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Capítulo 10


11 de septiembre.

Los domingos, María cerraba la tienda y se dedicaba a cuidar del pequeño huerto que el matrimonio tenía en el patiecito interior. La mayoría de las verduras que vendían se cultivaban en una finca en las afueras de la ciudad, pero aquellas que utilizaban para el consumo personal preferían cultivarlas en casa.

Yo, que no tenía nada mejor que hacer y aún estaba un poco tocada por mi encuentro con Alessandro, me ofrecí a ayudarla.

El trabajo era el mejor remedio que conocía para evadirme de las preocupaciones y tristezas.

Yo libraba al huerto de las malas hierbas, mientras ella esparcía un poco de abono en los sembrados.

—Poca gente conoce las propiedades fertilizante de las bananas. Yo empleo té de banana para las zanahorias y las plantas crecen que son una maravilla. —Me enseñaba, al tiempo que regaba la tierra.

—¿Bananas? —pregunté, sorprendida.

—Pues claro —afirmó, sonriente—. Las plantas también necesitan potasio, Lucía. —Yo la miré, extrañada y ella pareció avergonzarse de su error—. Andrea, perdón —se corrigió.

—Lucía es tu hija, ¿verdad? —Temía estar siendo demasiado indiscreta, pero me podía la curiosidad, desde que viera todas esas fotos en el saloncito.

María bajó la mirada, entristecida, y me respondió con la voz en un hilo.

—Lucía era mi hija, sí —confesó—. Murió cuando tenía 10 años. —Yo me arrepentí inmediatamente de haber preguntado. Había supuesto que la muchacha había crecido y se había marchado de casa. No podía imaginar algo como eso.

—Lo siento tanto —dije, apenada—. ¿Fue hace mucho tiempo? —pregunté, porque no fui capaz de idear nada para cambiar de tema.
Ella esbozó una sonrisa triste.

—Harán 13 años el mes próximo. Ahora tendría aproximadamente tu edad. Me la recuerdas mucho. —Yo me estremecí.

—¿Qué sucedió?

—Cáncer —dijo, y la sola palabra parecía emanar toxicidad—. Comenzó en el pulmón, pero el último año hizo metástasis y se extendió a la sangre y los huesos. Ya en el final, ni siquiera podía pararse de la cama. Yo tenía miedo hasta de tocarla, creía que se me rompería entre las manos. —La voz de María se había quebrado y las gruesas lágrimas caían a borbotones en el sembrado de zanahorias, mezclándose con la infusión de bananas.

Yo me levanté y la abracé, sintiéndome terriblemente mal por ella y enojada con el Dios que permitía que le pasaran esa clase de cosas a gente tan buena, a una pequeña inocente que no había pedido nacer y que había llegado al mundo solamente a sufrir.

—Lamento mucho haberte hecho recordar esas cosas —le dije, sin soltarla.

—Está bien, no has sido tú. Yo la llevo presente a cada instante. Ha pasado tanto tiempo, pero sigue doliendo como el primer día. Cada cosa me la recuerda. A ella también le gustaba mucho ayudarme en el huerto, ¿sabes? Quizás por eso me he confundido y te he dicho su nombre. Tienes sus mismos ojos azules y esa inocencia en la mirada que adoraba ver en mi Lu, cada vez que preguntaba alguna cosa. Era muy curiosa y muy lista. ¡La echo tanto de menos! —Dijo, antes de estallar en desconsolados sollozos.

—¡María! —terció la voz de David, desde el umbral del patio. Su rostro estaba encarnado por la angustia y el enfado—. ¡Entra a la casa! ¡Ahora! —le gritó a su mujer y yo, aunque no entendía la razón de su enojo, me sentí muy incómoda de estar en el medio de esa situación.

María me miró, disculpándose con la mirada por la escena. Se levantó con premura y, sin atreverse a decir otra palabra por miedo a romper en llanto nuevamente, entró a la casa.


Como no quería ser testigo de una discusión entre los dos, decidí salir un rato.

Caminé por largas horas, sin saber exactamente a dónde me dirigía. Aún había muchos sitios de la ciudad que no conocía, pero no era lo mismo recorrerla sola. Echaba de menos a mis amigos y, en esos momentos en que la historia de la pequeña Lucía había removido viejos y tristes recuerdos de mi propia infancia, necesitaba su apoyo, más que nunca.

Nadie que me conociera podría adivinar lo que había detrás de mis dulces sonrisas y mi apariencia sana y feliz. Yo parecía la viva imagen de la estabilidad y la encarnación de una vida equilibrada y dichosa. Pero nadie, ni siquiera mis mejores amigos, conocían toda la historia.

Yo había nacido en un pueblecito rural cerca de Barcelona. La persona que me trajo al mundo era la antítesis del instinto maternal. Si me parió fue porque sus múltiples, pero ignorantes intentos de abortarme no habían dado resultado. Lo intentó con brebajes de extrañas hierbas y remedios de viejas comadronas, incluso poniendo en riesgo su propia vida, pero yo me negaba a morir.
Finalmente, se rindió ante lo que parecía un castigo inevitable, pero no tuvo ningún cuidado durante el embarazo. No visitó la consulta del médico ni una vez, y ni hablar de vitaminas prenatales. Fumó y bebió, como si quisiera que la nicotina y el alcohol tuvieran éxito donde las hierbas mágicas habían fracasado.

Fue un milagro que naciera tan sana.

Fue un milagro que sobreviviera al trato que ella me dio, durante toda mi infancia.

Se toda la historia previa a mi nacimiento porque ella misma me la contaba, mientras me echaba en cara que yo nunca debería haber nacido, mientras me golpeaba, ante la más mínima provocación.

Nunca conocí a mi padre, o quizás si lo conocí, conocí a muchos maridos de mi madre, pero creo que ni ella misma sabía cuál de ellos me había engendrado.

Yo solo los distinguía por grado de maltrato. Todos me pegaban. Unos más que otros, pero todos me trataban como si yo fuera un animal pulgoso, un pequeño estorbo que rondaba por allí, mientras ellos le hacían la corte a mamá, que siempre fue muy guapa, pero que no tenía ninguna otra cualidad rescatable dentro de su ser.

Cuando era pequeña, no creía posible que alguien pudiera odiar tanto a un pedazo de sí misma, a algo que había salido de sus entrañas.

Trataba de portarme bien, de arreglar lo que fuera que estuviera mal en mí, pero nada parecía funcionar.

Como no tenía con qué compararlo, llegué a creer que era normal, que así era en todas las familias, pero una parte de mí sabía que había algo de aberrante en el resentimiento que ella siempre me mostraba.

Tuve que aprender a cocinar para no morir de hambre.

Ella se perdía días enteros en casa de sus amantes, o simplemente se negaba a alimentarme por pura maldad.

Yo me la pasaba en los árboles, viviendo de las frutas y porque, en cierta forma, era la única manera de mantenerme alejada de los gritos y maltratos.

Desde los 7 años comencé a cocinar improvisadas comidas con los pocos recursos que había en casa. Me llevé varias quemaduras, pero, poco a poco, le fui agarrando el truco y comenzó a gustarme.

Solo podía hacerlo cuando ella no estaba en casa. Cada vez que me sorprendía, me daba tremendas palizas de las que solo escapaba trepando en mis árboles.

Una noche, cuando tenía 8 años, ella llegó antes de tiempo. Yo estaba hirviendo unas patatas que serían lo primero que comería en todo el día. Me sorprendió por detrás, mientras cargaba la pesada olla con mis escuálidas manitas, para bajarla del fuego. Me zarandeó con tal fuerza que la olla saltó por los aires, derramando su contenido ardiente sobre el rostro de mi madre.

El alarido se escuchó en todo el pueblo.

Pero su dolor no la cegó lo suficiente como para olvidarse de mí. Con la cara quemada y repleta de ampollas, se lanzó sobre mi cuerpo como una fiera, como un monstruo desfigurado y maligno que no conocía la piedad.

Sobreviví a la golpiza porque los vecinos acudieron a tiempo, alertados por el grito terrible de mi madre.

Desperté en el hospital —el primer hospital al que iba en mi vida—, pues ella jamás me llevó a vacunar y mis afortunadamente escasas gripes debían curarse solas, a base de los anticuerpos que había ganado de tanto andar descalza.

No volví a verla.

La trabajadora social que encontré al lado de mi cama al despertar, intentó acariciarme los cabellos y yo me aparté, azorada.

Nunca había conocido las caricias, no sabía lo que era el cariño, la bondad.

Después todo mejoró.

No rápida ni abruptamente, por supuesto.

Pero, poco a poco, todo fue cambiando para mí.

Me recuperé lentamente de mis heridas en el hospital y durante ese tiempo, mi destino se decidía en las cortes de familia.

Según me dijeron, mi madre fue presa. Desconozco cuánto tiempo de condena cumplió, ni que fue de ella desde entonces. Ni una sola vez he sentido curiosidad en saber que fue de esa mujer que nunca debió usar el inadecuado nombre de madre.

Yo no fui a parar a un orfanato, como creí que pasaría, porque de la nada, reapareció una abuela que no sabía que tenía, madre de la hiena que me había traído al mundo.

La señora se había ofrecido a hacerse cargo de mí, fingiéndose indignada por lo que su hija había hecho conmigo. Más tarde, descubrí que solamente me quería para que le sirviera de criada y cuidara de ella en sus últimos años.

Con ella tampoco conocí el amor familiar. Nunca tuvo para mí una palabra dulce ni un gesto cariñoso. Pero al menos no me pegaba, y apenas me gritaba. Se limitaba a refunfuñar desde su silla de ruedas, en la que había quedado postrada, tras una caída.

En casa de mi abuela tenía que trabajar mucho más. Ella vivía en la ciudad y la casa era grande y llena de tarecos polvorientos. Luego del colegio, debía pasarme la tarde limpiando y cocinando para las dos, además de ayudarla a bañar y estar disponible para cualquiera de sus caprichos, que no eran pocos.
Pero al menos tenía mi propio cuarto y por primera vez, conocí lo que era dormir en paz, sin sentir el sobresalto de que alguien me despertara de un golpe.

Mudarme con mi abuela me trajo otra cosa buena: Roberto.

Conocer a Roberto fue lo mejor que me sucedió en la vida.

Estaba en mi clase y casualmente vivía en mi misma calle. Cada día, nos veíamos de camino al colegio y nos mirábamos con curiosidad. Él era moreno y larguirucho, yo era una cosita flaca y desgarbada.

Él fue el primero en hablarme. Yo me mostré arisca al comienzo, pues no confiaba en las buenas intenciones de nadie. Pero era imposible resistirse a alguien como él.

En seguida nos hicimos amigos.

Un amigo.

Nadie es capaz de imaginar el tesoro que un amigo puede ser para quien no ha conocido más que el desprecio y el desamor.

Él no sabía toda mi historia, ni nunca me preguntó por qué yo no tenía padres ni por qué a veces me ponía tan triste. A él no le interesaba saber el motivo.

Le interesaba remediarlo.

Y lo logró de una forma que solo puede compararse con la magia.

Su madre se convirtió en mi madre.

Naomi era la mujer más dulce y alegre que alguna vez conocí.

Yo la encontraba preciosa, con su piel negra y sus grandes ojos cafés.

Ella me enseñó a reír, me enseñó lo que significaba la ternura. Hizo de mí una niña normal. Me hizo quien soy.

Yo comía con ellos cada domingo, participaba en cada fiesta familiar que siempre eran celebraciones grandes y fastuosas. Nunca me hicieron sentir como una arrimada u objeto de la caridad. Me hacían sentir parte de la familia, una familia a la que se sumaron Valeria y Claudio, algunos años después. A ellos les debo no haberme convertido en una amargada como mi abuela.

Les debo todo.

Mi abuela murió cuando yo tenía 17. La gran casona no fue para mí. La vieja urraca prefirió dejársela al ayuntamiento antes que a su propia nieta. Luego, el gobierno la convirtió en una funeraria.

Si no me quedé en la calle fue porque desde los 14 años trabajaba medio tiempo como pinche de cocina en un restaurante cerca de la playa. Había ahorrado lo suficiente como para poder rentar un pequeño piso.

Aún era menor de edad, pero como me faltaban pocos meses para cumplir los 18, Arturo —el padre de Valeria—, me ayudó a conseguir la emancipación.

Para ese entonces, Rodrigo y yo ya éramos novios y nada más terminar el instituto, nos fuimos a vivir juntos en un piso mejor.
Él comenzó a estudiar en la universidad y yo comencé a trabajar a tiempo completo en el restaurante. Un par de años después, fui ascendida a cocinera y comencé a ganar mucho mejor.

La vida me había sonreído y ya no era aquella chiquilla sucia y huraña que se estremecía, esperando un golpe, al ver acercarse una mano.
Tenía amigos maravillosos, un trabajo que me gustaba y la posibilidad de cumplir sueños más grandes al alcance de mi mano.

Incluso el asunto de mi decepción amorosa perdía peso ante los sufrimientos reales que había enfrentado de pequeña.

Lo que sucedía era que yo había enterrado ese pasado. Había sepultado, bajo cien capas de vergüenza y dolor, a aquella niñita maltratada, y me había fabricado una nueva vida, en la que sí era feliz, una que sí podía mostrar al mundo porque la había construido yo misma.

Me negaba a ser el resultado de una infancia cruel e injusta, me negaba a dejar que una madre desnaturalizada influyera en mi carácter o en mi forma de actuar, me negaba incluso a darle a esa parte de mi vida cabida en mi historia.

La había borrado.

Para todos, inclusive Rober y Val, yo era una huérfana que había perdido a sus padres en un accidente cuando era muy pequeña, y había sido criada por su abuela. Esa historia no estaba exenta de tragedias, pero al menos eran tragedias menos crueles que la realidad.

Yo ni siquiera pensaba en ese pasado, y de tanto tiempo sin hablar de ello, sin dedicarle apenas un aislado pensamiento, había dejado de existir para mí.

Únicamente cuando me topaba con injusticias de Dios, como lo que les había sucedido a María, David y a la pequeña Lucía, solo entonces, volvía a pensar en aquella infeliz chiquilla sin madre, que hubiera dado lo que no tenía, lo que no soñaba con tener, por haber nacido en una familia como aquella.

Ellos eran unos padres sin hija, yo era una hija sin padres.

Pero no se puede cambiar el mundo a fuerza de voluntad.

Por más que me hubiera gustado, nosotros no nos pertenecíamos. Ellos no podían ser mis padres y yo no podía devolverles a su verdadera hija.

Mis erráticos pasos me llevaron a una iglesia. No a aquella famosa e imponente dónde viera a Alessandro por segunda vez, sino a otra, pequeña y apartada, que no tenía adornos ni bellas pinturas en los muros, y como única representación divina estaba el hombre de la cruz.

Me senté frente a él, junté mis manos e hice algo que llevaba tanto tiempo sin hacer que no estaba segura de estarlo haciendo bien.

No me importó, ese gesto no era para cumplir con ningún preestablecido protocolo. Era solo para mí, para encontrar la paz.

Cerré los ojos y recé.

Le pedí a Dios, a ese Dios que a veces era implacable y cruel, por el alma de esa niña rubia y curiosa, como yo, pero que había sufrido incluso más de lo que la yo más infeliz había sufrido.

Luego le pedí por otra alma, pedí por el alma de aquella criatura que por alguna razón que nunca iba a poder comprender, jamás me había querido.

Le pedí por el alma de mi madre y, allí, frente a Dios, la perdoné.


****

"Se amable siempre, cada persona libra su propia batalla, de lo que no tienes ni idea"

Creo que Andy es la prueba de que las cosas no siempre son lo que parecen.
Ella, en apariencia tan perfecta y feliz, incluso para sus mejores amigos, era el ideal de vida fácil, y nadie sabía lo que en realidad ocultaba su dulzura.

Hay personas que se obligan a ser dulces para no envenenarse con el trago amargo que la vida les ha dado.

Pero, en todo caso, siempre es mejor fabricar una existencia feliz, aunque no sea del todo real, a dejarse consumir por la amargura.

Este capítulo quedó bastante largo como os prometí, aunque es más bien reflexivo y una especie de viaje al pasado.

Pero servirá para que conozcáis mejor a Andrea y, además, ella también necesitaba un respiro de todo el drama romántico jejeje

¿Habéis visto cómo Roberto ha jugado un papel similar en la vida de las dos amigas?
Es que el chico es un sol.
Fue el primer amigo que ambas tuvieron y el que las ayudó a superar los momentos más difíciles de sus vidas.
Este capítulo es también para eso, para celebrar la amistad y a esas personas especiales que nos salvan de la oscuridad
😊

El siguiente capítulo viene más candente
😈
Nos vemos pronto.

¡Gracias por leer!
🧡🧡🧡

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