Capítulo treinta y siete
Alex no se detuvo. Continuó disparando en dirección a las criaturas que devoraban el cuerpo de la hermana de Jhon. Por otro lado, su esposa estaba a unos cuantos metros y no se movía.
Las lágrimas recorrieron sus mejillas. Esperaba que su esposa siguiera con vida.
Avanzaba firmemente. Y justo cuando una de esas cosas se abalanzó hacia él, logró esquivarla. La pateó en la cabeza y disparó una última vez, acabándola por completo. La otra criatura se echó a correr hasta que desapareció entre la espesura de una falsa niebla, provocada por los gases militares.
—¡Margaret! —gritó el nombre de su esposa. Inspeccionó por un breve instante el cuerpo de Lucía. Su abdomen estaba desgarrado a tal punto que sus tripas se hacían visibles. Alex no pudo hacer nada al respecto, cuando llegó ya era demasiado tarde. Corrió hacia su esposa y se acuclilló junto a ella. La vio fruncir el ceño y al mismo tiempo soltó un suspiro de alivio.
—Cariño. Debes ser fuerte. Levántate, debemos ir a por los niños —le pidió en voz baja, luchando por mantener la calma. Dejó el arma a un lado y la sacudió para que recobrase el sentido.
Los disparos que se oían desde la lejanía comenzaban a cesar. No sabía si aquello era una buena señal o no.
Margaret abrió lentamente los ojos pero se obligó a cerrarlos nuevamente para evitar que las gotas de la lluvia le entrasen.
—¿Qué...? ¿Qué sucedió? —preguntó desconcertada. Alex la ayudó a incorporarse —. Me duele la cabeza.
Su esposa se tocó la sien adolorida. Los dos estaban bajo la fuerte lluvia, empapados por completo y temblando del frío.
—¿Y los niños? —preguntó. Sus ojos se abrieron más de lo normal —. ¿Dónde están nuestros hijos?
Margaret se puso de pie rápidamente. Alex repitió su acción no sin antes tomar el arma. La revisó y se dio cuenta de que solo le quedaba una bala.
—Están en la cabaña. Debemos ir a por ellos y largarnos de aquí.
Una fuerte explosión los obligó a tirarse al suelo nuevamente. Alex abrazó fuertemente a su esposa. Levantó la mirada y vio cómo un grupo grande de soldados corrían hacia ellos. Algunos llevaban sus armas, otros no. De repente, dos criaturas retuvieron al grupo, se abalanzaron sobre unos cuantos y en un abrir y cerrar de ojos los devoraron a casi todos.
—¡Corran! —les gritó uno de los soldados que había logrado escapar. Alex obligó a su esposa a levantarse y comenzaron a correr hacia la cabaña. A Alex le dio la impresión de que el soldado los seguía —. ¡La alfa ya vine, vengan conmigo!
El soldado los alcanzó y se posicionó frente a ellos.
—Es... es inútil quedarse aquí —al hombre le costaba respirar, tragó saliva y prosiguió —. No pueden esconderse. Vengan conmigo. Los pondré a salvo.
—Mis hijos, señor ¡Tengo que ir a por mis hijos!
El soldado lo miró perplejo. No podían quedarse ahí. Debían actuar rápido.
Alex siguió avanzando de la mano con su esposa. El soldado los siguió.
—¿En qué cabaña están?
—¡En la número cinco! —respondió alzando la voz.
Corrieron hacia la última cabaña de la fila. Alex dejó a su esposa en manos del soldado y subió las escaleras del porche. Su corazón se aceleró al instante. La puerta —o lo que quedaba de ella— estaba totalmente destruida. Dentro visualizó el cuerpo de Jhon. Se acercó rápidamente, pero antes de verificar su pulso quedó totalmente desconcertado por su apariencia. Su brazo...
—¡Oh por Dios! —exclamó Margaret y se tiró al suelo. Ella también entró en la cabaña.
—¿Qué le ha pasado a su brazo? —preguntó él desconcertado, y miró al militar esperando alguna respuesta.
—Yo, e-esto lo causó u-una de esas cosas —titubeó nervioso. El brazo de Jhon se había tornado de negro. Sus venas sobresalían de un tono verdoso, estaban hinchadas, como si la sangre se hubiese atorado específicamente allí.
Era la misma apariencia que tenía un cuerpo en descomposición, pero solo en una extremidad. Además, había ciertas anomalías que no eran propias de un cuerpo desgastado.
—Es el virus. Las criaturas están propagando un virus sumamente mortal ¡Debemos irnos ya! —apuntó el muchacho que no aparentaba sobrepasar los treinta años.
—Amor ¿y los niños? ¡Busca a los niños! —ordenó Margaret desesperada y sacudió el brazo de Alex con brusquedad.
Revisaron por doquier: debajo de las camas, en el armario de madera, detrás de la cabaña e incluso en un baúl empolvado que se encontraba en un rincón. Sin embargo, luego de la ardua búsqueda, tuvieron que aceptar que sus hijos no estaban allí.
No había rastros de sangre que señalasen que habían sido devorados.
—¡Se los comieron! ¡Mis hijos están muertos! —su esposa se lanzó al suelo y comenzó a llorar.
—No. No diga eso. De seguro están bien. Huyeron. Si, solo escaparon.
Los intentos del soldado para tranquilizarla fueron inútiles. Alex se quedó paralizado, sus ojos se llenaron de lágrimas. Apretó los puños con fuerza y miró desesperado a todos lados, esperando verlos. Escuchó atentamente por si de pronto captaba los gritos de sus hijos, pero lo único que se oía eran gruñidos acompañados de explosiones lejanas y disparos, al igual que el ensordecedor sonido de un helicóptero.
Una fuerte brisa hizo que las ventanas se abrieran bruscamente. El helicóptero sobrevolaba sobre ellos.
—¿Cómo son sus hijos? Deme una descripción de ellos. Mandaré a buscarlos, pero por ahora deben venir con nosotros Es muy peligroso que se queden aquí.
—Son... un niño de ocho, y una chica de dieciséis. Son altos, eh, no, Natalie es alta, el niño es pequeño ¡Por Dios no sé que estoy diciendo! —Margaret estaba demasiado nerviosa. No pensaba con claridad.
El soldado se comunicó por la radio, pero Alex estaba tan inmerso en sus caóticos pensamientos que ni siquiera prestó atención. Salió de la cabaña a gran velocidad ignorando las órdenes del soldado. Bajó las escaleras del porche y miró en todas las direcciones.
Solo vislumbraba cuerpos...
Observó que más allá, la reja tenía una abertura enorme causada por esas criaturas y cuando agachó la mirada se percató de que en el lodo se formaban pisadas, una más pequeñas que las otras. Se encaminó hacia allí, una de las huellas era sin lugar a dudas de un niño. Justo cuando estaba a punto de traspasar la reja y adentrarse en las profundidades del bosque, alguien le sujetó fuertemente el brazo. Al voltearse se encontró con otra persona. Este era un hombre alto y fornido que traía un traje negro de las fuerzas especiales.
Escuchó el grito de su esposa. Se quedó atónito. No se había dado cuenta de que esos hombres entraron a la cabaña y habían sedado a su mujer.
Recibió un golpe en la nuca que lo hizo caer de rodillas.
—¡¿Qué están haciendo?! —exclamó furioso.
—Tenemos órdenes de llevarlos a la base. No se preocupen, les estamos salvando la vida.
—¡Pero mis hijos están allí afuera! ¡En el bosque! ¡Son sus pisadas! —Alex señaló las huellas en el lodo que poco a poco empezaban a desaparecer por la lluvia. Se quedaba sin fuerzas. Pasó por muchas cosas en tan poco días, y ahora, perdió a sus dos creaciones más sagradas.
Vio que a su esposa la subían en una camioneta negra.
Los hombres se miraban entre sí, dudosos.
—Por favor... —suplicó y se puso de rodillas.
Un fuerte estruendo los sobresaltó. Una enorme criatura, del tamaño de un tractor atravesó la reja sin esfuerzo. La criatura tomó impulso y se lanzó hacia el helicóptero que sobrevolaba la zona a pocos metros del suelo.
—¡Es la alfa! —gritaron al unísono.
El conjunto de hombres comenzó a disparar. Pero las balas no penetraban fácilmente en la dura piel de aquella bestia. Uno de ellos lanzó una granada, cuando el artefacto chocó contra el suelo se produjo una explosión que hizo que Alex quedara sordo momentáneamente.
Escuchaba un pitido.
Todo a su alrededor se volvió confuso.
Su mirada solo distinguía siluetas. Luego, vio que el helicóptero daba vueltas echando humo.
Luego... luego..
Otra vez lo sostuvieron del brazo. Lo llevaron hacia la camioneta, pero luchó... No quería entrar ¡No quería irse sin sus hijos!
Batallaba para no entrar dentro del auto. Observó a su mujer en el asiento totalmente fuera de sí. La habían dejado inconsciente.
—¡Malditos infelices!
Un último empujón bastó para hacerlo entrar en el auto. La puerta se cerró dejándolo indefenso. Un solo hombre se subió y comenzó a conducir. La camioneta daba fuertes saltos, se movía de un lado a otro bruscamente.
Una criatura corrió hacia ellos, pero lograron esquivarla. Aunque eso no bastó. La criatura los siguió, y a ella se sumaron otras dos.
La camioneta salió del campamento continuando el trayecto por una carretera estrecha y de tierra. El polvo se alzaba y les impedía ver bien el camino frente a ellos.
Un fuerte impacto hizo que el techo se hundiera.
—¡Están arriba! —gritó el hombre que estaba frente al volante. Pero a Alex no le importó. Miró por la ventana, con la esperanza de verlos.
Pero no había rastros de ellos.
Gracias a una ingeniosa maniobra, la criatura que estaba en el techo salió disparada por los aires y se estrelló contra el tronco de un árbol.
Una furia inmensa recorrió su cuerpo. Vio que su esposa se levantaba lentamente y lo miraba fijamente a los ojos.
—Lo siento, mi amor.
Ella negó con la cabeza y dijo:
—No lo podemos permitir. Sin ellos nuestra vida no tiene sentido.
Se miraron con lágrimas en los ojos. Ambos asintieron con la cabeza.
Los dos, en un acto de detener el coche, se lanzaron hacia el conductor. Alex le rodeó el cuello con su brazo y lo ahorcó hasta dejarlo sin aliento. Margaret trató de mantener el volante bajo control posándose sobre el hombre quien le pateó en la cara en múltiples ocasiones.
Si la intención de ambos era detener el auto, lo lograron. El auto perdió el control y chocó contra un árbol.
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