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1. Aquella cosa tras la ventana

Observo a través de mi ventana la tormenta. Las gotas de lluvia impactan, violentas, contra el vidrio; dejando escuchar un sonido hueco y un poco fuerte. El caer de la lluvia se escucha raudo, pero relajante, abriéndose paso entre los sonidos del exterior. Y junto a ella danzan en el cielo los rayos, mostrando una furia en los truenos que iluminan mi habitación. Afuera es de noche, una noche muy oscura y hostil.

Por mi parte, estoy tumbada en la cama, mientras apoyo la espalda en el cabecero y me hundo hasta doblarla. Mis sábanas gruesas y el nórdico son mis acompañantes esta fría noche que parece que no cesará nunca. Quizás, debería agradecer el estar en un cuarto pequeño y bastante amueblado.

Es la lamparita de noche, que está sobre mi escritorio y rodeada de peluches, la que me proporciona una débil y tenue luz anaranjada. Sin embargo, me resulta perfecta para leer el libro en el que me encuentro inmersa. Paso las páginas con cuidado, deteniéndome para escuchar cualquier sonido exterior. Tal es así, que apenas he avanzado en la historia; no puedo negar que me resulta interesante, aunque quizás pesada. El hecho de que un hada se pierda por el camino a casa y decida volver, encontrándose a monstruos, me parece algo simple.

Es curioso como a veces nos fijamos en una portada bonita y un título atrapante, teniendo en su interior una trama simple y aburrida. Lo peor es que el escritor pareció haberse emocionado describiendo cada detalle. Lo cual me hace pensar que los libros son como las personas: pueden ser bellas por fuera, pero horribles por fuera. Aunque, ¿qué sabré yo si casi nunca he llegado a relacionarme con alguien?

Cierro el libro, desistiendo de la lectura. Contemplo la colorida tapa que parece sacada de unos dibujos para niños. «Infantil y estúpido. Sigue así, Ashley», pienso para mí misma. Supongo que alguien de trece años no debería leer este tipo de cosas, a pesar de que intente leer algo más maduro, sigo con cosas de fantasía. Mantengo los ojos cerrados, queriendo olvidarme de los insultos de la gente, de sus risas, de sus burlas...

Exhalo un suspiro largo. «No has llorado, no has llorado». Con los ojos vidriosos, vuelvo a reflexionar por qué me gusta el género de fantasía: es un método para escapar de la realidad que tan mal me ha tratado siempre, poder pensar que existe algo más y que no todo es tan horrible. El mundo real es terrible, con cada acto te expones a las críticas, sabes que nunca habrá un final feliz, y que todo será muy predecible. ¿Pero y si todo esto fuera muy distinto si existiera? ¿Y si el género de fantasía fuera mucho peor en la realidad? Supongo que sí, no merece la pena ilusionarse.

Me quedo embobada mirando por la ventana, pues he dejado subida la persiana para poder ver el exterior. Permanezco así un rato, intentando no llorar o entristecerme y planeo que la mejor opción es irse a dormir.

Es entonces cuando escucho unos pasos provenientes en la acera, los cuales son cada vez más cercanos. Son lentos e irregulares. Mi corazón late tan deprisa que la sangre se me sube a la cabeza y me noto colorada, me desarropo al entrar en calor por la agonía y, del miedo, estoy paralizada. Es como si mi mente pensara en mil ideas de escape (como correr) pero mi cuerpo no fuera capaz de efectuar ninguna. Cuando la llave de la puerta principal suena por toda la casa, me llevo las manos a la boca y el pánico aumenta.

Intento controlar mis respiraciones fuertes y veloces para escuchar con más atención las pisadas que van cruzando el pasillo. El tacto de la suela es duro y parece una piedra golpeando a otra. No escucho su voz, lo cual me indica que es buena señal. El miedo me agarra el cuerpo, me sonríe y puedo verle la cara; ese gesto cruel que me muestra, manifestando su odio y burla. Hasta que no deje de percibir ningún sonido no podré relajarme e irme a dormir.

—Que no venga aquí, ni me llame, por favor, por favor... —suplico en un susurro ante la desesperación.

Los pasos se amortiguan entre las paredes, se escuchan más débiles. Eso significa que ha entrado en alguna habitación. El sonido de un plato impactando contra el suelo hace que me sobresalte y contenga un grito, presa del pánico. He podido sentir a ese plato haciéndose añicos y dejando los múltiples trozos por el suelo. Contengo una lágrima, porque sé lo que eso significa...

—¡Ven aquí, inútil! —me llama entre gritos temblorosos. Su voz es grave y rasgada, acompañada de cierto tono ebrio.

Me quedo más estática que antes, es como cuando vas a meterte en la piscina pero el agua está fría. Quieres moverte y adentrarte, pero la temperatura te echa para atrás.

—¡Te he dicho que vengas! —me repite más alto.

Doy un respingo y comprendo que es mejor bajar las escaleras y entrar en la cocina, que es donde seguramente estará. Tengo miedo, no quiero que mi tío vuelva a darme patadas en el estómago, o bofetadas en la cara. A veces me estira del pelo, y duele. No quiero, ni consigo, recordar todas las cosas que me ha hecho, supongo que mi cerebro quiere aislar esa parte. Ese trauma. Y soy una asquerosa, una cobarde inútil que es incapaz de ir a la policía y denunciarle. Tengo miedo de que no me crean, o de que ocurra algo peor.

Me desplazo un poco hacia la izquierda, mirando a la puerta. Sitúo un pie en el suelo, después otro, y haciendo fuerza con los brazos, me levanto de la cama, me calzo las zapatillas y aumento mi velocidad en cuanto escucho a mi tío llamarme por tercera vez, ahora con más irritación y furia que antes. Abro la puerta intentando no hacer ruido al mover el pomo para desplazar el pestillo y me encuentro con un pasillo oscuro. Las escaleras, que se dividen en dos partes, dan a la pared. En esa pared veo una luz blanca y, fijándome en el ángulo y la luminosidad existentes, afirmo mi duda de que está en la cocina.

Pegada a la barandilla y con la cabeza muy baja, desciendo cada escalón en silencio, como si estuviera en un entierro. Si el miedo que antes tenía al escucharle llegar a casa era demasiado, el actual no puede ni compararse. Una lágrima desciende mi mejilla y me la limpio antes de que la vea. Cuando llego a la puerta de la cocina mi mente parece paralizarse y veo a un hombre un poco más de mediana estatura, con una imponente barriga y escasos pelos en la cabeza.

Su entrecejo se muestra fruncido, siendo surcado por unas finas cejas sobre unos diminutos ojos de castaño oscuro. Tan redondos como esa nariz que me recuerda al hocico de un cerdo. Es de una tez un poco oscura, por lo que se aprecia su presencia entre la luz blanca de la cocina. Lleva ropa manchada por alguna cosa que desconozco y un rasguño en la camiseta.

—¿Sí? —inquiero, sumisa y con el cuerpo temblando. Junto las manos, estirando los brazos, y las entremezclo en un puño situado delante de mis piernas.

—¿Has visto el puto desastre que has hecho? —me dice con sorna. Tiene la cara roja del cabreo que lleva encima.

Evitando el contacto con los ojos, y ante todo, su cuerpo en general, miro la cocina. Exceptuando el plato roto sobre las losas del suelo, no veo nada. El frigorífico sigue igual: blanco y larguirucho. A su lado los fogones están intactos, así como el microondas o el horno. ¿Qué sucede? Todo está limpio. ¿Se me está escapando algo?

—No... no lo veo —digo con una voz tan bajita que dudo que haya podido oírme.

—¡¿Qué dices?! —exclama encolerizado.

Trago saliva.

—Que no veo que ocurre —mi tono sigue siendo débil, pero más alto y espero que audible.

El miedo se abre más y más paso, pero también un poco de furia que intento reprimir. Durante años he aguantado que me humillara y gritara, mientras yo me callaba para después irme a llorar. Jamás supe por qué tanto odio, por qué me obliga a hacer todas las tareas de la casa (mientras él se va todos los días de juerga por ahí y no vuelve hasta la noche), dejándome sola y pidiéndome perfección. Soy patética, eso es lo que soy.

Y así, es como durante años he ido soportando todo eso, mientras sólo podía poner buena cara. Mi ira se iba guardando e intentaba calmarla con el miedo, pero cada vez es más y más difícil.

—Estúpida de mierda, ahora aparte de inútil eres una cegata —manifiesta. Noto que un poco de su saliva me cae en la cara, lo que me asquea y enfurece más. Intento calmarme, porque no puedo hacer nada más. Dejo que sea el miedo quien me domine, no la ira.

Señala con el dedo a la bandeja de platos que hay sobre el fregadero. Son blancos y de porcelana, con líneas azules en los bordes; parecen limpios y brillantes. ¿Qué hay de malo en ellos? Los miro con más detenimiento mientras mi nivel de ansiedad aumenta, porque no sé qué decir y este tipo de situaciones me altera. Noto mis mejillas encendiéndose.

—Están... mal —confirmo vacilando unos segundos. Por un momento digo que están bien, pero he decidido escoger mejor mis palabras.

—Maldita estúpida, malditos tus padres por morirse y maldito el Estado por obligarme a cuidarte —escupe de su boca con una ira tremenda. Se me acelera el corazón. Jamás había mencionado nada de eso.

Por lo que sé soy huérfana, cuando tenía menos de un año mis padres se estrellaron en un accidente de coche y sólo yo sobreviví. Una lástima que yo no hubiera muerto con ellos, o que ellos hubieran sobrevivido. Mi tío no me da más detalles, pero he vivido toda mi vida con él. No tengo otra familia y él se vio obligado a «cuidarme», se ve que, ante el rencor por fastidiarle su vida, hace todo lo posible por fastidiármela a mí. Soy una molestia.

—Lo siento —me disculpo.

—Lo siento, lo siento, lo siento —repite mis palabras con más ira. Alza las manos, agitándolas y cuando le miro un poco veo que aprieta los dientes. Se desplaza para coger un plato y acto seguido me lo lanza con fuerza, yo grito, me llevo las manos a la cabeza y me desplazo a un lado para evitarlo. Como resultado colisiona contra la pared y este se rompe—. ¡Sólo sabes decir eso, ojalá tú también te hubieras muerto con tus malditos padres!

No sé cuál fue el desencadenante de mi cólera, después de todo, hay muchas razones: años de abusos, furia guardada que yo no sabía apaciguar, insultos, quizás mi autoestima que iba bajando y permitía todo aquello hasta un punto, o puede que fueran sus últimas palabras. Y, personalmente, me decanto por una mezcla de todo, siendo el desencadenante el deseo de mi muerte. Así pues, cuando escucho un par de frases hablando sobre padres a los que nunca conocí, mi boca comienza a expulsar veneno.

—¿Morirme yo? ¡¿Morirme yo?! —digo alzando más la voz, el hace un ademán con el cuerpo, mostrándose sorprendido por lo que estoy haciendo. Me llevo las manos al pecho, señalándome—. ¡Maldito hijo de la gran puta, que ni a escoria llegas! —respondo gritando en un tono que jamás pensé que tomaría. Él se queda abriendo mucho los ojos y con un gesto de sorpresa, del cual no me tomo molestia ahora mismo por mostrar interés—. ¡Me has golpeado durante muchísimos años sólo por cualquier mierda de las tuyas, mientras yo aguantaba cada golpe! ¡Y después yo tenía, con ocho jodidos años, que madurar y hacer tareas de la casa! ¡¿Sabes lo que es tener una maldita infancia?! ¡Porque yo no!

»Y ahora tienes los enormes cojones de decirme que me muera —farfullo, completamente nerviosa y teniendo el valor necesario en plantarle cara a él. Mi voz se vuelve chillona. Mi boca quiere expulsar tantos pensamientos que se traba. No obstante, los suelto de manera ordenada, pues he pensado muy bien las cosas que siempre he querido decirle—. ¿Sólo por qué? ¿En los platos no se ve tu rostro? Déjame decirte que te he hecho un favor: he visto orcos de Mordor más guapos. —Se lleva las manos a la cara y se pone completamente colorado, pero se calla. No dice nada, parece esperar a que acabe, y no logro saber el porqué—. Pero venga, echemos cosas en cara. ¿Adónde vas tú por el día? Es más, ahora que lo pienso, ¿cómo llega el dinero a esta casa si no trabajas? Oh, no me digas que eres un ladrón.

—Cierra la puta boca ahora mismo —me corta. No sé qué es peor, que lo haya dicho tan serio, sin expresión en su rostro, o que lo dijera ofuscado. Permanece impasible ante mí, y yo retrocedo.

Sé que lo que he dicho ha sido un error; el error más grande de mi vida. Y sé que me dará tal maltrato a partir de ahora que termine muriendo, pero me siento liberada. Por fin mis pensamientos han salido, algunos, pero mi furia se ha logrado apaciguar. Es ahora cuando regresa el miedo con su amigo arrepentimiento. Doy unos pasos atrás, pero me pilla de improvisto y consigue sujetarme del brazo. Mide el doble que yo y tiene gruesos brazos, por lo que no soy capaz de zafarme de él. Yo chillo pidiendo una ayuda que no llegará. Del pavor que tengo sobre mí comienzo a llorar.

—Ven, dime eso ahora, ¿qué es lo que piensas de mí? —dice sarcástico. Un sarcasmo tan vacío que me cuesta identificarlo, con esa voz tan seria y propia de un lunático.

—¡Déjame, por favor, no lo volveré a decir! —suplico entre sollozos. Pero el daño ya está hecho y no sé qué es lo que vendrá ahora. ¿Será capaz de asesinarme? Ya no sé nada, sólo quiero que me deje, o que me golpee y no sea indoloro.

Él me estira del brazo, colisiono contra su barriga y descubro que entre su mano hay un pedazo de porcelana roto. Yo meneo la cabeza, pasmada pensando en las múltiples cosas que podría hacerme con eso. Primero estira el brazo con el que me tiene sujeta y yo intento recogerlo, me da una patada en la espinilla que me duele muchísimo y aprovecha ese momento para clavarme el trozo en el antebrazo. Intento recogerlo, pero él estira y yo ya no puedo hacer nada.

Un escozor recorre mi piel, es un tacto punzante y doloroso, lo que me hace gemir y gritar justo en el momento en el que me lo clava, viendo una fina línea surcar mi antebrazo. El escozor es intenso y duele demasiado. Cuando para yo me recojo el brazo completo, pues me suelta de su agarre y contemplo unas burbujas de sangre salir unos segundos después de ser cortada la herida. El escozor sigue en pie, y el dolor ha disminuido. Yo lloro, más cuando por sorpresa mi tío me coge del pelo y me estampa la cara contra el suelo. Debido a que estaba desprevenida, no supe mantener el equilibrio a tiempo y cuando lo hice ya era tarde: él me había empujado las piernas hacia atrás y mi melena corta y de color azabache era tirada en dirección abajo.

La cara me duele muchísimo y noto un poco de sangre en la boca, escupo un diente que, para mi mala suerte, no es de leche. Mis ojos se convierten en un río de lágrimas y el suelo el mar que los recoge. Yo sollozo más fuerte delante de él, me siento estúpida. Él aprovecha mi debilidad para darme patadas en el estómago hasta que yo consigo recogerme de brazos y piernas y no dejarlo al descubierto. Noto la barriga revuelta y dolorida, con ganas de vomitar; no me encuentro demasiado bien.

Me sube la cabeza del pelo haciéndome mucho daño y coloca su boca contra mi oído:

—Me parece que la próxima vez alguien tendrá más cuidado con lo que dice —comenta, sintiéndose victorioso por lo que acaba de hacer. Me estira más del pelo y me arrancha un mechón, acompañado de un débil grito por mi parte.

Mientras él se va de la cocina, yo me quedo tirada en el suelo y jadeando. Agradezco que por ese corte no me muera desangrada, ya que no ha sido lo suficientemente profundo como para perder mucha sangre. Así, sin heridas mortales, y sintiéndome patética y agradecida por seguir viva, me levanto con debilidad del suelo. Con la vista cansada y sin saber si ya es muy tarde, cojo la escoba que hay justo al lado del armario de las despensas, después con un escozor en el brazo derecho y sangre secándose, barro los trozos de porcelana rotos. Termino mi llano cuando echo todo a la basura.

Voy al baño a cortos pasos, porque mi estómago está muy revuelto y temo vomitar ahí mismo También me guardo uno de los dientes delanteros que se me han caído (está frío y eso me desanima) con la estúpida intención de que pueda volver a colocármelo en la dentadura. Cuando llego, cierro la puerta sin preguntarme a qué parte de mi casa está mi tío y, poniéndome de rodillas sobre el inodoro vomito la cena. Después me cepillo los dientes y enjuago la boca, evitando el mal aliento.

Cuando termino, me echo desinfectante en el antebrazo, el cual he cogido de un cajón que había debajo del lavamanos. Junto a él recojo unas vendas y me envuelvo la herida con ellas, esperando que no se ponga peor. Mientras lo hago suelto varias muecas de desagrado por el dolor y porque eso rabia como si fuera un volcán en erupción.

Aprovecho también para mirarme en el espejo: si tengo alguna herida mi piel oscura la ha dejado pasar sin notarse. Tengo varios rasguños por el impacto contra el suelo, pero las dejo pasar al parecerme poco relevantes. Ignoro mi pelo desdeñado y guardo las cosas en su sitio.

Con pasos lentos y cansados subo a mi habitación, esperando a que mañana todo esté mejor, pero no lo estará. Me arropo entre las sábanas, con sumo cuidado. Y escuchando la lluvia caer, a modo de relajación y agotada por los golpes, me duermo sin darme cuenta y en poco tiempo.

Al día siguiente me despierta de mala gana el reloj, con un pitido repetitivo y agudo. Lo hago de forma sobresaltada y, cuando apago la alarma, vuelto a relajarme un poco. No tengo ganas de ir al instituto ni mucho menos de volver a pasar un día allí. Los sucesos de anoche fueron demasiado para mí y ahora mi depresión ha aumentado por ahora, mostrándome pesimista y de un humor muy bajo.

Me levanto pensando sobre si faltar a clases o no, hasta que recuerdo que prefiero ir allí que estar con mi tío. Después de todo lo que le dije, soy incapaz de mirarle a la cara y saber que lo tengo cerca. Lo primero que hago es ir al baño, quiero ver qué aspecto tengo, aunque también me gustaría orinar.

La luz del día es opaca por las nubes que recorren el cielo, hay algunos huecos azules y espero que el día mejore. La vista de mi calle me anima un poco, mas no lo suficiente. Una vez abajo, en el baño, los azulejos blancos que recubren las paredes son más brillantes por la luz que se filtra tras la ventana que da al patio trasero de mi casa.

No sé por qué, pero apenas entro y cierro la puerta, es como si de un día para otro mi visión del mundo hubiera cambiado. Sintiéndome aislada, caigo en la cuenta de algo: jamás vi a mi tío entrar aquí. Nunca lo he visto orinar, defecar, ducharse siquiera. Es más, estoy segura de que no ha visto que tengo cremas para cicatrices o pomadas para heridas, así como vendaje guardados, o si no ya los habría tirado. Pero vuelvo a recordar lo de anoche. Él nunca ha trabajado. ¿Cómo no me di cuenta de esto antes? ¿Por qué ahora sí? ¿Qué demonios sucede? ¿Quién es ese hombre y por qué acabé con él?

De alguna forma, consigo olvidar todo eso. Empiezo a sentirme nerviosa por el hueco que hay en mi dentadura. ¿Qué pensará la gente de él? Meneo la cabeza, mientras me peino un poco y me lavo la cara frotando mi piel en círculos.

Nada de eso importa, porque nadie se fija nunca en eso, en mi aspecto o mis sentimientos. Soy como una especie de piedra, a la cual ves, pero nunca te paras a mostrar tu atención en ella. Aunque es normal, soy despreciable y a veces pienso que mi presencia es una carga. No le doy mucha importancia a ello y decido tomar algo para desayunar que me despierte, no he dormido muy bien. Anoche creo que tuve una pesadilla, pero no recuerdo cuál era...

Antes de dar un paso a la cocina, me mantengo estática en el pasillo. Mi pulso se acelera y creo tener un ataque de ansiedad, me llevo la mano al pecho e intento cerrar los ojos ignorando lo que viene a mi memoria. Sólo he podido vernos a mi tío y a mí uno frente al otro, yo gritándole un montón de cosas que mantenía guardadas, él escuchándome hasta que termina por cortarme el antebrazo y golpeándome en el suelo. Todo es superior a mí. Doy media vuelta de una manera drástica, supongo que tampoco importa que coma durante toda la mañana.

Subo a mi habitación, dando como prioridad a prendas de ropa finas que me tapen el cuerpo. Debería estar agradecida por la tormenta y el tiempo, que me sirven de excusa para ponerme algo que abrigue más y así no mostrar el corte que tengo. Prefiero no llamar mucho la atención, después de todo, viendo mi historial no quiero que me tachen como la chica que se autolesiona.

Algo agobiada miro el despertador: aún me queda algo más de media hora. Como no he desayunado, he tenido más tiempo libre y solo me quedaba vestirme, pues el resto de cosas ya las hice anoche. Termino por caminar de camino al instituto a un ritmo lento; estar encerrada en esta casa me hace sentir incómoda y mal, de forma que termina derivando en la tristeza.

Al pasar por el salón (la puerta principal da a este), me encuentro a mi tío tirado en el sofá, durmiendo. El simple hecho de contemplarlo me hace vivir una sensación de peligro, como si algo anduviera mal. Desvío la mirada y salgo silenciosa de la casa, seguro que todo esto es producto del sueño. Quizás es que yo misma me estoy montando una película cuando en realidad no pasa nada. «Sí, leer tanta fantasía ha hecho que pienses que vives en una», es el pensamiento que concluye a todo.

Las calles de donde vivo están húmedas por la lluvia de anoche, con algunos huecos secos. Las plantas de abril están brillantes, abriendo sus pétalos ante la luz de un nuevo día que comienza a asomar por el cielo, que está teñido de un azul pálido y un naranja por el horizonte. El rocío de las hojas cae, salpicando en la tierra. Todo está muy tranquilo, de vez en cuando me cruzo con desconocidos que se alejan de mí, algo a lo que ya estoy acostumbrada. Tampoco es de extrañar viéndome.

Yo vivo en un pueblo grande —casi ciudad se podría decir— en el sur de Reino Unido, cerca de Londres. Es un lugar que suele estar tranquilo por lo menos en las afueras, no es que haya salido de aquí, es más, nunca lo hice. Mi tío jamás quiso llevarme a otros sitios y rara vez suelo ir al centro. Mi vida es monótona y sin amigos, por supuesto. Realmente me entristece pasarme el día en casa sin poder hacer mucho, envidio a esa gente con amistades que sale fuera y se divierte, pero a mí nadie me quiere.

Cuando llego al instituto veo un edificio por el que se puede subir desde una rampa o unas escaleras de cemento. Es alargado y con muchas ventanas. Alrededor hay varias plantas, pero la mayoría presentan un aspecto desgastado a causa de la poca atención que ponen sobre sus cuidados. Hay poca gente afuera, hablando de sus cosas. Cuando entro cruzo los pasillos hasta llegar a las aulas de tercero, y el par de compañeros de clase que hay delante de la puerta me miran de reojo. Me siento en el banco con una cara sin vida. Quizás mantener la boca cerrada hará que no vean que me falta un diente, ¿y si me hacen hablar? ¿Qué pensarán cuando lo descubran? ¿Es posible que también vean el corte o que me falta un mechón de pelo en la cabeza? Tampoco lo tengo tan extenso, claro que se puede notar. Con vergüenza, respiro varias veces de forma profunda y relajada para tranquilizarme. Este sitio es mejor que mi casa.

El transcurso del día es como siempre: me siento al final del aula como todos los días, en una mesa doble sin compañero. Ahí me pongo a hacer garabatos en la libreta cuando noto que la materia no me interesa. A veces pienso en mi futuro y es negro, muy negro. Dado que siempre he sido rechazada en todas partes y estoy aquí porque a mi edad es obligatorio que siga estudiando, no creo que después de la mayoría de edad me vayan mejor las cosas. ¿Por qué todo el mundo me odia?

Y así es como pasan las tres primeras horas llegando al recreo. La hora del almuerzo por a la cafetería, deseando poder encontrar algo de almuerzo. La ausencia del desayuno me ha pasado factura. Entonces, cuando voy apresurada por los pasillos, un grupo de jóvenes mayores que yo me frena en seco. Temiendo que vean mi ausencia de un diente, cierro la boca y bajo la vista, tirando hacia delante de las mangas de mi camiseta.

—Mira, es la tonta que lee cuentos infantiles —dice animado uno de ellos. El resto ríe, y yo me siento mucho peor por dentro. Cada palabra es una estaca en mi corazón.

—¿Qué tal si en vez de buscarte amigos imaginarios te buscas unos de verdad? —escucho decir a alguien un poco más atrás. No me paro a verlos, aunque sé que son cuatro, porque ya he visto sus caras. No es la primera vez que me insultan, pero creo que ignorándolos pararán.

Me mantengo estática y sin mirarlos, ellos por lo menos nunca han solido tocarme, así que me ayuda mucho. Intento encontrar un hueco por el que avanzar. Resulta que hay uno al lado de las taquillas y me desplazo hasta él, con la intención de no tocarlos me encojo y recibo una zancadilla que me hace tropezar.

—Ojalá te caigas, so payasa —exclama una voz femenina un poco seria y con tono duro.

Suspiro un poco y me voy lo más rápido posible. Si ya estaba mal de antes, ese grupo ha conseguido que me sienta aún peor. Me desplazo arrastrando los pies hasta la cafetería, un lugar amplio con mucha gente y algunas mesas pegadas a bancos. Muevo las puertas que giran hacia delante para entrar y veo entrar mucha luz desde las ventanas. Los alumnos del instituto montan mucho jaleo, algunos se tiran cosas entre sí y suelen reír entre ellos. Con tantas personas me encuentro mal y con un poco de ansiedad por temor a los insultos.

Lo que ocurre a continuación no sé cómo explicarlo, pero, desde luego, hubiera preferido mil veces los insultos.

Apenas hago acto de presencia y me muevo entre la multitud, todos giran sus cabezas hacia mí. Yo me quedo paralizada, extrañada por lo que ocurre y el silencio que acaba de reinar en un segundo. No hablo, contemplo a todos mirarme, girando sus cabezas a mi dirección y girando la cabeza si es necesario. Agacho la cabeza y encojo mi cuerpo, esperando a que surja algo.

No sé qué ocurre y me estoy poniendo muy nerviosa. Siempre que entro todo el mundo me insulta, me da empujones y patadas y me humilla. Los conozca o no lo hacen. Pero hoy, en este mismo instante, nadie hace nada. Cuando levanto la cabeza esperando que sea una clase de broma, cosa que me parece lo más razonable, dejo escapar un grito. Nadie tiene pupilas en los ojos: están completamente blancos. Primero miro a los más lejanos, después a los que tengo al lado.

Nadie.

—Si esto es una broma... —digo envalentonada, pero me retracto de mis palabras cuando todo empieza a cobrar un matiz siniestro. Tengo muchísimo miedo, más que nunca. Quizás sean lentillas—. Tiene mucha gracia.

Unas nubes de un púrpura casi negro aparecen sobre las cabezas de cada uno. Grito y me desplazo hacia las puertas, pero estas no se abren. Las golpeo, deseando que todo sea una pesadilla, me pellizco y el dolor es real. Lágrimas brotan de mis ojos y grito una y otra vez. ¿Qué ocurre? ¿Por qué nadie tiene siquiera iris en sus ojos? ¿Qué es esa nube negra que se ondea en sus cabezas?

—Parad, por favor —imploro. Lo hago a la nada, porque parecen todos estatuas, con la misma posición que tenían antes. Lo único que mueven es su cabeza.

Es todo un sueño, ¿verdad? ¡Claro que debe de serlo! No hay otra explicación, le he dado la vuelta a tantas cosas en mi cabeza que ahora me está jugando malas pasadas. Recuerdo que en los sueños no se podía leer, así que me muevo entre la gente, les golpeo, doy patadas, mas no se inmutan. Me acerco al menú e intento leerlo. Mi desesperación aumenta cuando me veo capaz de leerlo todo.

En continuo movimiento (pues estar fija en un sitio y gritando no solucionará nada) sigo buscando más salidas. A la desesperada, intento abrir una ventana, pero no se mueve ni un milímetro. Sólo quiero salir de aquí, ya no me interesa el motivo. Me pongo de cuclillas en el suelo, hasta que noto un tacto en mi piel. Son unas manos, dulces y delicadas. No parecen provenir de mi cuerpo. Se desplazan por mi torso, me acarician la barbilla, son negras y putrefactas, muy parecidas a las de un cadáver calcinado. Y aun así, tienen cierta elegancia.

—No huirás de mí —dice una voz femenina, es hermosa y cautivadora.

—¿Quién eres? —farfullo. Intento despegarme las manos, tocar ese humo que hay sobre las cabezas de la gente, sin importarme qué puede pasar si lo hago. Todo resulta ser intangible.

Una chisma me nubla la visión y lo vuelve todo blanco. Cuando recupero la consciencia estoy tirada en el suelo, con la espalda apoyada en la pared y sollozando. Intento comprender lo que ha pasado, pero no hallo una explicación lógica. Desde luego no era un sueño.

Lo más sorprendente es ver a una chica pecosa, con la piel pálida, lo que resalta más sus pecas y ese pelo rojo intenso que tiene, cayendo en ondulaciones perfectas. La gente me mira, algunos parecen preocupados (cosa muy inusual) y unos pocos se ríen de mí. Pero, por primera vez en mi vida, noto más de una reacción distinta que no sea la burla.

La joven me pone una mano en el hombro y con ella me acaricia la cabeza. No sé quién es, pero me anima tenerla cerca y que no tenga los ojos completamente en blanco. Me susurra con una voz cálida y dulce. Después hace que me levante y, con la mano en la espalda, parece conducirme hacia el exterior. Estoy tan alelada y son tan incapaz de decir algo, que le hago caso.

—¿Qué ha ocurrido? —me inquiere en el exterior. Vacilo sobre si decirle la verdad, pero evidentemente me tachará de loca, así que improviso una mentira.

—Me he mareado, a veces me pasa. —Una mentira no muy buena.

—No pasa nada, de repente has aparecido en mitad de la nada y estabas llorando. —Frunce el ceño y deja escapar una especie de gruñido—. Ha sido todo muy raro y me has preocupado bastante. He optado por que tomes aire fresco, te sentará bien.

—Gracias. —Es muy raro que así de la nada, ahora alguien empiece a preocuparse por mí. ¿Qué ocurre? Incluso miro a la gente de mi alrededor, pese a que algunos me miran con desagrado, otros van a lo suyo. Incluso en la cafetería todos no se comportaban con ese odio y desagrado al que estoy acostumbrada.

Definitivamente están sucediendo cosas muy extrañas.

Cuando suena la campana me despido de la chica y ella me desea que me recupere, diciendo que debería llamar a mis padres para que me recojan. Yo digo que me lo plantearé y me voy a clase. El resto del día es igual de extraño, de la nada, algunos compañeros de clase me hablan de forma normal, como si jamás en la vida me hubieran tratado mal. Un chico hasta me pregunta cómo me hice esos arañazos en la cara.

Durante toda mi vida jamás sentí el amor. En casa, mi tío suele abusar de mí y explotarme todo lo que puede, llegándome a pegar si hago algo que, a su parecer, esté mal. Yo nunca he sido capaz de contarle nada a nadie, sobre todo porque no tengo a quien decírselo. También el miedo hace que me eche para atrás. En el instituto las cosas no eran mejor, la gente siempre se ha metido conmigo desde el colegio, burlándose de mis gustos y de mi horrible aspecto físico. Cada vez que intentaba hacer alguna amistad se apartaban de mí como si yo fuera un bicho raro, incluso sin conocerme. En la calle los desconocidos me tratan mal, algunas veces hasta cruzan de acera si ven que me acerco.

Nunca, en ningún momento, cuestioné todas esas cosas, pero ahora, en mitad de la noche, me he dedicado a pensar en cada detalle. Es como si algo hubiese estado bloqueando mi mente para que todo eso no saliera a la luz. Es decir, ¿por qué iba a tratarme mal alguien que no conozco? ¿O por qué todos en el instituto me rechazan? Con tanta gente, creo que es muy difícil que no haga ni un solo amigo. ¿Por qué ahora? ¿Por qué de la nada algunos me tratan bien? Mejor dicho: ¿quién me habló cuando sucedió todo eso de la cafetería?

Llevo todo el día dándole vueltas, intentando buscarle una explicación lógica a todo, pero no existe. Estoy segura de que tengo algo en la cabeza, de que estoy loca y que son imaginaciones mías. Quizás el golpe de ayer cuando mi tío me lanzó contra el suelo me haya afectado a la cabeza. Aunque... Bueno, creo que si estuviera realmente loca no me estaría cuestionando mi cordura, ¿no?

Esta noche hace el mismo frío que la anterior, pero doy vueltas por mi habitación debido al nerviosismo. Mi tío ha vuelto hace un rato y hoy tuve la suerte de que no hemos hablado ni ha transcurrido ningún percance. Tengo la persiana un poco subida, para ver la calle como método de distracción cuando estoy inquieta.

De vez en cuando me asomo, y entonces veo, justo delante de mi puerta a una figura encapuchada. Se me eriza la piel y maldigo por haberme asomado, pues gira sus ojos hacia mí. Sólo le veo un poco el rostro, pues la única farola que hay cerca está rota. No distingo muy bien sus facciones, pero él o ella sí las mías. La figura está camuflada entre las sombras y yo no quiero hacer ningún movimiento brusco.

Pasado un momento de intercambio de miradas, desvía la suya, gira la cabeza hacia mi derecha, y, con unos pasos cortos y lentos, se va. Bajo la persiana del todo y cierro las cortinas, esperando poder dormir esta noche. ¿Quién demonios era? ¿Un ladrón? No estoy segura, ¿qué haría aquí? Me meto en la cama y me arropo hasta la cabeza, esperando no volver a ver a aquel sujeto a través de mi ventana.



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He aquí el primer capítulo de Faishore, en el que espero que se entienda todo (dentro de lo que cabe, por supuesto). Me gustaría saber qué os ha parecido este capítulo nacido tras muchas decisiones e indagaciones.

Bienvenidos si sois nuevos, ojalá os guste este inicio bastante movidito.

¡Gracias por leer!

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