Capítulo 40
15 de noviembre.
Había una vez una hermosa chica.
Así comienzan las historias, ¿no es cierto?
Y si es una buena historia la chica ha de ser diferente a las demás.
No era una princesa, no, pero se convirtió en emperatriz antes de los 18 años. Tenía una profundidad impropia de su juventud y una melancolía que se anticipaba a las penurias de su vida.
Como en toda historia de amor, la chica conoce a un chico, y él la elige por sobre todas las mujeres, la elige, desafiando a su madre, quien ya había escogido a otra para que fuese su esposa, otra que para colmo de males era su hermana.
Pero él no era un chico común. Era el emperador de Austria. Y los emperadores pueden hacer lo que quieran, ¿verdad?
Solo una mirada le bastó a Francisco para saber que Elizabeth era la mujer de su vida, solo cinco días para pedirla en matrimonio y apenas unos meses para concretar el enlace. Pero ella no era más que una niña deslumbrada por un sentimiento que no entendía y por la parafernalia de la corte. Creyó que el matrimonio sería tan fácil como había sido el amor y no contaba con las intrigas y la maldad de su suegra, quien, desde el comienzo, hizo de la vida de la emperatriz un tortuoso calvario.
Para escapar de las malas vibras, a Sisi le gustaba ir de vacaciones a Grecia. Su destino veraniego predilecto era la isla de Corfú, donde erigió su propio palacio: El Archilleion, en honor a Aquiles, su deidad griega favorita y como una alusión a la evasión y el romanticismo que tanto admiraba.
En aquel palacio con grandes jardines, estatuas de dioses y una increíble vista al mar, la chica pasó largas temporadas, reflexionando sobre la vida y refugiada de toda la maldad del mundo.
Y fue allí, en la cima de la colina donde una emperatriz construyó su santuario de paz, de frente a un mar tormentoso y rebelde como ella, donde le dije adiós a mi madre.
Los últimos días fueron terribles. Apenas había recuperado la consciencia unas dos veces en las que estuvo demasiado débil para articular palabra. Su desgaste físico era el más notorio, hasta hubiera podido jurar que se había encogido desde que llegara al hospital.
Yo había decidido volcar toda mi mente y mi dedicación hacia la convalecencia de aquella mujer, más que por misericordia, para evadirme de mis propios problemas. Pasé muchas horas en el hospital junto a su cama y, como ejercicio, había comenzado a escribir una larga carta en la que le expresaba todo lo que no había podido decirle en nuestra breve y confusa conversación de reencuentro. La carta estaba siendo un desahogo estupendo. Al comienzo, había sido muy cruel y dura con ella, le había reclamado justamente por todas las tristezas que me ocasionó y la había ofendido hasta quedarme sin sinónimos de mala madre. Pero luego, mis palabras se habían tornado más suaves y tristes. A través de la carta había logrado exorcizar toda mi furia y el rencor que contenía sin saber, quedándome solo con el melancólico deseo de que las cosas hubiesen sido distintas.
El mismo día que terminé la carta ella murió.
No me sorprendí cuando al despertar, comprobé su pulso, como hacía cada día, y no sentí nada. Llevaba muchos días esperando ese silencio, temiéndole. Pero a pesar de que había podido prepararme para ese momento, no pude evitar que una lágrima solitaria recorriera mi mejilla hasta caer en el papel donde había emborronado mis más caóticos sentimientos.
Ella no tenía familia. No había nadie interesado en reclamar su cuerpo, así que yo, como su única pariente viva, decidí incinerarla.
Para esparcir las cenizas escogí el escenario que ella había descrito como el único lugar donde amó y fue feliz. Esa afirmación despertaba en mí unos ridículos celos. Era absurdo que esperara que ella dijera que me había querido, después de tener tantas pruebas de lo contrario, pero una parte de mi alma anhelaba descubrir alguna evidencia de su amor, al menos al inicio, cuando era demasiado pequeñita y adorable como para que pudiera profesarme odio alguno.
Pero no la había y ya lo había aceptado, me había reconciliado con esa certeza. Solo quedaba decir adiós y olvidar.
En el palacio, poco quedaba del hogar de la emperatriz, pero el lugar seguía siendo hermoso e indudablemente evocaba una profunda tranquilidad.
No quise que nadie me acompañara a despedirla. No haría del acto algo importante. Visitaría aquel paraje como una turista más, aunque como último regalo a su memoria, invité a Alessandro para establecer la conexión de la que ella había hablado. Al compartir el mismo sentimiento en el mismo lugar, con el tiempo como disyuntivo, estaríamos unidas de alguna manera. Aunque aquella teoría no fuera más que superchería, me parecía bonito concederle, concedernos eso.
Llegué sobre el mediodía, cargando una canasta de picnic en la que, además de un almuerzo para compartir con Aless, estaba la cajita que contenía a mi madre. Recorrí los corredores, admiré las estatuas y finalmente, me dirigí al jardín. Esparcí una manta de cuadros rojos y blancos sobre el césped y me senté a comer para no pensar.
Estaba sola. Aless había quedado en encontrarse conmigo allí, luego de su reunión de la mañana, pero llegaba media hora tarde.
No lo extrañaba.
Las cosas no estaban bien entre nosotros. Los últimos días apenas nos habíamos visto, ya no hablábamos, no hacíamos el amor, y cuando más sola y triste me sentía, ya no era a él a quien buscaba porque ya no era él quien conseguía consolarme.
¿Qué había cambiado?
No estaba segura, pero algo se había roto entre los dos. Quizás ya no confiaba en él del todo después de descubrir lo de la clamidia o tal vez había llegado a un punto en que simplemente estaba harta de todo, asqueada del sexo, de los desórdenes mentales. Lo único que deseaba era una tranquilidad que no sentía desde que había llegado a esa dichosa isla, y por primera vez en mucho tiempo solo quería estar sola.
—Andrea —Una voz conocida me obligó a voltearme—. No pensé que te encontraría aquí.
Era Demian.
El doctor parecía tener el don de aparecer siempre en los momentos precisos y su rostro, noble y honesto, tenía la extraña capacidad de calmarme.
Lo invité a sentarse.
—Es muy bonito este lugar, no lo conocía.
—Sí, y la historia de Sisi también es muy linda y muy triste. ¿La conoces? —Yo asentí—. Una vez, cuando era joven, usé esa historia para conquistar a una chica. Era la mujer más guapa que había visto en mi vida. Me enamoré como un tonto.
—Algo malo pasó, ¿cierto? —Me había acostumbrado a esperar la tragedia en toda historia de amor. Luego de cada momento de dicha, venía la catástrofe.
Demian asintió con un pesar en la mirada que reflejaba que aún le dolía ese recuerdo.
—La vida pasó —respondió, haciendo gala de un dramatismo muy impropio de él. Siempre me había parecido un hombre muy pragmático—. Ella había sufrido mucho, solo había conocido las carencias, el desamor, lo único que tenía en la mente era salir de la miseria en la que había vivido siempre. Yo era un don nadie en aquel entonces, comenzaba a estudiar medicina y no tenía ni para invitarla a salir, por eso en nuestra primera cita la traje aquí. —Entonces sonrió, dominado por la nostalgia—. Recuerdo lo mucho que le gustaba oír a hablar de princesas y castillos. Decía que Sisi era todo lo que ella no, por eso le gustaba venir aquí para sentirse al menos por un rato una doncella, una dama importante, capaz de inspirar el amor de un emperador.
—Pero Sisi fue muy infeliz —le hice notar yo.
—Así es. Pero ella creía que en la riqueza estaba la felicidad. El dinero le importaba más que el amor. Y eso fue lo que la perdió.
—¿Te dejó por ser pobre? —pregunté, incrédula. Demian asintió.
—Ella había venido a Grecia con un viejo ricachón que solía llevar siempre consigo a una hermosa jovencita en sus viajes de negocios. Siempre una distinta, mientras más jóvenes y más ambiciosas mejor. La humildad suele producir escrúpulos, y aquel tipejo las quería lo más corrompidas posible, capaces de hacer cualquier cosa por un par de regalos, suficientemente tontas y débiles para poder usarlas y desecharlas cuando comenzaran a aburrirlo.
—Dices que amaste a esa mujer —lo interrumpí—, pero hablas de ella como si lo que sintieras fuera desprecio. —Él me regaló una melancólica sonrisa.
—La vi por primera vez en la plaza Spianada, donde solía ir a pasear mientras su acompañante estaba trabajando. Antes de verla, la escuché. Oí su risa y tuve que detenerme, olvidé lo que estaba haciendo y todos mis sentidos quedaron embotados alrededor de esa risa. Parecía música. —Al escuchar eso me impresioné, era exactamente lo mismo que me había dicho Alessandro cuando describió la primera vez que me vio—. Yo era muy tímido y acercarme a una chica guapa en medio de la calle era algo completamente ajeno a mi personalidad, pero ella me atrajo como un imán. Cuando vi sus ojos supe que estaba completamente perdido. —Suspiró—. Pero por desgracia lo que había detrás de ese rostro angelical no era igual de hermoso.
—¿Te arrepientes? —pregunté, y en cierto modo la pregunta también era para mí. ¿Algún día hablaría yo de Alessandro con ese resentimiento?
—No —contestó sin dudar—. Nunca amé a nadie con tanta intensidad. El que fuera tan breve solo le concedió al romance una magia mayor. Ahora puedo permitirme pensar en ella con nostalgia, incluso con cariño. Puedo añorar sus ojos, su piel, su risa, puedo fantasear con sus labios sobre los míos, soñar con la pasión de nuestros encuentros. —Demian estaba ensimismado en el recuerdo e incluso había cerrado los ojos brevemente—. De haberse quedado conmigo, habríamos llegado a odiarnos. Éramos muy diferentes. Ella nunca iba a conformarse con la vida simple que le ofrecía y yo no iba a poder seguirla amando después de verla por dentro. Es trágico, pero las más bellas historias de amor lo son.
—¿Crees que ella te amaba también? —Él pensó durante unos segundos.
—Me amó lo mejor que pudo, lo mejor que supo. Pero sé que la parte más preciosa de su alma me la regaló a mí. Eso me basta para recordarla con cariño, para no guardarle rencor.
—¿Dónde está ahora?
—Está muerta.
Extrañamente, sentí una opresión en el pecho al escucharlo, como si tras mucha expectación se me revelara el final de un hermoso cuento de forma inesperada y terrible.
Casi como sucede en la vida.
—Lo siento. —Apreté su mano. Él negó con la cabeza.
—No, yo lo siento. —Lo miré confundida—. Por tu madre —aclaró—. Hubiera querido poder hacer más.
—Ya no había nada que hacer —lo tranquilicé—. He venido a esparcir sus cenizas. ¿Quieres acompañarme? —Él pareció emocionarse.
—No lo sé. ¿No prefieres que esté contigo alguien más cercano? —Pensé un momento en Alessandro, pero no dudé al contestar.
—No, me gustaría que fueras tú.
Caminamos hasta el borde de la colina y la brisa del mar nos golpeó en la cara. El olor a sal inundó nuestras fosas nasales y algo parecido a la paz poseyó nuestros poros. Sin decir palabra, Demian y yo nos tomamos de la mano. Fue una reacción natural, casi automática y a pesar de lo poco que conocía a aquel hombre, se sentía simplemente correcto.
Yo destapé la cajita e, inclinándola, dejé que el viento hiciera su trabajo liberador, devolviéndole al mar lo que un día fue suyo.
Tras el tétrico, pero sorprendentemente bonito ritual, nos despedimos con un abrazo.
Me disponía a marcharme, cuando en la entrada del palacio, me crucé con Alessandro.
—Andy, siento llegar tarde, la reunión se extendió y...
—Shh —lo detuve—, está bien, ya está hecho.
—¿Estás bien? —Me abrazó brevemente, pero yo era un objeto inanimado entre sus brazos.
—Solo quiero ir a casa.
En el camino no dijimos una sola palabra. Lo que había en el ambiente no era tensión, simplemente indiferencia.
Me costaba reconocer en mí a la chica que días atrás suspiraba embobecida al estar cerca de él.
Al llegar a casa, me metí a la ducha y el agua caliente consiguió liberar un poco la tensión de mis músculos. Dejé de pensar y me concentré en el vapor sobre mi piel y en el sonido del agua cayendo con imparable fuerza en torno mío.
La mampara se corrió y Aless se metió al baño conmigo. La ducha juntos solía ser uno de mis momentos favoritos del día. A él le gustaba bañarme con dedicación y yo simplemente adoraba sus manos sobre mí, hicieran lo que hicieran.
Luego de estar limpios, siempre hacíamos el amor para tener que volver a bañarnos después.
Era un bucle precioso.
Salvo que esa vez, mi cuerpo se tensó ante su cercanía. Colocó sus manos sobre mis hombros y yo me estremecí, pero no de deseo.
Cerré el grifo y, sin mirarlo, salí del baño.
Podía sentir su mirada en mi espalda y su incomodidad era palpable, pero a mí no me importó y él no dijo nada.
Volvió a cerrar la mampara y yo salí para vestirme.
Mientras me secaba el cabello con la toalla, sentí la vibración de mi celular. Me moví por el cuarto, buscándolo, pero luego me di cuenta de que no había escuchado el tono. Yo nunca ponía el teléfono en silencio.
En la mesita de noche una vibración más corta me sacó de mi confusión. No era el mío, era el de él.
Nunca había sido una chica tóxica, de esas tan inseguras que necesitan revisar el teléfono y los bolsillos de su chico buscando pruebas de su engaño.
Muchas veces, esas chicas tenían razón en sus sospechas y de tanto buscar, acababan encontrando, pero yo no le veía sentido a perseguir la infelicidad.
¿Por qué torturarse con la posibilidad de algo que no se puede controlar?
¿Los miedos o las excesivas precauciones pueden evitar que alguien te engañe?
No, nada puede hacerlo.
La desconfianza constante solo te evita disfrutar de las mejores partes de la relación y acelera inevitablemente su final.
Pero, a pesar de creer firmemente todo eso, algo me hizo mirar la pantalla del celular de Alessandro y descubrir, sin siquiera esforzarme, la única cosa que necesitaba para decidirme.
Tenía varias llamadas perdidas de alguien registrado como "W" y la última vibración se debía a un sms que rezaba:
"Acabo de regresar del médico. Di positivo al test. Tengo una clamidia asintomática. Siento mucho haberte hecho pasar por esto. Se que me merezco un castigo y esperaré ansiosa recibirlo.
W."
Lo que sentí al leer el mensaje fue la rabia más pasiva que había experimentado alguna vez. Lo odié con todas mis fuerzas por mentirme, el asco y la decepción me dominaron y pude sentir como cada partícula de mi amor explotaba, deshaciéndose ante la verdadera cara que se me revelaba. Sin embargo, la ebullición sólo tuvo lugar en mi interior, en el rincón más intrincado de mi alma. Físicamente no fui capaz de derramar ni una lágrima, no grité, no hice una escena.
Ya había hecho demasiadas.
Simplemente terminé de vestirme, recogí en una maleta un poco de ropa y así, en silencio, me marché para siempre de su vida.
***
Ufff!!
¡Siento mucho haber tardado tanto!
Pero es que escribir los capítulos finales me está costando más de lo que esperé.
Las cosas comienzan a descarrilarse mucho más de lo que lo han hecho hasta ahora, y se que a mucho no va a gustaros, pero es necesario para el curso de la historia.
¡Quedaos hasta el final!
Aún quedan momentos bonitos y emotivas sorpresas.
¡Perdonad la tardanza y gracias por leer!
XOXO
😘😘
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