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CAPÍTULO 16

<<Ponme como sello sobre tu corazón,

como sello, sobre tu brazo;

porque es fuerte el amor

como la muerte,

tenaz, como el sol, la celosía.

Flechas de fuego son sus flechas,

Sus llamas, llamas de Yavé.>>

Cantar de los Cantares, 8:6


Cuando llegaron a la casa, los tres adultos estaban como estupefactos, ante la precipitación de los acontecimientos que habían llevado a la boda. Después de tantos años, no era fácil asimilarlo, sobre todo para Elvira. Mientras que Antón, no cabía en sí de gozo aunque su mujer se encontrara tan desconcertada.

—¡Acabo de casarme! —susurró Elvira sentándose de golpe sobre la silla.

Antón sonrió mirando con complicidad a su padre, comprendiendo el aturdimiento que sentía su esposa.

—Así es. Puede que haya sido la boda más corta que se haya celebrado en esa iglesia, pero os aseguro que es tan legal como cualquier otra.

Elvira lo miró sin contestar, la confusión era patente en su cara.

—¿No sé de qué os sorprendéis? Os avisé de que nos casaríamos a mi vuelta —dijo con ironía Antón, guiñándole el ojo a su hijo.

Gabriel se sentó también al lado de su madre y la miró sonriente.

—Pero pensé que tardaría unos días y que a lo mejor...

—¡Reconoced la verdad! No teníais ninguna esperanza de que se celebrara la boda —susurró Antón acuclillándose delante de ella.

Elvira lo miró y observando el flequillo rebelde que le tapaba casi los ojos, se lo quitó de la frente.

—No, la verdad es que nunca pensé que llegaría este día —confesó Elvira—. Di por hecho que pasaría mis días junto a Manuel y que jamás volvería a veros.

—¿Y por qué tenéis esa cara de preocupación? —preguntó Antón.

—Tengo miedo por lo que pueda pasar.

—¿Por qué habríais de tener miedo? —preguntó de nuevo Antón imaginándose la respuesta.

—¿Y si anulan nuestra boda? No conocéis muy bien a Pedro de Bustos y a esos inquisidores.

—¡Eso no pasará jamás! —afirmó Antón convencido.

Juan miró a su nuera y comprendió su temor. A él, le pasaba lo mismo. Tener de enemigos a los inquisidores, a Bustos y al propio esposo de Elvira, no era cosa baladí. En los tiempos que corrían, podía llegar a suceder cualquier cosa. Ahora, solo cabía rezar y solucionar los problemas conforme surgieran. Aunque a las malas, Antón y su nuera podrían huir y empezar una vida nueva en otro lugar, donde nadie los reconociera. Por nada del mundo querría que su nieto y su nuera, volvieran a pasar por lo mismo: abandonados a su suerte, perseguidos mientras se morían de hambre. Gabriel debía ser criado por su verdadero padre y no por un hombre al que no le importaba lo más mínimo la vida del pequeño, eso por no hablar de la madre, que amaba a su hijo Antón.

—No quiero que os preocupéis más. Esta noche debe ser especial aunque no sea la boda que siempre soñaste —susurró Antón.

—Hace tiempo que dejé atrás mis sueños de juventud. No importa que no nos hallamos casado sin contar con la presencia de mi familia. Lo único que cuenta, es que no puedo sentirme más afortunada de que Gabriel y yo vayamos a compartir nuestras vidas contigo. Perdí esa esperanza hace mucho tiempo y gracias a ti, hoy estamos contigo... —susurró Elvira emocionada.

A punto estuvo Juan de echarse a llorar por las palabras de Elvira. Su hijo Antón, abrazó a su esposa que en ese instante se puso a llorar. Comprendiendo que los recién casados necesitaban que los dejaran a solas un poco, aprovechó la ocasión para retirarse. Se había puesto la única ropa que tenía en condiciones para ir a la iglesia y necesitaba cambiarse. Así que, mientras su hijo intentaba calmar a su nuera, entró en la alcoba llamando a su nieto.

—¡Gabriel!

El pequeño volvió la cabeza hacia su abuelo y le preguntó:

—¿Qué...?

—Venid, que tengo que mostraros algo... —señaló el anciano.

Levantándose, el pequeño entró en la alcoba y le preguntó:

—¿Qué abuelo?

—Ahora que tus padres se han casado, ¿qué os parece si compartimos esta alcoba de nuevo? Creo... que es algo grande para un anciano como yo.

—¿En serio? ¿Puedo dormir aquí? —preguntó ilusionado Gabriel.

—Eso es lo que os he dicho.

—Ya sé por qué queréis que duerma aquí... —susurró el pequeño riéndose con una mirada cómplice—. No soy tonto.

—¡No he dicho yo que lo seáis! De hecho, sois el niño más espabilado de todo Alcaraz —declaró con orgullo el abuelo.

—¿En verdad pensáis eso de mí? —preguntó ilusionado Gabriel.

—Jamás digo mentiras, Gabriel —dijo el anciano acariciándole el rostro.

—Queréis que duerma aquí para que mis padres puedan dormir juntos —susurró el pequeño con una pícara sonrisa.

—Yo no quería decirlo exactamente así, pero me lo habéis quitado del pensamiento...

—Está bien, me vendré a dormir aquí. Pero con una condición... —agregó Gabriel.

—¿Qué condición? —preguntó el anciano con curiosidad.

—Que por las noches me contéis una historia de esas.

—¿Una historia...? —se extrañó el anciano.

—Sí, así puedo dormirme mejor.

—Está bien. Os contaré una historia, pero solo una por noche. Y ahora, antes que sea la hora de cenar, recoged vuestra ropa y traedla al arca. Os haré un hueco para que la guardéis dentro.

—¡Eso lo hace mi madre!

—¿Vos tenéis manos?

—Sí... —asintió el niño.

—Pues tirad y traeros vuestra ropa mientras yo me cambio. Vuestra madre no tiene por qué hacerlo todo. Y después pondremos la cena y celebraremos esta noche tan especial. No todos los días se casa uno de mis hijos y ya que no asistí a la boda de tu tío Juan...

—Es especial porque se han casado mis padres... —afirmó Gabriel.

—¡Exacto! Así que apresuraos y cumplir lo que os he dicho.

—Muy bien abuelo... —dijo el niño dándose la vuelta con intención de salir de la alcoba. Sin embargo, antes de marcharse, se volvió de nuevo hacia el anciano.

—¿Y ahora qué...?

—¿Qué hago si se están besando? Mi amigo Alfonso, dicen que los que se casan, se besan mucho.

El anciano intentó evitar reírse a carcajadas, pero la cara de asco de su nieto era todo un poema.

—¿Y eso no os gusta? —preguntó el anciano.

—¡Es un asco, abuelo! Una vez me escondí y vi como mi padre besaba a mi madre. Le metía la lengua... —afirmó el niño haciendo una mueca de desagrado.

Juan ya no pudo evitar soltar la carcajada.

—¡Eres igual que tu padre y tu tío! Sin embargo, estoy seguro que cuando seas grande, las chicas te rondarán y serás tú el que les des los besos.

—¡Puaj...! No creo... —aseguró Gabriel—. Entonces, ¿qué hago?

—Tapaos los ojos y sin mirar, entrar en la alcoba de vuestra madre y coged vuestra ropa.

—Está bien, pero ¿y si me caigo?

—Entonces, ya sabéis que del suelo no pasáis —volvió a reírse el anciano—. Dejad de decir de tonterías y obedeced lo que os he mandado. ¿Es que no tenéis hambre?

—Me comería un cerdo... —confesó Gabriel.

—Pues entonces, apresuraos.


Antón sabía que su padre los había dejado un momento a solas y que con disimulo se había llevado a Gabriel. Así que pudo hablar con Elvira con total libertad. Necesitaba calmar los nervios de su esposa. Posiblemente, a pesar de haber estado casada, Elvira sufría las típicas inquietudes de todas las recién desposadas. Y máxime cuando tenían que compartir techo con más personas y no podían hablar abiertamente como deseaban.

—¿Solo os inquieta la oposición de los inquisidores o hay algo más que os preocupe?

—¿Os parece pocas razones para preocuparse?

—Lo que creo es que hay algo más por lo que estáis tan nerviosa.

Elvira detuvo su llanto y lo miró con suspicacia. Antón siempre había sido un pícaro descarado e imaginándose lo que hacía un rato, le susurró:

—¡No sigáis por ahí! Vuestro padre podría salir y me vais a avergonzar...

—¡Sois consciente de que esta noche compartiré vuestro lecho!

Las mejillas de Elvira se incendiaron al instante. Y sin poder remediarlo, le tapó la boca a Antón para que no continuase hablando.

—¡Sois un...! ¡Un...!

—¡Decidlo! —se rió fuertemente Antón retirando con cariño las manos de Elvira de su boca.

—¡No sé cómo me he casado con vos!

—Porque soy el hombre que amáis a pesar de todo —declaró Antón.

—En eso lleváis razón, pero no podéis hablar de esa manera delante de...

En ese instante, Gabriel salió como un rayo de la alcoba de su abuelo y ambos se quedaron mirándolo. El pequeño se había tapado los ojos a pesar de que los había dejado entreabiertos para poder ver por dónde iban.

—¡Qué estará pensando! —dijo Elvira abochornándose.

—Que sus padres se están besando... —respondió Antón mirando de nuevo a Elvira—. Anda, dadme ese beso que me he ganado y pongamos la mesa. Es hora de cenar y esta noche no os quiero famélica y muerta de sueño.

—¡Vuestro padre os va a escuchar!

—Es más probable que mi padre escuche más vuestros gemidos esta noche que mis propias palabras...

—¡Sois un truhán desvergonzado! —dijo Elvira apretando los labios—. Y que sepáis que yo no suelo gemir.

—¡Conmigo gemiréis!

—¡Ah! ¡¿Queréis callaros ya?! ¡Quitaos de en medio! Definitivamente habéis perdido la razón...

—Lo que perdí hace mucho tiempo fue el corazón. Habéis sido su dueña todo este tiempo —afirmó Antón mirándola profundamente enamorado—. Nunca dejé de amaros.

Elvira no pudo enfadarse con él mientras le decía esas cosas.

—El cuál guardaré como un preciado tesoro... —declaró Elvira mientras besaba a Antón.

—¡Puaj! ¡Qué asco! Ya sabía yo que estabais besándoos. Me voy a caer como sigáis así... —declaró Gabriel que con los ojos cerrados llevaba un brazado de ropa y evitaba mirarlos.

Tanto Elvira como Antón se separaron y se rieron sin poder evitarlo.

—¿A dónde vas con esa ropa? —preguntó Antón al pequeño, separándose de Elvira.

—A la alcoba del abuelo. A partir de esta noche, dormiré con él y me ha prometido que me contará una historia.

—¡Dadme, os ayudaré! —le dijo Antón quitándole el bulto de los brazos—. Y podéis abrir los ojos. No pasa nada porque bese a vuestra madre...

Elvira disimuló mientras se dirigía a por los platos para colocarlos encima de la mesa. Las mejillas arreboladas y su disimulada sonrisa, no evitaban la felicidad que la embargaba.

—¡Eso dice el abuelo! Pero eso son cosas que no deberían ver los niños... —declaró convencido Gabriel.

Antón miró con complicidad a su esposa y optó por callarse. Por mucho que intentara dialogar con su hijo, Gabriel era tan parecido a él que terminarían por avergonzar a Elvira más todavía.


Apenas habían empezado a cenar cuando alguien golpeó la puerta. Antón miró hacia ella y se levantó ante la atenta mirada de Elvira y Juan, el pequeño Gabriel se cogió de la mano de su abuelo mientras el anciano se percataba de su desasosiego.

—¿Quién anda ahí? —preguntó Antón.

—Soy don Sancho... —contestaron desde el otro lado de la puerta.

—¡El alcalde! —susurró Juan. Asintiendo le indicó a su hijo que abriera la puerta.

Antón descorrió el cerrojo y al abrir, descubrió que el alcalde venía acompañado de su esposa y que la mujer traía algo en la mano.

—¡Buenas noches! Sé que se extrañarán de nuestra presencia aquí, pero mi esposa y yo les hemos traído un presente. Queríamos disculparnos con doña Elvira por todo lo ocurrido. En verdad, nos sentimos de alguna manera culpables por el trato que le dimos a su esposa —dijo don Sancho con toda la humildad posible.

—Antón, dejad que pase don Sancho y su mujer —ordenó Juan al comprobar que su hijo no se movía.

Tanto el anciano como Elvira, se levantaron al escuchar las palabras del alcalde.

—¡Por supuesto! Pasen, ahí fuera hace frío.

—Gracias —contestó don Sancho al entrar en el interior de la casa.

Elvira reconoció a la mujer del alcalde. Era una de las mujeres que le había increpado en el horno. Y sin poder reaccionar, se quedó enmudecida esperando a que las dos personas hablaran.

Tanto el alcalde como su esposa, al ver a Elvira, se adelantaron hacia ella.

—¡Doña Elvira! Mi esposa y yo queríamos decirle cuanto lamentamos haber reaccionado en su contra. Veníamos a pedirle disculpas y a felicitarles por su nuevo matrimonio.

Elvira se emocionó ante las palabras del alcalde. Jamás hubiese imaginado que alguien del pueblo le pediría perdón.

—Tengo que decirle, que a pesar de que nunca creí en las acusaciones que le imputaban, no pude impedir que se tomaran represalias en su contra después de lo que hizo Vandelvira. Reconozco que me dejé llevar por los demás y que debí haber impedido el linchamiento. Nunca podré perdonarme lo que hicimos.

—No os castiguéis por ello, don Sancho. Puedo entender que lo hayáis hecho motivado por las circunstancias. Pero debo decir en mi defensa, que jamás tuve nada que ver en los delitos de Manuel.

—Y yo la creo, doña Elvira. Fue imperdonable que la abandonáramos también a su suerte y que la culpáramos por ello.

—¡Necesitaban un culpable! —declaró Antón.

—Sí. Y en mi defensa, tengo que decir que no debí hacer caso a Pedro de Bustos. Todos sabíamos que usted no sabía nada pero pensamos que su esposo regresaría cuando se enterase de lo ocurrido y teníamos esperanza de atraparlo.

—Pero no fue así... —susurró Antón.

—No, no lo fue. Gracias a Dios, usted intervino a tiempo y evitó una desgracia mayor.... Por eso, mi esposa y yo hemos pensado en traerles este presente, a pesar de que sea poca cosa. Queríamos que sepan que les deseamos nuestras más sinceras felicitaciones por su matrimonio. Solo deseamos que doña Elvira tenga la vida que verdaderamente se merece. Es una buena mujer —añadió el hombre.

—Muchas gracias —dijo emocionada Elvira, mirando de buenas maneras al alcalde y a su esposa.

—Nos disponíamos a cenar. Si no lo han hecho aún, podrían acompañarnos —dijo Antón complacido por la acción del matrimonio, rompiendo la tensión.

—No querríamos molestarles —respondió el alcalde.

—No nos molestan. Estaríamos encantados de que se sentaran con nosotros y compartieran nuestra mesa. ¡No todos los días se casa uno! —agregó sonriente Antón mientras el resto de personas se relajaba.

Una vez que el alcalde y su esposa se marcharon, Juan y Gabriel dieron las buenas noches y se fueron a acostar.

—¡Buenas noches, padre! ¡Gabriel! ¿no le dais un beso a vuestra madre antes de acostaros?

—Sí... —dijo el pequeño volviéndose hacia la mujer.

Agachándose, Elvira abrazó a su hijo y le dijo:

—¡Hasta mañana, Gabriel! ¡Y no le deis muchas patadas al abuelo!

—¡Si yo no me muevo! —protestó Gabriel.

—¡Solo un poco! —susurró Elvira con una sonrisa.

—No os preocupéis, ya me acostumbré cuando estuvisteis en Segura —contestó el anciano y volviéndose hacia el niño le dijo mientras se introducía con él en la alcoba—. ¡Veamos! ¿Qué historia queréis que os cuente?


En cuanto se cerró la puerta, Antón susurró mirando a Elvira:

—¡Bueno, ya estamos solos!

Sin embargo, ésta había sido más rápida y se había vuelto justo antes de que pudiera verle el rostro. Disimulando que recogía las sobras de la cena, Elvira retrasaba el momento de ir a acostarse y Antón sabía el porqué.

Cogiendo aire, decidió terminar con aquella tortura para ella. Hacía años que soñaba con aquella noche en la que pudiera estar libremente con Elvira y nada le iba a empañar el momento, ni siquiera los inexplicables nervios de su mujer. Así que primero apagó la lumbre, asegurándose de que no se prendiera fuego de noche y después, se encaminó hacia su escurridiza esposa. Colocándose a su espalda, Antón la abrazó por detrás, aprisionándole los brazos, impidiéndole que prosiguiera con lo que estaba haciendo.

—¿No creéis que es hora de que deis de mano por esta noche? Es nuestra noche de boda y no deberíais estar recogiendo eso a estas horas.

Elvira se tensó y Antón la volvió para poder verle la cara. Mirándole los labios, la forma de la boca de su mujer, era algo que siempre le había fascinado, tanto que levantó la mano para ponérsela en la mejilla. Con el pulgar acarició su delicada mandíbula, y la yema del dedo se desplazó por su labio inferior, haciendo que Elvira tragara saliva. Bajando despacio la mano por la sedosa piel femenina, Antón llevó su cabeza hacia la de ella y la besó.

Dándole un vuelco el corazón, Elvira cerró los ojos al sentir los labios masculinos sobre los suyos. Entre ellos siempre había habido un sentimiento especial; nunca jamás había respondido a Manuel del modo en que reaccionaba con él. Hacer el amor con Antón era como tocar el cielo con las manos y que se te llenaran de estrellas. Así que agarrándose a sus hombros, supo que ese hombre estaba dispuesto a llevarla hasta las nubes y no sería ella la que se opondría.

Antón estaba exigiendo su entrega y ella estaba reaccionando con idéntico deseo. Ella era suya, siempre había sido suya.

—Os quiero.

Las palabras surgieron de lo más profundo de su alma. Antón no tenía idea de por qué necesitaba decirlo. Solo sabía que Elvira debía saberlo, a pesar de que no dejaba de decírselo una y otra vez.

Durante años había guardado en su corazón el ardiente e inexplicable amor que Elvira despertaba en él. Temblando por el desesperado intento de refrenar su pasión, Antón deseaba que esa noche fuese especial para ambos, no quería que todo acabara rápido. Recordaba su modo de responder, su naturaleza apasionada, grabado en su memoria desde siempre. Así que decidido a consumar su matrimonio, se inclinó y la tomó en brazos. Elvira envolvió su cabeza con sus brazos y lo abrazó atrayéndolo hacia ella. Solo tuvo que andar dos pasos más hasta la alcoba para cerrar la puerta y dejarlos a solas. Tenía toda la noche para amarla, como siempre había deseado; tendría todo el derecho del mundo a dormir junto a ella y despertar cada mañana rodeado por su cuerpo. No podía desear un despertar mejor.

Al pasar por la puerta de la alcoba con ella en brazos, se ladeó y con la fuerza de su propio cuerpo, terminó de aislarlos de los demás. Bajándola, la colocó frente a él mientras sus cuerpos se frotaban intencionadamente. Antón sentía el ardor de su cuerpo, su necesidad urgente de poseerla, pero con esfuerzo controló esos instintos más primarios ante la inminente necesidad de hacerle el amor. Con delicadeza, empezó a despojarla de su ropa, recreándose la vista ante la cremosa piel que iba apareciendo poco a poco. Desde que se habían vuelto a ver, apenas habían podido hacer el amor, solo a oscuras y a escondidas. Sin embargo, ahora podía verla con todo lujo de detalle. Conforme le pasaba el dorso de la mano despojándola del vestido, podía sentir la piel templada que derretía todas sus buenas intenciones.

El sonido de la ropa al caer, lo sacó de su estupor ante tanta belleza mientras Elvira permanecía gloriosamente desnuda frente a él. Sin ningún pudor entre ellos, Elvira lo ayudó a desvestirse mientras que la mirada que le dirigía ella era indescifrable. Sentir sus manos sobre su cuerpo empezó a volverlo loco.

—¡Dios! ¡Os deseo tanto! —exclamó Antón.

Elvira compartía su deseo mientras él se quedaba desnudo. Abrazándola de nuevo, Antón le pasó la lengua por el pulso acelerado del cuello y el deseo los embistió con tanta fuerza, que ambos cayeron sobre el lecho sin apenas darse cuenta de ello. Solo eran conscientes del contacto de sus pieles, que provocó tal agonía de placer en Elvira que se retorció frenéticamente intentando arquearse para acoplarse con el cuerpo de Antón.

—Despacio, mi amor. Tenemos todo el tiempo del mundo —susurró Antón.

Elvira necesitaba que la amaran con ternura, que la condujeran despacio hacia la pasión.

—¡No puedo esperar! —susurró Elvira inquieta. Su cuerpo se movía inquieto y sus labios buscaban con desesperación los de Antón—. Os necesito dentro.

Él la besó más profundamente, compartiendo esa necesidad urgente. Así que bajando la mano, acarició sus piernas incitándola a que lo rodeara con ellas, para luego acariciarle los pechos maravillándose con su tacto perfecto. Aguardó, sin dejar de acariciar aquellos montículos agrandados. Primero uno, luego el otro... mientras los senos femeninos se elevaban bajo las caricias de su mano.

Antón la cubrió con su cuerpo, sus rodillas abrieron hábilmente sus piernas haciendo que encajaran a la perfección.

—¡Por favor! ¡No hacerme esperar! Después podréis hacerlo lento —le rogó Elvira desatada por la pasión.

—¡Abrid los ojos! —le ordenó Antón incapaz de contenerse más.

La orden extrañó tanto a Elvira, que con esfuerzo los abrió. Antón la miraba con un deseo descarnado, atento a la pasión que iluminaba la mirada de su mujer

—Sois mi esposa para toda la vida y nada me separará de vos, solo la muerte —susurró Antón cuando su cuerpo se introdujo muy despacio en ella y un deseo candente explotó en ambos.

Antón tuvo que besarla para ahogar los gemidos de Elvira que quedaron ligeramente sofocados. Envuelto en sus brazos, el cuerpo de Antón se apoderó del de Elvira. Moviéndose con suavidad y ternura, produjo tal éxtasis en ambos que la fricción amenazó con consumirlos en una frenética y poderosa cópula. Llamas de calor serpentearon por su cuerpo, oleadas de intenso placer invadieron cada médula de sus huesos, arremolinándose en sus ingles. Sin embargo, supo esperar y con movimientos certeros cada vez más rápidos, fue penetrándola más profundo hasta el abismo, hasta el momento en el que cedió entregándose al placer casi insoportable notando en lo profundo de su cuerpo los fuertes espasmos que la invadieron cuando el orgasmo de Elvira lo arrastró con ella. Estremeciéndose, cerró los ojos y se convulsionó derramando su simiente en su interior.

A la mañana siguiente, soñolienta, Elvira abrió los ojos mientras la invadía una cálida placidez. Con los cuerpos entrelazados, sentía las manos de Antón trazando círculos sobre los hemisferios de sus glúteos. Elvira experimentó un renovado deseo conforme Antón la masajeaba, atrayéndola cada vez más al hueco de sus muslos. Era evidente la fuerza de su deseo, podía sentir la evidencia dura y palpitante contra su pubis. Elvira lo obsequió con una lenta y sensual sonrisa, embriagándose con los recuerdos de la maravillosa noche que habían pasado.

—He soñado con vos —susurró Antón.

—¿Y qué habéis soñado? —preguntó Elvira soñolienta.

—Soñé que os volvía a hacer el amor.

—¡¿Y a qué esperáis para cumplir vuestro sueño!

Antón la deseaba con cada resquicio de su cuerpo, con cada gota de su sangre. Y ella lo deseaba a él. Sobraban las palabras.

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