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Capítulo 3


6 de septiembre.

Desperté sobrecogida por la extraña certeza de que algo muy loco había sucedido. La moralidad, profundamente arraigada en mi consciencia, me hacía sentir que me había portado mal, muy mal.

—Ay Dios mío, Dios mío —blasfemaba sin parar, usando el santo nombre para enfrentar algo que estaba lejos de serlo.

Cuando mis ojos se adaptaron a la penumbra de la habitación pude comprobar el estado en que me hallaba.

Estaba desnuda. Completamente desnuda. Ni siquiera una sábana cubría mi dolorida anatomía. Porque sí, me dolía hasta el último cabello. Bajé la vista y comprobé la razón de algunos de mis dolores. Mis pechos lucían soberbios moratones, prueba de los mordiscos, apretones, o la combinación de ambos. Mis nalgas aún estaban rojas tras recibir los azotes que una voz extraña, muy parecida a la mía, había exigido con desaforo. Al menos era eso lo que me decían mis nublados recuerdos. Incluso mis muñecas llevaban marcas rosáceas, prueba de que habían sido atadas.

—¡Dios mío, Dios mío! —No conseguía parar de decir, confundida y perturbada por lo que con tanto gusto había hecho la noche anterior.

Estaba tan absorta en mi propio cuerpo y en organizar en mi mente los hechos de la víspera que no reparé en que no estaba sola, hasta que una mano, enorme y extraña —no tan extraña— se posara, en la inconsciencia del sueño, sobre uno de mis pechos maltratados y lo apretara como quien aprieta una pelota de goma.

Fue entonces que lo vi, que los vi.

Estaba en una lujosa suite, algo distinta al resto de las habitaciones del hotel. Las paredes pintadas de negro y rojo le daban un ambiente de antro de perdición. Los únicos muebles eran un par de sofás de formas intrincadas, a los cuales les adivinaba usos puramente sexuales. Casi todo el espacio lo ocupaba la enorme cama con dosel, en la que me hallaba. Tenía al menos 3 metros de ancho y 5 de largo. Las sábanas de satín eran color rojo vino y estaba cubierta de cojines y mullidas almohadas. Sobre mi cabeza, enganchadas en las barandas de hierro, que adornaban en intrincados diseños la cama, había unas esposas de metal y al moverme un poco, descubrí, oculto entre las sábanas, un tremendo vibrador negro, cuya viscosidad delataba que había sido usado.

No estaba sola.

Compartía el enorme lecho con otras dos personas.

La mano que apresaba mi pecho pertenecía a un musculoso brazo que llevaba a uno de los rostros más atractivos que había visto en mi vida. El cabello era dorado, literalmente parecía estar hecho de hebras de oro. Las cejas definidas y perfectas, me hicieron desear pedirle una cita con su estilista. Una nariz roma sobre unos labios que parecían esculpidos en mármol y la piel más tersa que pueden crear el sol de Grecia y una genética de concurso. El chico también estaba desnudo, y el resto de su anatomía era igual de despampanante. Si hubiera tenido tiempo y el cerebro algo más espabilado, me habría puesto a contar cada uno de sus músculos, porque a pesar del estado de relajación en que se hallaba, tenía músculos dónde no sabía que debían de haber.

Mi escaneo continuó hasta sus piernas y, en medio de ellas, encontré algo que me hizo tragar saliva.

Si el vibrador que, por alguna razón, seguía sosteniendo, me había parecido grande, aquel miembro, aun en estado de flacidez, no tenía nada que envidiarle.

—Dios mío, ¿todo eso estuvo dentro de mí? —pensé en voz alta, usando una vez más el nombre de Dios para acompañar mis pecaminosos pensamientos.

Pecado.

Hamartía.

La bebida que lo había desencadenado todo.

¿Qué rayos contenía ese trago?

Mis confusos pensamientos siguieron vagando en una ruta de placer culposo hasta observar el cabello castaño que cubría parte del pecho del Adonis dorado.

Una chica.

Una preciosa chica estaba con nosotros en la cama. Comencé a detallar, como había hecho con su compañero, su cuerpo desnudo, pero un curioso pudor me hizo a apartar la mirada.

Estaba anonadada, sorprendida por hallarme en un escenario tan inverosímil.

Había bebido. Había bebido mucho. Lo había hecho intencionalmente para desinhibirme y disfrutar como no lo había hecho nunca antes. Pero mi intención era solamente divertirme. Sí, claro que había considerado ligar, y llevarme a la cama a uno de los guapísimos griegos de la fiesta tampoco estaba fuera de la mesa.

Pero, ¿un trio?

No, definitivamente no había considerado un trio como una posibilidad.

¿Cómo iba a hacerlo?

En la breve y aburrida historia de mi experiencia sexual, esa opción jamás había estado ahí. Había fantaseado con la idea, por supuesto, pero era como esas cosas con las que sueñas despierta, con la seguridad de que nunca sucederán.

Pero había sucedido.

Me había bastado una semana en Grecia para recuperarme del engaño de mi ex prometido gay y, más aún, para sacar a una Andrea que no sabía que llevaba dentro.

Una que era capaz de hacer un trio.

No conseguía recordar todos los detalles de la noche, y aunque una parte de mi creía que era una lástima no conservar registros de la primera y más grande locura que había hecho, la otra parte, la parte sensata que aún me dominaba, se alegraba de que fuera así.

La mojigata que vivía en mí se habría escandalizado de observar las escenas que, a juzgar por las marcas de mi cuerpo, habían sido intensas.

Era lo mejor. Una noche de locura y desenfreno estaba bien, pero iba a pasar tres largos meses en aquel lugar y no era ese el estilo de vida que quería llevar. Como despedida del hotel y de las paradisíacas vacaciones había sido ideal. Pero había llegado el momento de abandonar el balneario y comenzar a buscar un lugar donde la Andrea sensata habría de vivir.

Armada con esa resolución y, sorprendentemente, sin albergar demasiados remordimientos, solté de una vez el vibrador negro, me deshice de la mano que acariciaba mi pecho y me levanté para ducharme y marcharme de aquel lugar, antes de que despertaran mis compañeros.

Abrí la puerta del baño y me quedé petrificada ante la escena que se reveló ante mí.

Del otro lado de la mampara de la ducha, dos cuerpos en celo se besaban bajo el agua que mojaba sus cuerpos y ahogaba sus gemidos.

Me quedé estupefacta, incapaz de mover ni un solo músculo, observando la escena que había activado un diminuto cosquilleo en mi vientre. La transparencia del material me daba una visión perfecta de lo que ocurría. Brazos y piernas se fundían, envueltos en una nube de vapor, las bocas se devoraban y la habitación hervía de pasión e intensidad.

Tras unos segundos, los amantes se percataron de mi presencia e interrumpieron sus caricias.

Good morning, beautiful —me saludó en inglés la chica, al tiempo que descorría la mampara, dejándome verla en todo su esplendor.

Tenía el cabello negro cortado al estilo masculino, y unos felinos ojos verdes. Reconocí sus ojos. Eran los mismos ojos que, ocultos por un antifaz dorado, la noche antes, me habían ofrecido una extraña bebida.

Tenía una sonrisa deslumbrante. Era delgada, muy alta y esbelta. Tenía largos muslos torneados y pechos pequeños por los que rodaban diminutas gotas que se deslizaban hasta su bonito ombligo, adornado con un piercing plateado del que colgaban pequeños diamantes. Las gotas de agua morían en el oscuro vello, antesala de su intimidad.

Tragué saliva.

El chico era delgado y muy joven. Tenía unos abundantes rizos castaños y una mirada oscura, cargada de malicia. Me dijo algo en griego que no entendí, pero adiviné que sería una invitación a unirme a ellos. Logré salir, con dificultad, de mi estupor y mascullé una disculpa.

Sorry, so sorry —tartamudeé—. I must go —dije, pero por alguna razón continuaba plantada en el suelo, sin dejar de escanear los cuerpos desnudos, con la mandíbula luxada.

Ni corta ni perezosa, la chica salió de la bañera y, sosteniendo mi cara con sus finas manos, me estampó un profundo beso en los labios.

Su lengua experta se introdujo en mi boca, explorándola, como quien intenta descubrir algún tesoro. Sorbió mis labios y acarició cada parte de ellos con los suyos. Fue un beso lento, suave, delicado. El beso que solo puede dar una mujer.

Me gustó. No puedo negar que me gustó. Pero cuando la mano de la chica se desplazó hasta mi sexo, di un respingo y me aparté.

Volví a la realidad e intenté escabullirme a toda prisa de aquel lugar, de mi propia confusión y del palpitar que sentía en mi entrepierna.

Al salir del cuarto de baño, tropecé con la alfombra y casi me doy de bruces contra el suelo. Sentí las risas de mis compañeros a la espalda, pero casi al instante se reiniciaron los gemidos, prueba de que mi intervención no había hecho menguar la intensidad del deseo.

Intenté organizar mis ideas.

Dos más.

Dos personas más solo podían significar una cosa: orgía.

Un trío ya me parecía lo bastante escandaloso, pero aquello iba más allá de mis fantasías más locas.

No había tenido sexo con dos personas, sino con cuatro, dos de ellas mujeres.

¿Quién eres y qué has hecho con Andrea?

Los movimientos en la cama me alertaron de que mis otros dos acompañantes estaban a punto de despertar.

Busqué mi ropa, desesperada por escapar de allí, antes de verme envuelta, de nuevo, en una situación que, ya sobria, no me parecía tan maravillosa como había interpretado al despertar.

Hallé mi vestido abandonado sobre un sofá. No hubo suerte con las bragas. Pero decidí no perder más tiempo, y sin calzarme siquiera los zapatos, salí de la habitación.

Entré al ascensor que, afortunadamente, estaba libre de huéspedes, pero no completamente vacío. Podía sentir los prejuiciosos ojos del botones sobre mi maltrecho cuerpo. Hice el viaje hasta mi piso, sin despegar los ojos del suelo y sintiendo las mejillas arder de la vergüenza. Al llegar a mi planta, salí disparada, tirando de los bajos de mi vestido, para que aquel señor no pudiera notar que no llevaba bragas.

Una vez en mi propia ducha, en mi propio cuarto, al menos por unas cuantas horas más, me permití relajarme y respirar. Dejé que el agua limpiara mi piel y terminé de hacer control de daños. Además de los moratones en pechos y muñecas, tenía algunos en el cuello. Las marcas de las muñecas podría disimularlas con algunas pulseras, pero para el cuello necesitaría una bufanda. Me dolía cada músculo y el sexo me ardía. Me restregué a conciencia, intentando borrar los restos de aquella noche tan tormentosa.

Sentí que el remordimiento comenzaba a abrirse paso en mi mente y luché contra él. No quería seguir siendo una mujer que vivía arrepentida o reprimida.

Había salido de mi zona de confort, tal vez había llegado un poco más lejos de lo que había esperado, pero no pasaba nada. No había nada de malo en experimentar. ¿Qué mejor oportunidad tendría que esa?

Una fiesta de máscaras en un hotel lujoso, en un país extraño, con personas a las que no volvería q ver nunca más.

Nada de lo que había hecho repercutiría en mi vida. Había sido solo una aventura. Una noche loca para atesorar y recordar con nostalgia en la vejez.

Recordar.

Me molestaba no poder recordar.

¿Cómo sabría entonces hasta dónde había llegado?

Qué más daba.

Lo había disfrutado, de eso estaba segura. Y no puede ser malo algo que sabe tan bien.

A fin de cuentas, ¿no era eso lo que quería? Vivir las cosas que me había negado a mí misma, toda la vida. Aprovechar la licencia que me había dado la máscara y el glamour del hotel para probar todo con lo que alguna vez fantaseé.

Y un poco más...

Algo más repuesta y con la mente más serena, salí del baño y me preparé para el próximo paso.

Al día siguiente comenzaba el curso. Esa misma tarde finalizaba la estancia reservada en el hotel. Debía buscar un lugar donde vivir, uno que se adaptara a mis posibilidades económicas y que me permitiera conocer la otra parte de Corfú. La ciudad, la cultura, la idiosincrasia de pintoresco pueblo griego, también se me antojaban fascinantes.

Comenzaba la segunda parte de la aventura.

Me vestí con un jean y un suéter beich de cuello alto y comencé a empacar.

En el camino a la recepción, me aseguré de tomar otro ascensor para no toparme con los ojos juzgadores del botones. Entregué la llave de lo que había sido mi cuarto esa paradisíaca semana y me subí al taxi que habría de llevarme al pueblo.


*****

¡Ay Dios! ¡Se calentó esto! Nuestra rubia se ha vuelto pelirroja y también un poco loca... jejeje

¿Qué le habrán echado a ese dichoso coctel? ¿Y qué habrá sido del hombre misterioso?

Lo descubriréis en los próximos capítulos... ;-)

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