Capítulo 1
Era una mañana corriente. Lo novedoso era que la temperatura subía como la espuma luego de unos chubascos. Y la causa ya venía adherida a la pregunta, que colgaba oscilante. El meteorólogo se había equivocado otra vez y todos los habitantes debían iniciar el día con un semblante similar a alguien que acaba de ganarse un automóvil. Levantarse animado y con una sonrisa era fundamental para poder llevar el pan a la mesa. Las nuevas tecnologías azotaban la mano de obra. La responsable era la multinacional Tesoca Inc., la empresa responsable de que muchos bostecen más y trabajen menos.
Eran las nueve de mañana en el reloj de algún teléfono inteligente que ya no cabía en una mochila o un maletín. Los relojes de pulsera se mantenían igual: lo único que aumentaba era el precio. Vender un órgano ya no era suficiente para poder tener un dispositivo que te avise que es hora del descanso o del despido. Los habitantes de la ciudad dormían y comían un poco más. En consecuencia, aumentaba la venta de cinturones extragrandes, gracias a los Mbot 2100, los humanoides desarrollados por la empresa de electrónica Tesoca, cuyo fin era facilitarle la vida a los habitantes de Minddey.
Las calles y arterias de la ciudad yacían apacibles. La secuencia de música fuerte, quejas, ojo morado y homicidio eran cosa del pasado. Ahora con la monitorización y las cámaras de seguridad en cada cuadra, los vecinos bulliciosos tenían que meditar si escuchar música en casa o en una prisión.
La industria automotriz sufrió una revolución, aunque algunos solo pedían una rebaja en el combustible y autos ecológicos más baratos: sin dinero debían relacionarse con el aire poco respirable. Al margen de eso, Tesoca introdujo los vehículos a combustión para el tránsito aéreo en la ciudad, y aquello repercutió en la puntualidad: la gente llegaba más tarde. Ahora el principal problema no iban a ser las lluvias intempestivas, sino el peligro de ser aplastado por un conductor o coche volador, debido la poca seguridad que estos ofrecían.
Aceras limpias y contenedores de basura sin perros pitbulls hulk husmeando, animaban a las personas a estrenar sus calzados, sobre todo a don Werner: un carcamal septuagenario que se mantenía en pie gracias a un bastón inteligente que le obsequiaron sus dos nietos en su cumpleaños. Pero un bastón de aluminio con GPS no le daba tanta seguridad y una luxación en la clavícula era una prueba de que no debía fiarse de la tecnología. Sus larguiruchas manos solo se sentían cómodas al cargar algo que tuviera forma de botella, y mejor si llevaba algún líquido de cebada capaz de emborracharlo.
Solo el alcohol era capaz de vencer la rabia de perro con zoonosis que emanaba de su semblante. La gente del vecindario era conocedor del carácter feroz de un hombre donde solo anidaba el malhumor y la chabacanería. Su alegría parecía casi extinta y solo un paparazzi podría hacer el intento de registrar una risa que luego sería subastada en eBay. Ese sobrio vestuario parecía un harapo cuando salía a la calle, y su pantalón, cien por ciento de algodón, ya presentaba los primeros boquetes que significaban gastos con el sastre angurriento.
El señor Werner parecía caminar mucho más lento que de costumbre y no era por una botella. Se le veía más pesado y errante, a pesar de su apariencia escuálida. Su bastón era como su tanque de oxígeno; era como si su vida dependiera de ese báculo. Un tropiezo para Werner era una sentencia de muerte. El viento contribuía para que apremiara el paso. Era una suerte que no hubiera ventarrones porque su cuerpo alzaría vuelo sin autorización de una torre de control de aviación.
El anciano frenó en seco antes de poner un pie en la calzada y evitarse conocer la muerte antes de tiempo. Su casa estaba al frente: unos veinte pasos, pero para el anciano era como correr en un maratón. Había poca afluencia vehicular, pero sí muchos baches grotescos, esperando devorar un neumático. Pronto cumplirían otro aniversario en la calzada. No eran más peligrosas que un cráter por poco. Así que el viejo debía franquear los hoyos del pavimento para llegar vivo a casa.
El anciano se rascó su arrugada papada y vislumbró al repartidor de periódicos ordinarios y tabletas electrónicas que venía por la derecha a toda velocidad. Era un mozalbete conocido por odiar los eufemismos. A poco de llegar, la bici del repartidor comenzó a tambalearse como si la hubiera ensamblado un chimpancé. El anciano presentía que en cualquier momento el repartidor saldría disparado como cohete hacia algún lugar nada confortable; sucedió algo parecido. El hombre se precipitó con la bici en un arbusto, dándose un batacazo de menor proporción de lo esperado.
Don Werner no pestañeó durante el descalabro. Sus ojos hace mucho que no eran testigos de un aparatoso accidente. El precio exorbitante de la bicicleta no fue rival para un cascote inoportuno que descansaba en la acera. El hombre maltrecho emitía rugidos de dolor junto a la bicicleta que yacía con las ruedas aún girando. El repartidor se había rehusado a usar el casco protector para no alterar su copete.
El anciano llegó al lugar del hecho. Su semblante sosegado cambió y su voz adoptó un tono de general.
—¡Pero qué pedazo de animal! —dijo el anciano y ahogó otra insolencia que ya se le escapaba.
—Gracias, don Werner, era lo que me faltaba —replicó el repartidor tratando de recuperar la verticalidad de su maltrecho cuerpo.
—Una caída y ya estás para tirar a la basura.
—Creo que me lastimé la mano hábil —dijo el repartidor hostigado por el dolor.
—Ya no podrás rascarte el culo o ver tu pornografía en realidad virtual —repuso don Werner.
—Creo que esperaré a un paramédico.
—En mis tiempos, los mozalbetes jugaban en parques que parecían campos de entrenamiento militar y tú no aguantas una cosquilla.
—Siento como si me saliera sangre de los glúteos.
—Sangre imaginaria. ¡Levántate, estiércol! En pleno siglo veintiuno y sin un grandísimo casco.
—Soltaron a don Werner y sin bozal —susurró el repartidor.
—¡Maldito costal de excremento! ¡No te escuché!
—Dije que su periódico impreso se arrugó... y creo que es perfecto para usted.
—¿Quieres que mi bastón hable por mí?
—Si me golpea, mañana lo iré a visitar a la prisión. Hay cámaras por todos lados.
—¡He estado en peores lugares! —vociferó el anciano e inmediatamente le propinó un buen bastonazo en la cabezota.
Terminada la conversación y la paliza, don Werner cogió su periódico y caminó rumbo a la casa donde lo esperaba su vetusto y cómodo sillón. Subió las escaleras de cinco peldaños que parecían de cincuenta. Por lo menos llegaría a la puerta antes del almuerzo.
Subir esas gradas eran como hacer un triatlón. Resopló y, con extrema lentitud, llegó al último peldaño. Se aseguró de que su corazón siguiera latiendo y luego miró la fachada: cada vez más pintarrajeada. Se instaló en la puerta de madera veteada y sus arrugadas manos giraron la perilla. El anciano entró jadeando y con la botella que traía, pidiendo permiso para impactar contra el piso. Empujó la puerta con el bastón y, al cerrarse, un chirrido sacudió sus tímpanos por enésima vez. Solo dio un paso y su semblante, en vez de mejorar, se arrugó más.
—Usted... no debería... salir —dijo una voz extravagante en las tinieblas del vestíbulo.
—¿Quién te programó para que dijeras esa burrada?
Werner frunció el ceño a más no poder al ver a la máquina parlanchina. El antedicho emitía una voz automatizada y maquinal. Su cabeza y su cuerpo tenían una apariencia antropomorfa: era un autómata M2100 de la empresa Tesoca. Medía metro y medio: era un poco más alto que un duendecillo o un Oompa Loompa. A pesar de no tener piernas mecánicas se movía más rápido que el viejo, gracias a los cuatro discos giratorios que lo convertían en un bólido. Y su único alimento era una actualización de software. La máquina yacía inerte en medio del pasillo, como si quisiera que Werner se ganara otra cana más. Ni siquiera la pantalla OLED de siete pulgadas que llevaba el robot en su cuerpo de aluminio, lo animaba un poco. A pesar de haber visto sus últimos partidos de la liga de campeones ahí mismo.
La máquina, bautizada cariñosamente con el nombre de Robin, era necesaria, no sólo para el entretenimiento familiar, sino para que Werner se olvidara del ataúd y de la muerte. La máquina se transformaba en un empleado eficiente, con la diferencia de que no hurtaba. Su precio asustaba más que su propia inteligencia artificial. En sus manos poseía herramientas que podía cambiar automáticamente, gracias a los movimientos programados desde un teléfono inteligente. Era como si tuviera una navaja suiza en sus dos brazos telescópicos. La desventaja era que no poseía un botón en caso de rebelión. Y las órdenes debían ser claras y precisas. De no ser así, el robot se confundiría y quedaría inutilizable. Así que un trabalenguas era letal para el robot.
Werner ignoró a Robin como si no hubiera visto nada. Le tenía más miedo a su mujer, que en paz descanse, que a esa máquina. Fue directo hacia su fiel y cómodo sillón de cuero que ya extrañaba las posaderas del viejo. El susodicho flexionó uno de sus brazos arrugados para encender la televisión. Pero antes, un poco de polvillo se suspendió en el aire y en la cara del anciano. Ese viejo armatoste se negaba a encender al primer intento. Werner amaba los objetos añejos y sabía cómo lidiar con ellos. Un buen bastonazo lo iba a arreglar, como de costumbre.
—¿Requiere... ayuda? Don Werner —dijo el robot y una de sus manos empezó a estirarse como un amortiguador, acompañado de un sonido maquinal.
—No, no quiero tu ayuda. Tal vez sea un anciano, pero todavía tengo la fuerza de un fisicoculturista.
Antes de que Werner desarmara el televisor, la puerta se abrió y su hija Alexandra ingresó con dos bolsas que hacían más ruido que el rechinido de la puerta. Aparte del cansancio, su rostro sudoroso y de agobio parecía ser el resultado de haber visto a su exesposo vendiendo su ropa para pagar las pensiones. Juntaba las piernas, en un claro indicio de necesitar una letrina con urgencia.
Werner encendió la televisión con un manotazo suave para evitarse tener que reemplazar su armatoste añejo por uno de cincuenta pulgadas. Tan solo pensar en eso le producía escalofríos.
—Buen día, papi, ¿cómo dormiste? —dijo Alexandra guardando el cambio.
—Acostado y soñé otra vez que me moría...
—Bueno... Iré al baño a arreglarme. Avisa a los niños que hoy no hay clases.
—Claro, hijita, espera que consiga un megáfono…
—Ay, papi… Lo haré yo.
Entre tanto, en la habitación de la segunda planta, Elisa y Adiel se enfundaban sus uniformes de escuela. Dos escritorios eran el lugar donde la tarea gobernaba. El peor enemigo de los libros eran las computadoras y los videojuegos: una lucha que nunca acababa. Un poco más lejos, yacía la litera con dos armazones de madera, la responsable de crear sueños y pesadillas.
Adiel, de trece años, hacía el intento de memorizar su endiablado tema de disertación. Olvidar una frase podía tener como consecuencia un festival de carcajadas y cuchicheos. Ahora la lucha era contra su nerviosismo: para Adiel era mejor ganarse un regaño que exponer al frente. El tiempo ahorrado al vestirse lo hubiera aprovechado para matar el tiempo con su consola portátil. Sencillamente, el muchacho ponía más atención a una pantalla que a una pizarra electrónica.
En tanto, su hermana Elisa, de doce años, canturreaba una canción, aunque si hubiera encontrado un micrófono, su hermano ya se habría ido a clases. Con una sonrisa dulce demostraba que nada la haría enojar ni una espinilla sería rival para su buen humor. Le dio una última ojeada al espejo para que le diera el visto bueno a su flequillo. La camisa rosa pastel y ella habían hecho las paces, pero no con su falda azul marino, que siempre le provocaba disgustos.
—Ya estoy lista... para estudiar, creo —dijo Elisa y miró su mochila.
—Yo pienso que para parlotear y comer... —intervino Adiel y miró al techo.
—Ay, gracias por hacerme recuerdo, hermanito.
En ese instante, Alexandra entró a la habitación con un comunicado importante.
—Niños, las clases se suspendieron por junta de maestros...
—¿No hay clases? Y justo que quería desayunar dos veces —protestó Elisa.
Adiel no dijo nada, pero sintió satisfacción para sus adentros.
—Chicos, eviten las distracciones digitales. No se olviden la tarea, ¿de acuerdo?
—Sí, mamá —Respondieron al unísono.
Alexandra cerró la puerta y bajó de forma presurosa al vestíbulo.
—Papi, tienes comida, televisión y tienes a Robin para que te ayude. Yo vuelvo en cuatro horas o menos. Me cuidas a mis chicos.
—¡Carajo! Tú sí que no descansas un poco. La calle es tu segundo hogar.
—Ay, no... —Alexandra soltó una carcajada y continuó—. Necesito cambiar de empleo. Es por nuestro bien.
—Bueno, con tal de que esos chiquillos no conviertan este día en mi último día, todo bien.
—¡Eso, papi! Regreso pronto. Cuida la casa o haz el intento...
—Ya, ya, vete de una vez antes de que le ponga un candado a esa puerta.
Alexandra se despidió con un beso y Werner torció el cuello para ver la tele. Pero la alegría resucitada se transformó en ira al ver que justo empezaba el programa que más odiaba. Sus deseos de volver al pasado ya no eran un chiste.
—¡Carajo! No voy a vivir mucho si sigo viendo esto.
Antes de que saliera otra grosería al aire, Robin se le apareció y se detuvo súbitamente a unos centímetros de él.
—¿Ahora qué tienes? ¿Se te movió algún cable? —inquirió Werner.
La máquina ignoró su pregunta, como casi todo lo que salía de su boca. Su pantalla se había apagado sin razón alguna. El robot lo miró en un silencio fúnebre. Werner tragó saliva al pensar que tal vez ya no vería más partidos en esa pantalla.
—Carajo, ¿por qué sacaste las tijeras? Puedes lastimar a alguien.
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