Capítulo 19
Un par de horas después y, luego de un largo recorrido, el gigante cruzó la frontera y llegó a la ciudad de Séragon cuando el sol aún seguía vigente. Antes de toparse con alguna edificación o, en el peor de los casos, ver a los esbirros de Séragon, el gigante se detuvo inducido por el miedo que provocaba la figura del dios encarnado.
El gigante puso los dos pies en la ciudad de Séragon: aquello ya era bastante y hasta sentía arrepentimiento por haber venido sin pensarlo mucho. Aunque él, como todas las criaturas, eran torpes. El T-Jack miró a los alrededores y se agachó con mansedumbre. Su mano derecha sirvió de tobogán para que los tres pudieran bajar al piso. El último en bajar fue Patxi, que no necesitó de la mano del gigante para poder descender sin desarmarse.
Nada más poner los dos pies en el lugar, un aire de hostilidad empezaba a envolverlos. A pesar de ser las cuatro de la tarde, la poca iluminación en las calles convertía la ciudad en uno más peligroso y tétrico.. Cualquier persona creería que nadie podría vivir en esa ciudad, abandonada por su dios. La ausencia de gente transitando daba paso a un silencio sepulcral, un silencio luctuoso. El viento era lo único que transitaba en el lugar.
El T-Jack se puso de pie, preparándose para la retirada. Su actitud evidenciaba un pavor, más descomunal que su tamaño, hacia el dios Séragon. Su sola presencia hubiera provocado más que un dolor de cabeza al gigante.
—Gracias por tu ayuda. Es una lástima que no puedas acompañarnos más allá —dijo Patxi.
—Gracias por traernos, señor gigante —dijeron Elisa y Adiel al unísono.
—Les deseo suerte en su búsqueda. Adiós —dijo el gigante con sobriedad.
El gigante se dio media vuelta y se retiró a paso lento sin decir nada más. El miedo hizo que escasearan las palabras. Al rato, desapareció en la neblina de la oscuridad. Sus pisadas fueron las últimas que escucharían.
De inmediato, Patxi miró a los alrededores, tratando de buscar algo que no tuviera forma amenazadora para los niños. En tanto, Elisa y Adiel curioseaban cerca de las aceras y al pie de las fachadas. Hacía tiempo que no estaban en una urbe.
Sin habitantes y con más oscuridad que calles limpias, la ciudad cumplía los requisitos para ser una urbe fantasma que intimidaba más que cualquier criatura creada por Séragon. Un silencio impresionante animaba a abandonar la ciudad de inmediato. Estaban en pleno centro y las edificaciones se veían muy deterioradas y resquebrajadas. No había necesidad de una implosión: el tiempo iba matando los cimientos.
—¿A dónde vamos, Patxi? —preguntó Elisa de forma escueta.
—Ustedes sigan mis movimientos…
—Yo quería seguir mirando… —rezongó Adiel.
Sin más, los tres comenzaron a caminar hacia el este, con incertidumbre y, a la vez, con la esperanza de encontrar al dios Séragon antes de la hora de dormir. El estado de la calzada, que presentaba baches y fisuras enormes, iba a ser un inconveniente, sobre todo para Patxi. El peligro de caer era semejante a caer en las fauces de alguna criatura gigantesca.
Con pleno sosiego, cualquier ruido extraño era algo que los tres esperaban que ocurriera. El más calmado era Patxi que esperaba llegar de una vez para encarar al dios encarnado.
Al poco rato, sus deseos se cumplieron y los sonidos quejumbrosos empezaron a mezclarse en el aire: sus orígenes eran inciertos. La mayoría venían de las viviendas y edificaciones abandonadas. En todo momento, los tres sentían que alguien les hablaba y los llamaba.
—Oigan, ¿no creen que fue mala idea venir por acá? —dijo Adiel que ya no podía controlar sus nervios.
—Los mutantes son inofensivos... —objetó Patxi con plena tranquilidad.
—¡Mutantes! —exclamó Elisa con espanto.
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