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Capítulo 2

Las horas se fueron volando y la noche llegó para aliviar a algunos y para torturar a otros. Los niños apenas habían aprovechado su día libre y no sabían si su abuelo Werner vivía con ellos, debido a los pasatiempos. Una tarde, para los dos hermanos, no era suficiente como para abrir un librejo. Los aparatos electrónicos habían exprimido cualquier rastro de aburrimiento: la divertimento se había engullido al tiempo. Hasta se habían olvidado de la ausencia inesperada de Alexandra; ella no solía llegar tarde.

Adiel prolongó sus horas habituales de diversión con su videoconsola portátil. El muchacho se hallaba más concentrado en su videojuego que cuando se encuentra en clases, con su profesora de matemáticas. Su pedagoga creía que Adiel entendía todo, porque siempre movía la cabeza en señal de que había comprendido la explicación. Pero, en realidad, otras prioridades más divertidas tomaban el lugar de los estudios. 

En cambio, Elisa se preparaba para dormir y soñar con algo mejor que una buena nota. Solo su miedo a los gusanos podía postergar sus deseos de soñar con unicornios. Sus bostezos eran reiterados y terminaban con la última pizca de alegría. Sus párpados querían ceder a la ensoñación. Su cómodo lecho con cobertores de colores estaba ansioso de provocarle una pesadilla. 

La cena había sido cancelada por don Werner. A Elisa no le importó, pero Adiel estuvo disconforme y se negó a dormir y, más aún, porque mañana retornaba a clases. El niño ya no sabía cómo ahuyentar a la somnolencia: la diversión había perdido una batalla. El reloj daba las once de la noche y, para él, aún era muy temprano. Pero el muchacho estaba a punto de deponer las armas contra la modorra. La alegría se había apagado y la ausencia de Alexandra era atípica. 

Adiel bostezó y guardó su videoconsola como un tesoro invaluable en la gaveta de su escritorio. Se puso su pijama y se desplazó hacia la cama de arriba, sintiendo un escalofrío al recordar que mañana debía disertar. Mientras observaba las vigas del techo, ya imaginaba la cara de enfado que pondría su maestra al verlo exponer o, mejor dicho, balbucear por culpa de su falta de confianza. 

En tanto, Elisa se recostó con plena parsimonia en la cama de abajo. Luego, sacó una golosina procedente de su mochila, que resaltaba por los estampados de ponis multicolores: comer algo dulce antes de dormir era necesario para espantar las pesadillas con ciertos animales invertebrados. El móvil siempre debía estar lejos de la cama, porque si lo cogía ya no dormiría hasta que se agotara la batería. 

—Apaga tu celular... —dijo Adiel antes de soltar otro bostezo. 

—No quiero. Espera a que el móvil se agote —replicó Elisa usando el teléfono.

—¿Cuánta batería tiene? 

—Tiene noventa y cuatro por ciento. 

—Ya pues, Eli... 

Abajo, Werner se aflojó el cinturón mientras miraba con desasosiego al robot que sostenía el utensilio punzante, como preparado para destazar carne: la ficción y la realidad no estaban tan lejos, y solo una rebanada hubiera puesto de manifiesto que algo fallaba en la máquina. Afortunadamente, Robin no maniobró las tijeras, y eso era un alivio para el dilatado corazón de Werner. 

El anciano se separó de su sillón antes de tiempo, algo inusual en él, y se acercó a la máquina, sintiendo temor después de mucho tiempo. Sus piernas no temblaban tanto desde la Gran Guerra. La mano de Robin, sosteniendo el utensilio, no bajaba ni con la ayuda de una excavadora. Werner empujó a rastras la máquina hasta abandonarlo y encerrarlo en el cuarto de aseo. 

Después de eso, Werner se reconcilió con su cómodo sillón y, con la televisión funcionando aún, buscó un programa interesante que no le provocara otra cana más o un infarto fulminante. Conforme hacía zapping, el aburrimiento fue apoderándose de su rostro y, por ende, el sueño estaba por tumbar la puerta.

El anciano estuvo a punto de lanzar el control como un dardo hacia la tele cuando, accidentalmente, cambió al canal de las noticias de medianoche. Los principales titulares eran ya un motivo para convertir su sillón en su dormitorio. Nada iba a posponer sus ganas de dormir, a no ser que iniciara una película en blanco y negro.

Cuando las pesadillas le silbaban, su semblante se desfiguró y sus oídos se estremecieron por una melodía de naturaleza lúgubre, que lo sacó de su modorra en plena etapa inicial. Al instante, un escalofrío llegó a su cuerpo y se mantuvo con tenacidad. El conductor de noticias, que hablaba con donaire, presentó una noticia de último momento. 

«La tan ansiada actualización para los M2100, sufrió un retraso sin precedentes. Se desconoce la causa del problema y las consecuencias posteriores que podrían conllevar la demora de dicha actualización. Tesoca, en su página oficial, no se ha pronunciado aún. Recordemos que hace unos días el director ejecutivo de la empresa pidió paciencia a los poseedores de un M2100 defectuoso».

Werner se puso sañudo y su mirada ponzoñosa se clavó en el cuarto de baño. Era cuestión de tiempo para que Werner diera rienda suelta a su ira. Parte de su dinero descansaba en ese cuarto, e imaginar que la máquina ya era chatarra, hacía hervir su sangre. 

—¡Espero que esta burrada sea una broma! —gritó Werner y se levantó de su sillón—. ¡He tirado mi dinero! 

Con extrema lentitud y con la rabia reflejada en su rostro, se alejó de su sillón rumbo al cuarto de aseo. Apoyado en el bastón y muy encorvado, llegó a la puerta y, de inmediato, la abrió a lo bestia. Con animosidad, miró la máquina que yacía hacinada junto a los utensilios de limpieza.

—¡Eres otro pedazo de porquería que termina en la basura! ¡Con ese dinero me hubiera comprado un auto! 

De pronto se oyó un estruendo horrísono, capaz de quitarle el sueño a cualquier soñoliento. Pero como la sordera empezaba a ganarle la batalla, Werner pensó que eran los platos de alguien luego de salir del lavavajillas. Por lo que le restó toda la importancia del mundo para dársela al robot, que daba mucho más miedo estando inerte que en movimiento. 

Werner se dio la vuelta y su rostro esquivo cambió totalmente al recibir una certera rebanada en el meñique por parte de la máquina. 

—¡Carajo...! —vociferó Werner siendo presa de un dolor insoportable.

Robin no tenía control de sí mismo. Su cerebro defectuoso había formulado nuevas órdenes automáticamente. Era mejor alejarse de él porque cualquier orden humana era inútil. Un pequeño error y Robin se había convertido en una máquina capaz de herir o matar. Estar cerca de esas manos filosas eran una sentencia de muerte para Werner. 

Con la herida inaugurada y la sangre saliendo a borbotones, Werner estaba a un golpe de abrazar a la Muerte. Si no encontraba una gaza pronto, recibiría el alba siendo un cadáver. El anciano corrió hacia el botiquín con la esperanza de alargar su vida, mientras que Robin se movía con lentitud provocando un despiporre en el vestíbulo. 

Un segundo estallido se oyó afuera, acompañado de un griterío de pánico. Aquel bullicio despertó a los niños que ya se entregaban al ensueño. 

—Adiel, ¿qué es eso? —Elisa se deshizo de sus cobijas. 

—¿Una rebelión...? —respondió Adiel.

—¿De qué hablas? 

—Digo... Mejor vamos a ver. 

—Esto no me gusta nada, Adiel... 

Elisa cambió su pijama por ropa de casa. Se arregló el cabello para que se formara un fugaz flequillo ondulado y se acercó a la puerta. Adiel con la flojera dominando cada músculo de su cuerpo, bajó de su cama para indagar: la pijama ya había hecho su trabajo, por lo que se puso su indumentaria de la suerte. 

Ambos quedaron al borde de las escaleras para ver una escena rocambolesca. Don Werner escapaba de la máquina como cuando lo hacía con el sabueso del vecino. El tamaño del vestíbulo reducía sus posibilidades de supervivencia. La máquina parecía tener solo un objetivo: vapulear y descuartizar al anciano. 

—Abuelo, ¿qué sucede? —dijo Elisa sintiendo que debía hacer algo antes de adelantar el funeral de Werner. 

—Si no hacemos algo, creo que ya no veremos más a nuestro abuelo —dijo Adiel con pavor. 

La desquiciada máquina acorraló al anciano que se había agazapado en su sillón. Robin se acercó sosteniendo un destornillador y otro objeto punzante para facilitar su trabajo de carnicero. El sillón era la barricada de Werner y la que le daba unos minutos más de vida. 

De inmediato, Adiel trajo de la habitación un librejo y un paraguas.

—¿¡Tu álgebra!? —preguntó Elisa encogiendo sus hombros.

—Es lo primero que vi... 

Adiel bajó un peldaño y se sostuvo de la barandilla para distraer al robot. Y antes de que Werner perdiera otro pedazo de carne, Adiel arrojó el libro con más fuerza que puntería: su destino fue incorrecto. Werner quedó noqueado por el golpe inesperado de un libraco. Robin se detuvo antes de rematar al anciano. Su inercia era una bomba de tiempo. 

Con un sonido maquinal, Robin empezó a subir las escaleras de madera adoptando una postura animal. Sus brazos se fueron alargando como resortes. 

—¡Aghgggggh! —gritó Elisa y corrió hacia su habitación. 

—¡Abuelo! —gritó Adiel y se quedó paralizado por el miedo. 

Werner se recuperó del tremendo mamporro y se puso de pie. Cogió una palanca de su caja de herramientas y se acercó con lentitud. Ante un Robin desalmado y desprevenido, Werner aporreó el torso del robot reiteradamente hasta que, segundos después, se creó un orificio en su cuerpo metálico. Acto seguido, Werner partió a Robin.

—¡Muere tú primero! —Werner levantó las manos en señal de triunfo. 

—¿Murió? —masculló Adiel.

—Sí y antes que yo... ¡No salgan hasta que yo lo diga! —replicó Werner y resopló.

Adiel asintió, tragó saliva y entró pavoroso a la habitación donde se hallaba Elisa. 

—¡Ay, Dios! —gritó Elisa—. Pensé que eras Robin o una lombriz gigante. 

—Y tú eres una bruja... 

—¡Oye! No seas malo. No te aproveches de mis temores. 

—Yo le tendría más miedo a las máquinas. 

—¿Hay más? —preguntó Elisa con incredulidad. 

Adiel y Elisa se asomaron hacia la ventana, esperando no encontrar nada perverso. A la postre, tuvieron que presenciar la muerte de una persona gracias a un Mbot desactualizado. El vecino apenas había puesto resistencia a las cuchillas del robot que, minutos después, se tiñeron de sangre. Un retraso de actualización le había costado la vida a una persona y la noche aún era joven. 

—¡No! Ahora ya no podré dormir —dijo Elisa y se tapó la boca. 

—Creo que... mejor cierro la puerta. 

Adiel aseguró la puerta con el cerrojo y, junto a hermana, se mantuvieron en vela, esperando que este baño de sangre fuera una linda pesadilla. Aunque la modorra les ganó la batalla sin pelear y se entregaron al sueño sin ponerse las pijamas. 

Entre tanto, Werner aún celebraba su victoria sin saber que una carnicería se estaba gestando allá afuera. Se tomó una copa de coñac pensando que sería el inicio de una fiesta interior. 

—¡El hombre venció a la máquina! —gritó de forma ceremoniosa y brindó solo. 

Un grito sobrecogedor le cambió el semblante y su vaso de coñac se despidió de sus manos para ir a morir al piso. En ese instante, olvidó lo caro que era despilfarrar esa bebida alcohólica y buscó con la mirada el origen del berrido. Para su tranquilidad, el robot no había revivido.

El anciano siempre solía ignorar los ruidos de la intemperie. Pero la naturaleza pavorosa de este griterío era difícil de olvidar. Este escenario ya se había cobrado su copa con coñac y había sembrado terror en su interior. No había sentido un escalofrío desde aquella vez que fue un cabo en la Segunda Guerra Mundial. 

Un segundo grito puso a Werner casi de rodillas y el horror lo sometió y su razón quedó amordazada. El anciano corrió como cebra hacia la rendija de la puerta. Sus ojos vieron un ambiente desolador que apenas iniciaba. Las hogueras iluminaban las calles y el humo negro enrarecía la atmosfera. Las casas aledañas yacían en tinieblas. 

—¡Malditas máquinas! Esto se veía venir... 

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