2. Tiempos de indecisión
Miro al cristal de mi ventana, como si fuera una rutina, no veo más allá del paisaje, no veo la calle en sí. Veo a una chica de tez morena y con los huesos un poco (tan sólo un poco) notables. Quizás son mis pensamientos los que van más allá del paisaje, de la calle, de todo.
Sigo sin comprender, por mucho que me esfuerce, qué demonios está pasando. Desde luego, después de aquel incidente en la cafetería la gente no se comporta de manera normal. Algunos siguen odiándome, otros un día me hablan bien y al otro me repelen con su desagrado. En resumen, es como si se turnasen para mostrarme su desprecio. ¿Qué ocurre?
La situación en mi casa sigue exactamente igual, ajena al resto del mundo. Ahora intento hablar lo mínimo con mi tío y evitar el contacto visual, su presencia me hace sentir incómoda desde aquella vez que le grité. Para mí es como un demonio, una pesadilla que se apodera de mí en cuanto puede. Mi habitación es una fortaleza, y evito pensar que puede profanarla con un simple movimiento de mano.
Estoy realmente confusa con todo, intento olvidarlo, pero ¿cómo olvidar algo que vivo cada día? Me siento muy triste por no hacer nada, hasta el punto de sentirme una inútil.
Meneo la cabeza y me doy la vuelta, suspiro y me llevo la mano al pecho. Bajo las escaleras cercanas a mi habitación y recojo el dinero que hay en la mesita del salón. Mi tío siempre deja el dinero que gana allí, para que yo lo coja y lo utilice para comprar comida. No deja mucha cantidad, así se asegura que no me lo gasta en caprichos, así que deja lo suficiente para comida. Después de todo, si me lo gasto todo me muero de hambre. A veces, cuando sobra algo, lo ahorro para comprarme algo.
Salgo a la calle y la brisa ondea mi corta melena negra, fina y lacia, como si una vaca me hubiera lamido el pelo. A veces me pregunto por qué no crece más, siempre por los hombros. Supongo que no importa, tampoco es algo de mucha relevancia.
Vivo en una zona un poco fuera de la ciudad, la cual tampoco es que sea muy grande. Mi barrio está lleno de casas normales y corrientes, cumpliendo la mayoría con un estilo estándar. En algunas partes hay solares sin construir todavía. También hay parques hasta aburrir, en donde juegan los niños. Siendo sincera hubiera preferido que ese último detalle no estuviera, pues me da un poco de ansiedad ver a mucha gente, aunque es algo que vivo cada día.
Camino por la acera, tras estos días de lluvia primaveral, el ambiente parece fresco, así que el calor tardará en entrar, cosa que agradezco. Veo algunos caracoles saliendo de sus conchas, cosa que me anima un poco. Muy rara vez los veo así, y me resultan muy graciosos. Me detengo a mirar uno que es pequeñito y sonrío un poco, después suspiro y la sonrisa se me borra. Ojalá yo no tuviera tantas preocupaciones ni problemas como ellos.
Dado que estoy al borde de pensar otra vez en lo mismo sigo mi camino, intentando centrarme únicamente en el entorno. Tampoco es que haya demasiado aquí, la verdad. Conforme me voy acercando al centro veo que hay bloques de edificios, no son muy altos, pero como en todas partes de la ciudad. El número de gente aumenta, así como el tráfico. Las calles, para mi gusto, son un poco estrechas.
Primero me voy a la verdulería y compro media docena de cosas que me hacen falta, ya que es lo primero que encuentro siempre. Sigo yendo a tiendas grandes de comida, fantaseando con los dulces y, sobre todo, con el chocolate. No sé qué tiene este último, pero para mí es un consuelo cuando estoy triste. Cuando salgo de la tienda reviso que ya lo tengo todo y que estoy cargada de un par de bolsas bastante llenas y que cargan bastante.
Ahora que estoy más o menos por el centro el ajetreo de la gente me resulta más molesto, pero al menos las aceras y carreteras son más grandes. De esta manera tengo más espacio por el que caminar.
Sencillamente, hoy no ha ocurrido nada del otro mundo. Nada extraño. Y eso me alivia.
Decido, por una vez, explorar un poco más la ciudad para así tener una excusa y tardar más en volver a casa. No creo alejarme mucho, pero no me siento capaz de volver a mi casa, llevo demasiado tiempo dándole vueltas a la cabeza a lo ocurrido hace noches y sigo sin ser capaz de mirarle a la cara a mi tío.
Doy media vuelta y me adentro más en la larga calle con la esperanza de ver algo nuevo. Una presión en el pecho se hace hueco en mí, pero me emociona porque es como si estuviera viviendo una aventura. Me siento como la protagonista de una historia, de alguien que busca alguna aventura.
Cuando avanzo por la calle, me encuentro con una nueva bifurcación, así que, en vez de seguir por el centro (el cual ya me conozco) me adentro en un barrio nuevo y que parece menos transitado. Intento memorizar el recorrido que estoy haciendo para no perderme. Quizás sería mejor dar media vuelta.
Poco a poco, los bloques de pisos son menores y las calles menos transitadas, se nota que estoy en otra parte de la ciudad porque los edificios tienen un aspecto menos cuidado. Hay otro tipo de árboles plantados por las acercas y estos comienzan a tener hojas verdes. Una brisa me da en la cara, ¿estaré haciendo lo correcto? ¿Y si me pierdo?
Cuando intento recapacitar y volver a donde estaba, descubro que me he perdido. No conozco esta zona y ya he tomado varias calles. Intento enmendar mi error intentando salir del barrio, en el cual no hay mucha gente. Al notar que mi ansiedad aparece, teniendo la boca muy seca y el corazón a mil, pienso en algo positivo, pero no soy capaz. Los brazos me tiemblan tanto que no sé cómo son capaces todavía de sostener las bolsas de la compra.
Al final acabo delante de un muro. Es marrón, con varios grafitis pintados en él. Parece que ya lleva tiempo, porque hay un par de fechas viejas y varios pedruscos en el suelo. Detrás de él parece haber árboles. Siempre he visto a algunos adolescentes saltándose muros para llegar a sitios que no debían, a veces los envidiaba porque ellos tenían amigos con los que hacer eso y yo no. Quizás lo hago porque yo jamás podré hacerlo.
Dejo las bolsas en el suelo, con delicadeza, y miro a todas partes: no hay nadie. Sintiendo como si estuviera a punto de hacer algún delito, empiezo a escalar la pared (que no es muy alta) y alcanzo con facilidad el punto más alto. Creo que medirá no más de dos metros. Me siento viva, descubriendo que más allá hay un bosque, tras una zona llena de hierbajos secos y muchas flores silvestres. Quizás haya bichos, lo que me hace volver atrás.
Y eso hago.
Mientras le doy la espalda al muro, giro la cabeza hacia atrás, arrepintiéndome un poco de no entrar a ese bosque. Aunque es curioso, nunca me imaginé que hubiera un bosque en esta ciudad.
Cuando salgo del barrio y me encuentro en una zona más transitada: comercios, bloques de pisos en vez de casas, semáforos, más gente, algunas tiendas; mi pulso se acelera al descubrir que estoy perdida por completo. Se me seca la boca y me entran sudores, la cara la noto ardiendo y empiezo a pensar en lo peor. ¿Por qué me habría distanciado del camino? ¿Por qué he sido tan idiota? Por este tipo de cosas me odio a veces, nunca se me ocurren buenas ideas.
Tras debatirlo mucho, considero que la mejor opción es preguntarle a alguien una dirección. Miro entre la multitud para ver quién puede servirme. Primero veo a una madre con dos niños pequeños, a la que descarto completamente. Después, detrás de ella, aparece un hombre con un teléfono. Considero que es mejor no molestarle. Veo a otro lado a una pareja, o quizás amigos, que también olvido. Quiero gente que vaya sola y sin nada que hacer, además, quizás alguien mayor me pueda ayudar.
Mi buena baza se me escapa cuando encuentro a una chica de aspecto amigable, sola. Como no me atrevo a emitir ningún sonido, esta pasa por mi lado como si nada, luego me maldigo en voz baja. Al poco rato, aparece un señor, no mayor de treinta años, con una cabeza bien poblada y distraído con la calle (ya sea mirando edificios o gente). Me acerco y me posiciono delante de él, frena y me mira, esperando a que hable.
—Esto... —digo en un susurro que no creo que haya escuchado. Siento mucha vergüenza ahora mismo, pero es tarde para echarse atrás—. Disculpe —repito en voz más alta—, ¿me podría decir por dónde se va a la calle Storne?
El hombre me mira, frunciendo el ceño y, con algo de apatía y rapidez, me da las indicaciones para hacerlo. Yo me siento algo mal por cómo me ha tratado, pero cuando salgo todo el mundo es así conmigo. Algunos me ignoran, otros me insultan y se van corriendo, si tengo suerte, me hablarán educadamente, aunque no tendrán recelo en enseñar su descaro hacia mí. ¿No es extraño esto? Nunca lo había pensado, pero no tiene sentido, porque no poseen motivos para tratarme así.
Sigo el camino del hombre, esperando a que me haya dicho la dirección correcta. Para asegurarme, le vuelvo a preguntar a alguien de nuevo, tras pensarlo varias veces con muchísima indecisión. Para mi suerte, repite lo mismo que el hombre anterior. Camino hasta encontrar mi barrio, con lo que suelto una de mis escasas sonrisas.
Al llegar a casa el día se me ha echado encima y guardo todo bastante apresurada. Esa misma noche, mientras leo un libro en mi cama, me extraño por algo: mi tío aún no ha llegado a casa. Cuando miro el reloj que hay en mi mesita de noche veo que es pasada la medianoche, pero siempre ha llegado antes. Miro por el resto de relojes de la casa y no sucede nada.
Al día siguiente, un domingo nublado, me encuentro sola en mi hogar. No puedo, sin embargo, evitar alegrarme al hallarme en esta situación. Con mi tío fuera de juego, decido hacer todo lo que me plazca, sin miedo, sin presiones, sin nada.
A la tarde, una parte de mi cabeza sigue insistiendo en que todo es muy extraño y que no debería tomármelo tan a la ligera, esa misma voz que me lleva persiguiendo todo el día se hace oír ahora. Por otra parte, ¿y si estoy siendo demasiado paranoica? ¿Y si en realidad todo ocurre normalmente¿ O peor, ¿y si es todo cosas mías y estoy loca? Meneo la cabeza, aunque quizás esté teniendo una enfermedad mental.
El pecho me da un vuelco con esta idea. Respiro profundamente y voy al ordenador que hay en el salón, junto a una esquina. Busco varias cosas en internet, y todas dicen lo mismo: el primer paso es aceptarlo. ¿Aceptar el qué? ¿Una especie de humo negro y gente como muerta en mi instituto? Cierro los ojos, me llevo la mano a la cara y suspiro, debería olvidar todo esto. Por mucho que le dé vueltas no va a funcionar.
Paso el día del domingo medio tranquila, con mis pensamientos girando alrededor de mi cabeza, amenazantes, en alerta, distrayéndome de muchas cosas. Eso sí, a la mínima que escucho un ruido me sube la adrenalina por el miedo de pensar que es mi tío quien está ahí. Ojalá no vuelva, por muy raro que sea que no haya aparecido una noche, tampoco pasa nada. Es solo una noche e, igualmente, no sé qué hace por ahí fuera.
«Esta noche tampoco ha aparecido», pienso una mañana antes de irme al instituto, encontrándome por segunda vez con el mismo panorama. Intento desarrollar algún grado de preocupación, pero ese señor me da igual. Ahora mismo pienso más en qué ponerme para ir al instituto y en qué pasará cuando llegue allí.
Una vez me visto con una blusa y unos pantalones vaqueros, salgo por la puerta, ya preparada, y una ráfaga de aire frío me pone la piel de gallina. Dios mío, pero qué frío hace. Doy media vuelta y cojo una chaqueta de mi armario, luego salgo, algo más calentita.
El día en el instituto es como el de la semana pasada, y más o menos ya me estoy acostumbrando al nuevo panorama, tampoco es difícil, pues sienta bien que me traten como una persona, pero marea un poco, porque parece que el tipo de gente va rotando. Hoy he intentado (sin mucho éxito por mi ansiedad social) meterme en una conversación con gente. Las clases han transcurrido normal y, supongo, eso es lo que importa.
Vuelve a pasar otro día normal, al menos hasta que llega, otra vez, la noche. Me encuentro tumbada en el sofá que hay en el salón, una lámpara me alumbra con una luz tenue, la suficiente para que pueda leer sin dificultades, de color anaranjado. Afuera el viento corre, frotando las hojas de los árboles, y siento que la noche es hostil. En ese momento, escucho unas pisadas en la acera, pero estoy segura de que son de algún transeúnte.
Justo entonces mi tío abre la puerta.
Ambos cruzamos los ojos y siento que el corazón se me acaba de subir al cuello. Cierro el libro y me siento, como una persona sumisa, y aparto este hacia un lado. El miedo se extiende por mi cuerpo. ¿Ha vuelto ahora? Una parte de mí, la feliz, se apaga y se consume cono una flor en el invierno.
—Hola —dice, con una sonrisa en su boca, mostrando sus dientes y achinando sus ojos. Después se ríe un poco—, inútil.
Su rostro muestra una expresión de sadismo, de deseo interior. Creo que, por primera vez en trece años, siento miedo por mi vida. Es un miedo que se enrosca en mi cuerpo, que me chupa el alma y simplemente le grita a mi cabeza: «¡corre!». Hay algo raro en ese hombre. ¿Por qué viene ahora? ¿Qué es lo que trama? No lo sé, y creo que prefiero no saberlo. Al estar sentada siento una enorme angustia, así que decido levantarme e, ignorando el libro, intento subir a mi cuarto.
Escucho a mi corazón bombear sangre, las piernas me tiemblan y tengo la boca muy seca. Creo que me estoy mareando, porque me flaquean las fuerzas. Intento ir rápida hacia las escaleras, evitando todo lo que me pueda ocurrir.
—¿Adónde crees que vas? —inquiere él, más que una pregunta es una exigencia de que me quede quieta.
Cavilo sobre si es mejor ignorarle o quedarme estática. Los pensamientos de mi mente danzan y no hay tiempo para pensar, debo hacer una cosa u otra. Simplemente desciendo el paso.
—Quédate quieta y date la vuelta —me ordena.
Hay algo raro en él, lo sé, algo raro que no ha tenido antes. ¿Qué puede ser? Me doy la vuelta y le contemplo el rostro, pero lo único que veo es esa cara sádica, llena de deseos de sangre. Tiene las manos libres, sin portar ningún arma. Pero parece que no le hace falta nada, porque la puerta se cierra sola y la luz se apaga, reinando la oscuridad.
—¿Qué acaba de pasar? —digo, sin ver absolutamente nada.
—Verás, niñita —dice él, y yo solo puedo ver esos ojos rojos en mitad de la noche—, durante mucho tiempo te he estado cuidando.
¿Cuidando? ¡Maltratando más bien! En otro momento sé que me hubiera enfadado, pero ahora mismo solo quiero huir muy lejos de aquí. Quiero los brazos cálidos de alguien que me asegure que todo saldrá bien. Lo único que siento es miedo, miedo a la muerte, pero no sé de dónde proviene.
Él extiende sus brazos y gira la cabeza.
—No me has resultado más que una molestia en todo. —El silencio suena, se podría decir, porque tras hacer una inmensa pausa que me parece una eternidad, añade—: Y es hora de acabar contigo.
¿Cómo? ¿Qué quiere decir? Intento darme la vuelta y correr, pero no he actuado lo suficientemente rápido y le agarra por los hombros, yo forcejeo. Sin embargo, él tiene más fuerza y se abalanza sobre mi cuerpo, dejándome a mí tirada en el suelo y a él sobre mí, de cuclillas. Grito con una voz desgarradora hasta que me duele la garganta.
Mi tío se levanta un poco para llevar las manos a mi cuello y apretar tanto que me corta la respiración. De mi voz ya no sale siquiera un leve murmullo y las lágrimas recorren mi mejilla. Cuando ve que me encuentro débil, gracias a que es considerablemente más alto que yo, eleva sus brazos dejándome con el cuerpo sin poder apoyarlo, lo que facilita mi ahogamiento.
Voy a morir, me va a matar, lo sé.
Poco a poco siento que me falta el aire en los pulmones y mi garganta está muy dolorida. El pecho se encoge, como si ya no existiera, y veo la muerte tan de cerca... La carencia de oxígeno en la cabeza me marea, lo único que se me ocurre es patalear y eso hago. Mis patadas son débiles, pero una de ellas lo hago intentando acumular toda la rabia que puedo y se la asesto en el estómago.
Cuando él gime, yo caigo de golpe al suelo, haciéndome daño en el trasero y reprimiendo un sonido de angustia. Cierro los ojos e intento respirar un poco, consiguiendo recuperar algo el conocimiento y volviendo a interpretar la situación. No soy capaz de levantarme, una enorme ventaja para él.
Apenas tardo en abrir los ojos, cuando lo hago, veo a mi tío con una mirada de furia. Está más apartado de mí, como si mi patada de hubiera hecho retroceder, ¿de verdad le he pegado tan fuerte? Da igual, estoy cansada de buscar la lógica y estoy más preocupada por tragar saliva sin que me duela.
Lo que ocurre a continuación sé que jamás podré explicarlo en ningún momento de mi vida.
Mi tío levanta su mano derecha y cierra los dedos de su mano, dejando abiertos los dedos índice y corazón. Después hace levantar un jarrón que hay sobre una mesita elevada. Abro los ojos como platos, pero estoy completamente segura de que está levitando sobre el aire. ¿Acaso ya he muerto? ¿O estoy en coma?
Tras soltar un grito, extiende su brazo con brusquedad hacia mi dirección y el jarrón sale despedido hasta donde estoy, rápido y veloz. Intento levantarme en esos escasos segundos pero no encuentro la fuerza. Solamente me da tiempo a gritar.
Antes de que el jarrón impacte en mi cuerpo, vuelve a suceder una cosa quizás más extraña: una especie de luz blanca aparece delante de mi cuerpo, envolviéndome en una esfera que lo ilumina todo. El jarrón impacta en la luz, se hace añicos (que caen al suelo) y aquel espectro se desvanece, volviendo todo a la normalidad.
Definitivamente estoy como una cabra, ya es oficial.
—¡Maldita sea! —grita mi tío con toda su ira.
Para mi sorpresa, descubro que vuelve a hacer levitar varios objetos a la vez: lámparas, platos y una mesita. Todo cosas que tiene cerca y a su vista. El salón permanece vacío mientras yo sigo sin saber cómo puede estar lo que estoy viendo suspendido en el aire. Me ataca lanzándome primero varios platos a la vez, a lo que yo grito y me tapo la cara.
La luz de nuevo aparece y el espectro aparece ante mí, sirviéndome de escudo. Vuelve a lanzarme con lo que sea que sea que está haciendo la mesita y la lámpara juntas. Por tercera vez consecutiva, aquello que me esté protegiendo aparece y, esta vez, le asesta a todo un golpe que lo parte en pedazos.
Sin saber qué está sucediendo, y creyendo firmemente que me he quedado dormida en el sofá mientras leía, veo mi oportunidad para correr. Me levanto con el cuerpo temblando más que un flan y corro con torpeza hacia la puerta, mi tío se da cuenta de mis intenciones y va detrás de mí, pero justo cuando intenta tocarme la luz aparece.
Sea lo que sea que ha aparecido, tiene una forma amorfa y no es una simple figura geométrica como yo creía. Parece ser hostil ante mi tío, porque creo que le ha empujado. Me doy media vuelta hacia la puerta y la intento abrir, pero no funciona.
—No te pienses que vas a escapar de mí tan fácilmente —ríe él, sintiéndose triunfante.
—¡Abre la puerta ahora mismo! —grito, tras el estrangulamiento, me duele la garganta. Al sentirme protegida, reúno la fuerza necesaria para hablarle. Igualmente, creo que podría insultarle en mil lenguas distintas y el resultado sería el mismo.
Hago fuerza para abrir el pomo, pero no cede. Aquello que me protege no se ha disipado como las otras veces, permanece a mi espalda, y mi tío está detrás, pensando en qué hacer. Grito de impotencia al sentirme atrapada y se me ocurre algo: si no salgo por la puerta, hay más sitios por donde escapar. Me detengo hacia la ventana, y cogiendo carrerilla salto hacia ella, pero no me choco contra el cristal.
Una especie de masa negra y viscosa la ha tapado de repente. Suelta un humo grisáceo por los poros negros que tiene. Miro mi cuerpo, viéndolo empapado por esa sustancia y me asqueo un poco.
—¡¿Qué estás haciendo?! —le grito a mi tío, sabiendo que él es el causante de todo.
—No te pienses que por estar protegida te vas a librar —me escupe. Miro hacia la figura blanca, lo que parece ser el núcleo de la esfera que me envuelve, aunque, al parecer, hay cosas que la traspasan.
Corro con las pocas fuerzas que tengo y me acerco, en primer lugar, al hombre extraño que hay conmigo. Por primera vez en mi vida le veo como a un completo desconocido, al fin y al cabo, es lo que siempre ha sido. Le miro una última vez a los ojos, y le digo:
—Púdrete en algún infierno —farfullo, creyendo que sonaría mejor y con más elegancia. Él no responde.
No intenta atacarme, como yo esperaba, lo que significa que mi protección no va a defenderme. Me dirijo hacia la puerta. ¿Qué estoy haciendo realmente? Me encuentro tan atontada y tan desorientada que lo único que he hecho antes es una tontería.
Para asombro de ambos, la puerta cede y yo salgo a la calle, desapareciendo la luz blanca a su vez. En cuanto me da la brisa del exterior descubro que estaba sudando y que ahora me muero de frío tras un cambio brusco de temperatura. Mi tío me sigue y yo sigo ahogándome y a paso lento, más lento de lo que me gustaría. Ya me he recuperado (no del todo) del dolor que tenía en mi cuello y me alegro de que antes no haya recibido una paliza, por lo que tengo energías.
Lo primero que pienso es en ir al bosque que vi la otra vez. Muchos árboles me servirán de escondite para burlarlo, porque aquí no parece haber nadie y, en caso de que lo haya, no creo que me ayuden. Me ahorro el gritar, porque sé que me va a perjudicar.
Cuando llego al centro intento recordar la calle por la que me metí la otra vez, también hago una parada para reponer fuerzas. Como estoy alerta, me aseguro de estar sola. Un momento, ¿pero qué hora es? Estoy segura de que ni siquiera es medianoche, perfectamente podría haberme cruzado con una persona, por lo menos.
Ando entre la calle, haciendo memoria. Sí... No pasó demasiado tiempo para que yo me olvidara del sitio, y me esforcé en recordarlo. Pero ¿y si me pierdo? ¿Y si me encuentra él? ¿Qué voy a hacer? No, debo dar una respuesta a todas mis preguntas.
Encuentro la calle por la que me fui la última vez y sonrío, justo cuando escucho unos pasos que van rápidos y más cercanos. Ahogo un grito del susto y empiezo a correr. Cuando me adentro, me arrepiento de no haberme fijado más en si era la correcta o no. Ya es demasiado tarde.
Me hallo en el barrio, sin aliento y sudando tanto que el pijama se me pega a la ropa. Por si fuera poco me duelen los pies; ando descalza, las zapatillas me hubieran ralentizado.
Una parte de mí desea buscar el muro que vi la otra vez, con sus grafitis y sus árboles asomando detrás. Nunca he sentido tanto pánico en mi vida, no sólo estoy en peligro de muerte, sino que es de una forma que no soy capaz de entender ni afrontar.
Las casas, ¡recuerdo estas casas! Al final de la calle sé que estará esa pared. Mi tío me sigue, no me he parado a girarme para asegurarme, pero la persona que hay detrás de mí ha seguido mi dirección y mi ritmo. «Venga, un poquito más», me pido. Supongo que es el subidón de adrenalina que tengo el que me ayuda a seguir. Desde luego, no sé ni cómo he conseguido correr a toda velocidad tan lejos.
Cuando encuentro el muro, sin pensármelo dos veces, empiezo a escalar la pared, rasgándome la palma de las manos y las plantas de los pies. Suelto un gemido —que más bien es un gruñido— y llego hasta arriba, luego miro al fondo del barrio, viendo en la lejanía a mi tío.
Lo último que hago antes de verle por última vez es levantarle el dedo corazón. Sé que si no lo hago ahora me arrepentiré.
El bosque resulta ser más profundo de lo que pensaba. Pese a que los árboles están separados entre sí, hay muchos matorrales por el suelo que me dificultan el camino. Me pincho con algunos y reprimo la molestia. Varios bichos revolotean por el aire o descansan en las hojas, ajenos a mí. Me clavo, al andar, piedras y trozos de tierra. Todo esto es muy incómodo, pero al menos puedo dejar de correr.
¿Habré dado esquinazo a mi tío? Meneo la cabeza, seguro que sí... Igualmente, no me fío tras ver lo sucedido en casa.
Una vez creo hallarme sola en mitad de este bosque, descanso sobre una piedra grande y llena de musgo. Escucho el brotar de las hojas y a algunos animales caminando entre sus ramas. Alzo la cabeza al cielo, pero no soy capaz de deleitarme con la luz de las pocas estrellas que consigo ver a través de los árboles.
La tranquilidad huye cuando escucho unos pasos hacia donde estoy, directos, así como una silueta que danza entre los árboles ágilmente. Me siento amenazada y en peligro de nuevo, me llevo las manos al pecho, pero estas me tiemblan.
Cansada de todo, grito sin que nada me importe, mientras gimo y vuelvo a llorar. A continuación, aprieto las manos en un puño, como una niña pequeña doy una pataleta y, sin que yo pueda controlarlo, las manos se abren y, de ellas, descubro que un haz de luz sale de la nada.
Esto no había pasado nunca.
No obstante, parece ser que no era la única que ha visto lo que acaba de ocurrir.
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Pues no sé si me ha salido bien el capítulo, pero debo admitir que me he emocionado bastante escribiendo la segunda parte de este.
Me gustarían saber vuestras opiniones sobre este libro.
¡Gracias por leer!
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