Capítulo 8
10 de septiembre.
—¡Bendito seas, internet! —exclamé, saltando en la cama, cuando mi labor de stalker comenzó a dar frutos.
Ahora contaba con algo más que su rostro, sabía su nombre, sabía que era hermano de Claus, y esa información era más que suficiente para que Google comenzara a hacer su magia.
Alessandro Georgiou no me arrojó ningún resultado útil, así que comencé a investigar al hermano, en su lugar, confiando en que estaba sobre la ruta correcta para descubrir la verdad.
Claus era un chef reconocido, por tanto, todo lo referente a su vida y carrera estaba publicado en la red.
Tenía 36 años. Había nacido en Atenas, y desde muy joven se había interesado por la cocina. Estudió en uno de los institutos culinarios más importantes del mundo, con sede en Hyde Park, New York. Había vivido en América toda su primera juventud. También había pasado algunos años en Madrid. Eso explicaba lo bien que hablaba español. Y finalmente, había decidido instalarse en Corfu, lugar en que naciera su madre, y montar el restaurante academia Peirasmós.
De su familia había muy poca información. Era soltero y sin hijos. Solo se mencionaba a la madre, que había muerto cuando él era muy joven, y a un hermano adoptivo.
¡Tachán!
El híper vínculo que hacía referencia al hermano me llevó a un texto diminuto que rezaba:
"Alessandro Christou, empresario griego con negocios en varios países de Europa".
Eso era todo.
La desilusión pasó a sustituir a la euforia por haberlo encontrado, pero no me rendí tan fácil. Sabía algo más.
"Es mi restaurante" —había dicho.
Así que el siguiente criterio de búsqueda que usé fue "Peirasmós".
El restaurante tenía apenas 3 años de fundado. Se había creado, desde un inicio, con la intención de funcionar como academia, misión que cumplía con rotundo éxito. El talento y reconocimiento del chef Claus lo había puesto en el centro de las miradas de las asociaciones culinarias de todo el mundo, y cada año, una peregrinación de cocineros amateurs acudía a los cursos que se impartían en las prestigiosas cocinas.
El proyecto había sido financiado por el empresario griego Alessandro Christou, hermano del chef, quien poseía varias propiedades en la isla.
Ok, eso tampoco me decía mucho.
Intenté, en vano, buscarlo en Instagram y en Facebook. Las redes sociales ignoraban su existencia.
Entonces, recordé algo más: el club.
La corona dorada.
Corona viene de rey, y rey viene de: dueño de varias propiedades en la isla.
Vale, vale, estaba especulando demasiado. Pero existía una posibilidad de que ese club fuera suyo o, como mínimo, que fuera un cliente VIP.
Es decir, podría encontrarlo en ese lugar.
Sin detenerme a pensar en la insensatez de mis actos, me vestí, rápidamente y me dirigí al club.
Era temprano y aún no estaba abierto al público, pero la locura que me había dominado no solo me daba temeridad sino también ingenio.
—I have an appointment with Mr. Christou —le dije al security de la puerta, mientras evaluaba su reacción al escuchar aquel nombre.
El hombre me miró desde su altura descomunal, tratando de ubicarme.
Yo me había preocupado por vestirme bien. Llevaba unos pantalones rojos ajustados y una blusa de seda negra que se abotonaba detrás del cuello, ocultando las marcas. Tacones altos, maquillaje impecable y el cabello peinado en suaves bucles que me caían por la espalda.
El seguridad tardó mucho en responder, así que comencé a pensar que quizás me había equivocado en mis suposiciones y Alessandro no era el dueño del local, o tal vez si lo era y no se encontraba o, aún peor, había dado órdenes expresas de no dejarme pasar. Todas esas posibilidades pasaron por mi mente, excepto la que ocurrió, en realidad.
—Wait a minute, miss. Let me notice to Mr Christou you are here. Your name is...
En ese momento, fue que caí en cuenta de que me estaba comportando como una desequilibrada. Había ido hasta allí para perseguir y acosar a un hombre extraño, con el cual me había encontrado algunas veces por casualidad y con el que no había cruzado ni una palabra. Sí, lo había visto en un par de situaciones comprometedoras, pero eso solo hablaba de lo entrometida que era y el talento que tenía para estar siempre en el lugar y momento equivocados.
Nada me garantizaba que ese hombre recordara mi rostro, y aunque lo hiciera, ¿qué iba a decirle? "Quiero que me folles". No, no podía decirle eso. ¿O si? ¿A eso había ido a aquel club? ¿Solo por sexo?
Apenas unos días atrás, yo era la mujer que se había acostado con un único hombre en toda su vida, un hombre gay, para colmo de males. Y ahora, había movido cielo y tierra para encontrar a un desconocido, ¿solo porque me parecía que podía follar bien?
No, había más que eso. Lo que me intrigaba de él era justamente todo lo que no sabía, la bruma que ocultaban sus ojos, ese aura de misterio y tentación. Quería conocerlo, quería saber todo sobre él y entender por qué tenía ese efecto en mí.
Con esa idea fija en la mente, seguí adelante con el plan, improvisando, como si se me diera natural el don de mentir.
—That won't be necessary. He's waiting for me. —dije, haciendo ademán de entrar.
Al menos había comprobado que tenía razón sobre el local y la corona. Ese pequeño triunfo me hizo sentir un poco menos ridícula. También sabía que estaba allí, pues el guardia había intentado avisarle por teléfono. Solo tenía que mantener el papel, hasta lograr atravesar aquella puerta.
El guardia me detuvo.
—Miss, I can't let you in, without notice Mr Christou, I have orders...
—You have new orders now. —No se de dónde saqué el valor para enfrentar a aquel gorila de esa forma —. If Alessandro knows you have stopped me, today will be your last day here. —Intenté imitar la actitud autoritaria que él mismo tenía, que casualmente era de las pocas cosas que compartía con Claus. El hombre dudó, pero me dejó pasar. Llamar a Alessandro por su nombre había sido un buen movimiento.
El local, sin toda la parafernalia de las luces, las pantallas y la estridente música, parecía un templo sagrado. Había tanto silencio que el eco de mis pasos retumbaba en las paredes. No me encontré con ningún otro empleado, cosa que agradecí. Supuse que aún era demasiado temprano para ellos.
Subí la escalera de caracol que ya conocía y me adentré en el pasillo de puertas rojas.
De pronto, me sentía muy nerviosa. La adrenalina por lo que iba a hacer estaba pasando y, en el desolado pasillo, podía escuchar el sonido de mi corazón, latiendo desbocado.
Llegué a la puerta marcada con la corona dorada y tragué saliva antes de atreverme a empujarla.
Estaba cerrada.
Pocas veces en mi vida me sentí tan patética.
Todo el desespero, el numerito de la entrada había sido para nada.
Él no estaba allí.
Recogí los restos de mi dignidad y desandé el camino, levantando los pies lo más posible, para que el maldito eco de mis humillados pasos dejara de retumbar por todo el lugar.
Llegando a la puerta de entrada, me puse a idear alguna excusa para decirle al seguridad y no sentirme tan ridícula después de haberlo amenazado con echarlo a la calle. Decidí que lo mejor sería no decir nada, y seguir con el papel de mujer prepotente y altiva. Saldría con la moral bien alta, o al menos pretendiendo que la tenía alta, me disfrazaría de soberbia y me alejaría, para no regresar a ese sitio, nunca más.
Una puerta se abrió, detrás de la escalera de caracol por la que acababa de bajar, y casi me doy de bruces contra la muralla que era Alessandro.
—¿Quién te ha dejado pasar? —Él parecía, por primera vez, genuinamente sorprendido de verme.
—Yo, yo... —¿Qué demonios iba a decirle?
Estábamos muy cerca, podía sentir su aroma masculino y el perfume intenso y almendrado que llevaba. Mi rostro quedaba a la altura de su pecho. Llevaba la camisa entre abierta y pude ver, sobre unos pectorales firmes y turgentes, una cadenita de oro con la imagen de un santo. Él continuaba mirándome confundido y hasta algo azorado. De cerca, pude percibir que sus ojos no eran del todo cafés, tenían unas adorables motas color miel, y si las mirabas fijamente, te daban la sensación de estar viendo los ojos de un niño. Un niño perdido.
—He venido a buscar trabajo —Fue la única cosa que torpemente se escapó de mis labios. Estando frente a él, ya el "quiero que me folles" no me parecía tan buena idea.
Él dibujó el amago de una sonrisa.
—Sígueme. —Me ordenó. Yo ni siquiera necesitaba que me lo pidiera.
Se adentró en la habitación que ocultaba la puerta tras la escalera.
Era una oficina.
Qué tonta eres, Andrea, por supuesto que su lugar de trabajo no es el mismo cuarto dónde folla.
Una parte de mí se sintió levemente desilusionada de que no me hubiera pedido que lo siguiera a la otra habitación.
—Siéntate —me ordenó, mientras él ocupaba el gran sillón de cuero detrás del buró—. Y bien, Andrea, ¿qué quieres hacer para mí?
¡Ay, madre!
Me llamó la atención que supiera mi nombre, pero lo olvidé al instante por la forma en que pronunció esas cinco palabras. Era como si cada letra estuviera cargada de segundas intenciones. Las intenciones que yo también tenía, por supuesto.
Pero la osadía que me había dominado cuando decidiera ir a ese club, me había abandonado, sin aviso previo y me sentía perdida y temblorosa como una niña.
—Puedo hacer cualquier cosa —Quise que mis palabras sonaran provocativas como las suyas, pero se me daba fatal, así que preferí abandonar el personaje y mostrarme como en realidad era—. Necesito ganar un poco de dinero extra, estoy estudiando en la academia Peirasmós, como ya sabe —Quise parar de fingir que no nos conocíamos—, quisiera algún trabajo que me ayude con los gastos, estos meses. —Sus ojos refulgían, aunque no parecía prestarme demasiada atención—. Puedo trabajar de mesera o limpiando, no se.
—¿Por qué has venido hasta aquí? —Me preguntó aquello sin mostrar pizca de curiosidad, como si únicamente deseara escuchármelo decir en voz alta.
—Ya le he dicho... —comencé, pero él me cortó, casi al instante. Se puso de pie y comenzó a acercarse, peligrosamente a mí.
—Shh —silenció mis balbuceos—. Basta de juegos. Ya has tenido el valor de venir hasta aquí, así que atrévete a llegar hasta el final.
Acercó su mano gigante a mi rostro y me acarició el labio inferior con el pulgar. Sentí que todo el cuerpo me temblaba. Tomó mi barbilla como si quisiera encontrar mi mirada, y sin necesidad de hacer fuerza, me puso de pie, solo con la intención de su gesto.
Me sentía una marioneta ante él.
Estábamos separados por apenas un par de centímetros, cargados de tensión.
—Ahora dime, Andy, ¿Qué es lo que quieres?
Tragué saliva y tuve que ordenarle repetidas veces a mis ojos que no se apartaran de los suyos.
—Solo tienes que atreverte a pedirlo, y lo tendrás —Él disfrutaba viendo cómo cada una de sus palabras me hacía temblar.
—Quiero saber quién eres. —Me atreví a decir. Él sonrió. Esta vez fue una sonrisa de verdad, amplia y traviesa. Negó con la cabeza.
—No, no, pequeña, no es eso lo que viniste a buscar.
En el segundo siguiente, dejé de respirar.
Su mano, la misma que había acariciado mi labio, se enredó en mi pelo, atrayéndome hacia su boca, en un beso en que sentí que le estaba entregando mi alma.
Nunca me habían besado de esa forma tan posesiva y animal. Literalmente, hacía lo que quería con mi boca y conmigo.
Yo no tardé mucho en entregarme a esa ola. Envolví su cuello con mis brazos y lo besé de vuelta, como si la vida se me fuera en ello.
Me levantó, como quien levanta una pluma, y me depositó sobre el escritorio.
Creí que haría el dramático gesto de las películas de arrojar todo el contenido de la mesa al suelo, pero su lugar de trabajo estaba perfectamente limpio y organizado, como si trabajar no fuera lo que hacía allí.
Evidentemente.
Rompió mi blusa.
Sí, la rompió de un tirón, haciendo saltar por los aires los botones. Debo decir que ese gesto de película ya no me gustó tanto, pero estaba demasiado eufórica para preocuparme por ello.
Apretó mis pechos con sus enormes garras, con hambre, con obcenidad.
Yo me sentí levemente avergonzada por los moretones que acababa de descubrirle, pero él pareció excitarse al verlos y pasó la lengua por los pechos morados y las marcas verdecinas del cuello.
Yo jadeaba entre sus manos, sin poder creer que finalmente, aquello estuviera sucediendo.
Me desabrochó el pantalón y yo lo ayudé a deslizarlo por mis piernas, pues no quería que lo rompiera también.
Lo deshice de su camisa y me deleité, contemplándolo.
Era la cosa más deliciosa que había tenido delante.
Su cuerpo era perfecto. No estaba demasiado definido, pero todo en él era duro.
Todo.
Mis dos brazos abiertos no podían abarcar su espalda y el abdomen era un bloque caliente y terso.
Me provocaba bañar de chocolate esa tableta y lamerla entera.
Él estaba disfrutando del efecto que tenía en mí, pero sus reacciones eran perceptibles solo cuando las motas de sus ojos desprendían leves destellos. El resto del tiempo su expresión era seria, inmutable.
Su mano encontró mi braga, pegajosa ya por los fluidos que emanaba desde el primer beso animal, y tiró de ella. Contempló mi sexo desnudo con fascinación y lo acarició, con un cuidado impropio de sus maneras rudas de antes. Depositó suaves besos sobre mi pubis, y yo, aunque estaba encantada, también estaba necesitando más.
Estaba recostada sobre el escritorio, con las manos detrás de la espalda y las piernas abiertas, esperando por él.
Elevé la pelvis, en un gesto ansioso y él comprendió lo que pedía.
Hundió la cara en mí, al tiempo que sus dedos me penetraban, haciéndome gemir tan alto, que creí que el eco del edificio le llevaría mi voz al seguridad.
Era extraordinariamente hábil con los dedos, que yo bañaba sin contenerme.
Justo cuando estaba a punto de correrme, tiró de mis muslos, arrastrándome al borde de la mesa. Escuché el estuche de plástico rasgarse, y los largos dedos fueron sustituidos por algo que me hizo gritar.
Fue un grito de sorpresa y dolor que no solo debía haber escuchado el guardia, sino también María y David, desde su casa.
¿Qué diablos tenía ese hombre por pene?
Él se mantuvo unos segundo inmóvil, aguardando que mis entrañas se acostumbraran a su tamaño. Luego de unos momentos, mi cuerpo comenzó a ceder y a regocijarse de recibirlo, y empecé a disfrutar.
Cada embestida me daba la sensación de estar al borde de un precipicio, mientras alguien me empujaba, para darme la mano justo cuando comenzaba a caer. Luego volvía a empujarme y a salvarme, una y otra y otra vez.
Era un sobresalto delicioso que quería perpetuar por siempre.
Pero finalmente caí.
Caímos juntos.
Y justo antes del impacto, me miró. No con rabia ni con lujuria. Me miró y fue como si se deshiciera de las sombras, como si sus ojos se volvieran completamente de miel, y pudiera ver dulzura entre tanta oscuridad.
Esa milésima de segundo, ese instante de entrega total hizo que nuestro orgasmo simultáneo fuera el mejor que había tenido en mi vida.
*****
🔥🔥🔥🔥🔥🔥
¡Se prendió esto!
La tranquila y sensata Andrea que conocimos en Amor Estival ha muerto en Grecia.
Ahora es una chica que sabe lo que quiere y no solo lo sabe, sino que lo acosa y lo persigue hasta conseguirlo
Jajaja 😂
Pues ya estaba haciendo falta un poco de calor por aquí.
De ahora en adelante, la temperatura no hará más que subir 🔥🔥🔥
¡Muchas gracias por leer!
😘
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