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Capítulo 5


7 de septiembre.

El primer rayo de sol se filtró a través del cristal de la puerta de mi pequeña terraza, y me desperté radiante y emocionada por el día que me esperaba. Salí al balcón, estirando la espalda, y contemplé la calle desierta por lo intempestivo de la hora. El cielo estaba teñido de alucinantes tonos naranjas que le deban un encanto bohemio a la ciudad dormida. Una paloma moteada se posó en la baranda y arrulló, saludándome.

Hacía un día precioso y yo estaba ansiosa por comenzarlo.

Me vestí con suéter y legins y me preparé para salir a correr.

No por estar lejos de casa iba a abandonar mis rutinas.

El olor a café me llegó desde el piso de abajo, alertándome de que María también había despertado ya.

Kalimera —la saludé, al bajar la escalera. Ella me tendió una taza con un cortadito, exactamente igual al que solía beber cada mañana. Yo sonreí, gratamente sorprendida—. La española soy yo, pero eres tú quien parece gitana. ¿Cómo adivinaste cómo me gusta el café? —Ella me devolvió la sonrisa.

—No lo he adivinado. Es así cómo lo tomo yo. El café es un vicio que me ha pegado David. Él lo toma negro, sin azúcar ni crema, pero yo prefiero los cortados. Aquí no los sirven así, pero yo he aprendido a hacerlos como en a España. Quería que te sintieras cómo en casa. —Su dulzura me conmovió.

—Me siento incluso mejor —le aseguré—, gracias.

—¿Qué haces despierta tan temprano? Creí que el curso no comenzaba hasta las 2.

—Así es, pero voy a salir a correr y a comprar algunas cosas que necesito.

—Tendrás que esperar a que abran las tiendas —Me hizo notar.

—No importa, me gusta observar el mundo cuando aún duerme —le dije, antes de despedirme.


Corrí en un parque cercano, por aproximadamente media hora, hasta que los primeros transeúntes comenzaron a llenar las calles.

Dando tiempo a que abrieran los comercios, me puse a deambular por la ciudad. No había podido apreciarla como me gustaría y la ocasión me pareció perfecta, puesto que aún había muy poca gente en las avenidas y plazas.

Caminé hasta alcanzar la famosa iglesia de San Spiridión, célebre por atraer a multitud de fieles que, tres veces al año, acudían a venerar los restos del santo que le daba nombre.
La fachada era simple y, vista desde afuera, la iglesia no destacaba más que por la cúpula roja que cubría el campanario, en lo más alto de la Torre, y que recordaba a la arquitectura veneciana.

La puerta parecía cerrada, pero un extraño impulso me llevó a empujarla y la madera cedió a la presión de mi mano.

El lugar estaba completamente vacío. Me adentré, fascinada por las pinturas sacras que decoraban los muros. Eran soberbias.

En medio del silencio sepulcral que reinaba en el lugar, me llegó un leve murmullo de voces, aunque no podía identificar de dónde provenían.

Juro que no tenía intención de cotillar, pero los susurros me atraían como un llamado santo.

Me acerqué a una impresionante mampara de mármol, cubierta de pinturas de extraordinaria belleza, y me asomé detrás, para retroceder, casi al instante, como un resorte.

Había interrumpido un momento de confesión.

Un hombre, vestido de negro, estaba arrodillado frente a un cura, susurrando palabras inaudibles, a causa de los sollozos desgarradores que emitía. El padre lo consolaba, al tiempo que parecía bendecirlo o exonerarlo de sus pecados.
Nada más notar mi presencia, el cura detuvo su oración y me miró, severo.
Yo sentí que me moría de vergüenza.

Τι κάνει εδώ; Η εκκλησία είναι κλειστή —me gritó, en griego. Yo no entendí ni una palabra pero adiviné que me estaba echando de allí.

So sorry —traté de excusarme—. I'm lost. —El padre continuó riñéndome, ahora en inglés. Yo sólo quería evaporarme, pero por alguna razón, seguía sin moverme del sitio.

El hombre arrodillado no se había volteado a mirarme. Ni siquiera se había levantado.

Entonces, entendí que esa era la razón por la que no me iba. Sentía curiosidad por ese hombre.

Definitivamente, algo debía de haberse estropeado en mi cerebro.

El padre se levantó para sacarme él mismo de allí. Y yo no tuve más remedio que marcharme, pero justo cuando me alejaba de la mampara, el hombre arrodillado me miró.

Los ojos eran pardos, pero estaban inyectados en sangre por el llanto, y la furia en ellos, hizo que me recorriera un escalofrío.

Había odio en su mirada, mezclado con vergüenza y con un aura violenta y salvaje. Creí que iba a saltar sobre mí.

De repente, una escena se superpuso en mi mente y vi esos mismos ojos, un poco menos turbios, menos anegados y enmarcados por un antifaz, pero mirándome con el mismo instinto feroz.

No podía ser.

Era él.

El hombre de la fiesta de máscaras. El misterioso hombre de la barra que se me había escapado.

Estaba tan aturdida que solo volví en mí cuando el cura, furioso, me cerró la puerta en la nariz.

Me había sacado a empujones de aquella iglesia y yo me había quedado idiotizada por aquel extraño hombre.

El día estaba comenzando convulso.

Permanecí unos minutos afuera del templo, aguardando a que saliera, pero tras un largo rato sin resultados, comprendí que me estaba comportando como una psicópata y me marché.

No entendía por qué ese hombre me intrigaba tanto, pero era la segunda vez que me lo encontraba y, en ambas ocasiones, había sentido una honda impresión al toparme con sus ojos. Necesitaba descubrir por qué.

Finalmente, terminé mi paseo matutino en el centro comercial. Compré algunos electrodomésticos para la cocina que había decidido montar en la pequeña salita de mi habitación. Debía practicar las lecciones del curso, y no quería importunar a mis caseros. También compré un poco de ropa, más apropiada para la estación que comenzaba. Me hice de un diccionario griego y un libro de recetas típicas de la región.

Cargada de bolsas, atravesé las pocas calles que me alejaban de casa.

***

Luego de ducharme, pasé largo rato frente al espejo, decidiendo que hacer con los moratones que estaban adquiriendo un horrible tono verdecino. Intenté cubrirlos con maquillaje, pero el verde se imponía sobre las capas de crema correctora que les aplicaba. Al fin, me rendí y me cubrí el cuello con un pañuelo rojo que combiné con un vestido marrón de manga larga que ocultaba mis muñecas.

Llegué al Peirasmós a la 1:40pm. Mi obsesión con la puntualidad a veces me hacía exagerar. Aún no había llegado nadie más, así que me senté en un banco que había a la entrada y me entretuve leyendo mi nuevo libro de recetas.

Cuando faltaban 10 minutos para las dos, llegó mi primera compañera. La chica parecía más joven que yo, era bajita y morena y me saludó en un inglés con un acento muy marcado.

Where are you from? —le pregunté, pues, por su acento y su apariencia, adiviné que no era griega.

—I'm Mexican —me contestó la chica y mi rostro se iluminó.

Oh, yo soy española —dije, feliz de no tener que seguir forzando mi cerebro para hablar en inglés—. Me llamo Andrea.

Yo soy Teresa —me contestó, sonriendo a su vez—. Que bueno qué hay algunos hispanos, el chef Claus habla español también, pero como la mayoría de los estudiantes no, el curso se imparte en inglés.

—Lo se, es de las cosas que más me preocupan. Mi inglés está bastante oxidado.

—Tranquila, la cocina es el idioma que hablamos todos. Te irá muy bien. —Me sonrió de nuevo y yo me sentí mucho mejor.

Poco a poco fueron llegando todos los alumnos. María tenía razón. Veía rostros de todas partes del mundo, asiáticos, latinos, europeos, y muchos americanos.

Alguien —que Teresa me contaría luego que era el souschef— abrió la puerta del restaurante y fuimos pasando.

El Peirasmós era un restaurante de lujo. La elegancia se respiraba en cada rincón del salón. Pero lo más impresionante eran las cocinas. Las cocina estándar del restaurante estaba muy bien, pero donde nos acomodamos fue en un amplio espacio en un área posterior, equipado con diez áreas de cocinado perfectamente surtidas y con la más moderna tecnología.

Sentí que estaba en Master Chef.

—Dicen que la verdadera vocación del chef Claus es enseñar. Por eso montó esta academia. —Me contaba Teresa, quien parecía saberlo todo. Yo asentí, aún muda por la espectacular visión que tenía delante.

Éramos 20 estudiantes, así que nos acomodamos por parejas. Mi nueva amiga mexicana y yo ocupamos, juntas, la cocina de la segunda fila a la izquierda. Ella estaba tan emocionada como yo, aunque su reacción era muy diferente a la mía. Yo lo observaba todo, embelesada, mientras Teresa tocaba y examinaba cada objeto que tenía delante. Chequeaba los controles del fogón, probaba el filo de los cuchillos, cortando verduras que nadie le había autorizado a utilizar, y hasta se puso a trastear el grifo de agua.

Yo estaba a punto de pedirle que se estuviera quieta, pero no fue preciso porque, de repente, la morena se quedó extasiada, mirando a la entrada.

El chef Claus acababa de aparecer y, a juzgar por el brillo en los ojos de mi compañera, ella lo admiraba por algo más que su talento en la cocina.

—¿No es un papasito? —me susurró, con expresión libidinosa.

Yo había visto al chef en el evento del hotel, pero aunque reconocía que era guapo, no me había fijado demasiado en él, estaba demasiado concentrada en la comida.

Ante la insistencia de Teresa, me decidí a evaluarlo.

Claus Georgiou era un hombre que debía rondar los 35 años, alto, de constitución delgada pero atlética, de rubio cabello ensortijado y unos deslumbrantes ojos azules.

Si, no estaba mal.

Pero lo que le aportaba mayor atractivo era su apariencia profesional. Vestía una impecable chaqueta de chef, y aunque no llevaba gorro, solo de mirarlo, se adivinaba que era el dueño y señor de aquellas cocinas. Su expresión permanecía seria e imponente, pero sin llegar a intimidar. Más bien, causaba admiración.

Me llamó la atención que, siendo tan joven, hubiera alcanzado tanto reconocimiento. Eso era prueba de su tenacidad y talento. Sin dudas, era una persona a la que tener en cuenta. Me alegraba de que fuera él quien nos impartiera el curso.

Comenzó a hablar en inglés y todo el mundo guardó silencio. Yo, en particular, presté una atención especial a cada una de sus palabras para asegurarme de entenderlo todo y no liarme con el idioma.

Comenzó dándonos la bienvenida y explicando, a grandes rasgos, los pormenores del curso. Luego vino la parte complicada. Nos pidió que cada uno preparáramos un plato típico griego, para poder evaluar nuestro nivel.

Teresa estaba sudando frío y yo no me quedaba atrás. Si bien me había comprado un libro de recetas, aún no había preparado ninguna, no había previsto la posibilidad de una prueba como esa, y en el restaurante donde trabajaba en Barcelona, jamás había tenido que preparar un platillo oriundo de Grecia.

Me sentía perdida.

Por suerte, recordé a María y los buñuelos que me había enseñado a hacer: Loukoumades. No eran complicados de preparar, así que decidí apostar a lo seguro.

Teníamos una hora para terminar nuestro plato. Me puse manos a la obra, tratando de seguir al pie de la letra las lecciones de María .

La mayoría de mis compañeros estaba teniendo problemas para enfrentar la prueba. Casi nadie había anticipado una demostración semejante.

Teresa estaba atolondrada, intentando hacer unos pasteles, que no terminaban de cocerse. Un chino, en la cocina continua, le prendió fuego a una masa y casi provoca un accidente. En el fondo, una chica se echó a llorar, luego de que la mantequilla se le cortara por tercera vez. Aquella prueba estaba poniendo a todos de los nervios.

Media hora después de haber comenzado la prueba, ya yo había terminado. Noté que era la primera, y no queriendo parecer la listilla de la clase, me entretuve haciendo un caramelo para el decorado del plato.

Un par de compañeros más terminaron también, y el chef Claus se acercó a sus puestos para evaluar sus platos. El primero se llevó una terrible evaluación. Sin intentar suavizar el golpe, el chef le dijo que su plato no se podía comer y que no sabía de que parte había sacado la idea de aquella basofia, pero que definitivamente no era griega.

Yo tragué saliva.

El otro salió mejor parado. Había elaborado una especie de lasaña con berenjena cuyo nombre no entendí, pero que, al parecer, estaba muy buena. El chef lo felicitó pero sin sonreír ni mostrarse más amable de lo que se había mostrado con el desafortunado anterior.

Luego de unos segundos de duda, me atreví a levantar la mano.

Él se acercó y, antes de mirar mi plato, me echó un largo vistazo de arriba abajo.

—The first woman. Let's see what you did.

Di un vistazo alrededor y comprobé que, en efecto, había pocas mujeres en el curso.

Éramos solo 7, y yo era la única que había terminado.

El mundo de la gastronomía, como casi todos los nichos, está dominado por los hombres. Las mujeres la tenemos el doble de difícil para poder demostrar nuestra valía.

Me pregunté si aquel chef era uno de esos machistas que ninguneaban al mal llamado sexo débil. La sola idea me hizo ponerme a la defensiva.

—It's called Loukoumades, it's a typical dessert of Greece.

Él volvió a mirarme a los ojos, con, lo que creí, era una pizca de desdén. Yo le sostuve la mirada, tratando de parecer lo más segura posible.

Probó un buñuelo.

Good —dijo, sin expresión, antes de voltearse y seguir de largo como si yo no me mereciera su atención.

—¿Eso es todo? —le pregunté a su espalda—. ¿Acaso porque soy mujer no me merezco una evaluación de verdad? —Susurré para mí misma, molesta por su indiferencia.

Él se volteó para encararme.

—El postre está perfecto, señorita —me contestó, en perfecto español—. Pero es el plato más simple que podía haber elaborado. Es como si le pidiera un plato típico español y me hiciera una tortilla de patatas. La evaluación que le he dado está a la altura de lo que ha hecho, no se merece más comentarios, no por ser mujer, sino por haber tomado el camino fácil. —Luego se giró, dejándome con ganas de replicar pero sin saber que decirle porque en cierta forma tenía razón.

—Pues a mí me encanta la tortilla de patatas —me dijo Teresa, aliviando un poco la tensión.

Me tranquilizó comprobar que dentro de lo malo, mi crítica había sido de las mejores. Casi ninguno de mis compañeros logró terminar su plato en tiempo. Y solo tres obtuvieron una buena evaluación.

Teresa chamuscó un poco sus pasteles de carne, pero el chef, contrario a lo que había hecho conmigo, la felicitó por haberse atrevido con una receta tan complicada. Ella suspiró como una colegiala enamorada.

Al finalizar la clase, nos orientó que estudiáramos algunas técnicas especiales de cocinado, para el siguiente encuentro.

Yo decidí que aprendería la técnica más complicada de todas, para demostrarle aquel chef tan prepotente de lo que era capaz.



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¡Hola!

Ya habéis visto que Andy es bastante curiosa, y le encanta abrir puertas cerradas... pues ya sabéis lo que dicen... "la curiosidad mató al gato"
Jejeje.

A pesar de todo lo que le ha pasado, lo que la tiene trastornada es no saber quién es ese hombre tan extraño y misterioso, que en adición está muy bueno 😉
Ya veremos si lo vuelve a encontrar.

Por otro lado, el chef Claus tampoco está nada mal.
¿Surgirá algo ahí? 🤔

Pues para que hagan sus teorías aquí les adjunto foto de mi visión de Claus Georgiou 🥰

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