Chào các bạn! Vì nhiều lý do từ nay Truyen2U chính thức đổi tên là Truyen247.Pro. Mong các bạn tiếp tục ủng hộ truy cập tên miền mới này nhé! Mãi yêu... ♥

Capítulo 37


Llevaba tanto tiempo en el frigorífico que cuando salí, mi piel se había tornando morada. Tras intentar calmarme, sin éxito, Teresa había decidido darme mi espacio y se marchó junto a Claus y el resto de los chicos.

Atravesé las puertas del Peirasmós, temblando de miedo por lo que me esperaba afuera. Me sentía como una niña otra vez, atemorizada ante la cercanía de aquella mujer que conocía todas las maneras de hacerme daño. Pestañeé muchas veces, nerviosa, vacilante, mientras la buscaba sin querer encontrarla.

La noche comenzaba a caer, prematuramente. El otoño llegaba a su fin y los días se iban haciendo cada vez más cortos. Las luces neón del restaurante creaban un marco singular alrededor de la entrada, eclipsando las fachadas vecinas. En ese momento la calle estaba particularmente desierta, pero aún así me costó vislumbrar un rostro conocido en medio de la creciente penumbra.

Una figura avanzó hacia mí, en medio de las sombras que rodeaban el portal de la izquierda y yo temblé.

Roberto.

Mi primera reacción fue correr a sus brazos. A pesar de todo, a pesar de lo enojada que podía estar con él por haberme traído a esa mujer, a pesar de lo confundida que estaba mi cabeza y de que no tenía ni idea de lo que debía hacer, me alegré inmensamente de que estuviera allí para sostenerme. Sabía que él no haría nada que pudiera lastimarme, no a propósito. Sabía que me protegería siempre, que quería lo mejor para mí. De pocas cosas tenía tanta certeza. Y solo eso consiguió calmarme.

—¿Dónde está ella? —pregunté, luego de mirar por detrás de su hombro y comprobar que no había nada más que oscuridad.

—La he mandado al hotel en un taxi —respondió—. Discúlpame por haberte acorralado así, no era mi intención, pero creí que era la única forma para que accedieras a verla.

—¿Acaso sabes por qué no quiero verla? —Mi voz destilaba un doloroso reproche. Rober bajó la cabeza, apenado.

—Lo sé. Mi madre me lo contó todo e incluso Blanca me ha dado su propia versión.

—¿Entonces, por qué la has traído, Rober? No tenías derecho a obligarme a desenterrar ese pasado. —Su expresión se cargó de mudos argumentos, pero sabía que me dejaría desahogarme primero—. ¿Cuántas mentiras te contó? Seguramente apeló a tu lástima con su cabeza calva y las bolsas de sus ojos. No me alegro de que esté enferma, pero ese hecho tampoco me conmueve al punto de querer acercarme a ella. No la quiero en mi vida. No entiendo por qué tienes que meterte en esto. ¿Por qué tienes que ser tan correcto, tan insoportablemente moralista? Por querer ser altruista y caritativo estás poniendo a esa mujer por encima de mí. Se supone que tu mejor amiga soy yo. ¿Qué puede importarte ella? —Le espeté, injustamente.

—No lo hice por ella, Andy. Parece mentira que digas eso. —Roberto me miraba serio y sorprendido por mi reacción—. Lo hice por ti, porque no quiero que arrastres con esa carga toda tu vida. Aunque no lo creas, los traumas de la infancia te marcan para siempre. Ningún niño debería pasar por lo que tú pasaste. Fue cruel, injusto y no te estoy pidiendo que lo olvides, pero debes librarte de esas viejas heridas y aprender a perdonar para poder sanar. —Al escucharlo, pensé en Aless, en lo similares que eran esas palabras a las que yo misma le había dicho en las sesiones de terapia.

Superar el pasado.

Perdonar.

Sanar.


De pronto, la idea de que yo también estuviera así de dañada me consumió. Me negaba a ser la arcilla en las manos de la desgracia y el desamor. Yo había escogido otro camino, había construido mi propia felicidad, sin ella, a pesar de ella.

—No estoy herida, no estoy rota —grité—. Vivía perfectamente feliz antes de que ella decidiera aparecer. No me hace falta. —Mi voz sonaba chillona e irreconociblemente estridente.

—¿De verdad? ¿No piensas nunca en ella? ¿No te has preguntado por qué actuaba de esa forma? ¿No quieres respuestas?

—¡No! —volví a chillar—. No me pregunto nada de eso porque ya lo sé. Ella actuaba de esa forma porque no me quería, nunca lo hizo. —Bajé la cabeza, dominada por esa triste certeza—. Lo único que todavía me pregunto es qué demonios quiere ahora. ¿Qué interés puede tener en despedirse de mí si yo nunca le importé? ¿Me quieres hacer creer que la cercanía a la muerte la ha reblandecido? —El me miró, severo.

—¿Tú te has escuchado? Hablas de la muerte de tu madre como si no fuera nada. Hasta parece que la desearas. ¿Quién eres? ¿Qué te ha pasado?

Yo me paralicé.

Que Rodrigo pensara mal de mí me molestaba, pero en el fondo no me dolía porque su opinión ya no tenía para mí ningún valor. Él había perdido todo derecho a alardear sobre moralidad frente a mis ojos. En cambio, que lo hiciera Roberto quien siempre había visto lo mejor en mí y me había ayudado a potenciarlo, quien me había cuidado desde pequeña y cuya amistad me era más preciosa que el aire, hizo que se me cerrara un nudo en la garganta.

No quería que mi mejor amigo me viera como un monstruo.

Sin saber cómo excusarme ante sus reproches, me eché a llorar.


Rober me abrazó y acarició mis cabellos, esperando que me calmara, sin decir nada más. Cuando mis sollozos amainaron, me besó en la frente como hacía las pocas veces que tenía que regañarme y tomándome de la mano me invitó:

—Caminemos.

Recorrimos la ruta que ya se me había hecho familiar y que había ganado además mi predilección. La Plaza Spianeda aún estaba llena de transeúntes y turistas que se fotografiaban junto a las elegantes construcciones que la bordeaban.

En el centro, un niño pateaba tímidamente una pelota, la empujaba con miedo, como si estuviera haciendo algo incorrecto, y el balón apenas tenía impulso suficiente para ir desde el pie izquierdo hasta el derecho, y regresar luego, despacio, como si el derecho lo hubiese regañado. El niño era muy hermoso. Tendría unos 12 años, de cabellos negros ensortijados, piel bronceada y profundos ojos verdes cargados de tristeza.

¿Qué motivos podría tener un niño para estar triste?

Bien lo sabía yo.


—El primer juguete que tuve fue una muñeca —Comencé a hablar con una voz muy pequeña apenas audible—. Yo tenía 5 años y mi mamá estaba saliendo con un señor muy agradable. Era rubio, como yo, y por eso me gustaba pensar que era mi padre de verdad. —Tragué saliva—. Siempre me revolvía el pelo cuando llegaba a casa y me llamaba "palomita". Nunca me pegó. —Roberto me llevó hacia un banco y me hizo sentarme para que dejara de respirar tan agitadamente como lo hacía—. Un día peleó muy feo con mamá y estuvo dos días sin aparecer por casa. Durante esos días ella me gritó más que nunca. Recuerdo que pensé que quizás lo extrañaba también. —Solté una risita cínica—. Al tercer día, él llegó, cargando un ramo de flores. Eran narcisos del color de mi pelo. Nunca había visto flores tan hermosas. Además, traía una cajita forrada en papel caqui que me hacía arder de curiosidad. Mi madre lo recibió con gritos. Tiró las flores y le pegó, echándolo de casa. Yo lo vi todo escondida bajo la mesa. En ese entonces, aún no tenía un escondite mejor. —Sonreí con amargura—. Cuando pasó por mi lado, vi que sus ojos estaban húmedos y en el rostro llevaba la marca de la bofetada que le había dado mamá. Se marchó. Se marchó para siempre, pero antes de irse se agachó hasta encontrar mi escondite secreto y me entregó la cajita. "Para ti, palomita", me dijo, y en ese momento quise irme con él. —Roberto sujetaba mi mano y me miraba como si me viera por primera vez—. Pero no lo hice. No pude. Y esa muñeca, esa pequeña muñeca de trapo fue el mejor y único regalo que tuve durante toda mi infancia. —Me sequé una lágrima que pugnaba por salir—. Hasta que la suerte me sacó de aquella casa, hasta que pude alejarme de ella y de todo el odio que siempre me demostró.

—Andy —Roberto intentó hablar.

—El siguiente novio si me pegaba, ¿sabes? —Vi la conmoción en el rostro de mi amigo—. Me obligaba a quitarle las botas y a hacerle recados, y cuando hacía algo mal u olvidaba algún mensaje, me daba azotes en las piernas con una hierba silvestre que crecía cerca de la casa y que escocía más que el cinturón. Ella solo se reía al verme correr para escapar de las palizas. Ese si le gustaba. La llevaba a mal traer que era lo que se merecía, pero como parecía gustarle no representaba un castigo suficiente.  —Hice una larga pausa—. Aún así, supongo que debo sentirme afortunada porque ninguno de esos hombres que pasaron por casa intentó tocarme, ya sabes, de esa forma. —Tartamudeé porque la sola idea de que aquello pudo haber pasado, hizo que mi calvario pareciera de rosas—. Quizás era demasiado pequeña aún, pero seguramente no hubiera podido escapar de ese destino si me hubiera quedado más tiempo con ella.

—Perdóname —dijo él con un tono diferente al que había usado antes—. No tenía idea. ¿Por qué nunca nos contaste?

—¿Para qué? —Me encogí de hombros—. Yo no quería pasarme la vida recordando esas cosas, quería dejarlas atrás, olvidar, y eso fue lo que hice. Con vosotros. —Apreté su mano—. Yo sí seguí adelante, Ro. Volver atrás sería demasiado doloroso para mí. Quizás si me haya marcado permanentemente. Probablemente lo hizo. Pero hacer las paces no me hará sanar. Lo que me hizo no puede ser curado, pero si puedo evitar que me lo vuelva a hacer.

—Eso no pasará. —Trató de hacerme ver él—. Ya no eres una niña, ni tampoco estás sola. Los papeles han cambiado, ¿no lo ves? Ahora es ella quien no tiene a nadie, no tiene nada, y lo único que quiere es tu perdón. Sabe que se merece lo que le está sucediendo. Me lo ha dicho. Sabe que toda acción tiene una consecuencia, pero lo mínimo que merece es morir en paz. Se que eres suficientemente misericordiosa como para concederle eso.

—No lo soy. —Estaba sorprendida de mi propia dureza—. Ya la perdoné, frente a Dios, lo hice, pero no quiero acercarme a ella. No puedo fingir que la quiero, que me importa, solo porque está enferma. No le deseo a nadie la muerte, pero no voy a derramar una lágrima por ella. Si te digo otra cosa te estaría mintiendo.

—Está bien —concedió Rober—. No voy a presionarte. Se que tienes tus razones y la decisión te pertenece solo a ti. Al menos tienes la oportunidad de cambiar de idea. Sabes que está aquí, que está cerca y que quiere verte. Si sientes que necesitas decirle algo, sabes dónde encontrarla. —Mi amigo finalizó su discurso con un abrazo de consuelo que me hizo mucho bien.

Luego seguimos hablando de otras cosas. Le pregunté por Naomi, por su galería, por Val. Le conté de Alessandro, de mi curso, de todas las novedades que la distancia nos había privado de compartir.

Cuando la luna ya se alzaba en el cielo, nos despedimos. No mencionamos más a Blanca y él no volvió a insistir, lo cual le agradecí inmensamente.


Caminaba en busca de un taxi, cuando noté que el niño seguía allí. Ahora estaba sentado y hacía girar la pelota entre las manos, con la mirada vacía. Se me ocurrió que quizás estaba perdido y me acerqué.

—Hola —le dije con una sonrisa para que viera que podía confiar en mí, pero luego se me ocurrió que esa misma técnica debían de usar los depredadores sexuales, así que cerré los labios—. ¿Qué haces por aquí tan tarde?

El chico me miró, inexpresivo, y creí que no me había entendido. A menudo olvidaba que estaba en otro país.

Are you lost? —volví a intentar— Where are your parents?

—No debo hablar con extraños —me respondió en perfecto español. Bien, por lo menos conocía una de las reglas básicas.

—¿Tus papás saben que estás aquí? —volví a preguntar.

—No tengo padres.

La forma tan tajante en la que hablaba , su mirada perdida y lo anacrónico que lucía en aquel parque desierto le daban cierto aspecto macabro, como si hubiera entrado de pronto en una película de terror y en cualquier momento el chico fuera a saltar sobre mí para asesinarme con su pelota explosiva.

Tenía la necesidad de detenerme.


—¿No tienes frío? —La noche había refrescado y el vello de mi brazo se erizaba ante la brisa. Él negó con la cabeza.

Noté que vestía solo un short y una camiseta, las ropas eran sencillas pero estaban limpias y cuidadas. No parecía ser un indigente. Pensé que ya que el chico no quería hablar conmigo, lo mejor era marcharme, pero sentía una especie de fascinación por él y estaba intrigada por su singularidad.

—¿Vives cerca de aquí? —Él me lanzó una mirada de fastidio que gritaba "Déjame en paz"—. Solo estoy preocupada porque llevas mucho rato en la plaza solo, es tarde y alguien debe estarte esperando.

—¿Quién eres? ¿Él te mandó a buscarme?

—Me llamo Andrea y nadie me mandó, solo pasaba por aquí. ¿Tú cómo te llamas?

—¡Luca! —La respuesta vino de otra parte de la Plaza en forma de grito. Él se levantó de un salto, dejando caer la pelota y hasta yo di un respingo por la sorpresa.

Me volteé y descubrí a un sacerdote que caminaba hacia nosotros. Su rostro era severo y adiviné que el chico estaba en problemas. El hombre se me hacía extrañamente familiar, pero no podía recordar donde lo había visto antes.

—Debo irme —dijo Luca, corriendo al encuentro del cura. A medio camino se volteó y me lanzó una sonrisa tímida que resultaba rarísima en su inexpresiva cara—. Adiós, Andrea —me dijo.

El hombre comenzó a reñirle en griego, mientras Luca clavaba los ojos en el suelo y adoptaba una postura de soldadito que hizo que se me encogiera el corazón. En un momento, el hombre me miró, y entonces lo reconocí.

Era el sacerdote de San Spyridonas, el mismo que había visto con Aless, meses atrás, pero además era el cura que había casado a Laura y a Julián.

¿Cómo no me di cuenta antes?

Había algo en él que no me gustaba, no me gustaba como trataba a aquel niño, no me gustaba su cercanía con Alessandro y no me gustaba que siendo un cura, me inspirara tan poca confianza. Parecía cualquier cosa menos un representante de Dios.

La forma en que me miraba era de desdén, como si odiara lo que yo representaba, como si hubiera cometido contra él una ofensa personal.

Pues tú tampoco me agradas.


Se llevó a Luca del brazo y solo cuando se fueron me di cuenta de que el niño había dejado abandonada la pelota. Recordé las veces que yo tuve que esconder mi muñeca para que mi madre no me la quitara y sentí lástima por el pequeño.

La recogí y la guardé en mi bolso, porque tenía la extraña certeza de que más temprano que tarde, lo volvería a ver.

Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro