CAPÍTULO 15
—Sentaos —le dijo Antón al comendador de Segura—. Como podéis comprobar, es una casa humilde —señaló Antón mirando en ese instante a su padre— pero no puede decirse que en esta mesa falten viandas que ofrecer a tan ilustre visita.
El anciano que se encontraba fuera de lugar ante la imponente presencia de don Rodrigo, ayudaba a Elvira y miraba nervioso a los soldados que acompañaban a su hijo.
—No tenéis por qué molestaros. Podríamos haber buscado un sitio donde comer. Al fin y al cabo, es posible que la estancia se prolongue varios días —aseguró don Rodrigo.
—No es molestia. En cuanto saciemos el hombre, os llevaré a la posada del pueblo y...
—¡Primero iremos al ayuntamiento! —ordenó don Rodrigo—. Tengo prisa por tratar este asunto.
—Como dispongáis —le contestó Antón.
Elvira observaba casi con temor reverencial al comendador. Las manos, heladas, le temblaban solo de pensar que don Rodrigo intercedería a favor de ellos y nerviosa, solo podía pensar en la precipitada boda que la esperaba. El matrimonio con Antón estaba a punto de ser un hecho consumado, si no se torcía nada. Un ligero traspiés, que no fue detectado por los hombres, la sacó de su ensimismamiento. Y aligerando, terminó de colocar sobre la mesa, el pan y la carne, mientras el padre de Antón se apresuraba a llevar una jarra de vino.
—Probad este vino, señor. Os aseguro que es de una de las mejores cosechas de estos últimos años —aseguró el anciano.
—Gracias. Pero, ¿no os sentáis con nosotros a comer? —preguntó el comendador.
Juan se quedó mudo de repente, sin saber qué decir. Jamás hubiese imaginado que una persona tan ilustre lo invitase a comer a su lado.
—Este anciano desayunó hace rato, señor —contestó el anciano con los ojos iluminados—. Comed tranquilos.
Estaban a punto de terminar, cuando los pasos de varios hombres se escucharon por el pasillo. Los miembros del Concejo miraron hacia la puerta y cuando ésta se abrió, se quedaron sorprendidos al contemplar al mismísimo comendador de Segura.
—¡Don Rodrigo! ¡Qué grata sorpresa! No esperábamos su visita —se aventuró a decir nervioso el alcalde.
—¡Señores! Espero no importunarles con mi presencia... —respondió don Rodrigo mirando los rostros de las personas que se hallaban reunidas.
—¡Cómo habría de molestarnos, comendador! —respondió Pedro Ortiz.
Rodrigo asintió, mirando al hombre que había hablado.
—¿Debería conoceros...? —preguntó don Rodrigo al hombre, que acababa de hablarle.
—No, señor. No me he presentado como es debido. Soy Pedro Ortiz, corregidor de Alcaraz.
—Luego es con usted con quién debo solucionar el asunto que me trae hasta aquí.
—Bueno... en realidad, incumbe también al resto de los miembros del Concejo, señor.
—Don Antón me puso al tanto de vuestra petición, y no es asunto baladí el que hay que tratar. Si hubiese podido subsanarlo con una misiva, lo hubiese hecho. Pero mucho me temo, que el tema es espinoso y peliagudo, y que no es tan sencillo de resolver.
Los hombres miraron preocupados al comendador.
—Si gusta sentarse, podremos hablarlo tranquilamente, señor.
—A eso he venido —exclamó de repente el comendador, llamando la atención de los miembros—. ¿Dónde va a sentarse, don Antón?
Antón se quedó parado, sin saber qué decir porque no esperaba que don Rodrigo le hiciese esa preguntase.
—¿Por qué lo decís, don Rodrigo? —preguntó Antón.
—Por sentarme a vuestro lado. Imagino que os quedaréis —respondió don Rodrigo, concediendo una importancia a Antón que sorprendió al resto de los hombres.
—Pueden sentarse aquí —dijo el alcalde ofreciéndole dos sillones—. Saldré fuera en busca de más asientos.
—Gracias... —dijo don Rodrigo mientras el hombre salía fuera de la sala.
—Puedo comprobar gratamente que don Antón no nos mentía cuando aseguraba que conocía a vuestra persona —respondió el comendador.
—¿Por qué habría de mentiros? Me une una fuerte relación de amistad con don Antón —dijo el comendador mirando fijamente al alcalde— y puedo asegurarle que tanto mi esposa como yo, apreciamos en alto grado a ambos hermanos...
—¿A ambos...? —preguntó con curiosidad el corregidor.
—Exacto... —respondió don Rodrigo—. Tanto don Juan, como don Antón, son caballeros que gozan de nuestra estima. Sin embargo, eso no quita para que difiera con él en el asunto que hoy me trae hasta aquí.
—¿A qué se refiere, don Rodrigo? —le preguntó el alcalde.
—A que la versión de los vecinos de Alcaraz, no es tal y como lo cuentan ellos.
—Pero eso no es posible, señor. Sabíamos que estaría a favor de sus caballeros...
—¡No me insultéis, alcalde! Intento aplicar justicia en la medida de lo posible, pero en este asunto, esos vecinos no la llevan. Los caballeros de Montiel, dejaron pasar este asunto la primera vez que advirtieron que esos vecinos pastaban en tierras que abarcaban el término de Montiel; se les avisó y se les perdonó que paciesen con sus animales en donde los pastos tenían hierba. Sin embargo, en esta segunda ocasión, no pudieron dejar pasar el agravio.
—Don Rodrigo, los animales pastaban en tierras de Alcaraz —dijo el corregidor contraviniendo las palabras del comendador.
—Os equivocáis, eran tierras de Montiel.
—En realidad... —intervino Antón intentando mediar—. Ninguno de los aquí presentes podemos afirmar con seguridad, dónde se hallaban las bestias.
—Pero no podemos dudar de las palabras de todo el mundo —dijo preocupado el alcalde.
—Por eso, no tomaré ninguna decisión sobre lo ocurrido hasta que no veamos dónde ocurrieron los hechos.
—¿Y qué proponéis? —preguntó el corregidor.
—Que acudamos a dichas tierras, junto a los implicados. Solo allí, decidiremos quién lleva la razón —ordenó don Rodrigo.
—Es lo justo —respondió el corregidor.
—Que así sea... —señaló el alcalde.
—Pues si les parece, mañana a primera hora, podemos salir temprano hacia el lugar —señaló el corregidor—. Avisad a los dueños de las bestias y mandaré aviso a los caballeros de Montiel para que mañana nos acompañen al lugar.
—Así lo haremos, don Rodrigo —dijo el corregidor contento porque el comendador no hubiese tomado una decisión a favor de los de Montiel.
—No esperaba menos de vos... —agregó don Rodrigo mirando con atención como los miembros del Consejo que se levantaban de sus sillas para abandonar la sala a una orden suya—. Y ahora, pueden continuar sentados, quisiera pasar a otro importante asunto.
—¿Qué otro asunto, señor? —preguntó el alcalde con interés.
—Al matrimonio de don Antón con doña Elvira de Llerena.
Antón se puso en tensión y miró con detenimiento a don Rodrigo. No esperaba que don Rodrigo quisiese hablar en ese momento de su casamiento con Elvira.
—¿Y qué deseáis hablar, señor? —preguntó también el corregidor extrañado.
—Hay algo que deberían saber, tanto ustedes, como el propio Antón.
—¿Y qué puede ser, don Rodrigo? —preguntó Antón con curiosidad.
—Cuando Antón acudió a mí en busca de ayuda, me contó el acuerdo al que habían llegado. Sé que le apoyarían en su causa, si conseguían recuperar las bestias.
Los miembros del Concejo no pronunciaron palabra, pensando que Antón guardaría silencio del trato. Así que lo que menos esperaban, era que el comendador se enfadase con ellos por llegar a ese acuerdo con el caballero.
—Veréis, don Rodrigo. El ánimo de los vecinos estaba encendido a causa de...
—Puedo entender que los vecinos de Alcaraz estén molestos porque se hayan apropiado de sus bestias. Sin embargo, que don Antón se despose con mujer casada no es tan sencillo, ni debería estar condicionado a ese acuerdo.
Antón se inquietó ante las palabras de don Rodrigo.
—Somos conscientes de ello, señor.
—Entiendo que en su desesperación, don Antón se halla aferrado a la única posibilidad que tenía. La disolución del matrimonio de doña Elvira con su esposo...
—Veréis, Vandelvira, desapareció de Alcaraz abandonando a la esposa y al hijo... Ya va a hacer bastante tiempo de eso y en realidad, no era una idea tan descabellada. Doña Elvira vive bajo el mismo techo que don Antón y por eso decidimos acabar con esa situación. Hay vecinos que desaprueban la presencia de doña Elvira en esa casa siendo mujer casada. Sin embargo, doña Elvira y su hijo, quedaron desamparados y sin un lugar donde vivir. Y ya que Vandelvira no dio muestras de regresar, supusimos que bien podíamos darlo por muerto y declarar a doña Elvira viuda.
—¿Y cómo lograréis ese propósito? —preguntó don Rodrigo.
—El párroco de Alcaraz, firmará la muerte de Vandelvira.
—Posiblemente eso no sea suficiente... —aseguró don Rodrigo.
—Pero es lo único que podemos hacer por el caballero y la dama —aseguró el corregidor mirando a Antón y a don Rodrigo.
—Ya, lo imagino... pero no han contado con algo.
—¿Y qué puede ser? —preguntó el alcalde.
—Si el esposo apareciese, el matrimonio sería declarado nulo. Pero además, contarán con un inconveniente más —aseguró don Rodrigo.
—¿De qué inconveniente habláis? —preguntó Antón.
—Tomad y leed este documento en voz alta, Antón. Llegó hace unos días a Segura y justo me proponía a redactar la orden de su acatamiento, cuando llegasteis con la noticia de Montiel.
Antón cogió el pergamino y cuando descubrió el sello real, miró extrañado al comendador.
—Viene de la reina... —susurró Antón.
—¿De la reina Isabel? —preguntó extrañado el corregidor sin que don Rodrigo se lo confirmase.
Antón procedió a su lectura y cuando acabó, el silencio se hizo en la sala.
—Puedo resumiros en pocas palabras lo que dice: la reina Isabel intercede a favor de los descendientes de la familia Llerena, y ordena cumplir el mandato de que se les devuelva parte del dinero confiscado a los herederos de doña Mayor González de Montiel. ¿No es doña Elvira descendiente de la tal doña Mayor? —preguntó don Rodrigo.
—Así es, don Rodrigo —señaló el alcalde asombrado por la orden real.
—Pues que sepáis, que tendréis encima a los inquisidores en cuanto se enteren de que la viuda de Vandelvira heredará ese dinero. Teniendo un esposo que defienda a la mujer, los inquisidores no podrán impedir que ese dinero vuelva a manos de los herederos, por lo que les interesará que Vandelvira siga vivo.
—¡No esperábamos eso! —respondió el corregidor.
—¿Quién fue el receptor de los bienes incautados a los Llerena? —preguntó don Rodrigo.
—Don Pedro de Bustos, señor.
—¿Y quién es ese tal Pedro de Bustos? —preguntó don Rodrigo.
—El protegido de los inquisidores, señor —respondió uno de los miembros del Concejo que no se había pronunciado en todo el tiempo que llevaban debatiendo.
—¿Y dónde está ese tal Pedro de Bustos? —preguntó don Rodrigo.
Antón se enfadó al recordar al responsable de incitar el odio a los vecinos de Alcaraz contra Elvira.
—Debería haber estado aquí hoy. Pero sus obligaciones lo tienen ocupado.
—¿Y por qué se le exime de sus obligaciones? —preguntó un poco irritado don Rodrigo.
—Veréis, Pedro de Bustos es hombre de carácter y preferimos no enemistarnos...
—¿Hombre de carácter? No sé qué queréis decir con eso, pero cuando un miembro del concejo no cumple con sus obligaciones, se le expulsa sin más.
Todo el mundo se quedó callado ante la afirmación del comendador. Los hombres bajaron la mirada. Sabían que el comendador hablaba con la verdad.
—¿Su ausencia suele ser de vez en cuando o a menudo?
—A menudo, don Rodrigo.
—Ya veo... —dijo don Rodrigo levantándose de la silla con aire pensativo.
Con las manos detrás de la espalda, Rodrigo dio varios pasos alrededor de la mesa y se acercó lentamente a una de las ventanas. Mirando por ella, el trasiego de los vecinos, continuó hablando.
—Se procederá a abrir procedimiento para expulsar a don Pedro de Bustos del concejo por el abandono de sus funciones. Aunque esté feo decirlo, eso les dará un respiro en cuanto a los inquisidores. Tendrían al enemigo metido dentro del concejo —les advirtió Rodrigo.
—Lleváis razón, don Rodrigo —contestó el corregidor.
Rodrigo miró al corregidor y asintió agradecido.
—Por otro lado, recomiendo que hoy mismo, se lleve a cabo el casamiento de don Antón con doña Elvira. Para cuando los inquisidores quieran poner un pie en Alcaraz, el matrimonio debe ser un hecho consumado.
—Como usted diga, señor —asintió el alcalde.
—¿¡Hoy mismo!? —preguntó sorprendido Antón que no se esperaba tanto apremio.
Saltándole el corazón en el pecho, y sin quitar la vista de encima a don Rodrigo, observó como éste se dirigía hacia él.
—Así es, don Antón. Que sepáis, que si este concejo os concedió su ayuda, no seré yo menos debiéndoos tanto...
Los miembros del concejo no se perdieron detalle de la conversación entre ambos hombres.
—Sin embargo, no os resultará tan fácil como creéis. Tendréis en contra a los inquisidores, al tal Pedro de Bustos y posiblemente, al resucitado marido de doña Elvira.
—Podré enfrentarme a ellos... —declaró Antón levantándose también.
—Pero no estaréis solo. Yo, os apoyaré en lo que necesitéis porque duro será el camino que tendréis que emprender si queréis conservar a vuestra dama.
—Amo a Elvira y nada me volverá a separar de ella —aseguró Antón convencido de que no cejaría en su empeño por recuperar a la mujer que siempre quiso.
—Podéis contar con el apoyo del concejo también, don Antón. Le dimos nuestra palabra y lo apoyaremos.
Volviéndose hacia el grupo de hombres que se hallaban sentados, Antón les dio las gracias.
—Y en cuanto a mi persona —dijo el comendador— les aseguro, que se mañana se hará justicia. Y espero que este asunto termine de una vez por todas.
Los miembros asintieron complacidos por las palabras del comendador.
—¿En qué estáis pensando, hija? —preguntó el anciano.
Desde que se habían marchado los hombres al ayuntamiento, Juan no había dejado de observar a la pobre Elvira que no podía evitar mirar constantemente hacia la calle con una ansiedad lo conmovía. Había dejado abierta la puerta con el fin de comprobar el regreso de Antón y de los hombres que lo acompañaban.
—¿Qué teméis? —preguntó el anciano.
Elvira se volvió y miró al hombre, sin atreverse a hablar. Fuera, podía escucharse la voz de Gabriel mientras jugaba con un amigo suyo. La alegría de su hijo no iba a la par de la suya. Sintiéndose cansada, se sentó en la silla y sin mirar al anciano a los ojos, contestó:
—Es la primera vez que me llamáis, hija.
Sonriendo, Juan cogió una silla cercana y se sentó a su lado.
—Quizás porque este tonto anciano dudaba de la valía de su propio hijo. Reconozco que temí por vos. Es tanto el daño que la Inquisición hace, que uno ya no confía en la voluntad de las personas.
Con los labios apretados por los nervios y la preocupación que la embargaba, Elvira miró de soslayo a Juan.
—Sabéis que mi abuela...
—Vuestra abuela tenía de bruja, lo que yo de obispo... —determinó el hombre mirando a la joven.
Los ojos de Elvira se empañaron, y cogiendo la mano del anciano, volvió a preguntarle:
—Entonces, ¿no os importa tener por nuera a la nieta de...?
Juan no la dejó continuar.
—Sois la mujer que mi Antón siempre quiso. Y además, sois la madre de mi nieto. ¿Qué más podría un anciano desear que ver a su familia feliz y unida por fin?
Emocionada, a Elvira se le cayó una lágrima que fue a caer encima de su mano.
—Podéis llorar de alegría, pero no os permito que lloréis por miedo. Mi Antón nunca permitirá que os hagan daño. Aunque sea mi muchacho, os puedo garantizar que os quiere y que es hombre de honor. Aunque no fueseis vos, estoy seguro que os defendería. No crié a unos malos muchachos. Mi Juan, también es como su hermano. Son incapaces de permitir que maltraten a una mujer. Los tres quisimos muchísimo a mi esposa. Y estoy seguro, que si nos está viendo en el cielo, aprobaría la unión de nuestro chico con vos.
Con la cabeza gacha y asintiendo, Elvira escuchó las palabras del anciano mientras se limpiaba las lágrimas.
—Todos estos meses, solo he confirmado lo que ya me suponía. Sois una buena mujer. Vuestros actos, solo son reflejo de la bondad que lleváis por dentro y del amor que sentís por mi hijo. No podría desear nuera mejor.
—Gracias, Juan —dijo Elvira limpiándose el rostro con la mano.
Girando la cabeza, Elvira volvió a mirar hacia la calle.
—¡Están tardando mucho! —exclamó con un fuerte suspiro Elvira.
—¡A saber lo que estará ocurriendo! —respondió Juan que observaba el desasosiego de la muchacha—. ¿Qué os parece si preparamos algo de comer para cuando regresen? No sabemos si don Rodrigo y sus soldados cenarán aquí pero por si acaso, hay que estar preparados.
Lo único que pretendía Juan, era distraer a Elvira. Así que cuando la muchacha se levantó de la silla, se sintió aliviado. No soportaba ver a la joven tan preocupada.
—¿Por dónde empezamos? —preguntó Elvira mirando al anciano.
Antón fue consciente de la tensión de Elvira. Cogida de su brazo, avanzaban por el pasillo de la iglesia cuando su futura esposa, le hincó las uñas en el brazo sin darse cuenta. Mirándola con curiosidad, observó que tenía la vista fija en un punto de la pared. Y siguiendo su mirada, comprobó molesto lo que había causado su desasosiego. El sambenito de la familia Llerena, colgaba en el centro de uno de los laterales de la iglesia. Cuando la Inquisición condenaba a un condenado por herejía, era costumbre exhibir a perpetuidad el sambenito de la culpable, como recordatorio continuo para el resto de vecinos. La deshonra y el escarnio público nunca acababa. Y Elvira tendría que recordarlo cada vez que estuviese allí.
—No lo penséis más —susurró Antón, acariciándola con disimulo.
Elvira miró ligeramente a Antón y asintió. Y mirando al frente, caminó por segunda vez hacia el altar, del brazo del único hombre que siempre había amado. A pesar de la ansiedad y del miedo que llevaba por dentro a que todo aquello fuera un mal sueño, se sentía segura yendo al lado de Antón.
Por detrás de ellos y acompañándolos, un reducido grupo de personas iban a presenciar el precipitado enlace. No había tiempo para más, sobre todo porque antes de que los miembros del concejo terminaran la reunión con el comendador, había llegado el aviso de que los inquisidores apenas estaban a medio día de camino. Con lo cual, todo se había precipitado con el único fin de que el Santo Oficio no pudiese impedir la boda.
El pequeño Gabriel iba cogido de la mano de su abuelo y don Rodrigo, caminaba con ese porte confiado y seguro típico de los Manrique de Lara que no dejaba indiferente a nadie. Por detrás, todos los miembros del concejo mostraba también su apoyo con su presencia.
El párroco vio avanzar la pequeña comitiva y cuando todos estuvieron de pie ante el altar, la puerta de la iglesia se cerró a cal y canto para que nadie pudiese interrumpir la breve ceremonia.
Elvira apenas se dio cuenta de la rapidez con que todo transcurrió. De pronto, escuchó al párroco hablar y ensimismada, cuando se quiso dar cuenta tenía puesto en el dedo el anillo de Antón. Solo fue consciente del trascendental momento cuando escuchó el susurro de su nuevo esposo, captando su atención.
—¿Qué...? —preguntó anonadada Elvira.
—El anillo... —susurró Antón tan nervioso como Elvira. Deseando que aquello acabase cuanto antes.
—El anillo... —repitió Elvira dándose cuenta en ese instante de todas las miradas que estaban centradas en ella—. ¡Claro...! —exclamó la joven sonriendo por primera vez, dándose cuenta de su despiste.
Don Rodrigo que era testigo de la incertidumbre de los novios ante el adelanto imprevisto de la boda y de los propios nervios de los contrayentes que parecían estar como medio ausentes, le pasó la alianza a la novia sin evitar que una ligera sonrisa asomara a su rostro, apiadándose de ella.
Cuando Elvira se volvió hacia el comendador, que se había ofrecido a ser su padrino, se sintió aliviada por el respaldo incondicional de aquel hombre tan importante. Y girándose nuevamente hacia su futuro esposo, Elvira metió la sortija en el dedo de Antón mientras se escuchaba el suspiro de alivio del novio, arrancando las sonrisas de los presentes y de la propia novia.
Todo acabó tan pronto, que cuando Antón escuchó el consentimiento del párroco para que besase a su mujer, no pudo evitar exclamar en voz alta:
—¡Por fin!
Y ante la presencia de todos los testigos, besó ligeramente a Elvira sin querer avergonzarla delante de los demás. Tendría todo el tiempo del mundo para besar a su esposa tal y como él deseaba.
Tanto Rodrigo Manrique, como el anciano Juan, sabían el difícil periplo que habían tenido que vivir ambos hasta llegar a ese momento, así que sin que el resto de los presentes se percatara, el comendador felicitó primero a la novia y después al novio, susurrándole mientras se fundía en un afectuoso abrazo:
—A mi esposa Sarah, le hubiese gustado presenciar vuestra boda. Se enfadará conmigo por no haberla traído... —afirmó Rodrigo acordándose en ese instante de su mujer—. Cuidar de vuestra familia, pero no bajéis la guardia. Ahora, se os presenta la batalla más difícil... —agregó el comendador.
Asintiendo, Antón le dio las gracias:
—Gracias, don Rodrigo. Soy consciente de que las dificultades no terminan aquí, pero estoy feliz de que lo que tanto anhelé durante tanto tiempo por fin se haya cumplido. Elvira es mi esposa y no hay mayor honor que poder compartir lo que me reste de vida con ella —aseguró Antón mientras Elvira se emocionaba al escuchar las palabras de Antón—. La amo por encima de todas las cosas... —aseguró el caballero posando su mano encima del hombro femenino y mirándola con el profundo amor que sentía con ella.
—¿Y no hay un beso para mí? —preguntó Gabriel sonriente metiéndose entre los novios.
Rodrigo miró al avispado niño y no le asombró que tuviera el mismo espíritu despierto que su padre y su tío mientras ambos padres besaban al pequeño para después corresponder a los hombres que se habían acercado también a darles la felicitación.
—Señores, aquí les traigo el documento donde se declara a doña Elvira como viuda, y éste otro, que deberán firmar ahora, es el de su esponsales... —declaró el párroco.
Ante lo importante que era aquello, todos los presentes cambiaron el semblante y escucharon con atención a pesar de que aquella ceremonia debería haber tenido otro aire más festivo.
—Mañana, se producirá un gran revuelo cuando los inquisidores nos informen de la orden de la reina —declaró Rodrigo—. Sin embargo, no se dejen engañar. No creo que el tal Pedro de Bustos de su brazo a torcer cuando sepa la orden de devolver parte de los bienes y aunque parezca que la intención de los inquisidores es hacer cumplir el mandato real, estoy seguro que apoyarán incondicionalmente al tal Pedro de Bustos.
Elvira que no sabía todavía nada de lo que hablaba el comendador, se extrañó al escuchar las palabras de éste.
—¿A qué se refiere? —le preguntó en un susurro a Antón.
—Más tarde os lo explico... —respondió Antón.
Asintiendo, Elvira continuó escuchando con interés.
—Sabemos que éste momento llegaría... —declaró el corregidor consternado por los acontecimientos que iban a desarrollarse en los próximos días—. Entonces, ¿qué hacemos mañana? Lo digo porque como habíamos dicho de ir a Montiel...
—Montiel deberá esperar —declaró Rodrigo—. Es más importante estar al lado de don Antón y de doña Elvira.
Elvira empezó a ponerse nerviosa de nuevo. Al escuchar que los inquisidores de Jaén llegarían al día siguiente, la llenó de temor. Con el rostro desencajado y agarrándose con fuerza al brazo de Antón, empezó a inquietarse por si el Santo Oficio anulaba su matrimonio con Antón, sin imaginarse lo que realmente sucedía.
—Sí, es lo más apropiado —contestó el alcalde.
—Pero no se preocupen, el asunto de Montiel se resolverá para bien. Les he dado mi palabra y no me marcharé de aquí sin que resolvamos todos estos frentes abiertos.
—Se lo agradecemos, don Rodrigo —dijo el corregidor con el asentimiento de los demás.
—Y ahora, creo que debemos dejar a los contrayentes que lo celebren en la intimidad. Creo que es hora de que mis hombres y yo nos retiremos a descansar.
—Ya les hemos preparado el alojamiento —señaló el alcalde.
—Gracias, don Sancho —respondió Rodrigo.
—¿No os apetece acompañarnos en la cena? —le preguntó Antón al comendador antes de que se marchara.
—Os agradezco la invitación, pero el día ha dado mucho de sí y después del viaje, estoy algo cansado. Nos conviene descansar para mañana.
—Como deseéis, don Rodrigo. No os entretendré más. Muchas gracias por lo que habéis hecho por nosotros —volvió a repetirle Antón.
—No hay que darlas. Sois un buen amigo y ya os he dicho, que solo lamento que mi esposa no haya podido acompañarnos.
Antón asintió y viéndolo marchar, los nuevos esposos se quedaron solos con el párroco, a excepción del padre de Juan y de Gabriel, que esperaban un poco apartados.
—Si desean acompañarme, terminaremos el casamiento con la firma de ustedes.
—Sí, terminemos con esto —le pidió Antón al párroco.
El religioso se dio la vuelta y Antón aprovechó para coger de la mano a Elvira y casi arrastrarla con él, mientras le susurraba cerca del oído:
—¡Estoy deseando llegar a casa!
Elvira sonrió no sin sonrojarse, ya que podía adivinar lo que Antón tenía en mente.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro