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Capítulo 22


27 de septiembre.


Los besitos en la nuca me hacían cosquillas. Me retorcía en sueños, sintiendo las suaves caricias como si fuesen reales. El olor almendrado que tan bien conocía me hizo abrir los ojos y un sobresalto feliz me embargó al descubrir que no soñaba.
Él realmente estaba allí.

—¿Cómo has entrado? —le pregunté a un Alessandro que encontré más guapo que nunca. Se había recortado la barba y el pelo le había crecido mucho. Lucía joven, despreocupado, feliz. Lo adoré.

—Por la puerta —me respondió, encogiéndose de hombros con una sonrisa ladeada, para luego envolverme en un abrazo de oso que hizo saltar a mi corazón de alegría.

—No me digas que has forzado la entrada. —Adiviné, creyéndolo muy capaz de hacerlo.

—Un señor muy serio me ha dejado subir y tú puerta estaba abierta —respondió al fin—. ¿Quieres dejar de hacer preguntas y darme un beso?

¡Claro que quería!

Nos besamos durante largos y perfectos minutos con dulzura, con un cariño tierno que me hizo desear despertar así cada día de mi vida. No había desenfreno ni lujuria en esas caricias, solo ternura y calidez. Luego de mucho mucho rato de estar enredados, dejando que nuestros cuerpos se reconocieran entre sí, finalmente volvimos a hablar.

—¿Qué tal tu viaje? —pregunté.

—Te eché mucho de menos. —Fue su respuesta.

¡Ayyy! ¿Por qué decía cosas como esa?!

Así era imposible no quererlo.

Lo besé de nuevo para no tener que decirle cuanto lo había extrañado yo, y esa vez el beso se tornó en algo más tórrido.

Hicimos el amor... ¡Dios! Ya comenzaba a usar la palabra con A para describir lo que hacíamos, pero es que esa vez había sido tan diferente a las otras. Me había tocado con una delicadeza casi antinatural en él y, cuando entró en mí, me miró con una devoción tan sincera que sentí que por primera vez se me estaba entregando por completo, que me estaba dando acceso a su corazón.

Sí. Estaba perdida.

Recordaba las palabras de Gia, pero a la vez me parecía que si alternábamos episodios hard core con sweet fairy tales, perfectamente podría sobrellevar la situación. Amaneceres como ese compensaban todos los momentos de desazón que pude haber tenido antes.

De todas formas, iba a seguir el consejo de la italiana y poner las cartas sobre la mesa.

Definir mis límites.

—Tenemos que hablar. —Yo estaba acostada sobre él, descansando la cabeza en su pecho. Su sólida enormidad me parecía el colchón más perfecto del mundo.

—Debí imaginarlo —me dijo, con una insólita hilaridad—. Las mujeres adoran esta posición para hablar de temas "serios".

Lo miré, haciendo morros, y descubrí que tenía una gran sonrisa instalada en la cara. Podía acabar acostumbrándome a sus sonrisas.

Me senté a horcajadas sobre él, posición que tampoco era muy ideal para conversar, teniendo en cuanta que estaba desnuda. Aunque, pensándolo bien, discutir desnudos se estaba convirtiendo en nuestro rollo.

—He pensado mucho sobre lo que sucedió la última vez nos vimos y creo que hay algunas cosas que necesitamos aclarar —dije, tratando de mantener ligero el ambiente. Él colocó las manos detrás de su cabeza en actitud relajada y divertida.

—Te escucho. —El que sonriera todo el rato me desconcertaba y al mismo tiempo me hacía perder seriedad en mi discurso.

—Aquella noche acabé muy confundida, porque aunque disfruté mucho lo que me hiciste, al mismo tiempo me sentí humillada, usada, como si perdiera mi humanidad y me convirtiera en un objeto. —Su expresión se fue tornando un poco más seria—. No quiero volver a sentirme así.

—Comprendo —respondió, evitando mi mirada.

—Sin embargo —continué—, no quiero dejar de verte. —Él se mostró aliviado al escuchar esa parte—. Quiero seguir explorando mis límites contigo, porque tú me has hecho conocer un nivel de placer que no alcanzaba siquiera a imaginar. Quiero que sigas enseñándome como es el sexo para ti, pero no intentaré nada con lo que me sienta incómoda. No quiero que me presiones ni trates de forzarme a nada.

—Nunca lo haría —contestó con rapidez—. Te dije que iríamos de a poco. Quizás me dejé llevar porque tú me gustas mucho —reflexionó—, pero, si fue demasiado para ti, debiste usar tu palabra de seguridad.

—Sobre eso —lo interrumpí—, lo de la palabra no funciona del todo para mí. Es muy complicado decidir si quiero continuar o detenerme cuando no soy consciente de mi propia realidad. Aquella noche estaba librando una lucha interna delirante. No sabía si era más fuerte el dolor o el placer.

—Pero eso es justamente de lo que se trata —me explicó—, de traspasar los límites, fundirlos, dinamitar tu cuerpo en una explosión de sensaciones.

—Ya... —estaba tambaleando en mi argumento, ya no estaba segura de que era exactamente lo que quería reclamarle. Debí haber practicado antes.

—Andy, tú me pediste que te mostrara como era, y yo te mostré el extremo de control que suelo ejercer en mis sumisas, aunque estuve lejos de llegar al extremo de dolor. —Yo tragué saliva. Entonces recordé algo que en su momento me había perturbado.

—Cuando comencé a llorar, vi tu rostro y estabas eufórico, como si mis lágrimas te excitaran el doble que el acto sexual en sí mismo. ¿Es el sufrimiento del otro lo que te causa placer? —Él guardó silencio ante mi pregunta y yo me estremecí—. ¿No has pensado en buscar ayuda? —Aless dejó atrás por completo su expresión risueña, con brusquedad, me bajó de su cuerpo, se levantó de la cama, enfadado, y comenzó a vestirse.

—No necesito ayuda —refunfuñaba—, ni tampoco la quiero. Estoy bien con lo que soy, y si a ti no te parece, eres libre de hacer lo que más te plazca, pero no intentes aleccionarme. Yo no te he obligado a estar conmigo. Has venido a mí por tu propio pie, todas y cada una de las veces. ¡Maldita sea! ¿Por qué tienes que arruinarlo todo?

Alessandro estaba fuera de sí. Recorría el cuarto de un lado a otro, sin mirarme, como un perro rabioso. Yo lo observaba, anonadada, sin saber qué hacer para calmarlo. No me gustaba nada la forma en la que se estaba comportando. Mi comentario no había sido planeado, por el contrario, se me había escapado en medio del discurso elaborado que había planeado soltarle, pero la idea había acudido a mi mente de repente. Sabía que había algo de psicótico en él, no podía definir cuál era exactamente su trastorno, pero sabía que había alguna pieza en su cerebro que no encajaba donde debería. Quizás un psiquiatra podría arreglar lo que estaba mal con él y, no sé, tal vez ayudarlo a ser un poco más... normal.

Dicho así sonaba horrible, es cierto.

¿Quién me creía yo que era para decidir lo que era normal o no?

Él tenía razón, arruinaba todos los momentos bonitos que teníamos.

—Aless, cálmate, por favor —intenté—. No es mi intención juzgarte ni ofenderte, solo quiero que podamos estar juntos de una forma que nos haga felices a los dos.

—¿Por qué continúas hablando como si fueras una repelente adolescente fanática de Crepúsculo? —Me soltó, con desprecio—. Felicidad, amor... ¿de qué demonios hablas? ¿No puedes, tan solo por un maldito día, disfrutar el momento y dejar las cosas fluir, sin planificarlo todo como si escribieras un ridículo cuento infantil?

Vale, una cosa es que no quisiera que se fuera, pero tampoco iba a permitir que me tratara de esa forma.

—¡Pues perdóname por no querer ser tu maldita muñeca sexual! —le grité, poniéndome a la defensiva. Él soltó algo parecido a un rugido animal de rabia y frustración que me puso los pelos de punta.

—¿Cuándo te he tratado como una muñeca? ¡Joder! Lo único que he hecho es hacer concesiones contigo, sobrellevarte cada vez que haces uno de tus berrinches, y ni siquiera puedes satisfacerme. Que va, no tengo tiempo para esto. He terminado de jugar a las princesas contigo. —Me dio la espalda y, dando un portazo, se marchó.

Yo me quedé aturdida y derrotada, sentada desnuda con las piernas cruzadas, en medio de la cama que él había dejado caliente y que, entonces, me parecía demasiado grande para mí sola.

Eso era todo.

Era el final.

Sin poder evitarlo, comencé a llorar.



***

Descargué toda mi frustración en la cocina. Las últimas clases en la academia habían sido muy interesantes. Estábamos preparando una exhibición para un evento que se realizaría en el Peirasmós la semana próxima. Vendrían algunos chef reconocidos de Europa, y todos estábamos ansiosos y entusiasmados. Claus nos había dividido en equipos de cinco. Cada grupo se encargaría de una parte de la cena: entrante, aperitivo, plato principal y postre. Yo estaba en el equipo del postre, y aunque me estaba costando porque la repostería no era mi fuerte, me alegraba de que la prueba significara un reto para mí porque así podría mantener la mente ocupada para no pensar en el drama de Aless y, a la vez, superarme profesionalmente, venciendo el miedo absurdo que le tenía a la exactitud que requería la repostería.

El ensayo de las tartas había ido mucho mejor que el de los helados, la clase anterior. Había logrado hacer una fabulosa tarta de almendras que me enorgullecía de reconocer que era la más bonita y sabrosa de las cinco.

—¿Cómo consigues un glaseado tan perfecto? —me preguntó Teresa, mirando con decepción el merengue semiliquido que creaba amorfos adornos sobre su tarta de manzana.

—Ah, ya sabes que el decorado es mi fuerte, pero seguro que la tuya sabe mejor. —La animé.

Claus se acercó a nuestro puesto y nos dio el visto bueno por haber terminado en tiempo, señalándonos solo algunos detalles en el acabado.

Tere no levantó la vista del suelo, avergonzada por su trabajo, pero yo acepté la oferta del chef de probar las tartas de mis compañeros. Una degustación de postres era algo que no me perdería por nada del mundo.

—Parece que a tu cabello también le gusta la tarta —dijo Claus, limpiando un mechón de mi flequillo que de alguna forma incompresible se había manchado de merengue.

Al descubrir mi frente, notó el moretón que tenía, producto a la caída de la cama, y que se había hinchado tanto que había tenido que cortarme el fleco para enmascararlo.

El rostro de Claus se ensombreció, no hizo comentario alguno, pero se alejó, ceñudo, de mi puesto como si hubiera descubierto un muy desagradable secreto.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó Teresa.

—No tengo idea. —Me encogí de hombros.



Esperé que todos se fueran y me acerqué a él, tímidamente.

—Claus, ¿tienes un minuto? —Como él no contestó, decidí seguir hablando—. Quería preguntarte acerca de lo que hablamos hace unos días en el coche de Elliot, sobre las becas del CIA. —Tras ese comentario me miró, pero su expresión continuaba furiosa—. ¿Él te pasó los detalles del programa?

—El año académico ya ha empezado. Deberás esperar hasta el próximo.

Aquello fue un balde de agua fría. ¿Que haría hasta entonces? El curso terminaría pronto, ya no tenía un trabajo esperándome en casa, ni una relación, ni la promesa de una... Me sentí casi tan empequeñecida como cuando llegué a la isla.

—Vale. —fue lo único que dije, antes de dar media vuelta y dirigirme a la salida.

—Andrea —me detuvo Claus—. El curso regular no es una opción ahora, pero hay otros cursos que comienzan en enero. Las opciones que ofrecen te pueden servir. —En su rostro se veía que a pesar de estar enfadado por una razón que no acababa de comprender, su lado noble era más fuerte.

—Oh, muchas gracias. —Era increíble lo rápido que estaba cambiando de humor ese día—. ¿Cómo puedo ver los programas?

—Dame tu correo para enviarte la info. Aunque si prefieres, yo mismo puedo comentarte sobre las mejores opciones.

—Por supuesto. Te lo agradecería mucho.

—Vamos, te llevo a casa y te voy contando en el camino.

En el coche, Claus me habló de los diferentes planes de estudio. La opción que más me interesó fue un curso de pregrado por seis meses. Aún sin recibir ayuda financiera, la matrícula era bastante económica y el curso aportaba gran cantidad de créditos para el aval de la matrícula en la universidad.

Mi camino se abría de nuevo, luminoso.

—Puedo hacerte una carta de recomendación y estoy seguro que Elliot también estará dispuesto a ayudarte con la admisión. —dijo, justo en el momento en que parqueaba frente a mi casa. Yo le sonreí, agradecida—. ¿Ya has visitado New York?

—No, nunca. Pero mi mejor amiga está viviendo allá, así que ya tengo roommate. —La idea de vivir con Val en New York me fascinaba. Nos imaginaba como las protagonistas de una serie.

—Genial. Si además necesitas trabajo para cubrir los gastos, también puedo ayudarte con eso. —Era demasiado bueno para ser verdad.

—¿Hablas en serio? —pregunté, sin dar crédito a lo que oía.

—Claro. Casualmente, Elliot y yo vamos a abrir, en unos meses, un nuevo restaurante. Queda a dos manzanas de Central Park, el diseño te encantará, no es nada demasiado fancy, más bien es un negocio familiar, pero de todas formas quiero que la cocina sea de primera. —Yo tenía los ojos como platos de la emoción—. Nunca pierdo oportunidad de captar jóvenes talentos cuando veo que tienen potencial, y creo que tú lo tienes. Si te interesa, tengo un puesto de souschef que lleva tu nombre.

—¡Dios mío! ¡Esto no es posible! ¡He conseguido un puesto en una de las escuelas culinarias más prestigiosas del mundo y además un trabajo increíble con el chef más talentoso y más guapo que ha parido Grecia! —Estaba tan efusiva y feliz que me olvidé por completo de la formalidad y me lancé a su cuello, dándole un abrazo y un sonoro beso en la mejilla.

Claus me sonrió con calidez y, tras el abrazo, nuestros rostros quedaron muy cerca.

Ya he dicho lo loca que me volvía su perfume, ¿verdad?

Él acercó una mano a mi rostro y acarició mi mejilla. Yo cerré los ojos como una tonta, esperando el beso, pero él no me besó. Solo apartó un mechón de mi frente y repasó con sus dedos el inflamado moretón.

—Ha sido él, ¿no es cierto?

WTF?!

—¿Cómo? —Abrí los ojos, intentando disimular lo ridícula que me sentía, y lo miré confundida.

—¿Ha sido Alessandro quien te ha golpeado? —Ahí sí la flipé en colores.

—¿De qué hablas? Claro que no.

—No tienes que defenderlo. Se lo que hace. —Whaaaat?!—. Lo único que lamento es no haberlo enfrentado antes, será mi hermano, pero no por eso permitiré que siga abusando impunemente de chicas como tú.

—Claus, ¿de qué hablas? Alessandro no ha abusado de mí. Él no me ha pegado. Me he golpeado en la frente, al caerme de la cama. —Claus me miró, incrédulo—. Se que suena a cuento, pero es la verdad. Lo juro. Él no me ha hecho nada. Es más, ya ni siquiera salimos. —Salir no era la palabra exacta que describía lo que hacíamos, pero algo tenía que decir.

—¿Estás segura? —Aún no acababa de creerse mi historia.

—Por supuesto que lo estoy. ¿Por qué pensarías algo así? ¿Acaso él... —Me costaba incluso formular la pregunta—, acaso él ha maltratado antes a alguna mujer?

Claus estaba visiblemente incómodo. Era obvio que se sentía contrariado por haber puesto en evidencia a su hermano y, a la vez, se debatía ante la necesidad de alertarme.

—Si dices que ya no se ven, no deberías preocuparte por nada. Has hecho lo correcto al dejarlo.

—Claus, dime que está pasando.

—Nos vemos el lunes, Andrea. —Me despidió, sin admitir réplica y encendió el auto.

Yo no tuve más remedio que bajarme del coche. Pero la duda de lo que acababa de decirme Claus me laceraba el cerebro. Supe que no podría volver a dormir en paz hasta que no supiera toda la verdad.

Y claro, la única forma de saberla era ir a buscarlo para poder preguntarle directamente.

Así es, Andrea, vamos de nuevo hacia la boca del lobo.

Un día de estos te comerá...





***
¡Ay Andy, Andy, lo tuyo es mucho con demasiado!
😅😅

No tomas consejo, hija mía.
🤦🏻‍♀️

Ya el hombre te dijo que se había terminado todo. Está bueno ya, ¡déjalo estar!
😅🤦🏻‍♀️😅

Además, qué haces persiguiendo a aquel trastornado golpeador de mujeres, con este bombón de hombre que tienes a mano y que encima de todo, te va a resolver la vida.

A ver si vamos aprendiendo lo que mejor nos conviene
😏

Eso es todo por hoy, chic@s

Nos vemos en el próximo.

XOXO 💋

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