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Extra 1

La princesa del desierto.

Desierto de Nujal.

Hacía calor, mucho calor, pero Laina aguantó embutida en aquel aparatoso vestido, con la cabeza alta y la espalda tan recta que estaba empezando a dolerle. Su madre la había obligado a ponerse ese vestido, aunque sabía que Laina lo odiaba. Los largos flecos de color nácar no dejaban de enrollarse, incluso cuando estaba quieta como un muerto; pero se enredaban con el simple viento que entraba por los grandes arcos que eran las ventanas del piso superior de su casa.

—Amir tarda mucho, ¿estás segura de que ha dicho a las cinco? No se ve su caballo por ninguna parte —le dijo su madre. Llevaba una hora paseándose por delante de las ventanas. Las pisadas de su madre contra el suelo de piedra era el único sonido en aquella habitación. A Laina le extrañaba que no hubiera dejado un surco en la piedra de tanto caminar.

—Sí, madre, a las cinco —contestó Laina con voz cansina. Era la quita vez que su madre se lo preguntaba—. Ni siquiera es la hora, no te estreses tanto.

—Que no me estrese, dices. ¿Cómo no me voy a estresar cuando el mismo hermano del príncipe Miraj va a pedir la mano de mi hija? No sé cómo estás tan tranquila. ¡No sé cómo tu padre está tan tranquilo! ¡Nadir!

Su madre empezó a llamar a su padre de tal forma que podrían haberlos escuchado desde las calles de Hirkram, varios pisos más abajo. Su padre llegó resollando, terminando de colocarse el turbante blanco alrededor de la cabeza. Su túnica estaba aún a medio abrochar, con el cinturón colgando de su cintura desde sus enganches y bajo su barriga enorme. Su madre lo miró con furia y le gritó que terminara de vestirse. Su padre se marchó refunfuñando, pero le dio una mirada de ánimo a Laina al pasar por su lado.

—Deja que te vea de nuevo, Laina. —Se acercó a ella y le pasó los lados dedos por el cabello liso que le caía hasta los hombros. Le recolocó la diadema de oro y rubíes y le alisó el vestido, aunque no tenía ni una sola arruga—. Tienes que estar perfecta, hija —le susurró—. Si Amir no viene al final...

—Va a venir —le dijo con seguridad—. Nunca ha roto una promesa, madre. Vendrá.

Y, sin embargo, a pesar de sus palabras, Laina estaba empezando a impacientarse. ¿Y si Amir había cambiado de opinión con respecto a la boda?, ¿y si ya no quería casarse con ella? Laina era de una buena familia, pero no era ni de lejos la más guapa entre las chicas de su edad y él, como hermano del príncipe Miraj, podía haber elegido a cualquier mujer. No le habían faltado propuestas en ningún momento, Laina lo sabía bien. Amir le había contado en más de una ocasión como los padres de las chicas intentaban negociar un matrimonio con él. Él siempre se reía y bromeaba, hasta el día que se había sentado a su lado en la terraza de su casa, en uno de los bancos de piedra áspera. Amir estaba más serio que nunca y Laina había temido que le dijera una mala noticia antes de que Amir se le declarara.

Amir era el sueño de toda mujer. Alto, guapo, inteligente y de buena familia. Tenía suficiente poder como para no pasar desapercibido entre la multitud de nobles y favoritos que rodeaban a su hermano mayor todo el tiempo. En realidad, ni siquiera sabía por qué se había fijado en ella desde un primer momento. Se conocían desde hacía tres años cuando, en una cena en la casa de la familia Zana, Laina se había escabullido a la biblioteca. Se conocía bien esa casa, una de sus amigas era la hija menor del matrimonio, así que no le había costado mucho encontrarla. Tenía pensado esconderse ahí un par de horas hasta que la cena se terminara, pero no había pensado que podría haber alguien más en la biblioteca.

Amir había estado leyendo un libro, sentado en el suelo lleno de cojines alrededor de una mesa baja. Laina se había disculpado y había intentado salir, pero Amir la había invitado a acompañarlo. Habían empezado a pasar tiempo juntos desde esa noche. Hablaban durante horas, jugaban y debatían hasta que se hacía de noche. Sus amigas siempre hablaban de lo guapo que era Amir y, aunque también se daba cuenta, nunca pensó en el él de otra forma que no fuera como una buena amistad. A día de hoy, ni siquiera sabía si lo amaba. Amir la amaba a ella, ¿no debería corresponderle? Tal vez llegara con el tiempo.

—¡Mi señora! —escuchó gritar a una de las criadas, casi sin aliento. Estaba delante de las grandes puertas que llevaban hasta la terraza superior—. Ya están aquí.

Laina escuchó los pasos rápidos que se acercaban a la terraza. Su padre apareció de repente a su lado y le puso una mano reconfortante en el hombre; su madre estaba al otro lado, agarrándole la mano con tanta fuerza que empezaba a dolerle.

Amir apareció por las puertas abiertas de par en par con una gran sonrisa en su rostro que se hizo todavía más grande al ver a Laina. Su padre se adelantó y se inclinó por la cintura hacia delante; Amir hizo el mismo gesto.

—Siento haberles hecho esperar —se disculpó Amir.

—No pasa nada —replicó su padre. Después, levantó una mano hacia ellas—. Seguro que ya conocéis a mi esposa, Fadma. Y Laina...

Amir dio un cabezada y se giró hacia uno de sus sirvientes. Laina no se había dado cuenta de que estaba allí, pero el chico se adelantó, sujetando un gran cofre entre sus manos.

«Está pasando de verdad», pensó Laina al ver los intrincados símbolos que habían sido tallados en la madera negra del cofre Con cuidado, el sirviente dejó la caja en el suelo y se retiró después de hacer una rápida reverencia, cerrando las puertas tras él.

Amir se arrodilló y abrió los pasadores de plata que cerraban el cofre. Cuando se levantó, llevaba entre las manos una pesada prenda blanca que, como marcaba la tradición, le entregó a su madre con una ligera inclinación de cabeza; esta la recibió con lágrimas en los ojos. Sacó dos objetos largos, dos cimitarras elegantes y acabadas de forjar, que le entregó a su padre; él las cogió y se las colgó del cinturón. Por último, Amir se dirigió a ella y, rebuscando en uno de los bolsillos de su túnica azul, sacó una pequeña cajita negra de la que sacó un anillo de oro, con una turquesa ovalada en el centro.

Laina, con las manos temblorosas por los nervios, cogió la caja que su madre le entregaba y sacó el pesado anillo, hecho también de oro, y con una gran turquesa cuadrada acompañada de dos más pequeñas a los lados.

Amir le sonrió al acercarse y al colocarle el anillo en el dedo, Laina notó un ligero temblor en las manos del joven príncipe. Una vez hubo terminado todo aquello, Amir se acercó las manos de Laina a los labios y depositó un beso en ellas con un cariño que provocó que estuviera a punto de soltar un grito de pura felicidad.

Dos meses más tarde, Laina se encontraba rodeada de sus amigas, de su familia y de su recién estrenado esposo, que la miraba como si no hubiera estrella más brillante en el firmamento. Y Laina, feliz como estaba, con las mejillas adoloridas de tanto reír, le creyó.

Estaba dentro de una carpa inmensa, regalo del mismísimo hermano de Amir, Miraj y de su esposa, la princesa Tasa. Era enorme, de color naranja, sujetada por largos postes de bronce y cobre y con el techo plagado de diamantes, esmeraldas y rubíes, como un cielo estrellado con cientos de colores. Las paredes de tela tenían bordados en hilo de oro, la mayoría de escenas sexuales que hacían a sus amigas reír y bromear en voz baja como niñas pequeñas y escandalosas. Laina, toda una mujer casada, las había mirado más de una vez con una mirada seria, pero ellas no le habían hecho caso.

Debía haber costado una fortuna, pero suponía que el príncipe Miraj no había escatimado en gastos para pagar la boda de su único hermano.

Amir y Laina estaban sentados en lo alto de un estrado desmontable, alrededor de una mesa redonda y no muy grande, tan solo para ellos dos. En una boda, nadie tenía tanto poder como los novios. Ni siquiera el mismo príncipe Miraj, que estaba sentado en su propia mesa redonda junto a su esposa y su madre, con las que conversaba animadamente. De vez en cuando miraba a su hermano pequeño y sonreía. Sus padres estaban sentados al lado del príncipe, recibiendo una y otra vez a hombres y mujeres que se acercaban a ellos para darles la enhorabuena. Algunos lo hacían con tanta efusividad que se notaba de lejos que sus sonrisas eran fingidas y que sus palabras, en vez significar «enhorabuena», eran algo más parecido a «espero que os pique un escorpión».

—Laina, deberías comer un poco. Apenas has probado la cena en toda la noche —le dijo Amir, acercándose a ella para que nadie pudiera escuchar lo que decían, aunque había tanto ruido que era imposible que pudieran oírlo.

—Estoy bien, no tengo hambre.

No mentía. Tenía el estómago cerrado y cada vez que había intentado probar la comida, esta había sabido a ceniza en su boca. Su madre le había dicho que era normal estar nerviosa el día de su boda, pero Laina no estaba nerviosa.

Tenía miedo. Tenía miedo de lo que iba a pasar en su noche de bodas, de decepcionar a Amir, a su familia, de no ser capaz de hacer lo que debía. «Un matrimonio consumado no es un matrimonio», le había dicho su madre.

Las horas pasaron a toda velocidad y antes de que se diera cuenta, ya era hora de retirarse. Era pasada la medianoche y Amir le tocó el codo. Cuando Laina se giró, su marido le hizo un gesto con la cabeza, indicando la salida. Se retiraron con discreción. Mientras ellos se marchaban a su nuevo hogar, los invitados seguirían disfrutando de la fiesta hasta el amanecer. Dos caballos blancos los esperaban, ya ensillados. Laina acarició a su nueva yegua, le susurró un par de palabras al oído y dejó que Amir la subiera a su lomo. Se recolocó hasta estar cómoda y esperó a que Amir se pusiera en marcha. Estaban a las afueras de la ciudad, fuera de la baja muralla que rodeaba Hirkram. Al contrario que en el interior de la carpa, las calles de la ciudad estaban bastante silenciosas. La mayoría de la gente estaba ya durmiendo y no se encontraron a nadie.

Su nueva residencia era una gran casa de paredes blancas, con las ventanas y las puertas pintadas de un vibrante color rojo. El símbolo de la familia Rammi, un caballo, estaba pintado en la puerta con pintura blanca. La casa estaba muy cerca de la residencia del príncipe Miraj, el Isya, y Laina sabía que había sido construida allí a propósito para que Amir y ella pudieran visitar la corte cada día.

Una vez llegaron, Amir se empeñó en llevarla en brazos hasta su habitación. Laina llegó entre risas a su nueva habitación, donde Amir la tumbó en la cama con suavidad.

—¿Te gusta? —le susurró Amir, jadeando por el esfuerzo de subirla dos pisos de escaleras empinadas y estrechas. Su esposo se tumbó a su lado y la abrazó. Laina notó sus palmas calientes y ásperas rozándole el vestido, la piel de sus brazos desnudos. Tasa, su ahora cuñada, le había dicho que no se preocupara cuando estuviera con Amir en la cama, que todo saldría bien y que no se asustara de las reacciones que tuviera su cuerpo. Laina solo podía preguntarse qué sensaciones debería sentir.

El toque de Amir no le hacía sentir nada, pero Laina sabía que no podía decirle eso. Así que sonrió y asintió con la cabeza mientras la mano de Amir descendía por su su costado, por su pierna, enrollando la túnica...

Su madre estaba más feliz que ella, se dio cuenta.

—Es una noticia maravillosa, Laina —le dijo su madre, acercándose para abrazarla con fuerza. Cuando se separaron, añadió—: ¿Se lo has dicho ya a Amir?

—Sí, ya lo sabe.

Era difícil esconderle algo a Amir. Su marido siempre parecía saberlo todo, a veces hasta antes que ella misma lo supiera. Sin embargo, esta vez lo había sorprendido. Llevaban un año intentándolo, todo un año en el que Laina se había tenido que acostumbrar a lo que significaba estar casada con un príncipe, a todo lo que eso significaba. Amir era un buen esposo, pero estaba más acostumbrado a mandar que a escuchar.

Ahora estaba feliz. Laina sabía que la falta de un hijo le había dolido y ella había puesto todo de su parte para conseguir remediarlo, aun cuando la intimidad con su esposo le siguiera resultando... molesta.

El embarazo fue difícil, pero tanto su madre como Tasa le aseguraron que valdría la pena en el momento en el que viera a su hijo por primera vez.

Tenían razón, solo que fueron gemelos. En el momento en el que se los pusieron en los brazos, solo pudo ponerse a llorar. Amir estaba a su lado, apartándole el pelo negro del rostro cubierto de sudor. Por primera vez desde que se había casado con Amir, Laina se dio cuenta de que era feliz.

Laina no sabía cuándo se había acabado todo. No podía recordar cuando Amir había pasado de ser un esposo dedicado y sonriente a una persona que la golpeaba a la más mínima contestación algo desubicada, que la forzaba cuando le venía en gana, que le gritaba y la humillaba. Laina se esforzaba por ocultar las marcas de su rostro, pero había veces que era imposible. Su padre ya había amenazado con matar a Amir en más de una ocasión y lo hubiera hecho si Laina no lo hubiera detenido. Su madre le había retirado la palabra a su esposo y cada vez que la veía, insistía en que Laina se fuera a vivir con ellos de nuevo y se llevara a los niños.

Pero Laina sabía que eso solo serviría para hacer enfurecer más a Amir.

La mayor parte del tiempo no salía de casa. Se encerraba en la biblioteca y dedicaba las horas diurnas a estar con sus hijos y a leer. Amir nunca estaba por la mañana, así que aquellos momentos se convertían en verdaderos remansos de paz y felicidad para ella. Había días que la visitaba Tasa con sus hijos; el más pequeño tenía la edad de los gemelos. Mientras los niños jugaban, ellas se dedicaban a hablar durante horas. Tasa intentaba apartar de su mente a Amir haciendo que no pudiera hablar, atiborrándola con cotilleos, siempre y cuanto no fueran de la propia Laina. Esos los esquivaba velozmente, a pesar de que ella solía insistir en que se los contara. Cuando se marchaba, Tasa le prometía que hablaría con Miraj para que este intentara poner en cintura a Amir.

Durante los días siguientes a que su hermano hablara con él, su esposo volvía a ser el de antes, no cariñoso, pero sí amable. Sin embargo, la paz no duraba mucho y en seguida volvía a las andadas. Cuando volvía a casa, tarde, borracho y despertando a todos, Laina sabía que sus días tranquilos habían terminado. A veces se acercaba a ella y, ebrio por completo, intentaba golpearla, gritando que ojalá sus hijos no hubieran nacido porque se habían llevado todo el cariño que Laina tenía para él. Ella nunca intentó contradecirlo. ¿De qué iba a servir? Amir estaba empeñado en que había sido por el nacimiento de sus hijos por lo que se habían distanciado, cuando la realidad era que Amir no había soportado tener su completa y absoluta atención.

Poco a poco, Amir pasó de los golpes a la frialdad absoluta. No la miraba, ni siquiera le dirigía la palabra a no ser que fuera necesario. Laina lo prefería así y vivió tranquila durante los años siguientes, encerrada en una casa fría y en el que el único amor que existía en su interior era hacia sus hijos.

Laina volvía a pasear por Hirkram con la cabeza bien alta, a pesar de que sabía que a cada paso que daba se levantaba una nube de rumores. «A su marido le gustan más las prostitutas que ella», escuchaba susurrar una y otra vez. Laina no hacía caso y seguía caminando. Al principio, aquellos comentarios le habían afectado tanto que tardaba días en volver a salir de casa. Sin embargo, conforme iban pasando los días, Laina iba cogiendo práctica en eso de ponerse una máscara con una sonrisa fría en el rostro y pronto, los comentarios dejaron de importarle.

¿Qué más daba lo que hiciera Amir? Ella no era la culpable del comportamiento de su marido y, ciertamente, nadie le iba a hacer sentir lo contrario.

Habría dejado correr el tema de no haber sido porque, un día, cuando volvía de dar un paseo por la ciudad con un par de amigas, se había encontrado a los mellizos sentados en los escalones de la entrada. Tenían apenas siete años y estaban solos, con todo el mundo mirándolos al pasar por delante de ellos.

—¿Qué hacéis aquí? —les había preguntado, sentándose entre ellos y acercándolos a su cuerpo.

—Padre nos ha dicho que nos quedemos aquí —le respondió Fadlya con sus vocecita chillona mientras alzaba los brazos para rodearle el cuello a Laina. Abrazó a su hija con fuerza y notó que estaba temblando.

—Pero, ¿por qué?

—Ha venido con unas mujeres y nos ha dicho que saliéramos y que te esperáramos en las escaleras —contestó Farith, encogiéndose de hombros, sin levantar la mirada del suelo. El niño se tapaba la cara con el cabello negro y Laina, que sabía que aquello no era normal en Farith, lo obligó a alzar la cabeza.

Tenía el labio partido y se notaba que había llorado un buen rato. A Laina no le hizo falta ni ver ni saber nada más. Ella creía haberlo visto todo con respecto a Amir, pero aquello ya era pasarse.

Entró en la casa hecha una verdadera furia y subió hasta su habitación. Sí, allí estaban, podía escuchar las risas y los gemidos. Abrió la puerta con tanta fuerza que esta golpeó la pared con un estruendo de madera y metal. En la cama había dos mujeres, con Amir en el centro. Estaban tan entregados que, si no hubiera sido por el portazo, no se habrían dado cuenta de su entrada.

Arrastró a Amir hasta el pasillo. Estaba borracho, algo que no era extraño en él, así que cuando Laina le dio un puñetazo en la nariz, se tambaleó y perdió el equilibrio, cayendo al suelo como un peso muerto, sujetándose la nariz sangrante.

—¡Estás loca! —le gritó mientras intentaba levantarse. Laina se lo impidió al colocarle un pie en el pecho, tan cerca de la garganta que si hubiera querido habría podido ahogarlo. Debería haberlo hecho.

—Despídete de tus hijos porque no los vas a volver a ver nunca más —le susurró ella, de repente tan tranquila que no se parecía en nada a la mujer que había entrado hacía pocos minutos en la habitación—. Y si vuelves a acercarte a ellos o a mí, te prometo que el castigo que te tienen reservado los dioses te parecerá una nimiedad en comparación con lo que yo te haré.

Laina se escabulló en mitad de la noche, como solía hacer desde que se había marchado de la casa de Amir, hacía ya un par de meses. Las calles de Hirkram estaban desiertas y silenciosas a aquellas horas y ella podía deambular sin tener que escuchar murmullos ni risas.

Con cuidado, Laina salió de la ciudad. Como siempre, apenas había guardias alrededor de la estrecha muralla de arcilla blanca, pero ella no quería arriesgarse a que nadie la viera. Se dirigió hacia el río que pasaba cerca de Hirkram, un simple riachuelo, pero que abastecía de agua a la ciudad. Las piedras se le clavaban sin piedad y deseó haberse calzado unas botas y no aquellas sandalias de cuero.

El hombre la esperaba sentado en una piedra, jugando entre sus dedos con las cadenas que le colgaban del pantalón. El cabello rubio le caía hasta casi los hombros y los ojos grises se le iluminaron al ver a Laina. Ella también estaba contenta de verlo.

—Elyas, ¿llevas mucho tiempo esperándome?

—Por ti esperaría toda la eternidad. —Elyas se levantó de su asiento improvisado y le sonrió—. ¿Aún tienes esa serpiente tan rara contigo? Me gustaría volver a verla.

Laina no pudo sino soltar una carcajada. Asintió mientras rebuscaba en el interior de su capa y sacaba a Zyra, su pequeña serpiente. No sabía de dónde había salido solo que, un día, se la había encontrado encima de su cama. Laina se había llevado un buen susto al despertarse y encontrarse con aquella serpiente colocada en la otra almohada. Sin embargo, pronto había descubierto que Zyra y ella podían hacer cosas que nadie podía hacer. Todavía seguía sintiéndose extraña al tenerla enrollada en su brazo o cerca de ella, pero no podía negar que la presencia de Zyra le resultaba reconfortante.

—Bueno, bueno, ¿has pensado en lo que te dije? —le preguntó Elyas mientras cogía a Zyra, que se enrolló en su brazo con un siseo cariñoso.

—Sí. Quiero hacerlo, Elyas. Estoy harta de ser la débil, de tener que ir pidiéndole ayuda a Miraj y a Tasa. Sé que ellos me ayudan porque quieren, pero estoy harta. Si no soy capaz de valerme por mí misma viviré siempre con miedo a que Amir vuelva. Y no quiero eso.

Elyas asintió, con una sonrisa en los labios.

—Muy bien. Pues creo que te va a encantar, ¿sabes por qué? Porque para convertirse en una bruja de sangre, tienes que matar a alguien. ¿Sabes en quién estoy pensando yo?

Laina sonrió y soltó una carcajada.

—Amir —dijo sin dudar.

Próximo extra 20/09/2024

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