CAPÍTULO 14
<<Dos cosas contribuyen a avanzar: ir más deprisa que los otros o ir por el buen camino>>. René Descartes (1596-1650). Filósofo y matemático Francés.
A la mañana siguiente, Antón había cargado en el caballo los arreos suficientes para marcharse.
—Estaré de vuelta dentro de dos o tres días. Si ocurriese cualquier cosa...
—No os preocupéis, estaremos bien —aseguró Elvira.
Antón la miró fijamente solo unos segundos y adelantando un paso, le sujetó la barbilla y posando sus labios sobre los de ella, depositó un ligero beso. Ni siquiera miró a su alrededor para asegurarse de que alguien lo observaba; poco le importaba ya, lo que los demás opinasen de su relación con Elvira.
—¡Estad preparada para cuando regrese! En cuanto resuelve este asunto como me han pedido los miembros del concejo, os llevaré directamente frente al altar. Nuestro matrimonio será un hecho consumado.
—No tengo nada que preparar. Lo poco que tenía se quedó en mi anterior casa —respondió Elvira acordándose de su vestido de novia.
—Con que estéis a mi lado, es más que suficiente —le aseguró Antón volviendo el caballero, encaminándose hacia la salida de la ciudad.
Castillo de Segura de la Sierra (Reino de Jaén). Un día y medio después.
—¡Comendador! Acaba de llegar un caballero de Alcaraz solicitando veros.
Rodrigo Manrique prestó atención al soldado que acababa de darle la noticia. Y le extrañó que don Antón estuviese allí.
—¿Don Antón de Alcaraz?
—Así es, señor.
—¡Hacedlo pasar!
El soldado salió para aparecer minutos después acompañado por la cansada y extenuada figura del caballero.
—¡Don Antón! ¿Qué os trae por aquí de nuevo? Parece como si hubieseis vuelto de una batalla.
Una ligera sonrisa, asomó al rostro de Antón.
—He venido sin parar. Y de seguro que terminaréis echándome de Segura. Vengo en busca de vuestra ayuda.
—Siempre seréis bienvenido en esta villa —aseguró don Rodrigo acercándose al hombre y fundiéndose en un profundo abrazo. Su cuerpo desprendía un helor intenso que se calaba hasta en los propias ropas del comendador—. ¡Estáis completamente helado! Venid y calentaros al calor del hogar. La lumbre está echada desde esta mañana.
—Gracias, don Rodrigo. He cabalgado durante la noche para llegar hasta aquí cuanto antes y hacía un frío de mil demonios —aseguró el caballero.
—¿Y por qué os habéis arriesgado tanto a quedaros helado? ¿Tan urgente es el asunto que os trae hasta aquí?
—Ya lo creo, don Rodrigo. Mi matrimonio con Elvira depende de ello.
—¡Vuestro matrimonio! —exclamó sorprendido don Rodrigo.
Acompañando al comendador, Antón se acercó hasta el fuego que ardía en la chimenea y adelantó las manos para calentarse. Durante unos segundos, su vista se quedó fija en las bailarinas llamas que danzaban ante el fuego encendido y olvidó por unos segundos, al hombre que estaba a su lado. De las ropas, salía un ligero vapor signo de la humedad que llevaba adherida al cuerpo pero sin darle la menor importancia, se volvió de lado y observó al comendador.
—Os traigo un mensaje del Concejo de Alcaraz.
—¿Un mensaje del Concejo?
—Si, ahora soy miembro del Concejo.
—Os felicito...
—No lo hagáis. Ha sido por necesidad, y no porque me sonría la fortuna. Mis metas no son adquirir mayores riquezas. Sabéis que soy persona humilde y que mi única pretensión después de dejar Úbeda, era acompañar a mi padre en sus últimos años. Pero confieso que encontrarme con Elvira... ha sido lo mejor que me ha pasado desde hacía años y no puedo dejar pasar esta oportunidad.
—No os he preguntado por la dama... imagino que se repondría totalmente de su salud.
—Así es, gracias a vuestra esposa... —dijo Antón acordándose de pronto de la mujer del comendador—. ¿Y doña Sarah?
—Bien, ahora después la veréis. Se alegrará de veros de nuevo. Pero contadme, ¿qué oportunidad es esa?
—La de casarme con doña Elvira, la madre de mi hijo... —dejó caer la noticia Antón, contemplando la sorpresa en los ojos del comendador.
—¡Vuestro hijo!
—Así es, don Rodrigo. Soy el verdadero padre del hijo de doña Elvira.
—No me dijisteis nada de eso la vez anterior...
—Era asunto muy delicado y si ahora, me atrevo a referíoslo, es por necesidad. El Concejo aprobará mi unión con doña Elvira si resuelvo a favor de éste, el tema que os vengo a tratar.
—Y por vuestra cara, veo que no me va a agradar lo que vais a contar... y ya imagino de qué deseáis hablar.
—No estáis errado, señor.
—¡Hablad! Me tenéis intrigado.
—Es sobre los caballeros de Montiel y de las bestias que se apropiaron.
Rodrigo Manrique maldijo la encrucijada en la que se encontraba.
—Recibí la queja del Concejo de Alcaraz requiriendo que los caballeros de Montiel devolvieran las bestias incautadas. Y he demorado mi contestación para ver si entre ambas partes llegaban a un acuerdo. Por si no lo sabéis, los de Alcaraz se beneficiaron de los pastos de unas tierras que no les pertenecía. Mis caballeros solo hicieron lo que debían de hacer: requisar las bestias. La ley les asistía. Los de Alcaraz no tenían derecho a pastar en ellas.
—Según los vecinos de Alcaraz, no habían traspasado los límites —aseguró Antón con el ánimo por los suelos. El comendador apoyaba a sus hombres.
—¿Eso os han dicho?
—Sí, señor.
—Me ponéis en un aprieto, de Alcaraz. Sabed que ya había abogado por no devolver las bestias a esos campesinos. Y ahora, ¿qué he de hacer? ¿Permitir que los vecinos de Alcaraz se salgan con la suya cuando son culpables de no haber cumplido la ley?
—Disculpadme, señor. En realidad, desconozco quién lleva la razón en esta contienda. Si me he atrevido a venir hasta aquí, solo es por la razón que ya sabéis. Necesito desposarme con Elvira. El párroco de Alcaraz declarará a Elvira como viuda si abogo por su contienda. Solo así podré casarme con ella.
—Pero si está viuda, podéis casaros igualmente con la mujer.
Antón apretó los puños con fuerza, a ese hombre no podía mentirle.
—El esposo de Elvira la abandonó a su suerte junto a mi hijo, condenándolos a la pobreza más extrema. Elvira estuvo a punto de perder la vida por culpa de los actos de ese sinvergüenza. Solo mi oportuna aparición, hizo que los miembros del Concejo no se enseñaran con su persona. Los contuve a tiempo pero para ello, acogí a Elvira bajo mi protección. Y en todo este tiempo, ha vivido bajo el techo de mi padre.
—Comprendo. Pero, ¿el esposo de doña Elvira murió? —preguntó Rodrigo adivinando las intenciones de Antón.
—Después de tantos meses, el esposo de Elvira no ha dado muestras de estar con vida.
—¿Y os proponéis aun así a casaros con ella? Sin la certeza de que ese hombre esté muerto. ¡Cometeríais adulterio!
—No tiene por qué —se defendió Antón.
—Han pasado meses, pero no años. ¡Por Dios, Antón! Recapacitad... no podéis desposaros con una mujer que está casada con otro hombre.
—No puedo perder a Elvira y a mi hijo. Vandelvira perdió sus derechos cuando los abandonó.
—Ahí os equivocáis. Si Vandelvira los abandonó, esa es una cuestión menor. Ese hombre puede estar vivo en alguna parte y doña Elvira tendría que volver con su esposo si éste la reclamase. Así como vuestro hijo...
—Lo mataría antes de ver que se apropia de mi familia.
—No os reconozco, Antón. Definitivamente, se os ha nublado el juicio.
—No, no lo he perdido —dijo Antón desasosegado volviéndose hacia el fuego—. Pero mi hijo y Elvira, son lo que más quiero en esta vida y no voy a dar lugar, a que ese hombre los aleje de mí y los haga sufrir por mi culpa.
—¿Por vuestra culpa? No entiendo qué tenéis que ver en eso —aseguró Rodrigo Manrique mirando con inquietud al caballero.
—En mi juventud, antes de marcharme a Úbeda, solicité la mano de Elvira a su padre y éste, me la denegó. Me aseguró que Elvira estaba comprometida con otro.
—Hicisteis lo más apropiado, ¿qué culpa tuvisteis entonces?
—¡No comprendéis! Su padre me mintió y yo le creí. Pensé que Elvira se había burlado todo aquel tiempo de mí y me marché sin mirar atrás. Elvira no pudo decirme jamás que un hijo de ambos crecía en su vientre. Si hubiese confiado en ella...
—No os martiricéis. No podíais saber que la joven estaba en estado de buena esperanza.
—Sí me martirizo. Debí creer en su honestidad. Elvira era el ser más noble y puro que yo conocía y sin embargo, creí a su padre. Jamás se me pasó por la mente que ese hombre pudiese estar mintiendo.
—Es una triste historia, pero no podéis hacer nada por ello.
—Sí que puedo. Vandelvira los abandonó y yo pienso reclamarlos como míos. Y si algún día aparece por Alcaraz, me enfrentaré a él.
—Debéis recobrar la sensatez, Antón. Ese empeño os puede llevar a la muerte.
—Acaso, ¿no luchasteis vos por vuestra familia? Vuestra situación tampoco fue mejor que la mía.
—No me lo recordéis. Intento dejar atrás aquellos tiempos oscuros de mi pasado donde creí que había perdido a mi esposa y a mi hijo.
—¿Y me reprocháis que luche por los míos? —preguntó Antón desesperado.
—Lográis que me sienta culpable por algo en lo que no lleváis razón.
—Y no es esa mi pretensión, don Rodrigo. Pero es la única oportunidad que tengo para poder desposarme con Elvira. Si no lo logro, los perderé. Me marcharé con ellos de Alcaraz.
—¿Aun a sabiendas de que los condenarías a una vida de pecado? Siempre viviríais temiendo que alguien os reconociese. Doña Elvira podría ser acusada y ajusticiada.
—Si no lucho por ellos, serán ellos los que corran el peligro de morir de hambre o a manos de la maledicencia de la gente. ¡Y maldita sea, si alguien vuelve a herir a Elvira de nuevo!
—¿De nuevo? ¿A qué os referís? Habéis dicho que la dama estaba bien.
—Y está bien, pero hay heridas que no sangran y que se infringen en el alma —aseguró Antón con los hombros encorvados, temiendo perder aquella batalla.
Rodrigo Manrique sintió pena por el pobre hombre que tenía enfrente. No podía reprocharle lo que él mismo había intentado.
—Tranquilizaos. No creo que éste sea el momento más adecuado para resolver vuestro asunto. Quizás con el estómago lleno...
—He de partir cuanto antes. Y si no me dais una respuesta que satisfaga al Concejo, mucho me temo que tendré que huir de Alcaraz llevándome a Elvira y a Gabriel conmigo.
—¡Odio que me pongan entre la espada y la pared!
—No más que yo... —le aseguró Antón mirándolo fijamente a los ojos.
Sarah escuchaba preocupada a los dos hombres que tenía delante. Su esposo caminaba inquieto por la sala, mientras que Antón permanecía sentado en la silla, sin siquiera haber probado la comida servida.
—Antón, comed algo antes de marcharos.
El hombre miró con afecto a la esposa del comendador.
—Os lo agradezco, doña Sarah. Sin embargo, tengo un nudo en el estómago que me impide comer. Necesito regresar a Alcaraz cuanto antes. Solo he venido a transmitir el mensaje a don Rodrigo.
—Pero si habéis llegado hace solo una hora —se quejó Sarah preocupada.
—No solucionaréis nada matándoos de hambre y de cansancio. Haced caso a mi esposa y comed. Mientras, intentaré hallar una solución a todo este embrollo.
—Obedeced a mi esposo. Él nunca se equivoca, ¿verdad que sí, Rodrigo?
Rodrigo miró a su esposa y asintió de mala gana.
Varias horas después, Antón descansaba en una de las alcobas de la casa. La noche se había echado encima y Sarah había terminado por convencer al caballero de que se acostara antes de partir al día siguiente.
Cerrando la puerta de su propia alcoba, Rodrigo escuchó los pasos amortiguados de su esposa. Sabía que Sarah debía estar preocupada también por el que se consideraba su amigo. Y observando la caída de la noche, el comendador supo que solo le quedaba una sola opción.
—¿Qué vais a hacer? —preguntó Sarah después de acercarse de puntillas hasta él.
—¿Y el pequeño? —preguntó Rodrigo sin contestar a la pregunta.
—Acabo de dejarlo dormido —susurró la joven abrazándose a la cintura de su esposo y apoyando la cabeza en su espalda. Estaba cansada.
Rodrigo acarició los brazos femeninos, con la mirada perdida. A través de la ventana de su alcoba, podía ver los pequeños haces de luz de las ventanas que iluminaban la villa y que se iban apagando, a medida que sus moradores se acostaban.
—¡Hace frío! —se quejó Sarah.
Bajando la mirada ligeramente hacia su izquierda, Rodrigo comprobó que su esposa estaba descalza.
—¡Y vais a enfermaros más si permanecéis con los pies así!
—Quería meterme en el lecho, pero he venido a por vos —susurró de nuevo Sarah.
—Venid aquí —dijo Rodrigo girándose, cogiendo a su esposa en brazos. En dos grandes pasos, la llevó hasta la gran cama y la depositó entre las cobijas mientras la arropaba.
Sin quitar la vista de encima de ella, Rodrigo volvió a pensar por enésima vez que Sarah era la mujer más bella que jamás había conocido. Ni siquiera la maternidad le había restado hermosura.
—¿Por qué me miráis así? —preguntó Sarah con curiosidad. El rostro de su esposo traslucía un cierto aire de cansancio y también de preocupación.
Rodrigo contestó mientras se iba quitando las prendas de vestir de una en una.
—Porque soy un privilegiado por compartir mi vida con vos. Sois lo más precioso que puedo ver cada noche al acostar.
—Ya habló mi esposo, el poeta. Vais a hacer que me ruborice con vuestras palabras —se rió Sarah.
—¿Acaso es mentira?
—Hay mujeres más bellas que yo...
—En mi corazón, solo hay lugar para vos —susurró el hombre apartando las sábanas y metiéndose entre ellas.
Sarah se acercó hasta el cuerpo de Rodrigo y se abrazaron mientras intentaban entrar en calor.
—¿Habéis hallado alguna solución?
—He decidido acompañar a Antón a Alcaraz. No puedo dejarlo solo en esta contienda. Me remordería la conciencia toda la vida después de lo que hizo por nosotros. Sin embargo, no comparto su optimismo en desposarse con esa mujer.
—Parecía una buena mujer...
—Y yo no digo lo contrario, pero está casada con un hombre que a ciencia cierta puede estar vivo.
—¿Y si en verdad hubiese muerto? —preguntó Sarah intentando sembrar la duda en su esposo.
—¿No creeréis esa afirmación?
—Pudiera ser...
—Doña Elvira es tan viuda como vos. Os lo aseguro.
—Pero Antón lleva razón, ese hombre abandonó a su familia.
—Sabéis que cualquier esposo podría abandonar a su esposa durante años y recluirla en algún convento. Y no por ello, podría alegar que está viudo.
—¡Pero eso es horroroso!
—Tanto el Concejo como Antón, tendrán al Santo Oficio en su contra en cuanto se entere.
—Pero don Antón ha dicho que doña Elvira posee el documento donde asegura que es viuda.
—Tengo que comprobar que ese documento es legítimo y que se ha realizado de acuerdo con la ley.
—¿Creéis que podría ser anulado?
—No hay ninguna prueba de que el esposo de doña Elvira esté muerto. ¡Claro que podría ser anulado!
—¡Qué embrollo!
—Debí viajar a Alcaraz y resolver este pleito entre los vecinos y los caballeros de la orden de Montiel en cuanto tuve conocimiento. No puedo permitir que el desorden reine entre hermanos cristianos. Y aunque sea en contra de mi voluntad, intentaré ayudar a Antón en la medida de mis posibilidades.
—¿Haréis eso por él? —preguntó Sarah esperanzada.
—No, lo haré por vos. Soy hombre de pagar mis deudas y le debo un favor bien grande a los caballeros que servían al de la Cueva en aquellos días. Si no hubiese sido por ellos...
Sarah permaneció callada unos instantes recordando con tristeza aquellos días.
—Si ese documento tiene cierta... cierta...
—¿Cierta qué?
—Validez, no me salía el nombre —se disculpó Sarah—. ¿Permitiréis que don Antón se case?
Rodrigo inspiró profundamente y pensó en las consecuencias de permitir tal hecho.
—Ya veremos...
A la mañana siguiente, Antón esperaba nervioso la presencia del comendador. En cuanto escuchó el fuerte ruido de pasos a su espalda, se volvió. Doña Sarah lo acompañaba y unas profundas ojeras asomaban a sus ojos.
—¿Os encontráis bien, doña Sarah? —preguntó el caballero a la esposa del comendador.
—Sí, don Antón. A nuestro hijo le están saliendo los dientes y se ha pasado la mitad de la noche llorando. ¿Lo habréis escuchado llorar?
Antón asintió en silencio.
—Se ha quedado dormido de puro cansancio. Siento que os haya desvelado.
—Es algo normal, no debéis disculparos por ello —aseguró Antón.
—Regresaréis al lecho en cuanto me marche. Debéis descansar también —le ordenó Rodrigo a su esposa.
Antón se sorprendió al escuchar la orden del comendador, sobre todo cuando éste le aseguró:
—Os acompañaré a Alcaraz pero antes, escucharé la versión de los caballeros de Montiel y solo entonces, tomaré una decisión.
A Antón le quitó un peso de encima el escuchar la afirmación de que el comendador lo acompañaría. Todavía, no estaba todo perdido.
—No pongáis esa cara de alegría...
—Jamás osaría... —aseguró Antón contrariado.
—Que os acompañe no significa que me una a vos en todo este desbarajuste.
—Os agradezco de todos modos que hayáis considerado hablar con los miembros del Concejo. Vuestra presencia calmará los ánimos. Los vecinos están exaltados y solo acatarán vuestras sabias palabras.
—¿Cómo sabéis que son sabias? —preguntó Rodrigo riéndose por primera vez de la conclusión a la que había llegado el caballero.
—Porque, ¿quién osaría a contrariaros si no son los mismos reyes?
—No se lo digáis a nadie pero algunas veces, mi esposa osa contrariarme...
—¡Rodrigo! ¡Cómo bromeáis con eso! Jamás...
—¿Acaso es mentira, mujer? Siempre os salís con la vuestra.
—En minúsculos menesteres quizás...
Rodrigo se quedó mirando a Sarah con una profunda sonrisa, pero volviéndose hacia Antón, volvió a decirle:
—No soy tan sabio como pensáis. A lo largo de mi vida, también he cometido errores que han tenido graves consecuencias pero no obstante, haré todo lo posible por solucionar el tema de las bestias y ayudaros en vuestra lucha.
—Gracias, don Rodrigo.
—No dádmelas. Ahora, si me dejáis un momento a solas, saldré en seguida —pidió el comendador.
Comprendiendo que don Rodrigo quería despedirse de su esposa a solas, Antón terminó de darle las gracias a doña Sarah y salió a la calle.
—¿Tendréis cuidado?
—Sabed que siempre lo tengo. No preocuparos por nada. Intentaré mediar y regresar lo antes posible.
—Os lo agradezco. Doña Elvira y don Antón se merecen un poco de felicidad —aseguró Sarah entristecida.
Con un fuerte abrazo, Rodrigo se despidió de su esposa y se alejó molesto por tener que separarse unos días de su familia.
Apenas habían dejado atrás el castillo cuando el comendador fue interceptado por unos soldados a caballo.
—¿Sois el comendador de Segura? —preguntó el soldado.
—Así es... —contestó Rodrigo.
—Os traigo una misiva de la reina —dijo el hombre sacándose del interior de la ropa un manuscrito con el sello real.
Rodrigo lo abrió en ese mismo instante y mientras el resto de hombres que lo acompañaban esperaban en un profundo mutismo, el comendador terminó por exclamar:
—¡Vaya! Después de todo, tenía que resolver más asuntos en Alcaraz. No haré el viaje en vano.
Ni los soldados ni Antón preguntaron de qué asunto se trataba. Sin embargo, después de despedir a los soldados de la reina y ordenarles que hicieran alto en Segura y descansaran antes de regresar a Granada, Rodrigo Manrique le preguntó a Antón:
—¿Conocéis a algún familiar descendiente de la familia de los Llerena?
Antón pegó un respingo encima del caballo y miró molesto al comendador.
—¿Os burláis de mí? —preguntó Antón.
Y en ese instante, fue don Rodrigo el que se mostró sorprendido.
—¿Por qué habría de burlarme?
Al comprobar la seriedad del comendador, Antón le contestó:
—Elvira es una Llerena.
—¿En serio? —preguntó incrédulo.
—Sí, ¿por qué lo preguntáis?
Don Rodrigo suspiró contrariado y le susurró:
—Más tarde os lo contaré. Ahora, marchemos rápido. Urge llegar cuanto antes a Alcaraz.
A Antón se le hizo un nudo en el estómago al no gustarle nada aquella contestación.
Obispado de Jaén (ciudad de Jaén).
En ese mismo instante.
—Os he hecho llamar por dos asuntos importantes —notificó el licenciado Pedro Díaz.
Don Vasco Ramírez de Ribera, miembro del Consejo Real, era uno de los dos inquisidores asignados a la ciudad de Alcaraz.
—¿Por qué me habéis hecho regresar con tanta presteza? —preguntó don Vasco.
—Leed... —ordenó don Pedro Díaz, entregándole el documento que acreditaba la orden de la reina Isabel.
El inquisidor leyó la carta y tras varios minutos, levantó la mirada hacia su homónimo.
—Si mal no recuerdo, el receptor de parte de los bienes confiscados a los Llerena fue don Pedro de Bustos.
—Exactamente, no os equivocáis.
—¿Se opondrá? —preguntó don Vasco.
—Conociendo el carácter de Bustos, ya os digo que tendremos problemas con él.
—¿Y quién sabrá que la reina ha ordenado devolver parte del dinero a los huérfanos de la Llerena?
—El comendador de Segura... —respondió don Pedro.
—Mal asunto ese —aseguró don Vasco—. Eso solo nos deja en la posición de obligar a Bustos a cumplir la orden y ya sabéis que es casi el único miembro del Concejo que está a nuestro favor.
—No me lo recordéis.
—No podremos demorar este asunto por mucho tiempo.
—A más tardar, deberemos partir en dos días —respondió don Pedro.
—Por mí, cuando queráis. Mis criados no habrán tenido tiempo de deshacer el equipaje —contestó don Vasco.
—Pues ordenarles que no lo hagan. En cuanto termine de despachar varios asuntos que requieren mi atención, nos pondremos de camino hacia Alcaraz. Mientras tanto, intente descansar —le ordenó don Pedro—. Mandaré una misiva a los miembros del Concejo para que tengan preparados los aposentos a nuestra llegada. Esa gente es lerda y lenta y prefiero tener un lecho limpio y comida bien dispuesta a nuestra llegada. Todavía recuerdo la última vez que pernoctamos en la ciudad.
—No me lo recordéis también. Tuvimos que esperar varias horas a que dispusieran del alojamiento y una buena comida.
—No será así esta vez —concluyó el inquisidor.
Elvira estaba dentro de la casa cuando escuchó el grito de su hijo alertando la llegada de alguien.
—¡Ha llegado! ¡Ha llegado!
Soltando lo que tenía entre las manos, Elvira casi se cae al tropezar con la pata de la mesa. Sin embargo, se incorporó de inmediato y salió rauda para comprobar que se trataba de Antón. Le había prometido que no tardaría más de dos o tres días en regresar. Así que cuando descubrió la presencia de Antón encima de su caballo, el alivio la superó haciéndola llorar. Sin pensar en nada, sus pies corrieron hacia él, sin reparar en la presencia del resto de hombres.
Cuando Antón subió la cuesta, comprobó que su hijo jugaba en la calle. El ruido de los caballos debió alertarlo y cuando se giró y descubrió que era él, el pequeño echó a correr, gritando mientras advertía a los del interior de la casa de su llegada. Casi antes de llegar a su altura, Antón se bajó corriendo del caballo y con una gran sonrisa, abrió los brazos para recibir a su hijo.
—¡Habéis venido! —dijo el niño alegre.
—Os dije que no tardaría —aseguró Antón levantándolo del suelo, mientras lo besaba en el rostro y lo apretaba junto a su cuerpo.
Como si un sexto sentido lo hubiese alertado, Antón volvió el rostro y descubrió que Elvira corría hacia ellos. Sin soltar a su hijo de los brazos, solo tuvo el tiempo suficiente para abrir uno de ellos y abarcar el cuerpo de Elvira, mientras las tres personas se fundían en un afectuoso abrazo. Sin importarle que el mismo comendador estuviese a su espalda, Antón besó a Elvira olvidándose de los testigos mudos que presenciaron la calurosa y emotiva bienvenida del caballero por parte del niño y de la mujer.
Rodrigo no pudo evitar apreciar con cierto disgusto, el enorme parecido entre el caballero y el niño. No le cabía la menor duda de que de el pequeño llevaba sangre de su verdadero padre por las venas. No podían haberse parecido más; eran como dos gotas de agua. Y recordando con claridad a doña Elvira, pudo percibir el profundo amor que ambos se profesaban por el efusivo beso que se estaban dando sin importarles lo más mínimo que sus propios soldados y él mismo, estuviesen presenciando aquel beso.
Todo aquello era un maldito embrollo y no sabía cómo iban a salir de él.
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