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Capítulo 14

17 de septiembre.

El acceso constante a la información al que nos ha acostumbrado internet es una bendición y una maldición a la vez. Toneladas y toneladas de datos que no tendríamos por qué saber y que muchas veces hacen más mal que bien nos bombardean en todos los frentes digitales, impidiéndonos permanecer indiferentes a las desgracias del mundo.

Yo me había ido de aquel bar furiosa y herida. Odiaba a mi madre por haber tenido la desfachatez de ir a buscarme 15 años después, y solo porque necesitaba de mí. Odiaba a Rodrigo por haberme juzgado sin conocer toda la historia. Pero sobre todo me odiaba a mí misma por ser incapaz de tomar una posición en aquel asunto.

Una batalla campal se libraba dentro de mí. La compasión empuñaba sus armas, liderando al ejército de los más nobles sentimientos que poseía.

La mujer tiene cancer —me decía—. Ni el más monstruoso ser se merece un final así.

Es tu madre —atacaba mi parte sentimental—, no se puede ser tan insensible.

Pero el otro bando lo lideraba el rencor.

Ella no merece tu lástima —argumentaba—. No merece nada de ti.

No le debes nada —dictaba la lógica.

Si la ayudas, hará tu vida miserable de nuevo —gritaban el temor y la tristeza.

Había alguien más en aquella batalla: la curiosidad, quien lejos de ayudarme, estaba haciendo un lío en mi cabeza y en mi corazón.

Sin poder evitarlo, había comenzado a buscar información sobre la leucemia. Había leído todos los artículos, visto las fotos más perturbadoras y escuchando testimonios en YouTube de enfermos terminales y sobrevivientes del cancer que hacían que se me pusieran los pelos de punta.

Era una enfermedad terrible, de eso no había duda. Pero aunque le obsequiara mi compasión, aunque me permitiera pensar en ella sin resentimiento y dejara que la pena entrara en mi alma por su causa, no podía hacer nada más.

La había perdonado. Lo había hecho ante Dios, aunque el arranque de rabia e impotencia que había tenido frente a Rodrigo ponían en duda la sinceridad de ese acto. Pero ni el perdón más puro podrían hacer que volviera a convivir con esa mujer. No me sentía capaz de darle la mano, de verla postrada y cuidarla, como ella nunca hizo conmigo.

No era tan noble como para dejar atrás un pasado tan doloroso, pero tampoco era tan inhumana e indiferente como para conseguir dejar de pensar en ella.

—¡Andrea! —El grito de Claus me sacó de mi estado catatónico.
Al reaccionar, comprobé que tenía los ojos de toda la clase sobre mí.

—¿Si? —contesté, aturdida aún. Él me dedicó una sonrisa condescendiente.

I have asked you the way to make Greek yogurt. —La pregunta era tan simple que comprendí que lo que pretendía en realidad era llamarme la atención por estar distraída.

Strain it. —respondí, tan rápido como recordé la forma de decir "colar" en inglés—.  By removing the whey, the creamy texture that everyone loves from a good Greek yogurt is get. —Sonreí con expresión bobalicona, orgullosa por haber usado la voz pasiva.

That's right —dijo Claus, sin parecer en absoluto impresionado—. Well, that's all for today. The homework for the next class will be to create a plate with strain yogurt. Do use your imagination. Copies won't be accepted.

Yo me alegré porque adoraba el yogurt griego y tenía un montón de ideas para combinarlo con productos típicos de la región.

Comencé a recoger mis cosas para marcharme cuando vi que el chef se acercaba a mi puesto.

—¿Estás bien? —me preguntó, tomándome desprevenida—. Te he notado un poco taciturna esta tarde.

—Sí, todo bien. Solo... —dudé— tengo algunos problemas familiares.

—Pues espero que no sea nada grave —Colocó su mano en mi brazo, confortándome de una forma extraña. Se podía percibir que aquel gesto no era algo natural en él.

—No, tranquilo —respondí un tanto avergonzada por estarle restando gravedad al asunto del cáncer—.  Estudiaste en el CIA, en New York, ¿cierto? —Cambié de tema.

—Así es. Me gradué cuando tenía más o menos tu edad. Gran parte de lo que sé de cocina se lo debo a esa escuela. ¿Estás considerando matricularte? —preguntó.

—Más bien soñando —contesté, pensando en el dinero—. Mi sueño es abrir mi propio restaurante de alta cocina en Barcelona, pero aún me queda mucho por aprender.

—Tienes talento —Me aseguró, sonriendo y yo me hinché de orgullo—. Tengo la certeza de que llegarás lejos. —Yo flotaba en una nube por sus elogios y ni siquiera me di cuenta de que mi teléfono móvil estaba sonando.

La expresión de Claus cambió radicalmente al ver el nombre que aparecía en la pantalla. Su mirada se volvió fiera y su voz ya no era afable cuando preguntó:

—¿De qué conoces a mi hermano?

WDF?!

—Pues discúlpame, Claus, pero eso no es asunto tuyo. —La pregunta, entrometida en sí misma, y el tono de voz que usó para hacerla me habían molestado.

—No sabes lo qué haces. Ese chico no te conviene. —Me sermoneó, muy inapropiadamente.

—Que hables así de tu propio hermano deja mucho que desear —repliqué—, pero en todo caso, se cuidarme sola.

¿Sabía?

Sin decir ni una palabra más y tras lanzarme una última mirada fulminante, Claus me dio la espalda y se marchó.

Mi teléfono seguía, insistente, así que contesté.

—Definitivamente no ganarán el premio a "los hermanos del año" —le dije a Alessandro, antes de saludarlo siquiera—. Me cuesta entender que se lleven tan mal.

—¿Estuviste hablando con Claus sobre mí? —Su voz sonó igual de beligerante que la de su hermano momentos antes, y decidí que a pesar de no compartir la sangre, tenían varias cosas en común.

—No, solo se puso muy extraño al ver tu nombre en la pantalla de mi celular. Parecía que le molestara que me relacionara contigo.

—Ya —contestó Aless, más calmado—, lo que sucede es que Claus es muy competitivo. No soporta que le hagan sombra...

—¿Y eso qué tiene que ver conmigo? —pregunté, negándome a aceptar lo que él estaba insinuando.

—A veces parece que todo tiene que ver contigo, ¿cierto? —Su voz adquirió un tono enigmático—. Pues tal vez así sea. —Yo no supe que decir ante esa respuesta tan extraña—. En fin, te paso a recoger en una hora. Ponte guapa. —Y colgó.

Así sin más. Sin darme a tiempo a soltar el montón de réplicas ingeniosas que estaba ideando. Sin darme posibilidad de negarme o de hacerme la difícil.

Dios, ¡como me irritaba ese hombre!

Claro, también podía apelar a mi lado intransigente e ignorar su orden. Dar una vuelta con Teresa o sola, por la ciudad, quedarme en algún lugar donde él no pudiera encontrarme.

¿A quien quería engañar?

Estaba loca por verlo.

Así que como una niña obediente, corrí a casa para alistarme y esperarlo.

***

Si me hubieses dicho que íbamos a una iglesia no me hubiera vestido así. —Me quejé, observando lo inapropiado de mi vestido negro, escotado en la espalda y con media pierna descubierta.

—Tranquila, estás perfecta. Además, no venimos a rezar. —Su voz adquirió una nota felina y me miró descaradamente, haciéndome sentir que llevaba menos ropa de la que en realidad vestía.

Mis reservas se extinguieron de inmediato al bajar del auto y ver el lugar al que me había llevado Alessandro.

—¡Wow! A Roberto le encantaría este lugar. Parece una postal —dije, al contemplar en la distancia el Monasterio de Vlachérna.

La pequeña iglesia blanca ocupaba casi por completo el islote en el que estaba enclavada. La construcción no era espectacular en sí misma, lo que la hacía destacar era que estaba rodeada de aguas cristalinas, que justo en aquel momento en que empezaba a atardecer, adquirían matices espectaculares al mimetizarse con el cielo del crepúsculo.

Al mirarla, me daba la sensación de haber entrado en un cuento de hadas y sentía que aquel castillo blanco era el hogar de una princesa humilde, pero feliz por estar rodeada de tanta belleza.

—El monasterio es uno de los lugares favoritos por los turistas que vienen a Corfú —la voz de Aless me sacó de mis fantasías—. Creí que te gustaría conocerlo, es un símbolo de la ciudad.

—Me encanta, gracias —contesté, tomándolo de la mano en un gesto que hubiese sido muy romántico en medio del impresionante paisaje. Pero nosotros no éramos una pareja normal, y Alessandro rehuyó de mi mano, cambiando de dirección hacia el restaurante que se hallaba al final de la pasarela que llevaba a Vlachérna.

—Vamos a cenar. Muero de hambre. —espetó, comenzando a caminar sin esperarme.

No podía ser que me acostumbrara a esa manía suya tan desagradable.

A regañadientes, lo seguí, jurando que la próxima vez me quedaría plantada en el lugar o me iría por mi cuenta a otro sitio.

El restaurante era pequeño pero acogedor. Seguía la tónica de local de playa, con mesas al aire libre, muebles blancos y tendederas de luces. Me recordaba al lugar en el que trabajaba en Barcelona.

El camarero nos trató con una cortesía que se me antojó excesiva y nos llevó a la única mesa situada en el piso de arriba. La terraza estaba vacía de comensales, y desde la mesa ubicada en el centro, teníamos visión perfecta de la bahía y la iglesia.

Era evidente que Alessandro había reservado el local para nosotros, lo cual se me hizo prepotente y encantador a partes iguales. Por un lado estaba el derroche innecesario, remarcando todo el tiempo su posición y por otro, el que se tomara tantas molestias por mí, que hubiera organizado todo para que me sintiera como en una verdadera cita, despertaba una pequeña chispa en mi corazón.

Una chispa que era preciso extinguir cuanto antes.

¿A qué estaba jugando?

—No puedes venir a Grecia sin probar los mariscos y pescados. —Me decía Aless, mientras servía vino para los dos—. Tienes que pedir los calamares rellenos que preparan aquí. Son exquisitos.

Solo por llevarle la contraria, pedí otra cosa.

No era muy fan al pulpo, pero debo reconocer que el guiso de pulpo al vino que me sirvieron estaba delicioso.

Él me miraba comer, sonriente. La comida era de mis grandes amores, y cuando comía algo rico, podía vérseme disfrutar de verdad. Solo me faltó chuparme los dedos.

—Me alegro de que te haya gustado —dijo él, aunque yo no había dicho palabra alguna, concentrada como estaba en el guiso.

—¿Por qué te gustan tanto las iglesias? —pregunté, entre bocados, porque llevaba mucho tiempo queriendo tocar el tema de el día que lo había visto en San Spyridonas.

Contrario a lo que creía, él respondió mi pregunta.

—Por el silencio. —Mi cara develó que me esperaba una respuesta más elaborada—. La quietud del templo me da paz, puedo escuchar mis pensamientos, recordar mis pecados. —Bien, esa última parte ya pegaba más con él.

—¿Son muchos? —pregunté—. Los pecados, quiero decir.

—Suficientes como para saber que ninguna confesión me dará la absolución.

—Es curioso —observé—, hablas como si creyeras en Dios, sin embargo no crees en su infinita misericordia —dije, con un poco de ironía.

—Tú no crees en él. —No fue una pregunta, pero de igual manera medité mi respuesta.

—No de verdad —contesté, ambigua—. O sea, hay veces que acudo a él, sobre todo cuando estoy angustiada o desesperada. ¿Acaso no lo hacemos todos?  —reflexioné—. Pero realmente no creo que haya un señor omnipotente escuchándome, y si lo hay, es bastante sardónico y cruel. En realidad esas charlas o rezos son conmigo misma, son un debate con mi subconsciente con la esperanza de encontrar el camino correcto a seguir, para intentar equivocarme lo menos posible. Pero no, no soy cristiana, nunca me bauticé. Así que no creo en la absolución, pero si quieres redención por lo que sea que hayas hecho —moría de ganas de saber que era—, solo tienes que cambiar, encaminar tus pasos y deshacer el daño, en la medida de lo posible.

—El daño no puede deshacerse, Andrea —replicó—. Eso no es posible, porque el que está dañado soy yo. —Usualmente me hubiera burlado por lo ridículamente trillada que era esa frase, pero por alguna razón, le creía—. Además, para lograr la absolución o la redención de la que hablas es preciso arrepentirse.

—Y tú no te arrepientes. —Tampoco fue una pregunta, pero él dudó unos segundos antes de responder.

—Todo lo que he hecho, bueno o malo, lo hice obedeciendo a un deseo. Aunque después ese acto haya tenido consecuencias inesperadas o desagradables, en el momento era lo que quería hacer, ¿por qué arrepentirse de algo que se disfrutó?

—Pero el deseo no puede ser lo que controle tu vida —repliqué.

—¿Por qué no? —Su voz volvió a convertirse en un susurro sensual y su mirada se oscureció, mientras se levantaba, acercándose a mí.

Todos los argumentos que tenía para responder su pregunta abandonaron mi mente. Tragué saliva, nerviosa por su cercanía. Él me levantó con una caricia larga que iba de mi brazo hasta mi barbilla, y me acorraló contra la baranda de la terraza.

—Deberías dejarte llevar por el deseo, alguna vez, Andrea. —Le susurró a mi cuello—. Deberías confiar en tus instintos y disfrutar de lo que sabes que despierto en ti.

Entonces me besó, poseyendo mi boca con su lengua y apretando mi cuerpo con sus manos enormes. Fue tan intenso que, por ese instante, olvidé dónde estábamos y me dejé llevar. Enredé mis manos en su pelo y me entregué al manjar que eran sus labios. Él me levantó en peso, haciendo que enrollara las piernas en su cintura. Mi cuerpo percibió la dureza de su pantalón y me retorcí, ansiosa por sentirlo.

La necesidad de respirar hizo que me apartara de su boca unos segundos, y al abrir los ojos, regresé a la realidad.

La mesa, tras nosotros, estaba perfectamente limpia, sin los restos de alimentos que habíamos dejado, distraídos por la tensión sexual.

Eso solo podía significar una cosa: algún camarero había entrado a recoger nuestros platos y nos había visto en medio de nuestro desenfrenado beso.

Me sonrojé, avergonzada, y sintiéndolo mucho, bajé de la montaña de pasión que era Alessandro y puse los pies en la insípida tierra.

—¿Qué pasa? —preguntó, entre jadeos.

—Aless, mira donde estamos —le alerté—. Los empleados pueden vernos, por no hablar de los turistas.

El Monasterio de Vlachérna era uno de los destinos más visitados en la isla, y a esa hora, decenas de turistas transitaban por la pasarela, desde la que tenían una visión perfecta del espectáculo que estábamos dando.

—Déjalos que vean —me dijo, volviendo a besar mi cuello. Yo traté de apartarme de sus caricias pero mi piel erizada ante su contacto delataba lo mucho que lo deseaba también.

—¡Que no! No soy una exhibicionista —insistí.

—¿Estás segura? —El metió su mano bajo mi falda, topándose con la humedad que manaba de mí—. Dime que no te excita que te miren, que no te gusta que todos escuchen como gimes por mis manos. —Casi como si me lo hubiera ordenado, exhalé un gemido de rendición—. No tienes idea de lo hermosa que eres. —Comenzó a besarme nuevamente, mientras bajaba los tirantes de mi vestido para acariciar mis pechos con una mano, mientras la otra hurgaba en mi interior—. Deja que te miren, cada mujer en este lugar querrá ser tú, cada hombre querrá tenerte. Deja que te deseen, disfruta sintiéndote la diosa que eres. Deja que todos escuchen lo rico que te corres.

Aumentó el ritmo de su mano, y yo ya había olvidado mis reservas, estaba completamente extasiada por las palabras que susurraba en mi oído como si se tratara de una orden proveniente de lo más hondo de mi.

Quebré la espalda y tuve que sostenerme de sus hombros porque mis piernas no me mantenían en pie. Él me levantó con una mano y me colocó sobre la mesa. Yo me recosté e intenté cerrar las piernas como un acto reflejo para cubrirme, pero él me lo impidió. Se mantuvo frente a mí, pero sin taparme del todo, dando una visión panorámica de mi vagina a todos los transeúntes que tuvieran la iniciativa de mirar hacia arriba. Continuó obsequiándome con la habilidad de sus dedos, sin parar de hablar.

—No tienes que avergonzarte de nada, eres perfecta, preciosa, no sabes como me pone escucharte gemir, verte así, vulnerable, tan deliciosa.

—Aless —susurré, sin fuerzas, porque el final estaba muy cerca.

—Dime, pequeña.

—¡No pares! —le rogué.

Y él me obedeció con una sonrisa de triunfo.

Estoy segura que todos los monjes de Vlachérna tuvieron que interrumpir sus rezos, ante el rugido gutural que salió de mis labios.

No se como llegué al coche, no se si la gente nos señalaba o murmuraba al vernos pasar, no se si los camareros que nos despidieron estaban sonrojados o si sonreían con complicidad.

No supe nada de eso, porque las sensaciones del orgasmo monumental que tuve sobre esa mesa bastaron para abstraerme de la realidad por tanto tiempo, que incluso adormilada, en mi cama, aún sentía el cosquilleo en la superficie de la piel que me acariciaba en forma de ojos, los ojos de decenas de personas que me habían visto más plena y feliz de lo que me había sentido nunca.



***

¿Quién necesita ver porno si Aless y Andy te darán un espectáculo mejor?
😅😈😉

Lo que parecía un viaje inocente a la iglesia terminó siendo un show sobre la mesa
Jejeje

Es que con Alessandro nada es inocente, todo está cargado de segundas intenciones...

Al menos sabe como hacer disfrutar a una mujer
😉

Nos vemos en el próximo
❤️🔥❤️

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