16. Dos almas perdidas
Solo de una cosa estoy segura, y es que creo que huyo por otro temor. Tengo miedo a la muerte y es algo que acepté desde el primer momento en que crucé el río y vi estas montañas. Pasé el río tras un gran puente de color azul que se reflejaba en el agua oscura de la noche, allí, cuando caminé por al lado de alguien sentí que mi corazón se iba a salir de mi pecho a través de la garganta, pero agaché la cabeza y no mediamos palabras. Todo esto es una locura.
Casi al amanecer, estoy perdida entre un manto de nieve y yo sigo recto sin otro rumbo. No he dormido nada en toda la noche, estoy demasiado cansada como para pensar en algo, ¿pero cómo voy a dormir? No tengo otra opción que no sea caminar hasta encontrar el desierto, si es que llego hasta él. Estoy convencida de que, de dormir aquí, moriré de hipotermia. Mi ropa no está preparada para este frío que se me cala en los huesos. Este plan no saldrá bien, tanto si me atrapan como si no.
El cielo está despejado con unas pocas nubes, una manchita naranja (el sol) se va elevando a la par que el día se va tornando de colores verdosos. En lo más alto todavía predomina un tono azul marino, pero de cara a las montañas hay un amarillo pálido. Por suerte para mí, la nieve se va derritiendo y puedo ver terrenos de rocas, y pequeños riachuelos que forma la nieve conforme se va derritiendo y avanza el día.
El cielo se ha vuelto de azul por completo cuando me cruzo con la segunda persona. No es del todo un encuentro, más bien me encuentro su tienda de campaña celeste, y noto que la silueta permanece tumbada. En el exterior solo hay rastro de una fogata que alguien apagó. No sé cuántas personas habrá allí dentro, pero mientras no me hayan visto no pasará nada. Camino lento, mi objetivo es no hacer ruido que pueda llamar la atención. A mi izquierda hay un terreno elevado que puedo rodear para poder esconderme y seguir sin que me vean. La colina de más adelante se extiende hacia abajo, por lo que no se me verá desde aquí.
¿Quién viene de acampada a las montañas? ¿Es que no hay otros sitios mejores a los que ir en primavera? Maldita sea.
Giro mi cuerpo un poco, doy un paso lento, despacio y tranquilo. Un crujido de mi pie sonando contra la nieve me encrespa el cuerpo. No, no ha sido demasiado fuerte, ¿verdad? Me quedo traspuesta en el sitio, para analizar si se ha podido escuchar desde dentro de la tienda de campaña. Meneo la cabeza y doy otro paso. Piso las zonas donde la nieve se ha derretido, justo cuando resbalo y caigo de culo al suelo. Las rocas que he pisado eran resbaladizas, y húmedas todavía más. Al apoyar la puntilla del pie este se ha escurrido y era un buen terreno así, por lo que no he podido frenar a tiempo. Por suerte, no he soltado ningún grito. Me levanto y sigo mi camino, pero de repente una voz a mi espalda me frena:
—¿Estás bien? —Es una voz dulce, sé que es de una chica, pero me paralizo al oírla y se me olvida actuar. Creo que puede estar todavía en la tienda de campaña o en mi espalda, ya no sé nada—. Esa caída ha debido de doler.
—Sí —respondo sin pensar.
No me da tiempo a reaccionar más, porque la chica me agarra de la mano. Mi acto reflejo es estirar de ella para que deje de tocarme, pero cuando lo hago, o ella es muy fuerte o no tengo suficiente fuerza, porque ahí sigue y yo apenas consigo estirar. Me tiembla el cuerpo y creo que le estoy transmitiendo malas vibraciones a ella también.
—Por el amor del universo, estás helada —exclama. Frota sus manos con mi brazo, por mi parte, sigo sin darme la vuelta, no me atrevo a mirarla—. Normal, con esa ropa que llevas. Ven a mi tienda, está caliente y yo te daré algo.
Derrotada y cansada, doy la vuelta para contemplar la espalda de la chica, solo diviso una melena azul que llega por los hombros. La ropa parece que la llevaría un esquimal: botas gruesas, un chaleco marrón de pelitos encima de una camisa gruesa de esas que sueltan bolitas, a juego con los pantalones. Solo en la tienda le veo el rostro. Me llaman la atención sus pecas, pequeñitas, encima de las mejillas que suben cuando sonríe.
—Ven, siéntate. —Hace un hueco entre el montón de ropa que tiene tirado por el suelo y deja ver un colchón. Todo parece un completo desastre, incluso hay un olor sobre cargado en el ambiente. La obedezco, porque cuando noto el calor y empiezo a sentirme cómoda, me doy cuenta de que necesito ayuda, aunque eso me ponga en peligro—. Pareces muy cansada, esos ojos...
Asiento con la cabeza. La chica coloca un abrigo del suelo sobre mi espalda. Es calentito y me siento más protegida con él, poco a poco, todo el ambiente hace que me relaje de alguna forma. El sueño entra en mí y empieza a conquistarme. Me echo el pelo hacia delante para asegurarme de que no ve mis orejas.
—Soy Maya, siento todo esto, pero..., es complicado.
—Carol —respondo con el primer nombre que se me viene a la cabeza.
—Encantada. Duerme si quieres, yo estaré fuera. En serio, no te vayas sin haber dormido un poco antes.
Ante su insistencia, acepto. Estoy tan agotada que no me vendría mal descansar, por lo que cierro los ojos y dejo que el sueño me lleve.
Cuando me despierto mis dedos rozan con un montón de ropa. Está mullida y el tacto es suave, como si intentara oler su fragancia a flores, aspiro aire por la nariz y vuelvo a notar ese olor cargado que me devuelve a la realidad: estoy en la tienda de campaña de una desconocida. Me siento e intento recordar qué fue lo último que hice, pero me cuesta saberlo. Lo único que se es que Maya me llevó hasta aquí y el calorcito que había me dio sueño. Sigo cansada, de hecho, ¿qué hora es? El corazón me da un vuelco cuando pienso en todo lo que Maya ha podido hacer mientras dormía.
Descubro que mis orejas están al descubierto, si en algún momento ha entrado las habrá visto. Sabrá que no soy humana, y otra vez lo mismo de siempre.
Cuando salgo rápida, lista para huir si es necesario, la veo a ella frente a la fogata. Es de noche, las estrellas inundan el cielo. La nieve se ha derretido por completo y solo queda tundra y rocas desnudas y traicioneras. Me calmo al verla allí, con ropa que, para mi sorpresa, incluye un gorro que me tapará las orejas.
—Has dormido todo el día, eso es bueno. —Tiene la mirada brillante en una olla con un caldo de color oscuro del que sale un olor delicioso. Pequeños trozos de verduras flotan en él, a su lado hay una bolsa de plástico con las verduras, un par de platos y cubiertos sobre un mantel a cuadros. Inclina la cabeza hacia la ropa doblada—. Póntela cuanto antes, he preparado algo de comer.
Asiento, intento decir «gracias», pero la timidez me puede y callo. Entro otra vez en la tienda de campaña. Mientras me cambio vuelvo a notar ese olor extraño que, supongo, será la carga por estar esto tanto tiempo cerrado. En cuanto termino de ponerme la última prenda se me abre el cielo. Es muy cómoda, suave y me muevo bien con ella, incluso aunque sea muy pesada no me importa.
Salgo y Maya ya tiene preparado un cuenco para cada una donde sale humo. Me invita a sentarme y se disculpa por no tener una mesa y algo donde sentarme. El suelo es húmedo y, a pesar de que la ropa es gruesa, noto el frío tacto. Otro inconveniente es que es rugoso, y tardo hasta que me adapto a la superficie. Cuando pruebo la comida sabe deliciosa y no tardo nada en terminarla, sobre todo porque tengo un hambre voraz. Maya parece darse cuenta y me ofrece repetir. Esta segunda ronda la tomo más calmada, y es entonces cuando la chica aprovecha para hacerme preguntas.
—Si no es mucha molestia, ¿puedo saber adónde te diriges? —Mi corazón da un vuelco y paro de comer, intento pensar en una mentira pero ¿qué voy a decir? No sé qué inventarme. Qué demonios voy a hacer, ya ha sido demasiado acercarme a ella y dormir en su tienda, pero por otra parte no tenía elección. Me he metido en la boca del lobo y es hora de salir antes de que me mastique—. Te veía muy desorientada y no se te veía preparada para cruzar las montañas, ¿te pasaba algo?
Mi primer instinto es salir corriendo y no parar hasta que sepa que le he dado esquinazo.
—Perdón, me he metido donde no me llaman. No me interesa, tienes razón. Pero si puedo ayudarte en algo, lo haré.
Vuelvo a comer. La comida ya no me entra tan bien como antes, los tragos son más lentos y tardo más en coger otro. Poco a poco empiezo a calmarme, hasta que tardo en reunir valor. Necesito su ayuda, quizás no debería contarle nada, mantenerlo todo en secreto, a lo mejor mañana he dejado de verla. De todas formas, no puedo hacer esto sola.
—Voy a ver a la adivina —confieso. Escupo las palabras como si fueran vómito. Soltarlas es lo contrario de lo que me esperaba, suman un grave peso para mí—. Pero no sé dónde está.
—Yo sí. —Clava su mirada sobre mí, desvío la mía. Siento como si me estuviera retando a algo. Deja su plato sobre el suelo y echa un vistazo a derredor, hace ademán de levantarse, pero opta por quedarse en el sitio—. De hecho..., iba a ir a ese sitio también. ¿Quieres que vayamos juntas?
—Sí —suelto. Es la peor idea del mundo, pero ¿qué otra cosa puedo hacer?
—Estupendo. Cuando termines puedes dejar el plato en esta bolsa de aquí. Yo voy a dormir, mañana partiremos. ―Ve que la idea no me gusta, creo que es por mi expresión. Inclina la cabeza a un lado, luego sonríe y empieza a recogerlo todo—. Si quieres podemos ya.
—No hace falta —miento, estoy encantada con la idea, pero me sabe mal por ella. De todas formas, es lo mejor. No puedo quedarme varada en las montañas un día entero, puede que aquí no me encuentren, pero a lo mejor lo hacen en otro momento. Me recuerdo que no puedo morir, que el árbol me protege, pero todavía no he aceptado esa idea.
—No te preocupes, yo también estoy huyendo de algo.
Llevo tres días viajando y hoy por fin dejamos atrás las montañas. No ha sido fácil. Temí que en algún momento nos cruzáramos con alguien más; no fue así ni mucho menos, pero en un sitio donde apenas había villas tampoco me extraña. No encontré ni rastro de vida. Y lo peor, ninguna de las dos conocía el lugar, creo que hemos dado varias vueltas y desviado del camino, ya de por sí se tardaba en atravesarlas (por las cuestas y bajadas constantes que había, tampoco es que esto fuera una línea recta). Al fin, el descenso se hace notable y dejamos atrás la nieve ayer. Cuando vemos el desierto Maya corre a él y agarra arena con sus puños.
—¿Lo estás viendo, Carol? ¡Es arena! —La lanza al aire, corretea de un sitio para otro y ríe al mirar sus huellas. No es una reacción que esperaba ver de alguien que acaba de llegar al desierto.
Maya grita de nuevo mi falso nombre y voy con ella. La arena es blanda, se hunden mis pisadas y los granos cuelan por mis zapatos. No sé qué pasará ahora, pero según parece todavía nos queda viaje. No estamos demasiado preparadas para el calor, y yo me pregunto qué sucederá ahora que estamos en una nueva región.
Pero más quisiera saber sobre qué ocurrirá cuando llegue a ver a la adivina. ¿Entro y digo quién soy sin más? ¿Le hablo primero del árbol? Todavía tengo en mente la primera frase preparada que diré cuando entre: «Soy Ashley, el Árbol de las Hadas dijo que querías verme». Nada de maldiciones ni encantos, primero me presentaré. A lo mejor no hace falta, si ve el futuro sabrá quién soy.
Pero me preocupa también qué pasará con Maya. Somos dos desconocidas que hemos cruzado nuestros caminos por casualidad. A veces me pregunto si me está engañando. Sé que sabe que soy humana, es evidente. Después de aquella frase, en la que me confesó que ella también guardaba secretos mi mente estuvo tergiversando muchas cosas. ¿Tendrá que ver conmigo? ¿Qué ocultará? Supongo que antes de llegar donde la adivina tendré que confesarle muchas cosas, o marcharme sin más. Es lo mejor. O lo sería, de no ser porque no puedo avanzar sin ella.
La necesito a mi lado.
Por eso, cuando llega la noche y paramos en el peor lugar posible, pienso que ha llegado el momento de explicarle que me buscan. Puede que no todo, tampoco es que sepa muy bien qué detalles omitirle. A lo mejor no espera nada.
—Maya.
—¿Sí? —Dice mientras termina de comer. Hoy ha preparado unas verduras que no han salido muy bien. Las como a pesar de que no me gusten.
Después de tres días me he adaptado a su presencia y soy capaz de hablar un poco más con ella. Es cálida y transmite un aura que me hace sentir más cómoda. No confío en ella, pero de todas formas siento que debo decirle quién soy. Creo que porque ella también me oculta cosas y estamos en una situación parecida. Ambas huimos, es verdad, y si me encuentran a mí también la encontrarán a ella.
Es cierto. Lo último que haría sería traicionarme o venderme. Por eso, cambio de parecer y decido callar lo que tenía pensado.
—¿Cuál es tu color favorito?
Maya alza la vista a las estrellas y lo acompaña de un ligero movimiento de manos. Las extiende más arriba y las vuelve a bajar cuando se da cuenta de lo que ha hecho.
—El azul, pero el azul celeste. Como el cielo. Por eso me encanta mirarlo tanto, porque es ver mi color favorito en todas partes. ¿Y el tuyo?
—El amarillo. Como... Las flores, supongo.
—¿Dónde te gustaría estar de aquí a unos años? —Sin darme cuenta, he comenzado un juego de preguntas. Y a esta última no sé qué responder. Supongo que hace unos meses habría dicho que muerta, pero después de todo, no sé. Y creo que, al menos en eso, debería serle sincera.
—No lo sé. No sé qué quiero ahora mismo.
Diría que aprecio la vida, que ahora lo hago porque he visto la muerte de cerca, pero tampoco lo sé. No sé nada, es lo único que sé. Quisiera tener una vida feliz, llena de un amor y cariño que nunca me han dado y que no creo merecer. A lo mejor, si no quiero morir es por miedo a no saber qué pasará después.
—Supongo que ser feliz, aunque no sepa cómo —añado.
La luz de la hoguera ilumina medio rostro de Maya. Desde este ángulo parece una persona distinta. No solo eso, sino que sus ojos tienen un brillo apagado y sus labios mantienen una curva hacia abajo. Escucho el crepitar de las llamas, es lento y suave, a mi alrededor todo es un inmenso campo de arena y silencio. El mundo es enorme y yo estoy en mitad de la nada.
—Yo tampoco lo sé. Es algo que me encantaría descubrir. Hay tantas cosas en el mundo que desconozco, ¿sabes? Decidí viajar porque pensé que así encontraría mi hogar, o mi destino. —Maya se levanta y apaga la hoguera con su magia de agua, un humillo es lo último que queda tras eso—. Con mis viajes he aprendido que lo que llamamos hogar depende de donde pertenezca nuestro corazón. Supongo que mi hogar es el camino que me marco con mis pasos... Demasiadas preguntas por hoy, pequeña.
Vuelve a utilizar su magia con los platos y cubiertos: los limpia con el agua que sale de sus manos. En el desierto, apenas le cuesta lanzar un chorro, así que al final desiste cuando ve que ha conseguido lavar dos tenedores a duras penas. Yo me meto en la tienda de campaña y tardo en dormir, incluso escucho a Maya entrar conmigo también. Mi horario de sueño no he conseguido ajustarlo estos últimos días del todo, por lo que ya es de noche muy entrada pero todavía falta para que amanezca.
De todas formas, Maya se tumba a mi espalda y esa noche la pasamos abrazadas.
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Estas dos chiquillas son lo más adorable que he escrito en toda mi vida.
¡Gracias por leer!
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