís...?

—Sí... —respondió el niño.

—Pues será responsabilidad vuestra que ese montón de leña junto a la chimenea esté siempre lleno, Gabriel. Os pasáis todo el día correteando por ahí y no quiero veros perder el tiempo. Al igual que comes y duermes, habrás de trabajar.

—¡Pero madre...!

Elvira miró a ambos, sabía que Gabriel se pasaba la mayor parte del tiempo con sus amigos y que debería estar más pendiente de él.

—Vuestra madre siempre se ha hecho cargo de vos, pero de aquí en adelante, obedeceréis lo que os diga. Soy vuestro padre y obedeceréis. Cuando acabéis las tareas, podréis marchar a jugar. No antes. Y en cuanto pasen unos días, saldremos al campo.

—¡Pero no me gusta el campo!

—Sabed que trabajar la tierra, fortaleza el cuerpo y el espíritu... ¿No os lo había dicho vuestro abuelo? —preguntó Antón mirando a su propio padre.

—No había tenido tiempo todavía... —declaró el anciano mirando con suspicacia a su hijo.

—¡Pues a mi hermano y a mí, nos enseñasteis esa lección bien pronto! —le interpeló Antón a su padre.

—¿No pretenderéis que trate igual a mi nieto que a mis propios hijos? —declaró el anciano molesto.

—¡No veo diferencia! —exclamó Antón sorprendido.

—¡Hacedlo vos! Que para eso sois su padre como ya habéis señalado... ¿verdad hijo? —dijo el anciano acariciando la cabeza de su nieto.

A Gabriel se le iluminaron los ojos y asintió ante la pregunta de su abuelo.

—¿Os habéis confabulado los dos en mi contra? —preguntó Antón no dando crédito a que su padre consintiera de esa manera a Gabriel.

—¡Sentaos! Ya está el almuerzo listo —dijo Elvira colocando la fuente encima de la mesa, intentando relajar un poco la tensión.

—¡Es mi nieto! ¿Qué esperabais?

—Padre, sabéis que por desgracia, la vida no sigue la vereda que imaginamos y que Gabriel... —dijo Antón mirando a su hijo— podría volver a estar en la misma tesitura que cuando lo encontré a mi llegada a Alcaraz.

Tanto el anciano como Elvira miraron preocupados a Antón, pero éste dejó claro su punto de vista.

—No quiero que mi hijo pase hambre o que tenga que robar para poder sobrevivir.

—¡Eso jamás pasará! —declaró el anciano.

—No podéis asegurarlo... —señaló Antón.

Elvira no pudo evitar acercarse a su esposo y agarrándolo del brazo, lo miró de frente.

—¿Acaso teméis algo? —preguntó con la ansiedad reflejada en la voz.

Antón abrazó a su esposa y la besó en la frente intentando calmarla.

—No, no os preocupéis... pero Gabriel —dijo de nuevo Antón, abrazando a Elvira y mirando a su hijo— debe convertirse en un muchacho fuerte y deberá estar preparado para cualquier eventualidad. En caso de que se encuentre en apuros, quiero asegurarme que sabe lo que debe de hacer.

Elvira asintió con un nudo en la garganta y volvió la mirada hacia su hijo.

—Gabriel, ya habéis escuchado a vuestro padre. Le obedeceréis en todo... —le ordenó la mujer a su hijo, sabiendo que Antón le ocultaba algo.

—Está bien, madre.

—Sabéis que vuestro padre jamás haría nada que no fuese por vuestro bien. Debéis hacer lo que os diga... —le ordenó Elvira.

A Antón le dio un vuelco el corazón, cuando su hijo se levantó del asiento y corrió hacia él, echándose sobre sus piernas, mientras lo abrazaba con fuerza.

Ninguno de los tres dijo nada más. Solo la voz del anciano, rompió el emotivo abrazo.

—¿Podemos sentarnos a desayunar? ¡Se nos va a echar la mañana encima! Además, ¿no debéis acompañar a don Rodrigo? —preguntó el anciano.

—Sí, hoy llegan los inquisidores —dijo contrariado Antón.

—Empezad a comer. Ahora mismo os traigo la leche —dijo Elvira apresurándose.

Antón se sentó y a su lado Gabriel. Y mientras Elvira traía la jarra con leche, Juan observó cómo el pequeño imitaba todos los gestos que hacía su padre. Después de que Antón cortase el pan, el niño cogió la misma cantidad de rebanadas y las colocó tal como veía que hacía su padre. Callado y atento, su nieto observaba y aprendía.

Juan sonrió satisfecho al comprobar el enorme lazo de cariño que se estaba creando entre ambos. <<Ningún Vandelvira podría romper eso...>> —pensó el anciano sentándose a la mesa.


Rodrigo contemplaba la comitiva que acompañaba a los inquisidores. Mirase a donde mirase, el lujo rodeaba la procesión que subía la cuesta y un asco tremendo lo embargó. Desde el centro de la plaza, podía observar cómo los vecinos se arremolinaban junto a los dinteles de las puertas de sus casas, mirando con temor reverencial a los dos cuervos negros que se pavoneaban conforme subían por la calle empedrada. Fue curioso observar cómo bajaban la mirada ante el paso de los caballos.

—Si tanto temen a los inquisidores, ¿por qué salen a recibirlos? —susurró Rodrigo para que el alcalde lo escuchara.

—¡Ay de aquel que no los agasaje! Si hubieseis estado en la última visita de los religiosos, os aseguro que no formularíais tal pregunta, señor. Ahora no tengo tiempo de explicaros. Más tarde... —susurró el hombre contenido.

Rodrigo frunció el ceño y se quedó mirando de forma significativa a Antón cuando el hombre dejó de hablar.

—¡Bastardos! —susurró Rodrigo sonsacando a Antón una ligera sonrisa que al encontrarse a su vera, había escuchado con claridad el insulto.


Vasco Ramírez pegó un respingo y a punto estuvo de caerse del caballo cuando contempló a lo lejos, el estandarte del comendador de Segura.

—¿Qué os sucede? —preguntó Pedro Díaz.

—¿No veis lo que yo veo? Tal parece que el comendador se nos adelantó —dijo don Vasco a su homólogo.

Ambos inquisidores se quedaron mirando fijamente a la imponente figura del comendador.

—¿Sabíais que iba a estar aquí? —preguntó don Pedro.

—No... pero era una probabilidad. La reina tiene en estima al comendador... Debe estar al tanto de la orden sobre los Llerena.

—Es posible.

—¡Ya no hay remedio! Bustos tendrá que resignarse a perder esos bienes porque el comendador no es hombre de andarse por las ramas. Y acordaos de la enemistad entre el obispo de Jaén y él. Al comendador no le caemos especialmente bien.

—¿Y eso...? —preguntó don Vasco que desconocía los detalles.

—Antes de ser nombrado obispo, Diego de Deza fue inquisidor en Úbeda. Don Rodrigo pasó algunos meses recluido en el monasterio de Uclés por culpa de éste. ¡No sé qué lo llevaría a cometer tal estupidez! Pero desde entonces, el comendador siente aversión al Santo Oficio.

—¡Pero eso es una herejía! —exclamó de repente el inquisidor.

—¡Bajad la voz! ¡O acaso queréis que os escuche! —exclamó enojado don Pedro.

Los dos inquisidores callaron por prudencia y cuando llegaron al final de la calle, accedieron a la plaza contemplando la cantidad de vecinos de Alcaraz que se habían arremolinado para recibirlos.

—¡Por los menos, estos inútiles conservan las viejas costumbres! Y es que como dice el refrán: <<lo que bien se aprende, nunca se olvida>> —sonrió Vasco Ramírez.

—Espero que sus señorías hayan tenido un buen viaje —dijo el alcalde adelantándose hacia los dos inquisidores.

—¡El camino hasta aquí es largo, alcalde! Así que no veo qué tiene de bueno... —se quejó don Pedro con un reproche.

Mientras el alcalde se callaba, Antón observó a los dos inquisidores desmontar del caballo. Casi una legión de sirvientes, se apresuraron raudos a ayudar a sus voluminosas señorías. Varios pasos por detrás, don Rodrigo permanecía impasible como si la cosa no fuese con él, pero sin perder detalle. Al carecer de experiencia en tales menesteres, Antón prefirió quedarse en segunda línea, escuchando la conversación. Debía aprender a manejarse con diplomacia, cosa de la que siempre había carecido. Era un hombre rudo, directo, que no se andaban por las ramas cuando necesitaba hacer algo.

Las vestimentas de los religiosos eran tan pomposas que más bien parecían delicadas mujeres en vez de hombres de fe. Sin embargo, debajo de las ricas telas, la piedad y la caridad brillaban por su ausencia. Esos inquisidores habían torturado sin piedad a la abuela de Elvira y no quería ni imaginar el tormento soportado por la pobre mujer.

—¡Comendador! ¡Qué grata sorpresa! No esperábamos encontrarlo hoy aquí.

—¡Señorías! No hay duda que la santa providencia ha permitido el grato encuentro —dijo el comendador con ironía—. ¡No podrán quejarse! Todo Alcaraz ha salido ha recibirles; nunca había visto la plaza tan concurrida.

—Los de Alcaraz son vecinos agradecidos —declaró don Vasco con una falsa sonrisa.

A Rodrigo se le revolvieron las tripas. Ese necio estaba regodeándose del miedo de aquellas gentes. Cuando estuviesen a solas, el alcalde tendría que explicarle el porqué sus vecinos temían tanto a los inquisidores.

—¿Y a qué se debe su visita, don Rodrigo? —preguntó con interés don Pedro, sacando a Rodrigo de sus elucubraciones.

—Debía resolver cierto tema de tierras con el concejo, y hacer efectiva una misiva de la reina ... —señaló Rodrigo informando a los religiosos.

—¡Qué casualidad! ¿No será la misma misiva que nos hizo llegar su majestad?

—¿La de los Llerena? —preguntó Rodrigo haciéndose el tonto.

—¡Vaya! Si hubiésemos sabido que la reina os había hecho entrega de la orden, nos habríamos ahorrado un viaje —protestó de mala gana don Vasco.

—Quizás la reina quiso que fueseis testigos de la reparación a la familia. Al fin y al cabo, fue por las manos de ustedes que la familia Llerena perdió sus bienes —dijo con suspicacia Rodrigo.

—¡Hablad con propiedad, don Rodrigo! Doña Mayor fue declarada culpable. Nosotros solo impartimos justicia en nombre de Dios... —declaró con tono serio don Pedro.

Por las caras de los dos religiosos, Rodrigo supo que su comentario había molestado a ambos inquisidores.

—No os molestéis, don Pedro. Solo era una observación sin importancia. Al fin y al cabo, ambos somos representantes del mismo Dios —señaló Rodrigo con gran acierto, calmando a ambos hombres.

—Entonces, la reina os hizo llegar también la orden real —matizó don Vasco que optó por no entrar a enemistarse con el comendador.

—¡Exacto! —contestó don Rodrigo.

—Pues entonces, resolvamos pronto este asunto y volvamos a Jaén —contestó el inquisidor mirando de soslayo a su amigo.

—Esta tarde mismo... —señaló don Pedro.

—Mucho me temo que habrá que esperar hasta mañana —declaró Rodrigo señalando algo que debía de ser obvio para los dos hombres—. Primero, habrá que dar aviso a don Pedro de Busto, al ser persona interesada...

—Por supuesto... —asintió don Vasco—. Y a la familia Llerena, que no se nos olvide —dijo don Pedro riéndose con mofa.

—Yo mismo informaré a doña Elvira... —declaró Rodrigo.

—¿Acaso conocéis a los descendientes? —preguntó extrañado don Vasco.

—Sí, a una de las nietas de la enjuiciada... De hecho, ayer tuve el honor de asistir a su boda.

—¿A su boda...? —preguntaron al unísono los dos inquisidores.

Antón se tensó y máxime cuando don Rodrigo lo señaló con la cabeza y prosiguió con la explicación:

—No les he presentado a don Antón, el nuevo esposo de doña Elvira y un buen amigo mío.

Los dos religiosos no pudieron evitar la cara de sorpresa cuando miraron con detenimiento al caballero. No les pasó por alto, la fuerte condición física del aludido.

—¡Don Antón! —saludó don Pedro de mala gana.

—¡Señorías! —respondió Antón cortésmente—. Es un placer conocerles...


Dos horas después, Elvira permanecía ajena a lo que sucedía en el pueblo. Después de que Antón se hubiese marchado, había recogido las alcobas, barrido el suelo, preparado la comida... pero estaba tan nerviosa por lo que imaginaba que podría estar ocurriendo, que había tenido que hacer un alto porque era incapaz de concentrarse en sus tareas. Mientras preparaba la comida de al mediodía, había tirado los huevos al suelo, se le había pegado el guiso de patatas que había cocido e intentando preparar un postre que le había enseñado su difunta abuela, para sorprender a Antón y a su hijo, no se acordaba de las medidas exactas que debía echar. Así que harta de que todo le saliese mal, salió fuera de la casa y se sentó en un banco que había junto a la pared.

—¿Qué os sucede? —preguntó Juan a su nuera que desde el corral había visto cómo se sentaba en el escalón.

—Necesitaba tomar un poco de aire, Juan —declaró Elvira mirando al anciano.

—Eso que huelo...

—Se me pegaron las patatas —respondió Elvira acongojada.

—Ya veo —contestó el anciano con una sonrisa.

—Tiré los huevos que me trajo Gabriel y no me acuerdo de la receta de mi abuela... —prosiguió Elvira lamentándose de su infortunio.

—¿Y no tendrá que ver eso con la llegada de los inquisidores? —preguntó el anciano sabiendo la respuesta.

Elvira asintió profundamente apenada.

—No logro concentrarme.

—El mundo no se acaba porque os salga mal una comida —señaló el hombre sentándose a su lado—. Entiendo vuestro desasosiego.

Elvira miró con atención a su suegro.

—Vos, también estáis preocupado.

—Un poco... —añadió el hombre—. Sin embargo, confío en mi muchacho y en don Rodrigo. Además, el alcalde es hombre de bien y también intercederá por ustedes.

—¿Y si regresase mi primer esposo? —preguntó Elvira más para sí que para su suegro.

—No os preocupéis. Si es menester, lo mataremos con nuestras propias manos...

La respuesta sorprendió tanto a Elvira que sin poder evitarlo, se echó a reír ante la ocurrencia de su suegro.

—Seríais incapaz de cometer un acto tan malvado. Sois un buen hombre, incapaz de matar a nadie. Solo lo habéis dicho para tranquilizarme... —declaró Elvira agradecida por la consideración del hombre.

—Claro que lo he dicho para tranquilizaros. No quiero que temáis nada. Ya os he dicho más de una vez, que en esta casa estaréis siempre segura.

—Segura y querida... —declaró Elvira sabiendo la fortuna que tenía de haber dado con esos hombres.

—Mi Antón siempre os ha querido —declaró el anciano recordándoselo de nuevo.

—Y yo a él... —contestó Elvira emocionada.

—Pues entonces, no os martiricéis más. Vandelvira no podrá reclamaros después de todo este tiempo que ha pasado.

—Vos, también sabéis que no ha muerto.

—Ese fulano está tan sano como yo. Sin embargo, no amargaros. Ahora sois una Romero y está escrito en el libro de Dios.

—Solo espero que Dios no me castigue por haberme casado dos veces sin ser viuda —señaló Elvira.

—No creo que a Dios le importe mucho... —declaró el anciano—. Y en caso de ser así, debía haber cuidado mejor a sus hijos en vez de permitir que ese hombre os abandonase de tal modo.

—¡Don Juan! Estáis blasfemando... —dijo Elvira sin poder evitar reírse de nuevo

—¡Pues qué bien! ¡Si mi difunta esposa contemplase cómo nos hemos convertido en una familia de pecadores os aseguro que volvía a morirse! —comentó Juan mientras compartía la risa con su nuera.

Mientras esperaba en la plaza, había localizado a su hijo escondido en una de las esquinas que daban a la plaza, acompañado de varios tunantes de la misma edad con los que jugaba Gabriel. Lo primero que había ordenado antes de marcharse, era que no saliese de la casa y lo primero que había hecho, era desobedecer su orden. Molesto, no había podido ir en pos de él, pero en cuanto el alcalde acompañó a los inquisidores a su alojamiento y don Rodrigo le dio permiso para regresar a su casa, había dado un rodeo por las calles para pillar al incauto y difícil muchacho.

Gabriel intentaba hallar a su padre entre la multitud. Solo había bastado un segundo en el que había desviado la atención, y cuando volvió a dirigirla a dónde se suponía que estaba su padre, ya no se encontraba allí. Escondido para que no lo viese, se había quedado solo tras la marcha de sus amigos; no se había movido del sitio intentando localizarlo desde lejos. Necesitaba asegurarse que esos inquisidores no le hacían nada. Él, protegería a su padre y a su madre. Sabiendo que había desobedecido la orden expresa, a Gabriel no le invadieron los remordimientos. Había sido su propio padre el que le había dicho que debía estar preparado para cualquier cosa que sucediese. Y esos hombres eran malvados.

—¿No os había ordenado permanecer con vuestra madre y el abuelo? —preguntó Antón cogiéndole desprevenido. Como si su padre tuviese una fuerza superior, lo alcanzó de la oreja.

—¡Padre! ¡No estiréis con tanta fuerza! ¡Me vais a sacar la oreja!

—La oreja es poco lo que os voy a sacar por ser tan desobediente.

—No enojaros conmigo, padre. Debía asegurarme que no os pasase nada —contestó Gabriel levantando la cabeza y poniéndose de puntillas para que su padre no le hiciese más daño.

—¡Os ordené que no salieseis de casa!

—¡¿Pero y si os hacían daño!! —protestó de nuevo Gabriel.

—¿Por qué habría nadie de hacerme nada?

—Esos hombres son malos. Mataron a la abuela y quisieron hacerle daño a madre... —dijo el niño con lágrimas en los ojos, apenado por la reprimenda de su padre.

Antón lo soltó de golpe y con las manos apoyadas en su cadera, no supo qué hacer por primera vez en su vida. Nadie lo había preparado para ser padre y las palabras de su hijo lo habían conmovido. Entendió a la perfección por qué había desobedecido la orden que le había dado aunque eso no fuese justificación. Pero a Gabriel también le llevaría tiempo superar lo sucedido y confiar en su palabra.

—¡Dejad de llorar! Un Romero no debe llorar sin motivo —dijo Antón que de pronto se abalanzó sobre el pequeño y lo estrechó sobre su cuerpo. Su hijo solo había intentado protegerlo.

Gabriel se abrazó a la cintura de su padre mientras lloraba sin poder remediarlo.

—Esta vez quedáis perdonado. Pero no volverá a suceder. Cuando os de una orden, la cumpliréis sin excusas.

—Está bien, padre —dijo el pequeño acongojado.

—Ahora, regresemos a casa. Ya hemos perdido parte de la mañana.


Acompañado de Gabriel, Antón llegaba por el camino sin que su padre ni Elvira se hubiesen percatado de sus personas. Subido a la grupa del caballo, el pequeño seguía agarrado a su cintura mientras llegaba hasta ambos, el agradable sonido de la sonrisa de Elvira.

—¡Vuestra madre está contenta! No le informaré de vuestra travesura —susurró Antón a su hijo.

—Gracias, padre.

Acercándose un poco más, las dos personas que charlaban animadas, levantaron la mirada al ver acercarse a ambos sobre el caballo.

—Me alegro de verles tan alegres —dijo Antón mirando con interés a ambos—. Podrían compartir la chanza.

—Mejor, no lo sepáis. Son cosas tontas de ancianos, ¿verdad que sí, Elvira?

—Bueno, si vos lo decís... —contestó Elvira callando convenientemente.

—¿Qué hacen aquí fuera? —preguntó Antón con interés al ver lo relajados que se encontraban. Antes de marchar, Elvira no había podido disimular sus nervios.

Bajando a Gabriel, lo miró en silencio y lo ayudó a bajar. Y el muchacho, sabiendo que había escapado por los pelos de una buena reprimenda, dijo:

—¡Voy a por la leña!

Los tres adultos lo vieron correr hacia el corral.

—¡Luego me contaréis cómo habéis logrado tal milagro! Yo necesitaba repetirle un montón de veces las cosas...

Antón no contestó, pero se acercó hasta Elvira y depositó un beso sobre sus labios.

Elvira se sonrojó al instante.

—¡Está vuestro padre! —se quejó avergonzada.

—Mi padre no se asusta de que os bese, ¿verdad, padre?

—Es una buena costumbre esa la de besar a la mujer cuando uno llega. Todavía me acuerdo cuando pillaba desprevenida a mi querida esposa...

—¡Juan! —protestó Elvira—. No deberíais darle motivos para animarlo. No es decoroso —logró decir de nuevo Elvira, incómoda por el brazo que Antón mantenía sobre su cintura.

—¡Acostumbraos! Porque he perdido muchos años y debo recobrarme todos los besos que me perdí.

—Mientras ustedes se aclaran si se besan o no, voy a dentro. Iré poniendo la mesa —susurró el anciano dejándolos a solas.

—No podéis besarme delante de la gente —susurró Elvira regañándolo.

—Si por gente entendéis mi padre, ya os digo yo que no cuenta. Os besaré siempre que me apetezca. Como ahora... —dijo Antón acercando el cuerpo de su esposa hacia él y besándola de nuevo.

Durante unos segundos, Elvira intentó forcejear con él, al percatarse de que se encontraban en plena calle y que cualquiera que pasase por allí, podría verlos. Sin embargo, la fuerza superior de Antón consiguió que no pudiese desembarazarse del abrazo y claudicando, se dejó arrastrar en el apasionado beso.

—Estoy deseando que llegue la noche para teneros tumbada bajo mi cuerpo —susurró Antón sobre los labios húmedos de Elvira. El beso los había dejado humedecidos y Antón se excitaba solo de verlos.

—¡Antón! —logró exclamar Elvira tan afectada como él—. Vais a hacer que me acalore...

—No preocuparos, calmaré ese fuego que os arde dentro en cuanto pueda llevaros al río esta tarde.

—¡Seréis granuja! Arderemos en la hoguera como sigáis diciendo esas, esas...

—¿Esas cosas? No es más que la verdad. En cuanto os veo, solo puedo imaginaros desnuda debajo de mí mientras os hago el amor... Anoche, fue la mejor noche de mi vida. No he conseguido dormir, teniendo vuestro cuerpo pegado al mío. Solo deseaba haceros el amor una y otra vez. Una sola noche no es suficiente para saciar este hambre que habéis despertado en mí.

—Yo, yo...

Elvira intentó taparle la boca para que no continuase diciendo las lujuriosas palabras.

—Esta tarde, os prometo que...

—No habrá ninguna salida al río.

—Ya os digo yo que sí... —sonrió Antón, sacando su sonrisa más pícara—. Dadme otro beso y pasemos a comer. ¡Estoy muerto de hambre! Y por cierto, ¿por qué huele a quemado?

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