CAPÍTULO 11
<<El castellano, aunque siempre amable, es orgulloso entre los orgullosos. No reconoce superiores, pero respeta también el orgullo del otro y le muestra en la conversación toda la cortesía que se debe a un igual>>. Elisée Reclus, 1876.
Apenas acababa de amanecer cuando parte del concejo del ayuntamiento ya estaba reunido. La mañana amenazaba lluvia y el aire arreciaba frío, de ese helor intenso y penetrante que se mete en los huesos y que te deja los dedos agarrotados. Sin embargo, el asunto a tratar producía tan enorme desazón e intranquilidad que a la mayor parte de los miembros les importó poco si se helaban, como si no. Tal parecía que el ánimo de los presentes era acorde con el desapacible tiempo.
—¿Estamos todos? —preguntó el alcalde.
—Sí... —señaló Pedro Ortiz, el corregidor de Alcaraz mirando a los vecinos implicados.
Rostros desencajados y llenos de furia reclamaban justicia. Sin embargo, el tema espinoso debía ser tratado con cautela. No era asunto menor enfrentarse a caballeros santiaguistas.
—¿Qué sucede para que tan de mañana hayamos sido convocados? —preguntó Alonso de Alcaraz, miembro del Concejo.
—Los caballeros de Montiel... —dijo uno de los vecinos con rabia— nos robaron las bestias.
—¿Y con qué derecho les incautaron los animales? —preguntó el alcalde.
—Con el amparo del Comendador de Segura, según dijeron ellos. Aprovechan cualquier ocasión para apropiarse de lo que no deben —gritó un hombre entrado en años. Su tez roja y sus ojos vidriosos daban clara muestras del enfado monumental que tenía—. Dos años me llevó sacar adelante las dos bestias que tengo para que ahora vengan a robármelas y el esfuerzo haya sido baldío. ¡Quiero lo que es mío! Tenéis que reclamar lo que nos pertenece.
La fuerza con que el hombre hablaba, hizo que de su boca salieran escupitajos a diestro y siniestro y mojara a más de uno, cuya cara de asco pasó desapercibida para el implicado.
—¡Serenaos! —le aconsejó el corregidor—. Y hablad tranquilo. No hace falta que nos gritéis como si tuviésemos la culpa del delito.
—¡Estoy harto de los de Montiel! —gritó el aludido.
—¡Y nosotros! —gritaron los demás vecinos.
—¿Y qué queréis que hagamos? Este asunto no es para tratarlo con ligereza, es un tema de envergadura —señaló el alcalde de nuevo.
—Pero los santiaguistas no pueden incautar lo que no es de ellos...
—Y no os falta la razón, pero si no queremos que el Santo Oficio intervenga en este asunto, deberemos tratar de solucionar este problema con la mayor discreción posible —insistió el corregidor.
—¡Escribano! —solicitó el alcalde levantándose de su asiento, incómodo por la tensión.
—Aquí estoy, señor —respondió el aludido.
—Coged papel y pluma... escribiremos una carta al comendador.
—El comendador abogará por los suyos —declaró uno de los vecinos.
—Deberá escucharnos como hombre de fe. Don Rodrigo es un hombre justo, conocedor de leyes... ¡Solo nos queda apelar a su honor! ¿O creéis acaso que los de Montiel os entregarán las bestias sin más? Burros y tercos son esos caballeros para ceder a la primera y nosotros no tenemos a nadie que pueda abogar por nosotros...
—¡Perderemos las bestias! —susurraron los vecinos ultrajados.
—Tengamos paz... No adelantemos acontecimientos y esperemos a que el comendador decida.
Dos semanas después.
—Debéis permanecer en silencio... —susurró Antón a su hijo.
—¿Y no podríamos llegar hasta allí? Aquí no veo nada —protestó Gabriel.
Antón escuchó el ruego, más su hijo no era un niño tranquilo por lo que tendría que mostrar más paciencia con él.
—¡Mirad! Debéis conocer todos los detalles de lo que le gusta hacer a estos animales. Los conejos odian mojarse...
—¿En serio? ¡Como yo!
Antón sonrió.
—Algo parecido... por lo que tendrás que encontrar dónde se encuentra la tierra más seca. Debéis saber que suelen excavar y hacen agujeros junto a los matorrales.
—¿Qué son los matorrales?
—Esas hierbas que tenéis ahí —señaló Antón con la cabeza—. Suelen dejar marcas en los árboles, por lo que deberéis prestar atención a las cortezas de los árboles; y también, deberéis buscar los excrementos.
—Si hay excrementos, hay conejos... —pensó el pequeño en voz alta.
—¡Exacto!
—¿Y luego?
—Luego, debéis saber que donde hayan bayas y plantas rotas, habrán conejos. Si tienen que comer, acudirán a esos lugares.
—¿Y en ese túnel habrá conejos? —preguntó insistentemente Gabriel.
—Decidme qué veis... —sugirió Antón.
—Un agujero... —señaló Gabriel confiado.
—¿Solo un agujero?
—Si, padre.
A Antón le impactaba escuchar esa palabra en boca de su hijo; el corazón le saltaba de gozo en el pecho cada vez que el pequeño utilizaba ese apelativo cariñoso. Pero al día siguiente de saber la verdad, Gabriel le había preguntado con insistencia si podría llamarlo padre y él, emocionado, bajo la atenta mirada de Elvira, no tuvo corazón para impedírselo. Eso sí, se aseguró de que jamás, bajo ningún concepto, se dirigiera a él con ese apelativo en presencia de extraños. Alguien podría escuchar y acusar a Elvira de adulterio.
—Debéis ver más allá de lo que parece. No es un simple hoyo...
—¿Ah, no? —preguntó de nuevo Gabriel, arrascándose el cuerpo.
—¿Cómo está el agujero?
—¿A qué os referís?
—¿Está despejado de matas o no?
—No hay ninguna, padre. Eso lo ve cualquiera —aseguró Gabriel sobrado de confianza.
—Si en la entrada del hoyo observas restos de plantas o las plantas están creciendo, es porque no hay conejos. Pero al contrario, si la entrada está despejada, encontrarás una buena captura en el interior.
—¿En serio?
—¿Os apostáis algo? —preguntó Antón encantado con la inocencia de su hijo.
—¿Qué puedo apostarme yo, si nada tengo?
—Pues... por ejemplo, podríamos apostar quién despelleja el conejo de los dos... —sugirió Antón.
—¡Qué asco!
Antón se carcajeó sin poder remediarlo. Pensando que si hubiese algún animal en el interior, ya habría tenido tiempo de sobra para huir. Entre los susurros y su risa, seguro que habrían ahuyentado a todos los animales de su alrededor.
—¡Anda, vayamos a ver qué hay en el hoyo! ¡Levantaos de ahí! Que ya os explicaré cómo se despelleja un animal sin que os perjudique ese delicado espíritu vuestro... —señaló Antón con sorna.
Tumbados, con el cuerpo sobre la tierra, habían estado ocultos durante un rato, esperando realizar alguna captura.
—Pero... asustaremos al animal —pensó Gabriel con lógica.
—El animal debió huir hace rato al escucharnos susurrar. Se me olvidó deciros, que tiene el oído muy fino... —explicó Antón.
—Pues a casa... no podemos volver sin nada —señaló Gabriel con el entrecejo fruncido—. Madre se disgustaría...
Antón no pudo evitar reírse de nuevo.
—¿Se disgustaría vuestra madre o se apenaría vuestro estómago?
—Las dos cosas, padre. Las dos cosas... —se sinceró el niño.
Antón no pudo dejar de reír durante un buen rato. Y cuando consideró que el día había resultado provechoso, decidió regresar. No quería que se hiciese noche cerrada en el monte.
Cuando llegaron a la casa, casi había anochecido. Padre e hijo entraron alegres con sus botines en las manos, pero Elvira no se volvió cuando escuchó la algarabía que traían. Antes de que entrasen por la puerta, se limpió el rastro de las lágrimas e intentó aparentar la mayor normalidad posible.
—¡Mirad, madre! Todos los conejos que hemos traído...
—Dejadlos encima de la mesa. Estoy terminando de preparar la cena. Cuando termine, los guardaré hasta que mañana pueda ocuparme de ellos —aseguró Elvira sin hacer el menor atisbo de girarse.
Antón se extrañó de que no se volviese y fijándose en ella, la contempló cortar la verdura sin pasarle desapercibido, el blancor de los nudillos de su mano, apretaba con excesiva fuerza el cuchillo.
—¡Gabriel! Coged los animales y llevarlos al corral. Ahora iré yo a colgarlos.
—Si, padre —contestó el niño agarrando con fuerza los animales, sin percatarse del malestar de su madre.
Cuando el niño salió de estampida, Antón cerró la puerta.
—¿Mi padre? —preguntó Antón a Elvira.
—Fue a casa de su amigo Antonio. Lo mandó llamar porque una de sus yeguas estaba pariendo... —respondió Elvira de nuevo.
Cauteloso, se acercó despacio hasta ella para abrazarla por la cintura. Elvira se envaró en cuanto sintió su abrazo y por la tensión de su cuerpo, Antón supo que le ocurría algo.
—¿Qué os ocurre?
Elvira negó con su cabeza la pregunta, pero permaneció silenciosa.
—Entonces, ¿por qué nos habéis ignorado? —insistió Antón—. Gabriel venía ilusionado con la caza y ni siquiera os habéis vuelto para felicitarlo.
El calor del cuerpo de Antón hizo que dejara lo que estaba haciendo. Y soltando el cuchillo, se apoyó sobre el pequeño poyato sobre el que estaba trabajando.
—No quiero hablar de ello...
Antón no quería presionarla, pero ya la conocía lo suficiente como para saber que algo preocupaba a Elvira.
—Si no pensáis decírmelo, por lo menos miradme —le sugirió Antón.
Desde que habían hecho el amor, Antón no había intentado ningún tipo de acercamiento. Ni siquiera había mostrado intenciones de besarla por temor a no poder resistirse a ella. Pero algo le sucedía y debía averiguarlo.
Elvira no quería volver a revivir lo sucedido esa mañana. Pero la cercanía de Antón la afectaba, necesitada de consuelo como estaba en ese momento, su instinto la urgía a contarle lo sucedido. Sin embargo, aguantó y siguió sin moverse.
—¡Elvira! ¿Qué os sucede? Ha pasado algo y no me lo queréis contar... —le reprochó en tono cariñoso Antón.
—Nada que os afecte...
—Entonces... ¿estáis en esa época de las mujeres en que todo os molesta? —sugirió Antón creyendo que Elvira podría estar con el típico sangrado.
—Si así fuese, os aseguro que no os enteraríais... —le aseguró Elvira con retintín.
Antón inspiró, intentando tener la paciencia necesaria.
—Luego, si eso no es... ¿qué os preocupa tanto como para que no deseéis mirarme a los ojos?
El suspiro de Elvira se escuchó en medio del silencio.
—¡Decidme qué os ocurre antes de que venga mi padre! No quiero avergonzaros si entra y me ve abrazado a vos...
—No soy yo la que debería sentir vergüenza, sino vos por hacerlo.
—¡Elvira...! —la incitó Antón a hablar soltando un resignado suspiro.
Sabiendo el carácter tozudo de Antón, Elvira no tuvo más remedio que volverse entre sus brazos.
Antón contempló la tristeza de su cara tras las lágrimas vertidas.
—¿Por qué habéis llorado? —preguntó molesto.
—Ya os he dicho que no es nada...
—Si no fuese nada, vuestros bellos ojos no estarían enrojecidos y por vuestra expresión... algo grave os ha sucedido. ¿Me lo contaréis o estaremos aquí toda la noche? —preguntó insistentemente Antón.
Antes de que pudiese hablar, el hombre bajó la cabeza y capturó la sal de los labios femeninos borrando cualquier huella de las lágrimas vertidas. El beso no estaba destinado a seducir, sino a expresar la ternura que su simple contacto, le inspiraba; quería proporcionarle el consuelo que necesitaba a pesar de su reticencia; Elvira era reservada cuando no quería preocupar a nadie. Y ya le era bastante difícil contener sus manos y no abrazarla, como para encima tener que verla tan decaída.
—Quiero saber todo lo que os ocurra. Estoy en mi derecho, Elvira. Ahora, sois responsabilidad mía y pienso alejar cualquier malestar que os aqueje.
—En éste, no podéis hacer nada.
—Dejadme decidirlo a mí. ¿Qué os afecta tanto como para haceros llorar?
Durante unos segundos, permaneció callada. Sin embargo, Elvira terminó por derrumbarse y desahogarse. Antón era su único apoyo.
—Esta mañana, vuestro padre iba a subir al horno para comprar un poco de harina y me ofrecí a hacerlo yo; parecía cansado y no quise que subiera hasta la otra punta del pueblo...
—¿Y...? —preguntó Antón envarándose mientras esperaba la respuesta.
—Al entrar, varias mujeres me increparon...
—¿Qué os dijeron? ¿Os insultaron?
Elvira meneó la cabeza, negándose a seguir hablando y Antón le levantó un poco la barbilla para que lo mirara de frente. Una lágrima resbaló por su rostro y a Antón se le revolvieron las tripas. No quería verla llorar.
—Decidme quienes fueron esas arpías y hablaré con sus esposos.
—No, no quiero que vayáis en busca de nadie. Eso alimentaría más las maledicencias y al final, no podría ni salir a la calle.
—Entonces, ¿no queréis decirme qué os dijeron...?
—Antón, en realidad, no dijeron nada que no fuese cierto. ¡Estoy viviendo con dos hombres que no son de mi propia familia! Así que ya os podéis imaginar lo que dijeron.
Antón se maldijo una y mil veces por no haber hallado todavía solución a su problema.
—No os preocupéis, no descansaré hasta que no resuelva esto. No volveré a esta casa hasta que no halle apoyos a nuestra casa.
—¿Qué vais a hacer? ¡No quiero que nadie os ultraje! No quiero que tengáis problemas por mi causa.
Antón sonrió de repente, comprobando el coraje de Elvira. Una cosa era que se metieran con él y otra muy distinta, que la insultaran a ella.
—No os preocupéis, mi amor. Yo me basto por mi mismo para librar mis propias batallas. Eso sí, si alguien vuelve u osa a ofenderos, me lo diréis...
—No pienso hacerlo. Bastantes problemas os causo ya, como para encima que tengáis que defender mi honor... Ya no me queda nada, después de escuchar las palabras de mi padre.
Antón la abrazó fuerte, no soportaba ver sufrir a Elvira.
—¿Cuándo vais a dejar de pensar en eso? Lo hecho, hecho está y ya no hay solución. No quiero que sigáis malgastando vuestro tiempo en atormentaros con lo que sucedió hace once años. Vos, no tuvisteis la culpa y no quiero ver que nada os aflige.
Levantándole la barbilla con el dedo, depositó otro beso sobre sus labios mientras intentaba distraerla.
—¿Qué os parece si mientras viene mi padre, os ayudo a preparar la cena?
Durante unos instantes, Elvira no contestó, pero cuando vio en los ojos de Antón, todo el amor que sentía por ella, se tranquilizó un poco. Nada era tan importante como Gabriel y él. Daba igual que la insultasen y la vilipendiasen, si podía permanecer un día más junto a ellos. A pesar de intentar confiar en él, no veía solución al problema que tenían. Manuel seguía vivo en algún lugar y ella no era libre de desposarse con nadie más.
Mientras cenaron, ni Juan, ni Gabriel, se percataron de las furtivas miradas de Antón. Alegres por la captura de los conejos, ni el abuelo, ni el nieto se dieron cuenta del desánimo de Elvira. Y Antón no pudo evitar preocuparse por ella.
—Abuelo...
—Dime muchacho.
—¿Puedo dormir esta noche con vos como cuando no estaban mis padres? Me gustaban las historias que me contabais —le dijo el niño.
El comentario hizo que Antón dejara de pensar en Elvira y miró a su propio padre.
—¡A saber qué historias le contabais, padre!
—No debéis molestar a vuestro abuelo, Gabriel. Por la noche os movéis mucho en el lecho y es casi imposible dormir bien —le regañó ligeramente su madre.
—¡Madre! Pues duermo cada noche a vuestro lado y nunca decís nada...
Elvira se sonrojó y mortificada le respondió:
—Sois mi hijo. Nunca se me ocurriría decir que duermo atravesada con una cabeza sobre mi estómago y que soy incapaz de mover.
—Pues a partir de mañana, dormiré con padre —le advirtió el pequeño francamente molesto por la observación de su madre.
—Vuestra madre no ha querido decir eso. ¡No la malinterpretéis! —le advirtió Antón que sabía del desánimo de Elvira.
—A mí, no me molesta que el chiquillo duerma conmigo esta noche, Elvira. Además, dormí con su padre y no pasó nada. Porque ahora duerma con el hijo..., no creo que vaya a acabarse este mundo.
—¡Vaya, padre! Muchas gracias —dijo Antón con sorna.
—No os ofendáis, pero resultaba más agradable dormir con mi nieto que con vos. Y no voy a seguir hablando de ese tema —advirtió el anciano—. Si a vuestra madre no le importa, hoy os contaré la historia de cómo conocí a vuestra abuela... —le dijo el anciano sonriendo.
—¡Eso! Esa historia no me la habéis contado —le adviritió el niño entusiasmado—. ¿Me dejaréis, madre?
Elvira asintió. ¡Su hijo parecía tan feliz con tan poco!
—Sí, esta noche podéis dormir con vuestro abuelo, pero no acostumbraros.
—¡Gracias, madre! —exclamó el pequeño levantándose del banco.
Antón miró de refilón a Elvira y no dijo nada mientras permanecía pensativo. Un halo de tristeza envolvía a Elvira y hubiese deseado borrar de un plumazo su pena.
Una hora más tarde, Antón no deseaba irse todavía a la cama. Atizando la lumbre con un palo, permanecía pensativo en lo que haría a la mañana siguiente. Necesitaba buscar cualquier apoyo a su causa y debía empezar por la manzana de la discordia. Eran las mujeres de los miembros del concejo, quién verdaderamente tenían el poder en el pueblo. Sus esposos ejercían sus voluntades en la calle, pero ellas gobernaban con mano de hierro sus causas, y al final, sus esposos terminaban haciendo lo que ellas querían. Si estas aceptaban a Elvira, el resto de mujeres no se atreverían a insultarla o incomodarla. Y ya de paso, expondría sus intenciones de casarse con Elvira. Debía jugárselo todo a una carta. Si no se ganaba al concejo, jamás podrían vivir en Alcaraz.
Preocupado por Elvira, Antón miró de reojo la puerta cerrada. No podía marcharse a dormir cuando el objeto de su preocupación estaba a un par de metros de él. Con la mirada cabizbaja, Elvira se limitó a dar las buenas noches y a cerrar la puerta de la alcoba, negándose a compartir con él su malestar. Así que, antes de acostarse necesitaba saber que Elvira se encontraba bien. No descansaría hasta asegurarse que estaba dormida. Arrimando las ascuas a un rincón para que no prendiesen, se levantó y se dirigió decidido hacia la alcoba de Elvira. Solo se acercaría un instante para comprobar que estuviese dormida y después se marcharía.
Abriendo despacio la puerta, se introdujo poco a poco en el interior de la alcoba, teniendo la precaución de que no chirriasen los goznes de la puerta. No quería despertarla. Quedándose quieto y con la poca luz que penetró por el resquicio, pudo comprobar que Elvira se encontraba tapada hasta la cabeza sin moverse; debía haberse quedado dormida.
Sin embargo, Antón estaba equivocado. Elvira no era capaz de conciliar el sueño. Las risas jocosas de las mujeres del pueblo, abochornándola y humillándola con sus comentarios malintencionados, provocó que su mente no descansase, dándole vueltas y vueltas a lo sucedido mientras las lágrimas acudían a tropel a sus ojos, incapaz de detenerlas. Estaba ensimismada, sumida en sus pensamientos, cuando el ligero ruido de la puerta al abrirse, la alertó e hizo que se envarase. Deteniendo unos segundos su llanto ahogado, se limpió los ojos para que su hijo no advirtiese sus lágrimas y destapándose un poco, pensó que su hijo Gabriel había decidido regresar al lecho.
—¡Gabriel!
—No, soy yo... —susurró Antón cerrando la puerta a su espalda.
—¿Qué sucede? —preguntó Elvira soliviantada.
Acortando la distancia que la separaba de ella, Antón intentó no tropezar en medio de la oscuridad; tan solo tres pasos lo separaban de la cama, así que consiguió llegar hasta donde Elvira descansaba.
—No ocurre nada, mi amor. Solo quería asegurarme de que estabais bien... Pensé que os hallaríais dormida —declaró Antón, sintiéndose mal por entrar en la alcoba sin su permiso.
El fuerte suspiro de Elvira al intentar aparentar que estaba bien, no pasó desapercibido para Antón y se percató de que Elvira estaba llorando.
—¿Estáis llorando de nuevo? —preguntó alarmado, agachándose junto a ella.
Sus manos palparon el rostro de Elvira, descubriendo la humedad.
—No es nada. No os preocupéis, estaré bien.
—No me mintáis. Lleváis mal todo el día y me estáis ocultando lo que os dijeron esas arpías.
Elvira intentó llevar aire a sus pulmones, debatiéndose entre decirle la verdad u ocultar lo que estaba afectándole tanto. Antón la había salvado de una muerte segura y de no ser por él, ahora estaría muerta o vete tú a saber en qué penosa situación. Debatiéndose entre el amor que sentía por él y la vergüenza por los malintencionados comentarios, un nudo se le hizo en la garganta impidiéndole hablar.
—¡Dejadme por favor! Ya os he dicho que no quiero hablar —acertó a decir Elvira.
—No mientras os encontréis así. No pienso abandonaros mientras os halléis en este estado.
—¡Antón! Por mucho que me abracéis, no borraréis lo ocurrido.
—Puede ser que llevéis razón, pero me pasaría la noche en vela sabiendo que estáis llorando. Haceros a un lado y dejadme sitio.
Sin querer escucharla más y tanteando el lecho, Antón se acostó encima de las cobijas de la cama. Eso sí, pasando el brazo por encima del cuerpo de Elvira y acercándola a él. Angustiado por lo que le afligía a Elvira, descansó su mejilla sobre el almohadón y depositó un beso sobre sus cabellos.
—¡Antón! ¿No tendréis pensado quedaros encima del lecho? Os quedaréis helado.
—No os preocupéis por mí, no tengo frío. Y tampoco tengo intención alguna de haceros el amor, solo deseo estar junto a vos hasta que os durmáis.
Elvira permaneció en silencio mientras sentía cómo Antón intentaban reconfortarla.
—¿Me prometéis que no haréis nada más?
—Os lo juro por lo más sagrado —susurró Antón.
—Entonces, meteros dentro del lecho. La noche es larga y os vais a enfriar —le ordenó Elvira.
—Si vais a estar nerviosa por mi presencia, permaneceré así. Ya os he dicho que no pienso afligiros...
—No, no es necesario. Confío en vuestra palabra.
—Antes de que amanezca, habré salido sin que mi padre se percate de nada. Os lo prometo. Lo último que deseo es avergonzaros. Bastante tenéis con lo hecho por esas desgraciadas.
Levantándose nuevamente, Antón se despojó de la ropa dejándola en el suelo y sintiendo el frío de la noche, se introdujo en el interior de la cama, acercando su cuerpo a Elvira. Nuevamente, la abrazó, pegando la espalda de ella a su pecho y a punto estuvo de gemir, por el placer que le producía ese simple contacto.
—Siempre fantaseé con el día en que os tuviese así, junto a mí... —dijo Antón depositando un beso en su cabello—. Pero nunca imaginé que sería para aliviar la pena de mi amada. No soporto que nada os afecte.
Elvira no terminaba de acostumbrarse a esos apelativos cariñosos.
—Ya tengo la piel curtida. No debéis preocuparos por esos menesteres.
—¿Cómo no voy a preocuparme? Os juro que ahogaría con mis propias manos a esas pendencieras por lo que han hecho.
La risa sacudió el cuerpo de Elvira.
—Puedo imaginarme la escena... Vos ahogándolas y ellas, con medio metro de lengua fuera de sus cuerpos.
—¿Medio...?
—Esas bichas deben tener más de medio metro de lengua —le aseguró Antón compartiendo la broma.
De pronto, Elvira lo sorprendió, volviéndose en sus brazos. Colocando su rostro en el hueco de su cuello, pasó su muslo por encima de la pierna de Antón y cerró los ojos, disfrutando del instante. Nunca había podido hacer eso con Manuel. La poca intimidad con su esposo se había limitado a la realización del acto carnal. El consuelo o el simple placer de acurrucarse sobre su esposo, había quedado vetado para ella. Manuel siempre había sido un hombre frío en el lecho. Así que ahora, dormir junto al hombre que amaba, era un nuevo descubrimiento. Antón no se podía imaginar si quiera, el infierno que había sido su matrimonio.
—No quiero imaginar lo que sería la vida de Gabriel y la mía sin vos —declaró Elvira emocionada—. Solo la providencia hizo que aparecieseis justo cuando más os necesitaba.
—Estáis equivocada. Soy yo, el que no me imagino mi vida sin vos y sin mi hijo... Hubiese pasado por esta existencia, igual que un huérfano. Sin posibilidad de amar y de ser amado. Solo vos sois la persona destinada a mí y por eso, nunca volveréis a conduciros de esa manera. Me contaréis todo lo que os afecte y yo, buscaré la mejor manera de solucionarlo.
Sin poder ver el rostro de él, Elvira intentó adivinar su expresión, pero los labios de Antón, se apoderaron de los suyos. El beso acabó con la poca resistencia que le quedaba a Elvira. Antón no podía mostrarle su afecto de otro modo y todo quedó reducido al gran amor que ambos sentían.
Cuando se separaron, Elvira susurró:
—Os prometo, que intentaré cambiar. Han sido muchos años de sufrir en silencio y me temo que la costumbre de guardármelo todo, no va a cambiar así como así.
—Pero entre los dos, lo solucionaremos. No hay necesidad que paséis por todo esto sola... Elvira... ¡os quiero tanto!
Antón volvió a besarla desesperado, intentando transmitirle a la mujer que amaba todo el amor que sentía por ella y después de varios besos apasionados, ambos se separaron y se quedaron callados, sintiéndose un poco más reconfortados a pesar de todas las dificultades que el mañana les deparaba. Sin embargo, antes de quedarse dormida, Elvira le confesó:
—Solo en vuestros brazos encuentro la poca dicha que hay en este mundo. Siempre os he amado y no me importa que me insulten o que me peguen. Por vos, aguantaré todo. Nadie conseguirá que me aleje de vuestro lado mientras queráis que me permanezca junto a vos.
Antón abrió los ojos en medio de la oscuridad. Alarmado, había escuchado perfectamente la horrible verdad. Alguien se había atrevido a abofetear a Elvira. ¡Lo mataría con sus propias manos!
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