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Capítulo 2

Me miré al espejo y no me reconocí a mí misma. La mujer impresionante, seductora, altiva y hasta un poco mundana que me devolvía la mirada no se parecía en nada a la chica empequeñecida, insegura y frágil en que me había convertido.

Era mi última noche en el hotel, ese elegante y soberbio hotel de 5 estrellas que nos habíamos atrevido a reservar, haciendo oídos sordos a los gritos de alarma de nuestras cuentas bancarias.

El derroche y la diversión definitivamente me habían ayudado. El mejor tratamiento para ciertas heridas del alma es darle al cuerpo los placeres que le han sido negados por demasiado tiempo.

Yo siempre había sido una chica correcta, sensata, responsable. No había cometido grandes locuras ni me había divertido fuera de mi pequeño y preciado círculo. Nunca me hicieron falta esas cosas, o al menos eso creía. Hasta que la burbuja donde mi ex prometido me tenía encerrada se rompió de un golpe y la realidad me derribó, implacable.

Rodrigo había sido mi primer novio, el primero y el único. Ni siquiera había besado a nadie más. Y cuando pensaba que él, en realidad, nunca me había deseado, que quizás sentía asco cuando me tocaba, que estaba conmigo luchando contra su propia naturaleza, me venía abajo. Sin importar cuanta gente me dijera que era hermosa, yo me sentía fea, simple, sentía que no valía nada como mujer. Sabía que esa clase de pensamientos eran ilógicos y la razón me dictaba que debía seguir adelante, desterrar de mi mente una culpa que no era mía; pero ¿cómo le decía eso a la niña que se enamoró como una tonta del chico más guapo de la escuela, el más popular e inalcanzable? ¿Cómo le decía a la chica que dio saltos de emoción e incredulidad cuando ese chico por fin la miró, que todo había sido mentira? Que nunca le gustó, ni a él ni a nadie. Porque no había dejado que nadie más se acercara. Le había sido devotamente fiel durante diez largos años, que se hicieron añicos ante una escena que aún me atormentaba por las noches.

Las vacaciones con mis amigos me habían ayudado mucho, me habían hecho sentir querida, importante; pero esas vacaciones se habían terminado, ellos se habían marchado y justo entonces, cuando se abría un nuevo camino para mí, justo cuando debía dedicarme a aprender y trabajar duro para alcanzar mis viejos sueños, me había percatado de otra carencia, de algo más grande que no había conocido nunca, una parte ausente de mi ser que latía como un miembro fantasma, luego de ser amputado. No había conocido el deseo ni la pasión, incluso el sexo que conocía se me antojaba ficticio, luego de descubrir la verdad sobre mi novio.

Sentía que esos diez años se habían esfumado y era adolescente otra vez, inexperta, totalmente ajena a los asuntos de corazón y del placer. Me sentía como una virgen que nunca había sido profanada. Y en realidad, eso era. Mi cuerpo había sido usado, pero el sexo que mantuve con Rodrigo se sentía casi pecaminoso, sucio, no había sido un acto de amor ni de deseo mutuo.

A veces, me gustaba imaginar que era una actriz, que Rodrigo me había contratado para que representara el papel de su novia en la falsa de su vida, y que, en lugar de engañarme, me había pagado por hacerlo. A pesar de lo patético que resultaba, al menos en esa fantasía, no sentía que había desperdiciado todos esos años.

No era mi vida, era solo una actuación, que había terminado, sin afectarme, y mi vida real era otra, mucho mejor, donde no tenía motivos para sentirme ninguneada. Era bonita, capaz, valiosa.

Necesitaba sentirme así.

Por eso había teñido mi cabello de un rojo salvaje lleno de la fuerza y la pasión que necesitaba, me había puesto un diminuto vestido negro, con toda la espalda al descubierto y un pronunciado escote que la antigua yo jamás se hubiera atrevido a usar, me había subido sobre unos tacones inmensos, brillantes y llamativos que me hacían sentir grande, inalcanzable.

Quería simular que no simulaba.

Pretender que aquella mujer era yo y que la otra era la falsa.

Quería tener una noche de locura, de la locura que siempre había evitado con sensatez. Quería desatarme, atreverme, probar todo lo que me había negado a mí misma. Era mi oportunidad. Estaba sola, en un país donde no conocía a nadie, lejos de los ojos prejuiciosos e incluso de los queridos y prudentes amigos que, seguramente, también se escandalizarían al verme así. No quería sentirme limitada de ninguna forma.

Y hasta el destino parecía conspirar con mi cometido.

Esa noche el hotel celebraba su aniversario. Habría una gala y luego una fiesta de máscaras. Aquel tema no pasaba de moda porque el anonimato siempre había resultado un plus.

Todos, incluso los más correctos e intachables, convivimos con demonios, con bajas pasiones, instintos básicos y primitivos que la mayoría nos avergonzamos de sentir. Pero el deseo de ceder a esos instintos permanece latente, luchando con el lado sobrio y racional de nuestro ser.

Una máscara es una especie de licencia, un permiso para dejar salir el lado imperfecto, perverso, oscuro, la oportunidad de saciar deseos reprimidos y acallar los restos de pudor.

Si lo hubieran organizado en mi honor, no hubiera quedado mejor.

Quería beber hasta deshacerme del buen juicio, bailar hasta no sentir las piernas y algo más...

Estaba ávida de conocer a alguien que borrara mi pasado, ansiaba descubrir el placer en un nivel tal que nublara mi memoria.

Solo sería esa noche, la última noche.

Al día siguiente, podría regresar a ser la antigua y aburrida Andrea, nunca exactamente igual a aquella, pero podría volver a instaurar una rutina. Buscaría una casita para rentar mientras durara el curso, comenzaría a estudiar el idioma y a aprender platillos griegos, y quizás hacer algunos amigos entre los locales.

Haría todo eso.

Pero primero necesitaba un desahogo, necesitaba sentirme libre, dejar de ser yo, por esa noche, solo por esa noche.


***

Bajé la escalera del gran salón, sintiendo multitud de miradas que escaneaban mi cuerpo. Mis mejillas ardían y me alegré de llevar un antifaz que disimulara un poco el rubor de mi tez. A pesar de que mi naturaleza tímida me pedía que bajara la mirada, que huyera del foco de atención, no le hice caso. Mantuve la frente en alto y, cual diva, caminé, con paso firme, entre la gente, contoneándome un poco más exageradamente de lo que solía hacer. Dejé que el diminuto vestido provocara piropos y exclamaciones admiradas. No me avergoncé por los murmullos que escuchaba, todos de mujeres, por supuesto, que juzgaban mi aspecto demasiado provocativo.

Me permití sentirme sensual, atractiva, divina.

Lo disfruté.

Me dirigí al bar y me pedí un margarita que me terminé en un tiempo record, para continuar con otra y luego otra y otra. Cuando mi cerebro alcanzó el grado de desinhibición deseado, paré de beber. Tampoco quería emborracharme y acabar vomitando o tirada en un rincón. El objetivo era divertirme, no acabar inconsciente. 

Primeramente, observé el panorama. El salón del hotel estaba repleto. Una banda de jazz tocaba, en esos momentos, una melodía muy dulce. En la pista bailaban docenas de cuerpos, muy juntos, al compás de las notas. En las mesas dispuestas por el salón, bebían y conversaban otra gran cantidad de personas. Casi todos llevaban máscaras o antifaces, vestían elegantemente y destilaban dinero y glamour.

Busqué una posible víctima.

Me reí mentalmente de mí misma por mi ocurrencia. Pero en aquel momento me sentía como una cazadora, buscando una presa a quien devorar. Me sentía ávida, hambrienta.

Los hombres griegos eran dolorosamente atractivos.

Valeria y yo habíamos pasado la semana con la boca hecha agua, admirándolos en la playa. Cuerpos tan tonificados que parecían esculpidos en mármol, rostros perfectos, piel tersa y dorada, las miradas más seductoras con que me había topado. La playa de Corfú parecía una revista de moda. Podía cerrar los ojos y escoger un hombre al azar, con la certeza de que, al abrirlos, me encontraría con uno de los más hermosos ejemplares masculinos que habían sido creados.

Corfú era un paraíso para las chicas salidas y necesitadas como yo. Aun así, durante la semana, no habíamos intentado ligar. Ninguna de las dos se sentía lista y habíamos preferido pasar el tiempo, los tres juntos, disfrutando de nuestra revitalizadora amistad.

Pero me había quedado sola, y me esperaban tres meses por delante, en una isla plagada de Adonis. Iba a necesitar más que amistad para sentirme satisfecha. A pesar de lo ridículo que sonaba, había llegado el momento de cazar.

Escaneé el salón, intentado elegir una presa, entre la multitud. No era tarea fácil, pues los rostros de la mayoría estaban cubiertos, y todos los cuerpos me resultaban igualmente atrayentes.

¡Dios, sí que estaba salida!

De repente, comencé a sentir un peso sobre mi espalda desnuda que me obligó a voltearme. Del otro lado del salón, acodado en la barra del bar, estaba el hombre más imponente que había visto en mi vida. Vestía un traje negro de tres piezas, perfectamente ajustado a su soberbia musculatura. Llevaba el cabello largo sobre los hombros, de un color castaño oscuro con leves reflejos naturales. La mitad de su rostro estaba oculto tras una barba de cuatro días que le daba un atractivo salvaje, y la otra mitad se escondía tras el antifaz. Era enorme. Pero, su impresionante altura, que calculé, superaba los dos metros, ni siquiera fue lo que más me cautivó. Fueron sus ojos, unos ojos oscuros e intensos, como todo él, que se clavaban en mí, sin ningún tipo de reparo. No intentaba disimular. Su gesto ni siquiera era seductor, en sí mismo, era más bien, una mirada depredadora, feroz, como si estuviera a punto de lanzarse a mí cuello.

La cazadora, cazada.

Touchè.

A pesar de lo mucho que me intimidaba, me obligué a sostenerle la mirada. Estaba harta de melindres. Esa noche tenía un objetivo y no me iba a marchar sin conseguirlo.

Tras una pequeña duda inicial, me decidí a ir a por él. Apuré los restos de mi copa, el tequila abrasó mi garganta, quemando los nervios por lo que estaba a punto de hacer y, sin dejar de mirarlo, comencé a atravesar la pista, esquivando a los cuerpos que bailaban, para ir a su encuentro.

De pronto, alguien tiró de mi brazo y mis pechos impactaron contra una pared blanca y dura. Un escalofriante demonio acercó su macabro rostro a mi boca, mientras sus zarpas manoseaban cada parte descubierta de mi anatomía.

No era un demonio, era un chico. Un chico alto, rubio y muy borracho, que llevaba una aterradora máscara, cubriendo su cara.

Intenté zafarme como pude, pero el diablo blanco no soltaba mi cintura, intentando obligarme a bailar. Sin más contemplación, le asesté un rodillazo en la entrepierna, que lo disuadió a dejarme ir.

Cuando me vi libre del demonio ebrio, el hombre misterioso de la barra había desaparecido.

Como una niña pequeña, hice pucheros al ver que había perdido mi oportunidad. Pensé en preguntarle al barman por él, pero terminé descartándolo. Tampoco quería lucir demasiado desesperada.  Decidí no darle más importancia y para disimular mi viaje infructuoso al bar, me pedí otro trago.

Planeaba continuar con los margaritas, para no mezclar bebidas, cuando un reluciente líquido púrpura llamó mi atención. A mi lado en la barra, dos chicas morenas, con idénticos vestidos y antifaces dorados, sostenían dos copas rebosantes de alguna clase de bebida que parecía bailar en el cristal, al tiempo que desprendía un brillo chispeante, que más que producto del reflejo de las luces del salón, parecía emanar del propio trago.

Quedé hipnotizada por la singularidad de aquel cóctel, mientras las chicas me miraban con complicidad y cuchicheaban sobre mi reacción.

What kind of drink is this? —Me atreví a preguntarles, sin ser capaz de apartar la mirada de sus copas.

αμαρτία —respondió, en griego, una de las chicas, cuyo largo cabello castaño, caía en cascada por la dorada espalda, llena de lentejuelas. Mi expresión de desconcierto se intensificó.

Hamartía means sin —me aclaró, en inglés, la otra mujer de corto cabello negro y unos labios rojos que parecían teñidos por la propia bebida. Pecado, un cóctel llamado pecado—. It's a special drink made in Corfú. Try it.

Con una rapidez que me impresionó, el barman puso frente a mí una copa idéntica a la de mis compañeras. De nuevo, me sentí terriblemente atraída por la danza de luces que se libraba en el interior del líquido. Sin poder detenerme, me llevé el cristal a los labios y bebí.

Lo que pasó a continuación fue indescriptible.

El espacio tiempo pareció dilatarse con el primer sorbo. La música y el ruido, a mi alrededor, dejaron de atormentar mis oídos. Escuchaba las notas lejanas, como un murmullo extraño y placentero. Los colores adquirieron un mayor grado de nitidez, y la belleza pasó a tener un nuevo significado. Me sentía envuelta en una densa cortina de pastoso placer. Una extrapolación de los sentidos.

El líquido bajaba como seda por mi garganta. Era dulce y levemente viscoso, y te dejaba un regusto en los labios como a moras silvestres.

Lo más curioso eran las ansias.

Automáticamente, la bebida instaló en mí unas profundas ansias de más: de seguir bebiendo, de bailar, de sentir placer...

Sin saber cómo había llegado, me encontré en la pista, con una nueva copa de Hamartía en las manos, balanceándome al ritmo de una música que se sentía celestial.

Las dos chicas estaban junto a mí. Me abrazaban y acariciaban mis brazos y mi cara, entre risas traviesas. Las tres bailábamos juntas, como si fuésemos gemelas, como si la sincronía de nuestros movimientos fuese lo más natural del mundo.

Un tercer par de brazos rodeó mi cintura desde atrás. Yo no me aparté. Por el contrario, eché la cabeza hacia atrás, ofreciéndole el cuello a unos suaves labios que no tardaron en posarse en él, llenándolo de pequeños besos mojados y deliciosos. Yo continuaba bailando con los ojos cerrados, mientras la chica castaña jugaba con mi pelo.

Entonces, las manos que me sostenían me voltearon y abrí los ojos para encontrarme a un bellísimo hombre rubio e impresionante como el sol. Llevaba un antifaz gris, y vestía una camisa blanca, semi abierta en el pecho. Los ojos verdes brillaban a través del antifaz y los labios, que minutos antes habían estado sobre mi cuello, jadeaban, entre abiertos, como si estuviera al borde del éxtasis.

Las ansias incontrolables que, desde mi primer contacto con el líquido, se había instalado en mi estómago, me obligaron a besar a ese chico. Quería beberme sus gemidos, probar la Hamartía de su boca y compartir su placer.

Así que lo hice.

Lo besé y el mundo se despeñó por un desfiladero.

La discoteca, el hotel, Corfú y toda Grecia dejaron de existir. Solo estábamos nosotros en un beso infinito, una sensación de deleite que se repetía, en bucle, inundando cada uno de mis poros.

Todo se desdibujó y la realidad perdió su insípida consistencia.

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