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★1. Enana blanca

En la antigüedad se pensaba que las estrellas estaban hechas de fuego perpetuo, condenadas para siempre al firmamento y a la eternidad. Para los tehuelches son los muertos que nos observan desde el espacio y esperan a nuestra llegada. Para los astrólogos son la predicción de un universo que rara vez se preocupa por nosotros. Para ti, las estrellas siempre han sido un misterio a desentrañar y descubrir.

En tu cabeza, mientras miras la pared blanca de la consulta, te repites que las estrellas se forman cuando colapsan. Que nacen cuando su vida ha terminado, que hay fórmulas para calcular la masa y densidad de algunos tipos de ellas; y que el ojo humano no es capaz de detectarlas todas. Que, por desgracia, el ritmo y estilo de vida actual no permite apreciarlas como antes. Para muchos las estrellas no son más que decoración en el firmamento.

Para ti siempre han sido una necesidad. Una razón por la que vivir. Ahora, más que nunca, te aferras a los astros porque son los que te permiten tener dos trabajos: subsistir y no olvidar.

No puedes permitirte olvidar.

No debes.

Es curioso como en nuestros momentos más oscuros, las memorias son lo que nos permite seguir adelante. John te lo dijo alguna vez, ¿no? Todos seguimos vivos mientras exista alguien que nos recuerde. La existencia funciona de una forma parecida: podemos definirla mientras podamos recordarla. Sin recuerdos, no somos nada.

Tragas saliva, los minutos se extienden frente a ti y a tu médico. Es incómodo y asfixiante que él espere a que digas algo. No quieres decir nada. Una vez expuestas, las palabras se volverán una realidad que no quieres afrontar.

—Debo irme —dices al final. Las pausas insoportables, las explicaciones hirientes—. Gracias por su atención doctor, nos veremos en dos meses más.

No esperas respuesta, ya la sabes. No hay nada que decir porque la condena está sobre tu cabeza. El alzheimer no perdona a nadie.

«Estás enfermo» piensas, la angustia es un palpitar terrible en tu corazón.

★★★

Aunque intentas no pensar demasiado, llegas a tu departamento con una terrible sensación de pesadez en el cuerpo. Se siente como si hubieses caminado durante días. Solo quieres acostarte y dormir para siempre, hasta poder despertar de esta pesadilla.

Cierras los ojos. La injusticia de todo se cierne sobre ti. Alzheimer, Elliot. Alzheimer.

¿Qué vas a hacer? ¿Qué vas a decir?

No tienes tiempo para llorar. Ni energías, solo quieres quedarte allí sin hacer nada hasta el final de los días, hasta que tu condena llegue y se haga efectiva.

Todo es tan injusto.

★★★

—Hace frío... —murmuras con voz somnolienta—. Ugh, me dormí sin taparme. Me duele la espalda.

El invierno se ha colado por las ventanas y el cielo brilla en tristes tonos grises. En un par de horas las estrellas se iluminarán opacas en una ciudad que no las aprecia como corresponde y con la garganta apretada te preguntas si se sentirán desoladas.

Suspiras e ignorando el dolor de cuerpo te levantas para ver lo que hay en la cocina. La comida, al igual que dormir, suelen solucionar la mayoría de los dolores del corazón.

Colocas la vieja tetera a hervir y prendes un quemador para calentar la tostadora. Con calma partes la mitad de una marraqueta y la dejas en un plato al costado. A su lado colocas la taza del Colo-Colo y das unos pasos para sacar la mantequilla del refrigerador.

Cada vez que un traicionero pensamiento cruza por tu cabeza te resguardas en lo mecánico de tus movimientos: colocar el pan sobre el tostador, vaciar el agua hervida en la taza y esperar a que el té haga lo suyo. Mirar alrededor del pequeño espacio y contar hasta diez.

Estiras los labios con rabia, con miedo cuando no puedes detener el siguiente pensamiento:

A tu abuelo le pasó lo mismo. Tu abuelo también tuvo un diagnóstico de Alzheimer.

Oh, cómo arde el recuerdo. Cómo quema. Cómo sufre.

Eras joven, apenas cursabas la tormentosa adolescencia cuando el avance de su enfermedad se volvió imposible para todos, en especial para él.

—Me encanta cocinar —Te decía con su voz ronca por los años, los ojos brillantes que se negaban a derramar lágrimas—. Me encanta hacerle comidas ricas a tu abuela y a ustedes, cuando nos vienen a ver. ¿Qué voy a hacer si olvido como se fríe el pollo, Elliot? ¿Quién te va a cocinar tu comida favorita los domingos?

—Va a estar bien —Le respondías con confianza. Con la seguridad adolescente que todo se va a solucionar con fe y esperanza—. Vas a poder seguir cocinando, piensa que va a ser más divertido. Podemos ayudarte con la abuela y con el Adri a hacer todo. Va a ser como los programas de cocina que ahora dan en la tele.

En esa ocasión, él simplemente te miró y su sonrisa tiritó. Ninguna lágrima cayó.

—No es lo mismo, Elliot. No es lo mismo. No hay nada peor que perderse en uno mismo sin poder hacer nada para impedirlo. Espero que nunca tengas que entenderlo.

"Nunca tengas que sufrir lo mismo" era el mensaje, pero la juventud nos ciega de esos razonamientos.

Aún puedes recordar sus manos arrugadas y como temblaban de emociones contenidas. El tiempo lo volvió más retraído, formándose entre ustedes un abismo que las preguntas y conversaciones no fueron capaces de cruzar. Olvidar cosas mundanas como prender la cocina o agregar huevos y levadura a la mezcla del pan, le quitaron su felicidad.

Años después, en una conversación con tu mamá, ella te contó que el médico tratante de tu abuelo fue tajante en las prohibiciones porque los pacientes van olvidando el orden de los pasos básicos en varias cosas. Tu abuelo se confundía en si primero se echaba el pollo en la sartén y después el aceite. Cuando la enfermedad estaba en todo su esplendor, siempre olvidaba apagar el gas, otras veces dejaba todo en la olla hasta que se quemaba.

Con dolor recuerdas que tiró todos sus utensilios de cocina a la basura. Cuando ya no podía más. Tardaste tiempo en entender que la incapacidad y la inutilidad quemaban un camino en su cabeza. Su orgullo estaba destrozado y el sentirse una carga le mató el alma.

No entendías como el Alzheimer se lo tragó por completo.

Ahora puedes entenderlo perfectamente.

—Él se enojó mucho —Recuerdas. Sus palabras son lo que te quedan porque ya no visualizas bien sus facciones—. Pero nunca lloró frente a nosotros. Nos decía que se sentía inútil, pero que los hombres no lloraban. No eran débiles.

«Yo no quiero ser débil» piensas. «No quiero ir por el mismo camino. No quiero llorar».

Pero sabes que no puedes ser capaz de contener lo inevitable. No hay cura. Los tratamientos no garantizan retrasar la enfermedad, tampoco. Las investigaciones siempre están avanzando, pero siempre es tarde para el presente.

Cierras los ojos. Un suspiro tembloroso escapa de tus labios. ¿Qué vas a hacer, Elliot? ¿Cómo vas a sobrevivir? ¿Qué le vas a decir a John? ¿Al resto de tu familia? ¿A la Universidad y al Planetario?

La pequeña once que preparaste sabe a ceniza en tus labios.

—¿Qué le voy a decir? —murmuras de nuevo. Todo está en silencio, no tienes energía ni para prender la televisión—. ¿Querrá seguir conmigo después de esto?

Apenas las palabras escapan de tus labios, una parte de la nueva realidad te cae encima. ¿Querrá John seguir contigo después de saber? ¿Será justo para él hacerse cargo de una persona que lo olvidará al final de los días? ¿Valdrá la pena decirle la verdad y dejar que se aleje de una forma u otra? Porque todo será cuestión de tiempo. Todo se va a reducir al paso de los días, porque estás condenado de forma inevitable.

El coro de Penélope de Joan Manuel Serrat interrumpe el silencio y el miedo que te carcome vibra en tu interior. Ignoras la llamada la primera y segunda vez, pero ante la insistencia de un tercer intento, te levantas y tomas el celular. Te tiemblan las manos. El corazón lo tienes hundido a los pies.

Por supuesto que John te está llamando justo hoy. Justo ahora.

¿Piensas atender, Elliot? ¿O piensas huir?

O peor aún.

¿Piensas fingir que no pasa nada? 

Marraqueta: Es pan, pero lo pongo en el glosario porque en algunos lados de mi país se le dice pan batido o pan francés. En Bolivia le dicen pan de batalla. Este pan crujiente y con mantequilla, queda pero delicioso. 

Elliot ama la marraqueta con mantequilla. John prefiere el pan con queso y jamón.

Solo para saber: ¿Qué le echan al pan para comer?

Sopaipilla: Una masa de harina de trigo frita en aceite o manteca. Su forma y grosor depende mucho de la zona y país, acá en algunas zonas le echamos zapallo. En Chile, como agregado después que está frita, se le suele colocar mostaza, ketchup o pebre, aunque he visto a algunos que le colocan queso o papas fritas encima.  

Está el rumor que mientas más negro el aceite del carrito de sopaipillas de calle en el que compres, más rica queda. 

Porque me gusta hablar de comida: ¿cuál es la mezcla más rara de ingredientes que han comido? 

Once: Depende de la persona es considerado una merienda o el reemplazo de la cena en Chile. 

Lo divertido de la once es que se originó como una excusa en la época colonial para beber agua ardiente, que tiene once letras y para que nadie supiera a lo que se referían, se decía "vamos a tomar once". El término quedó a lo largo del tiempo y aunque este no es el único origen que se da, es el más conocido. 

Si hay algún otro termino que quedó en duda, pregunta sin problema, que para resolver dudas estamos. Llévate una estrellita para el camino ★. 

¿Qué te está pareciendo la historia? 

¿Algo más que me quieras decir?

Esta pequeña sección de varios son regalos, preguntas específias y/o memes que se me han ocurrido o me han dado para darle más vida a la historia. Les aviso que recibo de todo por si me quieren dar algo.

También, esta versión si es la versión EstaSiQueSeImprimeFinalFINAL.doc se los juro. Si ven que bajo una vez más la historia a borradores, les doy permito para golpearme. 

Ahora sí, un meme para que me perdonen.  

Este meme fue uno de los primeros que usé para promocionar y la verdad es que siempre me ha resultado en grupos de Facebook, y, para qué mentir, me da risa, jaja.  

Un besito gigante amores <3


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