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Capítulo 38


9 de noviembre.

Después de hacer el amor, me gustaba quedarme acostada o sentada sobre Alessandro. Mi cuerpo encajaba en su enormidad como la pieza final de un puzzle. Estar sobre él se sentía natural como si toda yo perteneciera a su cuerpo, como si hubiéramos nacido para estar juntos, como si mi piel no fuera más que una extensión de la suya.

También era una posición ideal para preguntar cosas.


—¿Eres cristiano? —Yo estaba a horcajadas sobre su cintura, masajeando su pecho y él, con los ojos cerrados, hacía lo propio con los míos.

—Así es —respondió—. Pasé dos años en un orfanato religioso. Allí aprendí a amar a Dios. —A veces decía cosas que resultaban tan incongruentes con el resto de su comportamiento duro e insensible que me dejaba descolocada.

—Pero, ¿vas a misa y todo eso? ¿Eres un buen feligrés? —La idea me divertía. Él abrió los ojos y me hizo una mueca.

—No tanto. Voy de vez en cuando, cuando lo necesito. —Mmm. ¿Eso significaba "cuando necesitaba confesar sus pegados"?—. También hago donaciones y ayudo a Matías en todo lo que necesite.

¡Bingo! Había llegado hasta donde quería. Seguramente Matías era el cura. Seguiría escarbando.

—¿Quién es Matías? —Compuse mi mayor cara de ingenuidad.

—Es el sacerdote a cargo de San Spyridonas, y del orfanato homónimo que me acogió.

—¿Fue quien ofició la boda de Laura? —Él asintió—. ¿Son amigos?

—Matías es un viejo amigo de la familia. Era muy unido a Marcia y fue quien nos puso en contacto desde el principio. Gracias a él fui adoptado.

—¿Y con tu madre adoptiva te llevabas bien? Veo que siempre la llamas Marcia en vez de mamá.

—Me resulta raro decir mamá. —Se encogió de hombros, reflexionando—. Nunca tuve a quien decírselo, ¿sabes?  Cuando conocí a Marcia ya tenía 13 años. Era un poco tarde para ser un niño.

—¿Tarde? —Me extrañé—. A los 13 años yo aún jugaba con muñecas. Bueno, es que yo también empecé tarde a jugar. —Reconocí.

—Nos llevábamos bien, hacíamos otras cosas juntos. Ella era muy buena. —Compuso una expresión apenada por unos segundos, pero sacudió la cabeza casi de inmediato, espantando los tristes pensamientos—. ¿No estarás haciendo todas esas preguntas para evitar hablar de el asunto más importante ahora? —Levantó una ceja, increpándome.

—No hay nada de que hablar. Ya decidí que no la vería y se lo dejé muy claro a Rober.

—No sabía que eras una persona que huía —Me pinchó él—. Esa no es la chica que vino a buscarme a mi oficina y me violó sobre el escritorio. —Compuso una sonrisa traviesa.

—¡Yo no te violé! —Me quejé—. Pero eso no tiene nada que ver. A ti me atrajo la curiosidad —Aless me lanzó una mirada incrédula—. Bueno, también la sensualidad magnética que desprendes. ¿Para qué negarlo? —Él soltó una carcajada—. Pero a ella no me atrae nada, nada me ata, no tengo nada que decirle.

—¿De verdad? ¿No quisieras por lo menos decirle todo lo que se merece? —Eso no lo había considerado—. Piensa que ella te hizo mucho mal, pero tú nunca has podido desquitarte, nunca has podido decirle en su cara la tremenda hija de puta que es. Yo daría lo que fuera por tener la oportunidad de decírselo a mi padre.

—Nunca lo había visto así —admití.

—Todos enfocan el reencuentro desde el perdón, pero no tiene que ser así. Ahora de lo que se trata es de ti, de que tú puedas dejar a esa mujer atrás y sentirte liberada. Pues eso. Libérate. Suéltalo todo. Dile todo lo que tienes atorado. Si quieres perdonarla, hazlo, pero si no, nadie pude obligarte. Que se muera sabiendo todo el daño que le hizo a su propia hija, para que no se sorprenda cuando llegue al infierno.

Lo que decía Alessandro sonaba bastante cruel e inhumano, pero aunque no quería reconocerlo, era exactamente eso lo que quería hacer. Quería gritarle todo lo que pensaba de ella, enumerarle cada uno de los horrores que me hizo, decirle lo despreciable que era.

Era justo eso lo que necesitaba para tener mi cierre.

—Lo haré —decidí—. Iré a buscarla.

—Muy bien, pero antes...

Aless nos giró en un ágil movimiento, colocándome debajo de él con la perversidad reflejada en la mirada. Besó mi cuello y yo me retorcí bajo su cuerpo. Acabábamos de tener sexo, pero con él no necesitaba mucho estímulo para ponerme a tono. Me bastaba con un roce de sus dedos, con un beso, una mirada.

Llevó sus dedos a mi húmedo sexo y los introdujo, haciéndome exhalar un quejido de... ¿dolor?

Empezó a moverlos dentro y el dolor aumentó.

—Espera —lo detuve con una mueca—. Me duele.

Él sacó los dedos rápidamente y ambos nos sorprendimos al ver que la humedad que los manchaba era roja.

—¿Estás sangrando de nuevo? —exclamó consternado—. ¿No has ido al médico, Andrea? —Parecía molesto y preocupado.

—Sí, claro que sí. Fui hace unos días con Teresa. Me hice unos análisis, solo he olvidado ir a buscar el resultado. —Alessandro me fulminó con la mirada—. Iré hoy, lo prometo.

—Bien, entonces vamos a ducharnos que yo debo irme a trabajar y tú tienes algo que hacer.

Se levantó de la cama y se estiró, ofreciéndome el espectáculo de su cuerpo desnudo y tonificado contrayéndose ante mí. Yo permanecí sentada en la cama, casi babeando, embelesada por el pedazo de hombre que tenía para mí. Su cintura quedó a la altura de mi boca y unos centímetros más abajo, una jugosa golosina esperaba ser saboreada por mis labios.

Estuve a punto de lanzarme a engullirla, cuando un pequeño detalle que había pasado por alto muchas veces me detuvo.

El tatuaje.

Lo había descubierto meses atrás, la primera vez que le hice sexo oral. En aquel momento pensé que se trataba de una ex novia, y aunque, en el momento, había sentido el pellizco de los celos, lo había olvidado pronto.

Pero ahora lo conocía bien y sabía que él no era un hombre de novias, especialmente no era un hombre de gestos románticos, y algo como tatuarse el nombre de su chica estaba tan alejado de su personalidad que no lo creía capaz de hacerlo.

Además, tenía otro dato. Sabía de una mujer dueña de ese nombre.

Marcia.

Su madre adoptiva.

¿No es eso algo perturbador?

Está muerta, Andrea, es normal que quiera recordarla.

Pero, ¿en la ingle?

¿Qué no había un lugar menos pornográfico para rendirle homenaje?

Aunque estaba lejos de olvidar ese asunto, sabía que ese no era el momento para investigar sobre esa historia.

Tenía algo más que hacer.



***

Llegué  al hotel decidida a enfrentar a Blanca. Había practicado mi discurso en el taxi. Hablaría yo primero. No dejaría que intentara conmoverme con su estado. Me preparé para todas las posibles réplicas que ella podría hacerme, incluso para la intervención de Roberto.

Me preparé para todo excepto para lo que sucedió.

No estaban.

La recepcionista del hotel me informó que una ambulancia había ido temprano para llevar a Blanca al hospital.

Había empeorado.

Solo entonces supe que no me era completamente indiferente. Al escuchar la palabra "hospital" un nudo se cerró en mi garganta y me puse tan ansiosa que le di dos veces la dirección incorrecta al taxista.

Conocía el hospital. Era el mismo donde había estado Alessandro y en el que yo había pasado muchas noches. Pregunté en la recepción y corrí por las escaleras, incapaz de esperar el ascensor. No entendía por qué estaba tan desesperada si minutos atrás estaba eligiendo las palabras más terribles para decirle, para vengar mi pasado de alguna manera.

Entré en la sala, vacilante, considerando incluso la opción de volverme atrás. Había otras personas en la habitación. Pude ver a un anciano toser mientras una chica le ponía paños en la frente. Una pareja conversaba alegre en otra de las camas, celebrando que lo peor ya había pasado. En la tercera cama yacía un hombre inconsciente, sin acompañante. Al fondo, en un rincón donde apenas llegaba la luz, estaba ella. Tenía los ojos cerrados y la piel translúcida se había tornado azul. Su cráneo parecía un planeta, lleno de surcos venosos y rutas violáceas que mostraban un complicado mundo interior. Llevaba una mascarilla de oxígeno, pero a pesar de la ayuda artificial, continuaba respirando con dificultad. Al acercarme, pude ver la marca en su rostro. En la mejilla derecha tenía una cicatriz que surcaba su cara justo en el borde, cerca del nacimiento de la oreja. Allí, la piel se tornaba oscura, irregular, chamuscada. Entendí que era la cicatriz que le había causado yo.

De repente, me sentí culpable. No. Sentí como si ya estuviéramos a mano. Como si esa marca que ella había cargado de por vida compensara todo el daño que me había hecho. Ella me arrebató una infancia feliz, me negó el amor de una madre, pero yo le había arruinado la única cosa de la que siempre estuvo orgullosa: su belleza.

Podría pensar que estábamos a mano si yo la hubiera atacado a propósito, si en mis actos hubiera habido maldad. Pero a pesar de haber sido testigo de la mayor crueldad en primera plana, en una etapa en la que la personalidad debe terminar de formarse, no me había vuelto mala. No era como ella.

Roberto estaba sentado en una silla a su lado, atento al móvil. Tardó casi 5 minutos en percatarse de mi presencia.

Me abrazó sin decir nada, sin pedir ni darme explicaciones y luego de besarme, se marchó de la sala, dejándome con ella.

Me senté, ocupando el lugar que había dejado Rober y simplemente la observé. Observé durante muchos minutos como su pecho subía y bajaba lenta y espaciadamente, detallé la delgadez de su cuerpo, vi las venas en sus manos y sin poder detenerme, la toqué.

No fue un apretón, ni siquiera sostuve su mano por completo, solo la rocé con la yema del dedo índice con tanto miedo como si fuera a deshacerse ante mi contacto. Su piel tenía el tacto del papel de cocina. Era áspera y muy fina. Tuve que revisar mis dedos para comprobar si no se habían quedado en ellos algunas partículas de piel.

La manta la cubría solo hasta la cintura, dejando al descubierto el pecho reducido a una delgadísima capa de piel y un montón de huesos. Sobre el esternón descansaba un medallón dorado colgado de un hilo de tela. Era un dije rectangular sin adornos ni grabados que parecía contener algo en el interior.

Está claro que lo abrí.

Algún día, mi curiosidad sería mi muerte.

En el interior había dos fotos. Una era la de una mujer muy hermosa de largo cabello rubio y brillantes ojos azules. Su sonrisa era como la luz del día. Podías pasarte horas enteras tan solo mirando esa sonrisa. Esa mujer no se parecía en nada a la sombra humana que danzaba con la muerte en aquella camilla, pero yo conocía bien esa belleza. Conocía muy bien todo lo que ocultaba.

Era lógico que guardara en su pecho el recuerdo de lo que fue su más grande tesoro, una juventud lozana y llena de potencial que ella eligió malograr.

Lo que me sorprendió fue la segunda fotografía. En ella, había una bebé de poco más de un año. Estaba desnuda sobre una manta y reía. Era la misma risa de la mujer de la izquierda, los mismos ojos. La pelusa rubia que cubría la cabeza de la niña de la imagen era tan clara que, a primera vista, parecía calva.

Calva como ella estaba ahora.

Eran dos gotas de agua. Cualquiera que viera aquellas imágenes podría adivinar que se trataba de madre e hija.

Yo no recordaba haber visto nunca esa foto. Debió habérmela tomado cuando aún sentía algo de cariño por mí.

—¿Por qué tuviste que ser así? —Empecé a hablar, dominada por la emoción—. ¿Por qué no pudimos ser tan felices como en estas fotos? A mi me hubiera bastado contigo, ¿sabes? Me hubiera bastado con que me quisieras. ¿Por qué yo no era suficiente para ti? ¿Por qué me tratabas de esa forma? —Las lágrimas llevaban empapando mis mejillas desde hacía mucho rato sin que yo me percatara—. Yo no sabía, no podía imaginar que estaba mal conmigo. Nunca me dijiste. Nunca sabía por qué me pegabas, parecía que hiciera lo que hiciera el resultado siempre sería el mismo. Sé que no querías tenerme, pero yo no tampoco lo elegí. Debiste regalarme desde el comienzo. O por lo menos dejarme en el contén cuando nací, para que el frío y el hambre se encargaran de hacer lo que tú no pudiste. Cualquier cosa hubiera sido mejor que crecer sabiendo que la mujer que me trajo al mundo es la persona que más me ha odiado. —Me sequé las lágrimas con violencia—. Ahora estás aquí, deshecha, marchita, no hay rastros de la mujer que fuiste, pero ahora ya es muy tarde. No se puede deshacer el odio y ya no hay tiempo para el amor. Aunque me esforzara, no podría quererte. ¿Cómo podría? Tú eras quien debía enseñarme a hacerlo y nunca quisiste, nunca te importó. Ahora te veo aquí y siento lástima, me dueles, pero no lo siento por este despojo humano que eres ahora, que se ha ido doblando y consumiendo por el peso de su consciencia. Tampoco lo siento por la mujer que me crió a golpes y maltratos. Lo siento por ella. —Sostuve el medallón entre mis manos—. Por la mujer de esta foto que tuvo la oportunidad de hacer las cosas diferente y decidió no tomarla. Lo siento por esta pequeña que ríe sin saber lo que le espera. Siento que, existiendo otros caminos, le haya tocado el peor. Porque ella no podía elegir, ¿sabes? Solo podías hacerlo tú. Y elegiste. —Solté el medallón y me levanté, dispuesta a marcharme—. Lo que has elegido te ha traído aquí.

—Lo sé —Su voz sonó extraña como la voz de una anciana. No la reconocí. Incluso se escuchaba entrañable—. No quiero tu perdón, Andrea, sé que no lo merezco. —Yo regresé desde la puerta.

—¿Entonces qué es lo que quieres? —Llevaba preguntándome eso desde que supe que me buscaba.

—Solo quería verte por última vez. Gracias.

Yo estaba preparada para una discusión, para que ella intentara explicarme e incluso para que hiciera un acto intentando conmoverme con lágrimas de cocodrilo, pero no estaba preparada para esa respuesta.

—¿Solo eso? —Parece que te gusta la pelea, Andrea.

—No intentaré excusarme porque sé que nada de lo que diga me justificará. Podría contarte de mi propia infancia difícil, de las cosas que me llevaron a ser como soy, pero esas justificaciones se vuelven nada cuando te veo a ti, que sufriste tanto o más que yo, y sin embargo te convertiste en una mujer buena, dulce, hermosa. Tú eres lo único bueno que hice en la vida. —La voz se le entrecortaba. Quiso quitarse el oxígeno para hablar mejor, pero se lo impedí—. Y ni siquiera tengo mérito en haberte parido porque hasta eso intenté evitar. Fui lo peor que pudo pasarte, y se que mi arrepentimiento no deshacerá el daño, nada puede. Solo quería ver por mí misma que estabas bien, que eras feliz. —Yo tragué grueso—. Roberto me ha contado que eres cocinera, dice que tienes mucho talento. —Compuso una sonrisa cansada—. Debes serlo para haber conseguido un curso en el extranjero. Grecia es un país precioso. Siento mucho no poder verlo mejor, aunque ya yo estuve aquí, hace años, con un viejo amor. Me gustaría tanto poder verlo contigo. —Traté de pensar en alguna réplica odiosa del tipo: "no te mereces hacer nada conmigo", pero la verdad era que sus palabras, sumadas a la debilidad y dulzura con la que hablaba me tenían el corazón hecho agua—. Hay un lugar muy bonito, un castillo, un castillo de verdad donde una princesa solía venir a vacacionar. En ese sitio me besó el único hombre que amé, el más guapo, el más caballeroso. Me hacía sentir como una verdadera princesa. Yo era casi una niña que solo había conocido la miseria y el maltrato. Pero no te abrumaré con mi historia —Se interrumpió, aunque yo quería saber más—. Te lo digo para que visites ese lugar con tu novio. Te encantará. Y así, aunque ya yo no esté, aunque no haya tiempo para nosotras, al menos podremos compartir ese lugar mediante el amor. Sabrás que estás en el único lugar donde amé y fui feliz, al menos por el poco tiempo que duró. De esa forma, si amas también, si te sabes amada, será algo que podremos compartir. Al menos un recuerdo bonito dentro de todo lo turbio y terrible que compartimos tu y yo.

Tras decir eso, volvió a dormirse. Tuve que comprobar sus signos vitales para asegurarme de que no había muerto, protagonizando la clásica escena de película donde el personaje se despide con palabras hermosas para luego morir, suavemente, como si cayera en un sueño profundo.

Sus palabras, la forma en que hablaba  no se parecía en nada a lo que yo recordaba de ella, a la voz llena de cinismo y el desdén permanente que me mostraba. La mujer que me había hablado de castillos, de princesas y de amor era alguien a quien me hubiera gustado conocer, a quien tal vez hubiera aprendido a llamar mamá.

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