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Capítulo 21


25 de septiembre.

La boca en mi pezón era suave y experta, aplicaba la presión justa en cada succión, en cada mordisco. A veces abandonaba mi pecho para vagar por mi cuello o juguetear con el lóbulo de mi oreja.
Yo gemía sin control gracias a esa boca, o quizás gracias a otra que, más al sur, hacía maravillas en mi más húmeda cavidad.

¿Qué ser era ese con tantas bocas, con tanta habilidad para hacerme disfrutar?

No quería abrir los ojos para verlo porque la ensoñación de placer a la que me habían transportado sus caricias era mucho más dulce que la realidad, pero quería sentirlo con todo mi cuerpo, quería probar de su sabor.

Como si estuviera leyendo mi mente, la boca se acercó a mis labios y me besó. Fue el beso más exacto que había recibido alguna vez. Digo exacto porque no se me ocurre ningún otro adjetivo para describir como encajaban nuestros labios, como era perfecta nuestra sincronía. La boca parecía anticiparse a todos mis deseos, me daba exactamente lo que quería, incluso antes de que pudiera pedirlo. Sabía a moras, era adictivamente dulce, yo podría haber seguido besándola por siempre, sino fuera por la catarsis que me sobrevino en forma de espectacular climax, cuando la boca del sur aumentó el ritmo de su ataque. La lengua se hundía en mi sexo como en una cueva encantada, sin miedo, con precisión y tocando los sitios exactos para hacerme reaccionar.

Tuve que gritar.

Pero la boca de arriba se bebió mi rugido, robándome el aire y el sentido, mientras una mano —¿también tenía manos aquel ser?— apretaba mis pechos, y otra entraba en mi cuerpo, tocando el punto exacto para precipitar mi explosión.

Abrí los ojos y comprobé que no era un ser fantástico y deforme el que me poseía.

Eran dos.

Dos bellas y exquisitas mujeres que me hacían el amor de una forma en que ningún hombre había sabido hacerlo antes.

La primera, delgada y morena, se me hizo familiar, como si en otra vida la hubiese conocido íntimamente. Sus ojos verdes centellaban con malicia, pero su atención no era toda para mí. Estaba concentrada en algo más, con alguien más que en ese momento no fui capaz de detallar.

La segunda, sin embargo, era toda mía. Ascendió desde mi sexo, limpiando sus labios con el dorso de la mano y colocándose a horcajadas sobre mí, permitiéndome apreciarla a plenitud.

Su pelo era una red color chocolate que contrastaba a la perfección con la piel aceitunada. Los ojos eran dos almendras brillantes y los labios un trozo jugoso de frutilla.

Era bellísima.

Por no hablar de sus atributos más sensuales. Tenía dos pechos redondos que cabían exactos en el hueco de mis manos y resultaban turgentes y suaves al tacto, a excepción de los pezones oscuros, del color de su pelo, que parecían un texto santo escrito en braille. Me metí uno en la boca solo para comprobar su sabor y la sensación fue tan grata que tuve que quedarme por un rato prendida a él, como un bebé que lacta por primera vez.

El vientre era plano, pero las caderas eran pronunciadas y las curvas de guitarra incitaban a tocar sin parar la obra de arte que era esa mujer.

Sus glúteos y muslos llamaron especialmente mi atención porque eran bastos, pero no conocían la flacidez o la celulitis, eran dos trozos macizos de carne que provocaba amasar.

Toda ella era una tentación andante. Yo estaba encantada con sus labios, con sus pechos, con su cabello.

Solo su sexo me daba miedo.

No porque fuese extraño o menos atractivo, sino porque al verlo recordaba el mío, recordaba nuestra similitud y se sentía incorrecto unir dos polos tan iguales.

La primera vez que la toqué lo hice casi con cautela, como si fuera a morderme.

Estaba completamente depilada, mojada y cálida. Era agradable estar allí, pero mi mano era tímida, no se atrevía a ir más allá.

Ella me sonrió y, con suavidad, guió mi mano hacia su entrada. Me hizo recorrer sus recovecos, sin obligarme, pero dirigiendo mis movimientos con magistral pedagogía. Aprendí que tocarla a ella no era muy distinto a tocarme a mí misma. Nuestra similitud era una ventaja que podía aprovechar. Así que lo hice.

Deslicé mis dedos con suavidad por su mojada abertura. Me detuve en el sobresaliente botón superior y comencé con delicados círculos, acrecentando el ritmo, en la medida que sus gemidos iban en aumento.

Yo estaba gimiendo también.

Provocar su placer era insólitamente excitante porque ella era tan hermosa que daba gusto verla sonrosada y acalorada gracias a mis manos.

Se rindió al placer y bajó de mí, recostándose a mi lado, abandonando su labor de guía y dejándome por mi cuenta. Me encantó esta nueva autonomía porque estaba disfrutando mucho de la tarea.

Me arrodillé entre sus piernas y me atreví a hacer lo que más miedo me daba. La besé allí donde la palpitante y empapada piel me lo pedía. Hundí mi cara en ella y por ese instante me olvidé de que era otra mujer a quien besaba, me olvidé de que el líquido viscoso que manaba de ella sabía raro y resultaba tan abundante que manchaba mi cara, me olvidé hasta de mi nombre y me dediqué a hacerla gozar como ella había hecho conmigo.

Al principio, no supe bien que hacer. Aquel lugar, visto de cerca, era laberíntico y tan mojado que podías resbalar. No sabía a que partes exactamente debía dedicarle mi atención, pero decidí escucharla, y con la guía de sus gemidos fui recorriendo una ruta exquisitamente nueva. Me permití explorar a mis anchas, experimentar, jugar con cada pliegue, con cada entrada, me permití saborear cada rincón, e incluso entré en el apretado sitio que se contraía involuntariamente con los embites de mi boca. Mis dedos encontraron un sitio, el sitio, ese pequeño y rugoso que desencadenaba la avalancha. Así que presioné, recordando la forma en que lo hacía conmigo misma, con pequeños toquecitos primero, luego apretando cual timbre, mientras mis labios succionaban el creciente garbancito.

La respuesta fue rápida. Ella se arqueó tan violentamente que tuve que aferrar los muslos compactos con mi mano libre para controlar sus movimientos. Seguí, atacándola sin tregua hasta que mi rostro quedó empapado, más empapado aún, con el néctar que salió de su ser, al tiempo que otro cuerpo extraño penetraba sorpresivamente en el mío.

No tuve tiempo de reaccionar pues el hombre que me penetraba asió mis caderas con tal fuerza que no podría haberme escabullido aunque lo hubiese querido.

No quería.

Su miembro era tan grande que lo sentí en mi ombligo, pero sorprendentemente no me dolía.

¿En que momento me había mojado tanto que aquel pedazo enorme había resbalado por mi túnel como si nada?

La gente de verdad subestima el placer que produce satisfacer a otro.

La embestida me había sorprendido en cuatro patas, pero aquel hombre bombeaba con tanto ímpetu que tuve que reclinarme, apoyando mis codos en la cama, para poder soportarlo.

La ninfa castaña había desaparecido, pero aunque no podía verla, podía escuchar sus gemidos, que me había aprendido de memoria, en otro lado del cuarto.

No eran los únicos. Por doquier se escuchaban jadeos y exclamaciones sexuales y, por alguna razón, mis propios gemidos parecían querer competir con los del resto.

Si ellos gritaban, yo gritaba más fuerte, y aquella sensual emulación me excitaba de una forma extraordinaria.

Luego de varios minutos de musicales vocales que exhalaba más que pronunciar, caí en cuenta que aún no sabía quien era el causante de mi placer.

Miré hacia atrás para encontrarme con un monumento de hombre, fuerte y dorado como el sol, que me penetraba sin piedad, como si en ello se le fuera la vida.

Tanta belleza y tanto goce me tenían completamente aturdida, mareada e incapaz de comprender la realidad de lo que sucedía.

El rubio me miró con la intensidad de quien está a punto de correrse y, con brusquedad, enredó mi cabello en su puño y tiró de él, haciéndo que me incorporarara casi hasta pegar mi espalda a su torso.

Yo grité, pero mi voz fue silenciada por algo que se interpuso entre el sonido y el espacio.

Otro hombre había aparecido de repente ante mí, introduciendo su polla, a fuerza, en mi boca.

Quise protestar, pero no tenía las fuerzas ni la voluntad para hacerlo, porque mi climax estaba muy cerca y los ambiguos conceptos del bien y el mal resultaban difusos, y hasta lo real había perdido su consistencia.

En el estado en que me hallaba, mi cerebro era incapaz de ordenarle a mi boca que se moviera de alguna forma que resultara eficiente para mi nuevo compañero, así que me limité a abrir los labios y dejar que aquel chico se moviera dentro y fuera de ellos con el ritmo que él mismo escogió.

Su pene no era tan grande, así que podía introducirlo en mi boca por completo, sin sentir la tentación de vomitar.

En los momentos finales, ambos hombres se pusieron tácitamente de acuerdo en el ritmo en que penetraban mis distintos agujeros. Era tan intenso que mi cuerpo se estremecía por sus ataques.

El dorado adonis comenzó a azotar mi trasero con saña, sin parar de tirar de mi cabello y bombeando tan hondo y tan rápido que el colapso llegó, incluso antes de lo que creí.

Nos corrimos juntos.

Los tres juntos.

No recibí la descarga en mi interior gracias al condón, pero mi boca se inundó del caliente y espeso líquido. Fue tanto que no conseguí tragarlo, se escurría por la comisura de mis labios, mientras yo jadeaba, recuperándome de mi propio orgasmo.

Me dejé caer en la cama, exhausta y satisfecha, y rodé con tanto impulso que caí al suelo.




Solo entonces desperté.

Me llevé tal susto al ver las paredes rosas y los cuadros de paisajes que decoraban el cuarto de Maria y David, que no le di importancia al tremendo golpe que había recibido mi frente al impactar contra el suelo.

Estaba empapada en sudor, temblorosa y confusa, pero lo que más me trastornaba era la humedad que cubría mi entrepierna.

Acababa de tener mi primer sueño húmedo.

No un sueño, un recuerdo.

El recuerdo de aquella tormentosa primera noche había regresado a mí, descolocándome por completo.

Lo que me aturdía no era el hecho de las cosas que finalmente sabía que había hecho, sino la nueva certeza del placer que esa experiencia me había proporcionado. Incluso en sueños, revivir el momento había bastado para excitarme.

¿Cuán loco era eso?

A pesar de la innegable intervención de Alessandro en el desenlace de aquel día, todo el tiempo había sido yo, todo había sido mi decisión y si bien el alcohol había conseguido desinhibirme, era tan vívida la sensación de realmente querer lo que estaba haciendo que no podía haber sido de otra forma.

La escena de mis sueños era tan diferente a mí, a lo que yo sabía de mí misma. Pero, por otro lado, ¿qué era lo que sabía? ¿Quién era Andrea, en realidad?

¿Era la chica de las orgías, la que se dejaba atar y masturbar en público, o era la novia fiel, perfecta y convencional que planeaba una boda ideal?

No tenía la menor idea.

Y lo peor era que sabía que había demasiadas cosas que me condicionaban, y que por más que lo negara seguía influenciada por los estigmas sociales, por lo que se esperaba de mí, por lo moralmente aceptable.

Necesitaba despejarme.

Así que me di una ducha fría y salí a correr.

No había vuelto a ver a Alessandro desde el hotel. El día siguiente me había mandado un mensaje, informándome que debía pasar unos días en Atenas por negocios.

En un principio creí que sería lo mejor, tener un tiempo a solas para aclararme, pero había sucedido todo lo contrario.

Lo extrañaba.

No podía negar que lo echaba mucho de menos, y cada día debía controlarme para no llamarlo o no responder de inmediato los escasos mensajes que me mandaba.

Además, estaban los sueños, los sueños y los pensamientos libidinosos no me abandonaban.

Me sorprendí mordiéndome el labio mientras admiraba el trasero de un chico que corría delante de mí.

Lo curioso era que en el mes que llevaba en Corfú había tenido más sexo y mucho más intenso que en los últimos años de mi vida, pero nunca había estado tan salida.

Mientras más te dan, más quieres.

Tenía que tener cuidado de no enviciarme.

—¡Andy! —Una voz musical y conocida me hizo detenerme y dejar de mirar los turgentes glúteos del corredor.

Era Gia.

Involuntariamente me sonrojé con el recuerdo del sueño y de las cosas que habíamos hecho más recientemente.
Ella vestía muy bien, como de costumbre, llevaba un vestido oliva ajustado, botines altos y una boina marrón que la hacía parecer mucho más joven.

—Hola Gia, ¿cómo estás? —La saludé cuando llegó hasta mi. Ella respondió con dos sonoros besos en mis mejillas y un abrazo familiar.

—Te he visto y me ha dado una nostalgia tremenda por los días en que solía correr. Yo también adoro hacer deporte, pero el trabajo no me deja tiempo, desde que estoy en Grecia he engordado muchísimo. —Se  sobó el vientre plano, mostrándome los inexistentes michelines.

—No es cierto, estás perfecta. —La adulé, tal y como ella esperaba.

—Oh, eres un amor. —Me sonrió—. Te invito a desayunar. —Yo acepté porque moría de hambre y ni siquiera había tomado café esa mañana.

Nos sentamos en un bar cercano y matamos el tiempo con un montón de charla trivial. Bueno, Gia habló, yo me limité a asentir, mientras engullía los cruasanes, las tostadas, las tortitas y el yogurt que había pedido, en oposición a la escueta ensalada de Gia.

—¿Qué cuenta Aless? —preguntó y yo la miré de mala manera, porque me creía la única con derecho a llamarle de esa forma.

—Está en Atenas, por trabajo —contesté con sequedad.

—Se han vuelto cercanos, ¿cierto? —Yo no respondí—. Es lógico, yo me marcho pronto a Los Ángeles. —El comentario hizo que las deliciosas tortitas me sentaran mal.

—No soy tu sustituta. —Le espeté, mal encarada. Ella se dedicó a observarme con detenimiento antes de volver a hablar.

—No te enamores de él, Andy. —Yo fui a replicar, pero ella continuó hablando—. El amor de un hombre como él te consumirá.

—¿Qué sabes tú de él? —Repliqué, haciendo morros como una niña pequeña. Ella me miró con condescendencia.

—No tanto como tú, seguramente, pero conozco el mundo en que se mueve mucho mejor que tú. Se que todo esto es nuevo para ti y estás cometiendo el clásico error de principiante: mezclar los sentimientos.

—¡No se de donde sacas eso! —protesté. Ella sonrió.

—Basta verte cuando estás con él, ver como lo miras. Solo te falta suspirar y lanzarle pétalos de flores. —Yo me sentí indignada por su pedante comentario, pero me preocupaba que ella tuviese razón—. Se nota que te desconcierta todo este mundo, pero también es más que obvio que harías cualquier cosa que él te pidiera, que te has sometido a él, incluso antes de acordarlo formalmente. La dependencia emocional es peor que la física... —Dudó—. A menos, claro, que ese sea tu rollo, pero no creo que lo sea.

—No lo es. —Acepté. Por alguna razón había bajado la guardia y decidido aprovechar el momento para aclarar algunas dudas que tenía sobre toda la historia BDSM.

—Solo tienes que tener siempre claro por qué haces las cosas, si las haces por ti, porque es lo que quieres, lo que te gusta, o si las haces para complacerlo a él. El egoísmo es una virtud en este mundo porque has de velar primero por ti y por tu integridad emocional. —Gia había abandonado por completo el personaje frívolo y mundano, y estaba hablándome con sinceridad. Sus palabras me recordaron lo que me dijera mi mejor amiga, cuando mi prometido me traicionó.

—Todo esto es tan confuso, tan difícil de digerir para mí... Se siente mal justo cuando se siente más bien, como si mi subconsciente comprendiera lo degradante que es y luchara con la respuesta automática de mi cuerpo. —Ella tomó mi mano en gesto de apoyo, como si comprendiera por lo que estaba pasando.

—Debes reconciliarte contigo misma, Andy. Ser capaz de reconocer tus prejuicios y dejarlos de lado. No debes avergonzarte por hacer algo que te cause satisfacción. El placer es algo tan efímero, tan fútil, no es nada más que un capricho de los sentidos. Pero lo que implica someterse a alguien va mucho más allá de lo físico, es subyugarte mental y emocionalmente, entregar la autonomía de tu vida, sentir que vives por alguien más. Tienes que tener bien claro si eres capaz de hacer eso.

—No soy capaz. No quiero serlo —dije con decisión—, pero...

—Tampoco quieres dejarlo —ella completó mi frase—. No tienes que hacerlo, solo tienes que definir tus límites desde el principio. No entregues el control, marca uno nuevo.

—¿Cómo? —pregunté, porque eso era lo que llevaba queriendo hacer desde el comienzo, sin éxito.

—No hagas cosas con las que no te sientes cómoda, no importa que él trate de persuadirte diciendo que te gustará, puede que lo haga, pero tiene que ser tu decisión intentarlo. La manipulación velada es muy común. —¡Cuánta razón tenía!—. Dile siempre como te sientes, la confianza es importante, él no te forzará, pero no puedes sentirte cohibida. Y lo más importante: debes tener una vida más allá de él, para evitar que se convierta en el centro de tu mundo. Trata de no compartir momentos íntimos y significativos con él, que sea solo sexo... —Se interrumpió mientras observaba mi reacción ante sus instrucciones—. Es muy tarde para eso, ¿verdad?

—No, no es muy tarde —dije, no muy convencida.

—También puedes tratar de modificarlo, guiarlo sin que se dé cuenta por el camino que tú quieres recorrer, hacer de la vuestra una relación convencional con toques picantes y no un compromiso de dominación con toques vainilla. Yo creo que si alguien puede lograr eso eres tú. —Me sonrió.

—¿Por qué?

—Por lo inocente que eres. Estás tan poco corrompida, eres tan dulce, tienes una pureza tan real que cuesta creer. Además, eres muy bella. —Me lanzó una mirada perversa—. La belleza es un arma. —Me parecía estar oyendo a Alessandro—. Si sabes usarla, puedes hacer que cualquiera haga lo que quieras.

—¿Por qué me estás diciendo todo esto? —Ella reflexionó unos segundos.

—Porque yo ya estuve donde tú estás. —Me confesó—. Era casi una niña cuando me enamoré tanto de un hombre que me corrompió de una manera irremediable. Él me quería también, pero estaba tan dañado que no podía hacerlo de la forma en que yo necesitaba. Me hizo mucho daño porque llegué a un punto en que creía que si me dejaba, literalmente moriría. Hubiera hecho cualquier cosa para evitarlo.

—¿Y qué sucedió? —De repente, Gia me agradaba mucho más.

—Conocí a alguien más. Ella me salvó. —Por supuesto debía tratarse de una chica—. Me enseñó que el mundo era más que él, me dio el coraje para dejarlo y para ser yo misma por primera vez.

—¿Siguen juntas? —Adivinaba lo que me diría.

—Por supuesto. —Ya aquellas cosas no me sorprendían—. Vivimos juntas en LA. —Tenía que hacerle la pregunta.

—Entonces, ¿por qué sientes necesidad de estar con otras personas? ¿Es que ella no te basta? —Gia me volvió a regalar su mirada condescendiente.

—No es una necesidad, Andy, es una elección. Ahí radica la diferencia en lo que tenía con aquel hombre. Lo que hago ahora me compete solo a mí, nadie me lo ordena, nadie me lo exige, son mis deseos los únicos que satisfago. Aprendí a diferenciar lo físico de lo emocional. El sexo es algo tan maravilloso que no debería estar sujeto a ningún tipo de restricciones, no debería haber límites más que los que te imponga tu propio cuerpo, pero los sentimientos... eso ya es otra cosa. Hay que elegir muy bien a quien le damos esa parte de nuestra alma, en quien confiar con nuestra vida, porque no cualquiera cuidará de ella.

—Pero, ¿no hay celos? —Yo seguía conectada con el tema de la infidelidad. Gia respondió con otra pregunta.

—¿Alguna vez has sentido un amor absolutamente real y recíproco? Que no admita dudas de ninguna de las dos partes...

—No —admití. Esta vez en su mirada había lástima.

—Pues una vez que sientes algo así, que estás completamente segura de tus propios sentimientos y de los de la otra persona, que le perteneces a alguien con el corazón y no solo con el cuerpo, cuando esa entrega es mutua, entonces no hay cabida para los celos.

—Pues... suena como un cuento de hadas —dije, porque aquello me parecía completamente utópico.

—Lo es —admitió Gia—. Pero como todo cuento no está exento de penurias. Tuve que pasar las de Caín antes de encontrar eso. No lo encontré. —Se corrigió—. Lo creamos, lo construimos juntas. —Reflexionó unos momentos—. Quizás tú puedas lograrlo también, solo tienes que estar segura de que no estás luchando sola en una guerra suicida. Recuerda: tú primero. —Me aconsejó—. Bueno, bonita, debo irme ya. —le hizo una seña al camarero para pagar la cuenta—. Me ha encantado conocerte. En unos pocos días me voy de Corfu, así que esta es la despedida. —Pagó la cuenta y se levantó—. Pero si quieres podemos organizar un adiós más íntimo —me dijo en su clásico susurro felino, antes de acercarse y darme un beso en los labios—. Eres absolutamente deliciosa. —Terminó, me sonrió de nuevo y se marchó contoneándose como una modelo de Vogue.

Yo me quedé parada en el sitio, procesando el beso y las palabras de esa chica. Las repasé muy bien, asegurándome de guardarlas en el rincón de mi mente donde guardaba las cosas que debía recordar, porque esas palabras podrían salvarme.


***
Hola hola
Esta vez como únicos comentarios os presentaré a los integrantes de la tan polémica orgía 😁

Gia


Sophie

Niko

Camarero/barman

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