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Prólogo

Bosque de Zelian. 8 de abril.

Lo llevaba soñando semanas, pensó. No era posible que le hubieran mandado un mensaje equivocado, aunque la parte más desconfiada de ella no parase de sugerirlo. Era una idea intrusiva que se metía en su mente y apenas la dejaba dormir por las noches.

Itaria estaba con los codos apoyados en la sucia repisa de piedra de la ventana. Al otro lado se extendía el estrecho valle que llevaba viendo tantos años, con el serpenteante río de aguas rápidas y transparentes corriendo por un lado de la torre redonda. Más allá no se veía nada aparte de las montañas que cercaban el valle por los cuatro costados.

No había cristales, ni siquiera unos postigos para evitar que el viento se colara en el interior de la torre. En su momento los hubo, pero hacía mucho que los cristales se habían resquebrajado y los postigos de madera se habían podrido hasta que, al final, Itaria los había arrancado. En las paredes de piedra quedaban marcas allí donde habían estado los goznes.

Pasó la mano por la piedra y suspiró, rememorando cada parte de su sueño de nuevo. Estaba tan claro... Pero ¿y si habían logrado colarse en sus sueños y engañarla? Era su mayor miedo. Que la engañaran y pusiera en peligro a quien más amaba. Y hablando de eso...

Hubo un ruido detrás de ella, un susurro suave contra el suelo, pero no se alarmó. Todavía quedaba tiempo, lo sabía. Lo llevaba soñando semanas, se repitió a sí misma al tiempo que se giraba y miraba hacia el interior de la torre en la que llevaba encerrada tanto tiempo.

—Mina, no deberías estar aquí arriba, ya lo sabes —le advirtió a su hermana pequeña, que estaba acurrucada contra la puerta entreabierta que había al otro lado de la habitación redonda. Un resplandor amarillento y sucio se derramaba por el suelo desde el otro lado e Itaria escuchó los débiles sonidos que provenían del piso inferior.

—Lo sé, pero madre Ceoren me ha mandado subir. Dice que la molesto. —La voz de Mina se convirtió en un susurro lastimero y dolido.

Itaria se separó por completo de la ventana y se acercó a Mina, alargando una mano e invitándola a acercarse. Su hermana, como siempre, lo hizo de forma tímida, dudando y con los ojos de un rojo virulento escondidos detrás de una mata desgreñada de pelo negro tan incontrolable y maltratado como ella.

Se encontraron a la mitad del camino. Itaria se arrodilló en el suelo, sobre la fría piedra manchada por el tiempo y agarró a Mina por los hombros con cuidado.

—Seguro que madre Ceoren solo quería que salieras de ahí un poco. No te preocupes, cariño —le aseguró con una sonrisa. Apartó un mechón negro y deslucido de cabello, revelando el rostro pálido de Mina. Bueno, «pálido», era una forma suave de decirlo. Parecía un cadáver, ambas lo parecían, en realidad, después de tanto tiempo allí encerradas, aunque al menos Itaria salía a veces al valle que se extendía bajo su torre. Pero Mina hacía tanto tiempo que no salía que ya había perdido todo el color en sus mejillas. Odiaba salir y solo lo hacía cuando ella la obligaba.

—Madre Ceoren no me soporta.

—Solo está cansada. —«De estar aquí —añadió en su mente—. Igual que yo». Pero no lo dijo.

Se levantó del suelo y caminó hasta un lado de la habitación, donde estaba su cama. Mina la siguió como una sombra. Itaria notó el cambio en el ambiente, como el anterior cálido espacio de la torre pasó a ser glacial, seco; el frío penetraba en su piel hasta llegar a sus huesos, pero contuvo el escalofrío que estuvo a punto de recorrer su cuerpo y tragó saliva al mismo tiempo que se sentaba en el borde de la cama, que crujió bajo su peso. Como todo en la torre estaba vieja, tan solo mantenida en buenas condiciones gracias a la magia de Ceoren.

Todo era una farsa. Aquella torre, las plantas que colgaban de cuerdas del techo, el valle que las rodeaba... Todo era una mentira creada para mantener enjaulada a Mina. Y al final ella también había terminado allí dentro, aunque en su caso había sido elección propia.

Itaria se retorció la trenza en la que llevaba atado su cabello rubio, pensando en una forma de tranquilizar a Mina.

Al final, terminó pasando un brazo por los hombros huesudos de su hermana y la acercó a su cuerpo con mucho cuidado, como si se tratara de una frágil estatua de cristal. No, más bien como si fuera una fiera salvaje y atemorizada.

Siempre procuraba ser lo más suave y cariñosa con ella para evitar que tuviera uno de sus ataques, cada vez más peligrosos, cada vez más difíciles de extinguir, como un incendio fuera de control. Estar en aquella habitación, en la parte superior de la torre, hacía que los ataques fueran más frecuentes, así que Mina solía pasar los días encerrada en el piso inferior, con Ceoren vigilándola de cerca.

—Mina —susurró, su voz apenas audible—. Tienes que calmarte, ¿vale? Si quieres voy a buscar tu muñeca y os podéis quedar las dos hoy aquí conmigo. Si no quieres bajar con madre Ceoren esta noche...

—Vale —respondió la niña, sin dejarle terminar. Mina se apartó de su lado y gateó por la cama hasta que llegó a la parte superior. Apartó las sábanas y mantas que Itaria siempre mantenía perfectamente arregladas y se metió en el interior; se tapó hasta que lo único que se pudo ver de ella fue un bulto informe.

El frío antinatural no desapareció, pero sí se hizo más soportable. Ahora que Mina no la podía ver, Itaria dejó de contener el escalofrío que había estado aguantando todo el tiempo. Todo su cuerpo tembló y cuando se levantó, apenas notaba las piernas y los pies de lo fríos que estaban. Tragó saliva como pudo, pero tenía la boca y la garganta resecas.

Con el rabillo del ojo captó una sombra en la pared, una que no coincidía con ningún objeto de la habitación. Alargada, se proyectaba sobre la pared como una mancha oscura, mucho más oscura de lo posible para una sombra normal. Por suerte, ahora Itaria ya no se asustaba al verlas, pero la primera vez que las vio, poco después de nacer Mina, no había sido así.

Se giró y contempló durante unos segundos el bulto de sábanas y mantas en el que se había convertido su hermana. Ella no tenía la culpa de cómo era, pensó. Ambas habían nacido así, no se podía hacer nada contra el deseo de los Dioses, le había dicho su padre miles de veces. Ella lo había aceptado, pero Mina... Sus poderes eran demasiado violentos para ella, y más cuando, después de más de cien años, seguía teniendo el cuerpo de una niña de diez años. Efectos del hechizo de Ceoren para que no las encontraran.

Ceoren. Debía bajar y hablar con ella y, de paso, buscar a la dichosa muñeca de Mina.

Con las piernas algo más recuperadas, caminó hacia las escaleras que descendían hasta el paso inferior haciendo caso omiso de las Sombras que alargaban sus esqueléticas manos de humo y frío hacia ella, deseando que sus poderes no fueran un foco para ellas, sino un repelente. En las escaleras de caracol pudo respirar aliviada. Las Sombras no se iban a alejar de Mina, por mucho que Itaria las atrajera como la llama a las polillas.

Ceoren vivía eternamente escondida en las entrañas de la torre, entre probetas, frascos llenos de líquidos que Itaria no sabía cómo conseguía y mesas de trabajo atestadas de objetos. Cuencos, morteros, balanzas, cuchillos y hierbas se desparramaban por todas partes, con el penetrante olor del humo y los vapores que salían de los calderos que se cocinaban a fuego vivo en las chimeneas o, de forma increíble, flotando en el aire mientras hervían gracias a la magia. Bajar allí siempre era asfixiante y a los segundos de entrar en la amplísima sala ya estaba lagrimeando por culpa del humo y deseando marcharse.

Vislumbró la figura de Ceoren entre el humo, encorvada sobre una mesa al otro lado de la habitación. Itaria fue sorteando las mesas hasta llegar a ella, pero la bruja la escuchó mucho antes.

—Has tardado en venir. —No se apartó de la mesa de trabajo. Cuando se puso a su lado, Itaria descubrió que estaba trabajando con un delicado disco de bronce bruñido; poco a poco, iba adquiriendo un ligero resplandor azulado. Una gran lupa mágica le ayudaba a ver mejor los efectos de su trabajo. Retorcía los dedos encima del disco, y de las puntas salían pequeñas chispas azules que desaparecían en el interior del metal.

—Mina dormirá esta noche conmigo, solo quería que lo supieras.

—¿Estás segura? La última vez que durmió en el piso de arriba terminé teniendo que coserte un corte en el brazo porque hizo estallar unos jarrones de cristal.

—No es culpa suya no saber controlarse.

—Cierto, pero sigue siendo peligrosa. —Ceoren alzó por fin la mirada y clavó en ella los ojos marrones. Su cabello, lacio y castaño oscuro, caía por su espalda como una cascada lustrosa. Vestía con sencillez, pero con gusto, con un vestido rojo con el cuello redondo; un cinturón de cuero descansaba en su cintura y de él colgaban varios pequeños cuchillos manchados de savia.

A Itaria le costaba mantener las ganas de arreglarse todos los días, pero a Ceoren no le ocurría lo mismo. A pesar de los años que llevaba allí encerrada con ellas, seguía levantándose cada mañana con una férrea determinación y se dedicaba a su trabajo con pasión.

—No es su culpa —sentenció al fin Itaria.

—Esa es tu frase para todo lo que hace Mina —bufó la mujer, apartando de forma brusca la lupa y colocando las pálidas manos en la mesa—. ¿Mata a un conejo y se lo come crudo? No es su culpa, es así. ¿Hace explotar todos los cristales de la torre? No es su culpa. ¿Qué dirás cuándo nos mate a alguna de las dos?

—Ella no haría nada así.

Ceoren soltó una risa burlona; después, se dio la vuelta y se apoyó en el borde de la mesa. Cruzó los brazos y la miró durante unos instantes antes de decir:

—Sigue pensando lo que quieras, yo no voy a sacarte de tu fantasía si no quieres salir. —Negó con la cabeza y no dijo nada más. Por unos segundos se quedaron en silencio y lo único que se podía escuchar era el chisporrotear de las llamas y de los calderos hirviendo. Habría sido un sonido relajante en otra situación, juzgó Itaria.

Ceoren soltó un débil suspiro y se frotó los ojos con una mano antes de seguir hablando.

—¿Querías algo más, Itaria? Estoy ocupada. —Señaló con la cabeza a la mesa en la que había estado trabajando, al disco abandonado a medio terminar. Ella no lo veía, pero con la lupa de Ceoren estaría segura de que podría vislumbrar como el metal y la magia se entrelazaban lentamente. Un disco de comunicación, adivinó Itaria. La había visto hacerlo muchas veces.

—¿Un trabajo nuevo? Hacía tiempo que no hacías discos de comunicación. Creía que los odiabas.

—Y los odio. Profundamente. Requiere un trabajo minucioso, preciso y repetitivo hasta la muerte. Pero me lo ha pedido alguien que conozco, un buen amigo, y no podía decirle que no. —Ceoren se encogió de hombros.

—¿Necesitamos algo de nuevo? —inquirió Itaria preocupada.

Cuando las tres terminaron en aquella torre, incomunicadas del resto del mundo, Ceoren había tenido que ingeniárselas para conseguir ciertas cosas que necesitaban. Hierbas extrañas, algunas medicinas que ella no podía crear... esa clase de cosas. Así que había decidido pedir ayuda a sus amigos brujos, gente en la que se podía confiar que no desvelarían dónde se encontraban ellas y, a cambio, Ceoren les fabricaba poderosos objetos o pociones, aunque la mayor parte del trabajo que hacía se quedó en la torre, para mantenerla.

—No exactamente. O sí, no estoy segura. —Itaria nunca había visto a Ceoren dudar tanto. Algo dentro de ella se removió y tragó saliva con fuerza. ¿Qué estaba ocurriendo?, ¿alguno de sus amigos le habría dado una mala noticia?

—¿Qué ocurre, Ceoren? Ni se te ocurra mentirme, llevo mucho tiempo conociéndote y no te va a resultar nada sencillo.

La mujer se apartó de la mesa y empezó a caminar por entre las atestadas mesas hasta una estantería que se encontraba no mucho más allá. Arrastró un taburete cercano y después se subió a él para alcanzar la última balda. Rebuscó unos segundos hasta que pareció encontrar lo que quería: una de sus libretas, reconoció Itaria enseguida al ver la característica encuadernación de un tono azul profundo que siempre usaba.

Ceoren se acercó de nuevo a ella apretando con fuerza entre sus dedos el cuaderno. Cuando llegó a su lado, posó la mano encima de la cubierta e hizo presión con las yemas; las muescas que surcaban el cuero brillaron con una luz azul y, unos segundos después, la mujer estaba pasando las páginas a toda velocidad.

—Aquí está —susurró, su voz temblando ligeramente. Con unas manos también temblorosas, giró el cuaderno hacia Itaria, que contempló extrañada lo que tenía delante de ella.

Su cuerpo se sacudió por un escalofrío al reconocerlo, un puño de hierro frío y duro se le instaló sobre el pecho, impidiéndole respirar.

—Lo he... lo he visto antes —jadeó Itaria. Ahora sus manos temblaban tanto como las de Ceoren—. Dioses, esto... Esto no es posible. —Se pasó una mano por el rostro, alejándose tambaleándose de Ceoren y de esa maldita página.

Esa maldita página que contenía la parte más horrible de sus visiones. Ceoren dibujaba bien y había logrado plasmarlo a la perfección: Mina, tirada en el suelo, rodeada de cadáveres. Muerta. ¿Eso significaba que Ceoren también había sufrido las mismas visiones que ella?

—Itaria, escúchame —logró entender. Tenía la mente nublada y apenas era capaz de comprender lo que ocurría a su alrededor. Solo veía el rostro de Mina una y otra en su mente tal y como lo había visto en su visión. Mina desaparecida. Mina herida. Mina muerta.

De repente, alguien le sacudió los hombros con energía y le obligó a centrar la mirada. Ceoren estaba muy cerca de ella, aferrando sus brazos con tanta fuerza que tenía los dedos blancos y le clavaba las uñas en la carne a través de las capas de ropa. Volvió a sacudir su cuerpo como si de una muñeca de trapo se tratara y susurró:

—Escúchame, niña. —Itaria asintió con la cabeza sin saber muy bien porqué—. Lleváis mucho tiempo aquí, lo sé. También sé que debes tener miedo por lo que te encontrarás afuera, pero ha llegado el momento de salir de la torre. Ambas sabíamos que este día llegaría, que alguien nos encontraría en algún momento, y siempre hemos estado preparadas para este día.

—Tú también has tenido esas visiones, ¿verdad? —consiguió murmurar, su voz apenas audible incluso para ella. Pero Ceoren la oyó, porque asintió una sola vez de forma enérgica antes de separarse de ella. Itaria se frotó distraídamente los brazos, donde los dedos de la mujer seguro habrían dejado furiosas marcas en su piel.

—Si al igual que yo has visto esto —clavó una uña en la página del cuaderno que había dejado en la mesa en algún momento sin que ella se diera cuenta—, entonces sabes lo que debes hacer ahora, hoy —le dijo Ceoren, bajando el tono. Miró hacia la puerta y ella lo entendió al instante. Mina—. Trata de mantenerla lo más tranquila posible, aunque debas usar la fuerza, Itaria. Adoro a Mina, pero es incapaz de controlarse a sí misma y me temo que jamás será capaz de lograrlo.

De pronto, Itaria entendió lo que ocultaban las palabras de Ceoren.

—No vas a venir, ¿no?

Ceoren negó con la cabeza, pero no fue capaz de mirarla a los ojos.

—Lo he pensado mucho, y si queremos tener alguna oportunidad de que esto no ocurra, tendremos que separar nuestros caminos. Intentaré conseguir ayuda como sea. —Su voz sonaba cortada, llorosa. Estaba intentando contener las lágrimas. Itaria jamás la había visto así.

—¿De tus amigos?

—Sí. —Por fin se giró hacia ella e Itaria vio los ojos brillantes por las lágrimas, por la pena—. Yo apenas sé mucho más que tú sobre cómo está el mundo allí afuera, pero ellos serán de mucha ayuda si queremos sobrevivir. Son brujos y brujas fuertes. —Ceoren cerró los ojos con fuerza y se volvió a girar, apoyando las manos en la mesa en la que apenas unos minutos había estado trabajando tranquilamente, absorta del mundo.

—Creo que será mejor que te vayas, Itaria. Prepara todo lo que necesites para esta noche e intenta convencer a Mina como sea. Eso te va a llevar un buen rato.

—Sí, claro. —De repente, Itaria recordó la segunda razón por la que había bajado allí. Con todo lo que le había dicho Ceoren, casi se le había olvidado—. La muñeca de Mina, ¿dónde está?

Ceoren hizo un gesto descuidado con la mano y, un segundo después, un trozo de tela mal cosida cayó sobre sus manos abiertas. Lina, la muñeca de su hermana, la miró con sus ojos de botón. Itaria sintió un escalofrío recorrer su cuerpo, como si las Sombras de Mina la hubieran tocado con sus gélidas manos.

—No podrás llevártela, lo sabes, ¿verdad? —comentó Ceoren. Itaria lo sabía, pero dejó que hablara; parecía necesitarlo—. Ya será suficiente con tener a la Guardiana de la Muerte paseándose por el mundo como para encimar llevar a esa maldita muñeca con vosotras. Si cayera en malas manos, podría convertirse en una catástrofe.

—Haré como que la he perdido, pero creo que lo mejor ahora será que la tenga, para que se mantenga tranquila hasta que nos marchemos.

Ceoren asintió mecánicamente. Itaria se dio la vuelta y e hizo el camino de regreso hasta la puerta de entrada a la habitación. Antes de salir, escuchó el chisporroteo de la magia: Ceoren volvía a su trabajo como si no fuera a ocurrir nada en unas horas. O tal vez buscaba un respiro en el trabajo monótono y repetitivo que siempre había odiado.

Itaria subió corriendo las escaleras y cuando llegó a su habitación se encontró de nuevo con el frío tacto de las Sombras en la piel. Mina dormía profundamente en su cama, así que dejó la muñeca con suavidad a su lado; después, se acercó a la ventana y contempló el paisaje que le había dado los buenos días desde hacía más de cien años. Le costaba creer que no volvería a verlo.

Pero las cosas eran así y ahora solo le quedaba pensar en aquel nombre que hacía años había escuchado por primera vez y que creía que jamás tendría que pronunciar. Myca Crest, la Reina.

Itaria apretó las manos en puños. No iba a dejar que tocara a Mina. No iba a permitir que las encontrara.

No iba a dejar que les arrancara el corazón.

Itaria se había equivocado en una cosa, pensó fríamente Ceoren mientras escuchaba como la chica cerraba la puerta de la sala al salir. No estaba construyendo un disco de comunicación, sino un disco de rastreo.

Había sentido la presencia del intruso días antes, en el momento en el que puso un pie en su bosque y desde entonces había sentido como se acercaba cada vez más a su torre. Sabía que iba a por ellas, a por Itaria y Mina. Si quería darles una oportunidad a las chicas tendría que ser más inteligente. Lo vigilaría con el rastreador y les conseguiría tiempo para huir. Si hubiera sido por ella, las habría mandado ya fuera de la torre, pero antes debía quitar los hechizos que rodeaban el lugar y eso le llevaría un par de horas.

El mejor momento para que huyeran sería al amparo de la noche. Sí, así sería entonces.

Gavin escuchó a lo lejos el aullido lastimero de un lobo herido, o al menos él esperaba que estuviera herido. La luna iluminó al cazador una última vez antes de internarse en la parte más espesa del bosque, un sinfín de ramas y troncos negros como la noche a su alrededor. La oscuridad era tan intensa que no veía ni al caballo en el que iba montado, aunque sentía el pelaje y la carne caliente, los huesos, los músculos fuertes. Solo eso hacía que el hombre no creyera estar encima de pura oscuridad.

El Bosque de Zelian estaba encantado, todos lo decían, pero él había hecho caso omiso a las advertencias de los pueblerinos que, cada vez que se detenía en una aldea, le preguntaban dónde iba. Él siempre les respondía con sinceridad.

—Ese lugar está maldito y lleno de monstruos. Todos los que han entrado han terminado muertos —le decían siempre.

—Entonces no os tendréis que preocupar por volver a verme —les respondía él.

En otras circunstancias jamás habría dicho cuál era su destino, pero el nombre de aquel ancestral bosque provocaba tal temor en la gente que era hasta beneficioso para él. Creían que estaba loco, que se dirigía a una muerte asegurada y anunciada; nadie se atrevería a seguirlo por miedo a ser arrastrados a ese lugar y eso le convenía. Cuántos menos mirones tuviera a su alrededor, mejor.

Pero ahora que se encontraba solo, en lo más profundo del bosque, tan solo rodeado por la oscuridad de la noche y los sonidos de los animales, Gavin empezó a replantearse su misión.

La carta le había llegado tres meses antes: un brujo amigo suyo lo había recomendado para algo muy secreto y peligroso que, si conseguía hacer bien, le haría ganar muchos puntos delante de la Reina, le había asegurado. Había aceptado de inmediato y, pronto, se marchó en busca de la expedición que su amigo le había mencionado. Unos caballeros del rey Vick de Isla Bella había encontrado un mapa del Reino de Etrye, y la Reina deseaba recuperar a las princesas Itaria y Mina Niree antes que los caballeros del rey lo consiguieran.

No era tarea fácil, lo sabía, y menos estando rodeados de caballeros que tenían una misión opuesta a la suya. Ellos pretendían salvar a las princesas y él, condenarlas. Pero ellos tenían un mapa sin el cual jamás llegaría hasta las princesas. Gavin había pensado muchas veces, durante las noches en vela cuando le tocaba una guardia, en acercarse al capitán, robarle el mapa y huir, pero no era lo bastante definitivo. Necesitaba matarlos. A todos. Si dejaba alguno con vida, podrían perseguirlo y entonces sería él el cazado y no las princesas.

Conforme pasaban los días, Gavin perdía más y más la esperanza de deshacerse de ellos, hasta que, una noche, los atacaron.

Habían acampado en un pequeño claro al borde del viejo sendero que seguían. Les había parecido un buen lugar, un sitio ligeramente elevado desde el que se podrían defender con facilidad de los monstruos que sabían que los vigilaban. Pero no habían esperado encontrarse con fuegos fatuos. En cuestión de segundos, lo que les había parecido un lugar perfecto para pasar la noche se convirtió en una pesadilla.

El suelo bajo ellos se volvió una masa gelatinosa y espesa que se había tragado sus enseres y la fogata que habían encendido para calentarse y alumbrar; en menos de un parpadeo, el claro se quedó a oscuras, apenas iluminado por una luna cuya luz parecía deslizarse por una pared invisible que cubría el lugar, como si no quisiera participar en aquello. Se quedaron en silencio unos instantes, hasta que los escucharon.

Fuegos fatuos.

Quien dijera que esas pequeñas bolas de luz eran buenas y amigables era porque jamás había visto a sus compañeros ahogarse en un pantano, atrapados por las arenas movedizas y con la risa aguda y eléctrica de los fuegos fatuos a su alrededor. No podía decirse que los echara de menos, cierto, pero en noches como aquella... Bueno, su presencia lo habría reconfortado un poco al menos. Sacudió la cabeza. Ahora ya no servía de nada lamentarse por estar solo.

Cuando cayeron en la trampa de los fuegos fatuos, Gavin se había apresurado a escapar, a esconderse. Él tenía una ventaja que el resto no tenía: tenía magia. Sí, era un brujo de sangre, pero se había pasado años perfeccionando sus habilidades para hacer frente a situaciones como esa. Era su oportunidad de conseguir el mapa y librarse de ellos de una vez por todas; solo tenía que acercarse al capitán y robárselo. Sabía bien dónde lo escondía, lo había vigilado durante todos esos días y había memorizado cada movimiento que hacía.

Se había acercado despacio, mientras sus compañeros gritaban pidiendo ayuda. El capitán intentaba salir de las arenas movedizas con ayuda de su espada y estaba a punto de conseguirlo y el resto no tardarían en seguirle. Antes de que lo lograra (y antes de que se diera cuenta siquiera de que estaba a su lado), Gavin ya había sacado un cuchillo y le cortó la garganta de lado a lado. Cogió el mapa que el capitán siempre mantenía pegado al pecho y se lo guardó en un bolsillo. Entonces fue cuando el resto de sus compañeros se dio cuenta de lo que había hecho.

—¿Cómo has podido, Gavin? —había espetado uno de ellos, forcejeando con rabia contra las arenas movedizas; no parecía darse cuenta de que, cuanto más luchara, más rápido se hundiría. Él, en cambio, caminaba por la arena gelatinosa como si fuera suelo firme; una de sus manos brillaba con los destellos anaranjados del hechizo que mantenía activo.

—Muchachos, no os alteréis tanto. O no saldréis jamás de ahí —les había advertido él con una sonrisa.

—¡Traidor!

—Me alegra que os hayáis dado cuenta, aunque habéis llegado tarde para salvaros. —No podía dejarlos vivos, ese siempre había sido su plan. Si lo hacía, estaría condenado; lo perseguirían como perros del Infierno: hasta la muerte.

Así que alargó una mano hasta el arco que había atravesado a lo largo de su espalda y la otra hacia el carcaj lleno de flechas que se sujetaba en el muslo y fue disparándoles uno a uno hasta que el único sonido que se escuchaba en el claro era la risa de los fuegos fatuos.

—Esta noche cenaréis bien —había susurrado, bajando el arco lentamente.

Gavin no se había quedado a mirar, no era tan morboso. Lo único malo de su improvisado plan había sido que había perdido su caballo, pero no le importó mucho. Ahora que no tenía que fingir, usó la magia para hacerse con una Pesadilla, un corcel infernal de ojos brillantes y rojos y de crines anaranjadas; sus cascos eran ascuas que dejaban el suelo marcado, como si hubieran clavado unas tenazas al rojo vivo con forma de herradura. Eran inteligentes y, lo mejor de todo, no necesitaban alimentarse ni respirar, por lo que podían cabalgar día y noche sin descansar ni un solo minuto. De lo único que debía encargarse Gavin era de darle una especie de viruta hecha de platino que lo mantenía dócil y tranquilo.

Pasó días cabalgando en silencio, pero no solo; tenía muy claro que no estaba solo en ese bosque. Había comenzado nada más despertarse el primer día que pasó en solitario, cuando vio un par de ojos de un brillante color amarillo que lo espiaban escondidos entre la maleza. Pero habían desaparecido enseguida, en menos de lo que duraba un parpadeo, aunque la sensación de estar vigilado se mantenía y aumentaba segundo a segundo, paso a paso.

Poco después del mediodía, volvió a verlos: dos ojos amarillos, felinos, que lo espiaban desde lo alto de un árbol. Gavin hizo que el caballo fuera más rápido, huyendo del lugar como un conejo asustado al ver a su depredador; así se sentía, como una débil presa que exponía su cuello para que otro animal, más grande y fuerte que él, se abalanzara y lo devorara.

Desde entonces llevaba días cabalgando, siguiendo el maldito mapa.

Se detuvo en ese momento unos instantes. Necesitaba estirar las piernas, así que desmontó del caballo y estiró los músculos agarrotados. Después, sacó el mapa, buscando la luz que desprendían las brillantes crines de la Pesadilla; eran una buena lámpara improvisada en aquella oscuridad cada vez más intensa y asfixiante.

En la esquina superior derecha del mapa había pintada una torre blanca, con una puntiaguda cúpula violeta. Unas enredaderas llenas de flores se retorcían en su base y crecían hasta casi la mitad de la torre, como finas serpientes verdes y rosas. Sólo tenía una ventana estrecha de la que salía un brazo, extendido, pidiendo ayuda. A su lado habían dibujado, un simple y delgado trazo, un río, medio transparente. Gavin estaba seguro de que, si no hubiera estado iluminado por la luz anaranjada del semental, nunca habría visto aquel río. Pensó que, tal vez, el que había dibujado aquel mapa no deseaba que se encontrara el río; un pensamiento extraño, cierto, pero que a Gavin le parecía cada vez más plausible.

Imbuido de una extraña energía, de una vitalidad que hacía años que no sentía, Gavin se guardó el mapa y trepó hasta el lomo, como siempre desensillado, del caballo.

—Te tendré, princesa —susurró Gavin, ya trotando a gran velocidad—. Vas a ser mi camino a la vida eterna.

Ya anocheciendo, llegó a un pequeño claro de hierba verde y húmeda. Había empezado a llover, al principio con suavidad, pero pronto se había convertido en una tormenta que le empapaba la ropa y le calaba el frío hasta los huesos. Estaba congelado. Unos cuantos relámpagos brillaron muy cerca de él, seguidos por el ensordecedor sonido de los truenos.

Delante de él se alzaba una inmensa montaña, coronada del blanco de la nieve. Quedaban por detrás los últimos árboles del bosque, oscuros y siniestros. Suspiró de felicidad al saber que pronto todo aquello terminaría. Solo esperaba que la segunda parte del camino no fuera muy difícil de encontrar.

¡Prólogo publicado! ¿Qué os ha parecido?

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