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Epílogo


1 de diciembre (un año después)

El cabello rubio era como el sol, un sol agonizante que venía a morir en el mar más conmovedor que había visto en mi vida: el de sus ojos. Era un azul preñado de tristeza, de una melancolía magnética que invitaba a abrazar. Las pequeñas pecas sobre su nariz parecían hechas de arena, y brillaban intentando maquillar la pena que cargaba, salpicando en los sitios precisos para resaltar la dulzura de la imagen.

El título de la foto era "Sunset" y de inmediato se convirtió en mi favorita.

—Me llevo esta también.

—No puedes quedarte con todas las fotografías, Alessandro. —replicó Roberto, a mi espalda.

Durante toda la exposición, no había dejado de seguirme como si temiera que en cualquier momento fuera a estallar.

No iba a hacerlo.

Ya no podía permitirme ser una bomba andante, incapaz de controlar sus emociones.

Ahora tenía un hijo.

Por Luca debía intentar ser la mejor versión de mí. Debía intentar ser todo lo que ninguno de mi padres (biológico y adoptiva) habían sabido ser conmigo.

No podía decepcionarlo.

Ni a él ni a ella.






—Cuando nos conocimos, ya se había teñido el cabello. —comenté, ignorando su réplica—. Esta foto me recuerda a cuando la vi por primera vez en Barcelona. Salvo que en aquella ocasión lucía feliz —Recordé —. Aquí se ve tan triste.

—Lo estaba —me explicó él—, aunque las vacaciones habían ayudado a disipar un poco su pena. Se la tomé en septiembre, poco antes de marcharnos de Corfu. —Avanzó hasta colocarse a mi lado—. Andy era de esas personas a las que le sentaba la tristeza. Luce preciosa.

—Debí esforzarme más por hacerla feliz. —Nunca iba a perdonarme todas las lágrimas que la había hecho derramar—. Fue a Corfú a sanar y en cambio, me conoció a mí. No pudo tener peor suerte. —El dolor cargaba mi voz de una ironía atormentada que intentaba retener, pero era demasiado difícil.

—Basta. —La voz de Valeria interrumpió el lúgubre momento—. No era esto lo que ella quería. —Nos recordó—. Fue muy clara: nada de culpas.

—También pidió que no hubiesen lágrimas y tú no has parado de llorar. —observó Rober—. Tienes los ojos hinchados. —Pasó un brazo sobre los hombros de su amiga y la besó en la coronilla—. Deberías maquillarte un poco para las cámaras.

—Ya no tengo a mi estilista —dijo ella, y la voz volvió a quebrársele.

—Haz un esfuerzo, Val, por ella. —Le pidió Rober al tiempo que la abrazaba.



Yo me dirigí a la salida. No podía seguir allí.






Había pasado un año, pero su ausencia laceraba como el primer día. Valeria y Roberto habían montado todo un homenaje, dedicándole sus éxitos profesionales a la amiga que ya no estaba, la tercera de los mosqueteros que había sufrido el más injusto destino.

El primer libro de Valeria había sido todo un éxito en ventas, y aquella noche celebraba el lanzamiento del segundo, en el que el personaje principal estaba inspirado en su mejor amiga. Lo había comprado, pero aún no reunía el valor para leerlo.

La galería de Roberto, convertida en una de las más famosas de Barcelona, se vestía con el recuerdo de Andrea. Una relatoría de los momentos más significativos de su vida adornaba las paredes . El lente había captado con virtuosismo todas sus facetas: su risa musical, su mirada pícara, su piel palpitante de sueños, toda la vitalidad que encerraba esa belleza triste, que había sabido sacar fuerza y valor del sufrimiento para lograr, en sus pocos años de vida, las cosas más grandes. Para inspirar amor, allá a dónde fuera, para obsequiar bondad, para ayudar sin esperar nada a cambio.

¡Dios, como dolía!



Desbloqueé mi celular y volví a torturarme leyendo el mensaje de auxilio predefinido que me llegara un año atrás con la dirección adjunta en la que había acontecido todo.

Recordé todo el tiempo que tardé en reaccionar, mientras ella se desangraba. No dejaba de preguntarme qué habría pasado si hubiera acudido de inmediato.

Pero debía intentar no culparme. Fue lo último que me pidió, tras contarme toda la verdad en su lecho de hospital con la voz entrecortada por la debilidad. Por una vez debía hacerle caso, aunque ya no importara, aunque fuera demasiado tarde.

Lo más difícil fue no matar al maldito Hugo con mis propias manos después de escuchar toda la historia.

Siempre había sido él.

Matías era solo un títere bajo sus órdenes, pero era Hugo quien comerciaba con los niños del orfanato, ofreciéndoselos a pervertidos como Marcia.

Me costó mucho entender lo que esa mujer había hecho conmigo, fue muy difícil aceptar que todo lo que creí sentir por ella había sido producto de la manipulación que había ejercido sobre mí.


Y sin embargo, aceptar a Luca como mío no me costó ningún trabajo. Siempre sentí esa conexión especial con él. Creía que nuestra similitud se debía a que proveníamos del mismo sitio. Ambos éramos hijos del rechazo, el desamor y la soledad. Pero desde que estábamos juntos, habíamos aprendido a consolarnos sin palabras. Ser su familia se sentía natural. Era la primera familia real que tenía en mi vida. No tenía nada que ver con la familia rota en la que nací, ni con la perturbada y disfuncional que me eligió.

Era mi hijo de verdad, carne de mi carne. Me amaba y yo lo amaba sin condiciones. Y a pesar de su errónea concepción, a pesar de su nacimiento difícil y de su crianza malsana, estaba logrando hacerlo feliz.

Era la primera vez que ejercía ese efecto en alguien. Y la sensación era maravillosa; muy superior a la de provocar dolor o miedo.

Él me había salvado.


En cambio, la relación con Claus había vuelto a resentirse tras descubrirse toda la verdad. Me había odiado por ensuciar el recuerdo que tenía de su madre. Dejó de hablarme durante meses enteros. Para él, fue algo muy difícil de procesar, pero con ayuda de Teresa, de Laura, quien fue nuestra mensajera conciliadora, y del propio Luca que creaba un nuevo nexo entre nosotros, estábamos volviendo a acercarnos poco a poco.

Él se había mudado permanentemente a New York, dejando el Peirasmós en manos del Souschef. Había inaugurado un nuevo restaurante familiar con Eliott y Teresa, y estaba volcado de lleno en el trabajo.

Como yo.

El trabajo y Luca eran todo en lo que pensaba.

Seguía administrando los negocios en Corfu, pero iba cada vez menos a la isla. Todo el personal del orfanato había sido renovado tras conocerse los turbios sucesos que allí ocurrían. Matías se había suicidado en prisión, luego de que los reclusos le hicieran sentir en carne propia la justicia que merecía. Hugo enfrentaban una larga condena que le garantizaba no volver a ver la luz del sol en libertad, pero a pesar de eso, no había mostrado el menor remordimiento, incluso en el juicio, mientras el juez leía su condena, se mantuvo estoico, inmutable, como solo alguien con la sangre muy fría puede estar tras cometer asesinato.

Tal vez Marcia y Matías estuviesen enfermos, pero Hugo era simplemente malvado.


Después del juicio me mudé a Barcelona para estar cerca de ella.

No había reparado en gastos, había contratado a los mejores especialistas, pero aún así, un sardónico Dios se había reído de mí, regalándome un bucle de mi antigua desgracia. Mi castigo era la impotencia de no poder hacer nada para salvarla, verla marchitarse y sentir su vida escurrir entre mis dedos, sabiendo que le debía cada instante de felicidad que había tenido, que le debía mi tranquilidad, mi estabilidad mental, el haberme entregado a mi hijo. Le debía todo lo que yo le había quitado a ella.



Llegué a casa y me dirigí a la habitación de Luca. La luz estaba apagada, pero una tenue claridad provenía de debajo de las mantas. Sonreí al adivinar lo que hacía.

¡Éramos tan parecidos!

A pesar de que no había crecido a mi lado, el niño era una réplica de las pocas partes de mí que no me avergonzaban. Me imitaba inconscientemente, teníamos los mismos gustos, las mismas manías, hasta los mismos gestos.

Nunca había sentido tanto orgullo.

Levanté la manta y descubrí, abierta sobre la cama, mi novela favorita de Julio Verne, "Veinte mil leguas de viajes submarinos". Luca estaba absorto en la lectura, auxiliándose solo de la luz de la linterna del celular. Tardó unos segundos en darse cuenta que había irrumpido en su escondite.

—Solo estaba releyendo el último párrafo —mintió para excusarse.

—Te arruinarás la vista —lo regañé sin demasiada dureza—. Es hora de irse a la cama, puedes seguir leyendo mañana. —Cerré el libro y lo arropé para dormir.

Luego, lo besé en la frente.

Lograr ese gesto tan simple me había llevado largos e incómodos meses. No solo por la absoluta falta de cariño que había tenido en mi vida, sino porque Luca la había tenido también. Al principio se sentía raro hasta conversar, y las muestras de afecto estaban absolutamente fuera de la mesa. Pero, un día, me llamó papá y mi corazón se volvió de mantequilla. Tuve que contenerme para no llorar frente a él, lo arropé, lo besé en la sien, y salí de la habitación feliz como nunca antes, sabiendo que en adelante, todo iba a ser más fácil.

Y en efecto, Luca había hecho más llevadera para mí la situación de Andy.








Al colocar el libro de Verne en la mesita de noche, vi que había otro libro abierto en uno de los capítulos iniciales. Lo cerré, gratamente sorprendido por la avidez de conocimiento de aquel niño, pero al ver la portada, mi júbilo se tornó en enojo.

—¡¿Quién te dio permiso para registrar mis cosas?! —le grité a un adormilado Luca que volvió a ponerse alerta por el tono de mi voz.

—Lo...lo siento —Se disculpó, tartamudeando. En su expresión podía leerse el fastidio por haber sido tan descuidado de no haber guardado el libro, permitiendo que lo atrapara infraganti

—Ese libro no es apto para niños —Pensé que lo más probable era que la novela incluyera contenido explícito—. No debiste tomarlo sin mi permiso.

—He leído que es bueno hablarle a los pacientes en coma —Comenzó a explicarse en voz muy baja—. La ciencia piensa que ellos pueden escuchar mientras están en ese estado, que se sienten como atrapados en un cuerpo inerte, pero si les hablas y los animas a despertar, ellos pueden querer luchar por... vivir, por escapar de esa prisión. —Mis ojos se llenaron de lágrimas.

—¿Estuviste leyéndole a Andy? —En ese momento me arrepentí de haberla traído a casa. No era sano que el niño desarrollara un vínculo con ella, cuando lo más probable era que no despertara. No podía alimentar sus esperanzas. Bastante trabajo me costaba lidiar con las mías.

—Pensé que le gustaría leer el libro de su mejor amiga. Eran como hermanas, ¿sabes? —Razonaba con la seriedad de un adulto—. Además, Val me ha dicho que se inspiró en Andy para el personaje de la protagonista. ¿No es genial? —Me sonrió con inocente entusiasmo—. Estoy seguro que le hubiera gustado leerlo.

—¿La visitas a menudo? —Quise saber.

—Cada día —confesó—. Aprovecho cuando la enfermera sale del cuarto a almorzar y entro a hablar con ella. Le cuento sobre la escuela nueva, sobre los libros que leo, sobre ti... —Se mostró apenado por esa parte—. No me prohibiste entrar a su habitación. Nunca dijiste nada sobre eso. —Remarcó, acogiéndose a los tecnicismos para intentar salir ileso—. Justo ayer comencé a leerle. Y creo que le gusta, incluso hoy me pareció que sonreía...

—Luca... —No era nada fácil destruir sus ilusiones—. Andrea lleva un año en coma, sin cambios, sin mostrar ningún signo de evolución. —Me senté en la cama y traté de ser lo más claro posible para que entendiera lo que eso significaba—. Sé que es duro, pero ya va siendo tiempo de que aceptemos que ella no despertará. Se ha ido.

—¡No! —gritó, repentinamente alterado—. No puedes rendirte tan pronto. Ella sigue ahí, lo sé, yo siento que me escucha. ¡No puedes matarla! —Una lágrima quemó mi mejilla.

Había tanta verdad en las palabras de mi hijo. Yo no quería ser el responsable de su muerte. No quería tomar semejante decisión, y quizás esa fuera la única razón por la cual la mantenía conectada a las máquinas en contra de la recomendaciones de los médicos. Había habilitado un cuarto especial dentro de mi casa con todo el equipamiento, con los monitores que medían sus constantes vitales permanentemente y una enfermera que la vigilaba 24 horas. Andrea no tenía familia y fue necesario que sus amigos me sirvieran de testigos ante las autoridades, declarando que yo era su pareja sentimental para que me permitieran llevármela. No era santo de la devoción de ninguno de los dos, pero como ellos también se resistían a despedirse, estuvieron de acuerdo en que yo nos comprara a todos un poco más de tiempo.

Pero el tiempo había pasado, y cada mes que cerraba invariable era un golpe terrible que ahondaba más la herida que nos había dejado ella.

Demian, quien llevaba su caso, me había asegurado que los primeros seis meses eran cruciales. Si en ese periodo no mostraba signos de mejoría, sus probabilidades de supervivencia se reducirían casi a cero.

Había transcurrido el doble de ese tiempo.

Yo debía enfrentarme a la triste realidad y cargar con las culpas que me correspondían a mí y solo a mí, a pesar de que ella, en su infinita misericordia síntoma de la debilidad, intentara convencerme de lo contrario.


Salí del cuarto del niño, dejándolo sumido en un llanto impotente y desesperado, tan similar a lo que yo mismo sentía. No pude encontrar las palabras para consolarlo porque nada de lo que pudiera decirle haría menos dolorosa aquella inevitable decisión.

Subí las escaleras y me dirigí al final del pasillo. Me detuve frente a una puerta roja, casi igual a la puerta que nos había unido la primera vez. Tomé aire antes de empujarla y, al entrar, el olor a antiséptico inundó mis fosas nasales. La iluminación brillante, en contraste con la luz sepia del pasillo me hizo entrecerrar los ojos. Era dolorosa tanta luz. Las paredes estaban pintadas de un azul claro, más suave que el de sus ojos, unos ojos que ahora se ocultaban de mí tras los blancos párpados coronados de larguísimas pestañas rubias. Las fotografías de Rober estaban por doquier. Prácticamente había comprado todas las fotos en las que aparecía Andrea. No quería que nadie más tuviera acceso a ella de esa forma tan íntima, porque las imágenes, a pesar de ser inanimadas, contenían momentos tan personales que se convertían en parte de su esencia.

A ella le hubiera parecido algo escalofriante ese culto inconsciente que le hacía, de seguro me habría llamado loco o stalker al ver tantas fotos suyas en esa habitación.

La idea me hizo sonreír.

Así era ella. Sacaba conclusiones apresuradas, actuaba siempre por impulso y jamás pensaba dos veces las decisiones importantes. Apasionada, valiente, loca, perfecta.

La extrañaba de una forma insana, pensar en ella hacía que se me oprimiera el corazón, no podía verla sin llorar y no había vuelto a desear a otra mujer.

El sexo había dejado de ser importante. Sentía que la traicionaría si tan solo contemplaba esa idea. El celibato no me molestaba, por el contrario, lo que me hacía rabiar era la certeza de que esa fidelidad autoimpuesta había de terminar en algún momento, que más temprano que tarde había de dejarla ir.


La manta la cubría hasta el pecho, el cuello de cisne vestía una piel traslúcida que dejaba ver las débiles venas. Llevaba una mascarilla de oxígeno, y muchos otros cables salían de los brazos y el cráneo manteniendo aquella preciosa vida latiendo artificialmente. El cabello había crecido mucho en todos esos meses. Desde la raíz, crecían los rubios mechones, pero las puntas seguían siendo de fuego.

Tomé un mechón entre mis dedos y jugué con él mientras le hablaba.

—Entre todos los finales que imaginé para nosotros, nunca estuvo este. —Trataba de no mirarla para no romper a llorar. Era inaudita la rapidez con la que lloraba aquellos días—. Desde que te colaste en mi vida, casi a la fuerza, supe que terminaría lastimándote. No quería hacerlo. Detrás de tu ropa provocativa y tu apariencia seductora, sabía que había una niña inocente, pura, que se merecía algo mejor que yo, algo mejor que lo que yo iba a hacerle. Pero te empeñaste en seguirme y yo te arrastré conmigo. —Tragué en seco—. Tú me arrastraste también, ¿sabes? Lograste cautivarme de una forma que no pude prever. Me hacías bien. Pero ni siquiera tu influencia fue suficiente para repararme. —Entonces la miré. Su pecho subía y bajaba a mayor velocidad. ¿Luca tendría razón y ella de verdad estaba escuchándome? Me acerqué más y tomé su mano para sentir su pulso—. ¿Andy, me oyes, mi amor? —Esperé, mientras escuchaba sus latidos, pero no sucedió nada. Levemente desilusionado, volví a hablar—. Sin embargo, Luca ha logrado el milagro. No sabes cómo me ha cambiado. Él es... perfecto. Es más de lo que podía soñar. Él me mantiene a raya. Por no decepcionarlo, me obligo a mantenerme bueno, me esfuerzo por ser mejor. Y la verdad es que nos va bastante bien juntos. —Me erguí, sonriente y orgulloso—. Somos una verdadera familia y todo es gracias a ti. Los dos te debemos esto. Los dos te extrañamos tanto, nos haces tanta falta. —Besé su palma, llena de tubos, y me aferré a su brazo como si me aferrara a su vida—. No dejo de fantasear con nosotros tres viviendo juntos: tú cocinando delicias, Luca leyendo para los dos, y yo... en mis sueños lo único que hago es contemplaros, esa es mi felicidad: teneros conmigo, a los dos, dedicarme por completo a haceros felices. Creo que sería la única forma en que lograría redimirme. Si tan solo me dieras la oportunidad de compensarte... por todo, pasaría cada día intentando ser merecedor de tu cariño. Si tan solo... —Entonces no pude más y rompí a llorar con la cabeza enterrada entre las sábanas—. Andy, por favor, no me dejes tomar la decisión, no estoy listo, no quiero dejarte ir...

No se cuánto tiempo pasé allí dejando salir todo mi dolor, toda mi frustración ante la ironía del destino. Por segunda vez, la mujer que amaba caía en coma por mi causa, quizás no era el causante directo, pero en los dos casos había tenido mucho que ver con el terrible resultado. Por segunda vez debía resignarme a ese final, incapaz de hacer nada para remediarlo. Todo mi poder, todo mi dinero, mi fuerza se convertían en nada. Era el mismo niño perdido y asustado ante la arrolladora inevitabilidad de la muerte.

Me levanté, profundamente exhausto, decidido a actuar de una vez y por todas para acabar con aquella tortura.

Al día siguiente consultaría a los médicos y tomaría la decisión que había estado retrasando todos esos meses.

Nunca iba a sentirme suficientemente fuerte. Nunca iba a superarla. Pero debía cumplir con mi deber. Sería lo mejor para la estabilidad emocional de mi hijo y para la mía propia.

Cruzaba a la puerta cuando ocurrió algo que me detuvo en seco y estuvo a punto de causarme un estertor.

—Ni pienses que voy a cocinar todos los días.

Lloré por tercera vez aquella noche, pero esa vez era de felicidad.

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