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Capítulo 9

Myria. 27 de abril.

Jamis seguía en Myria y eso no era normal en él. Pero esa vez había decidido quedarse unos «pocos días» que se habían terminado convirtiendo en dos semanas.

Estaba a gusto, o al menos todo lo a gusto que podía estar él. Además, Aethicus le había pagado generosamente cada trabajo que había llevado a cabo y ahora la bolsa de Jamis pesaba el doble de lo habitual, aunque tampoco solía pesar mucho. De todas formas, en esos días se había dedicado a descansar, reponer su bolsa de las cosas más necesarias y hacer unos cuantos trabajos que le mandaba Aethicus. Parecía que confiaba en él para ayudar a cualquier oculto que apareciera delante de su puerta pidiendo auxilio o protección; Jamis seguía preguntándose qué clase de oculto sería el propio Aethicus. Después de días observándole, no había llegado a ninguna conclusión. Tenía un par de ideas, pero nada más.

Aunque había dicho que estaba a gusto, Jamis empezaba a notar los efectos de pasar tanto tiempo en un sitio. No estaba para nada acostumbrado, la verdad. Él nunca se quedaba más de unos días en una ciudad e incluso menos en los pueblos; después se volvía a montar en su caballo y cabalgaba hasta su siguiente parada y después hacia la siguiente. Casi ni recordaba la última vez que había pasado un tiempo sin moverse de un lugar. ¿Cinco años? ¿Diez años?

No estaba seguro, pero hacía mucho tiempo, pensó mientras terminaba de vestirse.

Era primera hora de la mañana. Los rayos del sol hacían apenas una hora que se derramaban en el interior de su habitación. Como había decidido quedarse un tiempo, Jamis la había adecentado y se había pasado dos días limpiándola a fondo hasta que consiguió hacer relucir el cristal de la ventana, los armarios y le sacó brillo al suelo. Ahora todos los días había flores frescas en un jarrón encima de la mesa que perfumaban el cuarto y podía descansar en la cama después de haberse pasado toda una mañana quitando los bichos que habían anidado en su interior durante a saber cuánto tiempo. Era agradable dormir en una habitación que empezaba a considerar suya, sobre todo después de tanto tiempo durmiendo a la intemperie o en hostales y tabernas mediocres.

Aethicus le había conseguido un pequeño espejo lleno de manchas que ahora descansaba encima de una de las mesitas de noche. Se miró antes de salir. Se había comprado ropa nueva con el dinero que había conseguido y, aunque no era de la mejor calidad, definitivamente era mucho mejor que la que él había tenido; había tirado todas sus prendas viejas y ahora disfrutaba notando la suavidad de unos tejidos que todavía no estaban raídos de tantos lavados.

Salió de su habitación cerrando la puerta con llave tras él y bajó las escaleras que llevaban a la taberna cargando entre las manos con su espada y una capa de color verde oscuro también nueva. Ese día toda su ropa era verde, a excepción del pantalón negro que iba a juego con las altas botas. Abi, el joven chico que era dueño de la taberna, estaba sentado encima de la barra, esperando a sus clientes. Parecía aburrido

—¿Tan poco trabajo tienes que te alegras de verme? —le preguntó Jamis riéndose. Al chico se le había iluminado el rostro al verlo llegar.

—Es todavía demasiado temprano para que el resto de los huéspedes bajen a desayunar y demasiado tarde para que haya todavía gente bebiendo. Llevo más de una hora sentado sin hacer nada.

—Podrías haberte ido a descansar.

—Ya lo he hecho. Anoche Aethicus se quedó sirviendo por la noche para que pudiera dormir un poco. Me he despertado hace unas horas para echar a dos borrachos que quedaban todavía aquí. —El chico se encogió de hombros y bajó de la barra de un salto para después desaparecer por la portezuela semiabierta que había tras ella.

Jamis se sentó en una de las sillas que había alrededor de una mesa ya limpia, dejando a un lado la espada y la capa. El resto de sus armas (dagas, principalmente), las llevaba ya encima y notar el peso le reconfortaba, aunque no había ningún motivo para llevarlas. Myria era uno de los lugares más seguros en los que había estado, casi hasta aburrido. Si no fuera por los encargos que le daba Aethicus, Jamis no habría aguantado tanta tranquilidad, y eso que estaba en la frontera con Lorea y había veces en los que sus soldados se acercaban buscando guerra, sobre todo con los ocultos. Pero eso no había ocurrido en el tiempo que él llevaba allí, así que solo lo sabía porque se lo habían contado durante las largas noches que pasaba en la taberna.

Abi regresó al fin con un cuenco lleno de avena regado con miel que Jamis empezó a devorar en cuanto lo tuvo delante. Estaba hambriento.

Cuando llevaba apenas la mitad de su desayuno, la puerta de la taberna se abrió y entró Aethicus, con su habitual caminar enérgico y una sonrisa brillando en su rostro. Arrastró una silla hasta dónde él se encontraba y se sentó del revés, apoyando los antebrazos en la espalda.

—¿Por qué tienes que estar tan contento a primera hora de la mañana? —inquirió Jamis, haciendo una pausa al comer.

—Hace sol, he dormido bien, no hay problemas en el pueblo... ¿Qué más podría pedir para estar feliz?

—Que sepas que te odio ahora mismo. —Sin embargo, Jamis lo dijo con una sonrisa en el rostro y no sonó lo bastante convincente. Por mucho que intentara mantener la seriedad, Aethicus siempre lograba ponerle de buen humor, como si tuviera la capacidad de alterar sus emociones y hacer que sonriera solo con que apareciera por la puerta. Jamis tenía que reconocer que era agradable tener a alguien así. La última persona que había logrado eso en él hacía años que no la veía. Tal vez incluso estaría muerto.

—Cuando termines de desayunar —empezó a decir Aethicus tras unos minutos de silencio en los que el único sonido provenía del otro lado de la puerta de la cocina por la que había desaparecido Abi de nuevo—, ¿irás por fin a esa aldea élfica?

—No.

—Eres muy cabezota, Jamis Talth.

—¡Vaya! Pero si todavía no he empezado a serlo. —Jamis negó con la cabeza y soltó la cuchara dentro del cuenco ya vacío. El sabor dulce de la miel no lograría quitar el sabor amargo que le habían dejado las palabras de Aethicus. No el que fuera cabezota, eso era algo de lo que estaba más orgulloso que arrepentido. No, era porque había mencionado de nuevo lo de esa maldita aldea.

Unos días después de llegar y después de terminar su primer encargo, Aethicus le había dejado caer que había una aldea élfica cercana y que podría ir ahí a ayudar. Jamis ni siquiera le había dejado terminar de hablar cuando empezó a negarse en rotundo a acercarse incluso. Desde entonces, el hombre parecía haberse tomado como un reto personal lograr que Jamis fuera a la aldea. Todos los días lo mencionaba y todos los días, Jamis se rehusaba o esquivaba el tema como bien pudiera, esperando que fuera la última vez que lo mencionara.

La verdad, empezaba a mosquearle ese tema. ¿Por qué Aethicus no paraba de sacarlo?, ¿qué interés tenía en que él fuera a esa maldita aldea? Tal vez Jamis no tuviera motivos para sospechar del capitán, pero había aprendido a primero desconfiar de la gente y después a pedir perdón por hacerlo.

—Creo que sería bueno para ti acercarte —siguió insistiendo Aethicus. Jamis frunció el ceño. De normal, dejaba de asediarlo en cuanto pronunciaba su primer no.

—Eso lo piensas tú, no yo.

—Pero ¿por qué?

—¿Y a ti por qué te interesa tanto? —La silla chirrió contra el suelo cuando Jamis se levantó y la empujó hacia atrás—. Mira, yo no me meto en tu vida, ni en lo que eres, así que tú no te metas en la mía. Si no quiero ir, será por algo.

Jamis no se atrevía a despegar la mirada de la del capitán, aunque se sentía arder por dentro de furia y vergüenza a la vez. Solo quería coger sus cosas e ir a esconderse a cualquier parte, le daba igual. Pero la dura mirada de Aethicus se lo impedía, como si no pudiera moverse del sitio.

—Muy bien —terminó diciendo Aethicus, rompiendo el tenso e incómodo silencio entre ellos. El hombre se levantó y se acercó a él hasta que apenas lo separaron unos centímetros de distancia—. Sigue fingiendo que no eres quién eres, Jamis Talth. Aunque me parece bastante patético que alguien de tu edad siga escondiéndose y huyendo como un niño pequeño.

Aethicus dio vuelta y se marchó de la taberna, sus pasos resonando contra la madera con una fuerza furiosa. Mierda. Realmente no había querido enfadarlo.

Jamis soltó el aire contenido despacio; ni siquiera se había dado cuenta de que había dejado de respirar y ahora sentía la protesta de sus pulmones, la molesta quemazón en el pecho.

—Maldita sea —susurró para sí mismo mientras volvía a sentarse en la silla. Las piernas apenas le sostenían.

Lo peor de todo era que Aethicus no iba desencaminado, o al menos había acertado una de las razones por las que Jamis se negaba a acercarse a la aldea élfica. Las otras razones tenían que ver con su pasado y su herencia y ninguna era agradable. Se metió la mano en el bolsillo del pantalón y palpó la nota que había metido allí. No se la había esperado y todavía le desconcertaba. Teniendo en cuenta como estaba todo, tal vez sería mejor pensar en ella en otro momento.

Pensando en sus cosas, Jamis no escuchó a Abi acercándose por detrás de él hasta que le puso una mano en el hombro; él dio un salto en la silla, pero se calmó al instante al darse cuenta de quien era.

—Nunca deberías acercarte así. A nadie —añadió con un bufido. Si no hubiera estado en la taberna, Jamis seguramente se habría llevado la mano a una de sus dagas ocultas y Abi habría terminado con un boquete en el cuerpo.

—Y yo creo que deberías dejar de lado lo que sea que te está impidiendo ir a esa aldea.

—¡Dioses! ¿Tú también?

—Es solo que creo que Aethicus tiene razón en esto. —El muchacho se movió hasta ponerse frente a Jamis. Recogió el cuenco de su desayuno y limpió la mesa con un trapo húmedo. Al terminar, sin embargo, no se fue, sino que se quedó mirándolo de una forma tan intensa que le resultó desagradable.

—Venga, suéltalo de una vez —gruñó Jamis, sin poder soportarlo más tiempo—. Pero te advierto que no acepto regañinas de niños.

Abi soltó un suspiro antes de hablar.

—Estás siendo idiota.

—Te he dicho que no aceptaba regañinas.

—Me da igual. La realidad es que está siendo estúpido. Aethicus no está pidiéndote que vayas para que hagas ningún trabajo ni nada por el estilo. Lo hace por ti, porque piensa de verdad que te puede venir bien. Y no finjas. Se nota a lo lejos que tienes problemas.

—No pensaba fingir. —«Al menos en este caso —añadió en su mente». Pero no se atrevió a decirlo—. De todas formas —continuó—, no entiendo por qué Aethicus se preocupa tanto. Apenas nos conocemos, no tiene ninguna deuda conmigo, ni yo con él. Su interés me... desconcierta.

—Es sencillo. Aethicus se preocupa por todos a su alrededor. Bueno, por todos los ocultos. Y realmente estoy con Aethicus en esto. Te vendría bien ir a esa aldea.

Abi se marchó, desapareciendo detrás de la barra y de la portezuela que había más allá. Jamis no sabía qué hacer, aunque sí sabía lo que debía hacer.

Tomó una decisión y antes de perder el primer impulso que le dio, se levantó y salió en busca de Aethicus.

Lo encontró unos pocos minutos después, sentado en un banco de dura piedra que había en una de las pocas calles de Myria.

Se sentó a su lado con un suspiro después de que Aethicus le hiciera un hueco; aun así, el banco era tan pequeño que sus hombros se rozaban. El impulso que le había llevado hasta allí se estaba desvaneciendo, como si con cada respiración completa se le escapara un poco más. Negándose a que ese viaje fuera en balde (y todo lo que podría suponer después), se armó de valor.

Aethicus permanecía callado a su lado, con esa calma que parecía caracterizarle; sin embargo, ya no sonreía y a Jamis le dolió pensar que eso fuera por su culpa.

—Lo siento —susurró, con la voz un poco más rota de lo que le gustaría—. Siento haber reaccionado de esa forma antes.

—Está bien.

No dijo nada más. Jamis se removió en el asiento, incómodo. Aquel no le parecía el mejor sitio para hablar de eso, pero ¿qué se le iba a hacer? Era ahora o nunca. Si lo dejaba pasar, si desplazaba la conversación para otro momento, sabía que se echaría hacia atrás.

—Mis experiencias con otros elfos han sido... complicadas, cuanto menos —empezó a decir, intentando que su voz no se quebrara. Hacía mucho tiempo que no hablaba de su pasado, años, en realidad—. Mi madre era solo medio elfa y durante mucho tiempo no supe nada de mi familia. Tardé años en conocer a un elfo y cuando ocurrió, bueno, digamos que no fue cómo esperaba.

—¿Te trató mal?

—¿Qué? ¡No! —Jamis se dio cuenta al instante de que había sido demasiado vehemente, y volvió a disculparse. Al parecer ese era el día de pedir perdón—. Tallad no me trató mal, todo lo contrario, en realidad. Nos acostamos. Mi padre nos pilló al día siguiente, cuando Tallad me acompañaba de vuelta con mi familia. Solo he de decir que no se lo tomó muy bien. Me desheredó y renegó de mí, en realidad.

—Eso no explica por qué no quieres ir a esa aldea.

—Si me dejas terminar... —Jamis sonrió. No estaba enfadado con Aethicus por su interrupción. Le dio un momento para centrarse de nuevo y no perderse en sus recuerdos—. Me uní a la guardia real para proteger al rey de Vyarith y poco tiempo después me encargaron viajar a Elwa, a la academia de Elexa, concretamente. Intentaban detener los alzamientos élficos y pensaron que era mejor mandarme a mí, por mi sangre. No conseguí nada y empezó una guerra. Y yo estaba en el bando humano.

—No debió ser fácil.

—No, no lo fue. Me sentía como si cada bando me tuviera agarrado de un brazo e intentara tirar de mí para despedazarme. Además, mi padre había capturado a Tallad para obligarme a servirle de espía en el castillo. En el último momento, me ordenó matar al rey, con la promesa de que lograría exculparme y dejaría libre a Tallad, pero durante la última batalla lo asesinaron y yo dio con los huesos en la prisión. Solo salí por mi hermana, que se había casado con un primo del rey y ascendió al trono.

—¿Y Tallad?

Se le hizo un nudo en la garganta. Durante toda la historia había logrado mantener las lágrimas a raya, pero hablar de Tallad suponía una puñalada en el pecho a pesar de los años. Todavía le dolía, sobre todo porque en el fondo sentía que todo era su culpa. Pero el pasado no se podía cambiar, desgraciadamente.

—Hablé con él una vez poco después de que me dejaran libre. Discutimos, nos dijimos cosas horribles y no nos hemos vuelto a ver.

Aethicus se mantuvo unos minutos en silencio, tal vez presintiendo que Jamis necesitaba un tiempo para recuperarse. De repente carraspeó para llamar su atención y dijo:

—Sigo sin entender tu renuencia a ir a esa aldea. No conoces a ninguno de esos elfos, y creo que podrías hacerles mucho bien. Y tal vez podrían ayudarte a superar tu miedo a encontrarte con los tuyos.

—Ese es el problema —replicó rápidamente—. Que yo no soy un elfo. Tampoco soy un humano, siendo sinceros. No soy nada, estoy en el medio. Los elfos me tratan como si no fuera más que escoria por tener sangre humana corriendo por mis venas y lo mismo, pero, al contrario, ocurre con los humanos: soy basura por tener sangre élfica. Así que ya ves, nadie está contento con mi presencia.

—Yo sí. Me caes bien.

Jamis asintió con la cabeza, sin saber qué más decir. No hizo falta, Aethicus se encargó de cubrir el silencio.

—La verdad es que no sabía que los medio elfos tuvieran tantos problemas. Todos con los que me he encontrado parecían cómodos con el resto de elfos.

—Tuvieron suerte.

—Eso parece. De todos modos —continuó—, no juzgues a toda la aldea por la incomprensión de la gente con la que te has encontrado en el pasado. Te prometo que son buena gente, y allí viven medios elfos con total tranquilidad. Por eso pensé que estarías a gusto, Jamis. Son como tú.

Aethicus alzó una mano y le apartó el cabello del cuello, rozándole una oreja puntiaguda con los dedos. Jamis se tensó, todo su cuerpo se puso a la defensiva, aunque su cabeza le gritaba que no ocurría nada, que no le iba a hacer nada. Pero daba igual. El otro hombre ya había apartado la mano y se estaba disculpando, al mismo tiempo que Jamis hacía lo mismo.

—Siento si te he incomodado, Jamis. No era mi intención. Ni con esto ni con lo de la aldea.

—Lo sé, es solo que... Hace un par de años intentaron cortarme las orejas, para quitarme la punta. Desde entonces me cuesta mucho y no soporto ni siquiera los roces cerca de las orejas.

—Es entendible.

Se quedaron en silencio y esta vez sí que parecía que ninguno de los dos iba a hablar. Jamis reflexionó sobre lo que le había dicho Aethicus de la aldea. Tal vez... tal vez no fuera tan mala idea acercarse, no solo para calmar al capitán, sino también por su propio bien. Solo se había encontrado con unos pocos elfos que lo habían tratado bien y eso había sido antes de la guerra, antes de que todo saltara por los aires y de eso hacía muchísimo tiempo. Le vendría bien cerrar ese círculo vicioso.

—Aethicus —lo llamó, captando su atención—. Iré a esa aldea.

Jamis se había pasado toda la mañana alargando el momento de partir.

Después de hablar con Aethicus, había subido a su habitación y, en un arranque, se había puesto a limpiar a conciencia todo el cuarto, a pesar de que hacía apenas dos días que la había fregado en profundidad. Pero había necesitado mantener la mente en blanco el mayor tiempo posible y si eso le servía para tardar más tiempo en ir a esa aldea...

La verdad, ya no estaba tan seguro.

Lo había dicho en un instante de osadía del que ahora se arrepentía. En parte, al menos. Sabía que era una buena idea, pero aun así se le revolvían las tripas solo de pensarlo.

Sin embargo, cuando llegó la tarde, ya no encontró más excusas para seguir retrasándolo. Se vistió y bajó a buscar a Héroe, que estaba en el único establo del pueblo. Lo ensilló y montó, con las manos temblándole por los nervios; espoleó al caballo y lo llevó hacia la entrada del bosque. Aethicus le había dado las indicaciones necesarias para llegar hasta esa aldea. No estaba lejos, pero aun así tardaría cerca de una hora. Y se le haría demasiado corto el camino. Si fuera por él, tardaría días en llegar, aunque eso no solucionaría su problema de ninguna forma.

Sabía que estaba haciendo lo correcto, que era necesario para él ir a esa aldea y enfrentarse a sus temores, pero no era sencillo. Si lo fuera, nadie tendría problemas, ¿no? Era muy fácil decir lo que se debía hacer, sobre todo si no era tu problema, pero que complicado se volvía todo cuando había que plantarles cara.

Desde que había llegado a Sarath desde Vyarith, Jamis se había mantenido alejado de los elfos, casi huyendo de ellos; llegó a preferir estar rodeado de humanos y de su desprecio que de las miradas de desconfianza de los elfos. La razón para él había sido clara y sencilla: sentía miedo, resentimiento y vergüenza. Miedo porque no habría sido la primera vez que algún elfo lo atacaba; resentimiento por como sus luchas en Vyarith lo habían afectado y vergüenza... Bueno, vergüenza por su resentimiento y por haber luchado del bando humano en esa guerra. Si hubiera elegido el bando de la familia de su madre, ¿habría cambiado algo? Suponía que no. No era tan creído como para pensar que su mera presencia pudiera cambiar el rumbo de una guerra que habían estado condenados a perder desde el principio.

Sin embargo, se le olvidaron todas esas cosas cuando divisó la aldea. Aethicus le había dicho que se encontraba en medio del bosque, camuflado entre los árboles y que era el lugar más increíble que hubiera visto en su vida. A Jamis, en cambio, le recordó al Bosque de Ile, donde había conocido a Tallad. Las casas estaban construidas en las ramas de los árboles y unidas por largos puentes de madera y cuerdas que se tambaleaban al caminar. Aunque él no lo vio. Debían haber escuchado el rumor de los pasos de Héroe bastante antes de que lo vieran, porque en el momento en el que Jamis descabalgó en el centro de la aldea, no quedaba ni un alma; se sentía vigilado, sin embargo, y supo que debían estar espiando tras las ventanas.

Le dio unas palmaditas de Héroe en el morro después de atar las riendas a una rama baja. Sus pasos resonaban en medio del silencio del bosque, como si hasta los animales y el viento se hubieran detenido para ver lo que ocurría.

—¡No vengo a haceros daño! —exclamó, cada vez más nervioso. Tal vez hubiera silencio, pero Jamis era capaz de notar el miedo y la desconfianza que destilaban aquellos ojos ocultos. Le temían y no era para menos. Sabía de medios elfos o de cuarterones como él que se infiltraban en los pueblos élficos para después delatarnos y provocar su masacre. Parecían creer que así sobrevivirían a las carnicerías, sin darse cuenta de que lo único que hacían era alargar el momento en el que los ojos de los humanos se posaran sobre ellos; una vez que ocurría, les importaría muy poco que les hubiera ayudado a delatar elfos, tal vez incluso fuera peor: se los consideraba traidores en ambas razas.

Jamis se paseó por la tierra aplastada, esperando alguna respuesta, la que fuera. Incluso un flechazo hubiera sido mejor que la incertidumbre.

—¡Vengo de parte de Aethicus, de Myria! —probó a decir. Desconocía si sabían quién era el capitán, pero tal vez hubieran escuchado hablar de él. Al parecer no eran pocos los ocultos de esa zona que habían recibido su ayuda en algún momento—. Me llamo Jamis Talth y...

Escuchó un rumor a su espalda. Se dio la vuelta a toda velocidad, con una daga en cada mano que había sacado del interior de sus mangas. Y se encontró con una espada apuntándole al pecho.

Una elfa tal vez algo más joven que él lo miraba con los ojos oscuros entornados y los labios fruncidos en una mueca de desconfianza que le retorcía el bonito rostro moreno. Llevaba el largo cabello negro apartado del rostro con trenzas que le nacían de las sienes

—El apellido Talth no es élfico.

—Es un apellido de Vyarith.

—De una familia humana —añadió una segunda voz, instantes antes de aparecer por su costado. Era un chico, y por lo parecidos que eran, debía ser familia de la muchacha que lo apuntaba de forma cada vez más amenazadora con esa espada. La punta le rozaba la garganta y sentía el frío beso del acero en la piel; hacía que se le erizara el vello del cuerpo—. El apellido Talth —siguió hablando el chico—, es un apellido de una familia muy importante entre los humanos, ¿no es cierto?

—En parte. —Jamis sabía que no debía burlarse de ellos, pero no podía evitarlo. Su parte más suicida parecía haber tomado las riendas, por mucho que él intentara aplastarla—. Fue una familia importante. Ahora está casi extinta, nadie salvo yo sigue llevando el apellido Talth.

Era cierto. Jamis había tenido un hermano y una hermana y ningún primo por parte paterna. Su hermano había muerto siendo un niño y su hermana había accedido al trono junto a su esposo, por lo que había adoptado su apellido para perpetuar la familia real de Vyarith. Nadie se había preocupado porque los Talth desaparecieran del mundo, al menos sobre el papel. Tal vez habían supuesto que, llegado el momento, Jamis se encargaría de continuarlo. Si era así, habían sido muy estúpidos.

—De todas formas, Talth es un apellido humano, no élfico. —La chica afianzó su agarre de la espada, aunque él advirtió que le temblaba la mano. ¿Nervios, miedo? No estaba seguro—. A nadie con sangre élfica se le ocurriría usar un apellido humano si no fuera porque está de su parte.

—En realidad es por una cuestión práctica: Talth es más sencillo de pronunciar y recordar que mi apellido élfico. —El cuál jamás había usado, añadió mentalmente Jamis. Sabía que por su parte no había hostilidad hacia él (aun cuando tendrían muchos motivos para tenerla), pero también era cierto que en ningún momento habían tratado de ponerse en contacto con Jamis cuando más lo había necesitado. Por ello, había rehusado saber nada de sus dos familias. Era mejor para él.

—¿Para qué has venido?, ¿para delatarnos? Te advierto que nos defenderemos.

—No he venido para nada de eso. Ya he dicho que Aethicus Gardener, el capitán de Myria, me ha enviado aquí. —Aunque ahora se preguntaba si Aethicus sabía en realidad como eran aquellos elfos. Tal vez nunca hubiera puesto un pie en esa aldea, tal vez tan solo había escuchado hablar sobre ella—. Me dijo que había una aldea élfica cerca de Myria y pensó que podría ser buena idea que me presentara. O algo por el estilo.

La espada bajó un milímetro. No sabía si era porque se estaba cansando de sostenerla en aquella posición o porque empezaba a creerle, pero a Jamis no le importó. Tan solo la sensación de no tener el frío metal tan cerca de la piel de la garganta ya era un alivio importante.

—¿Y cómo sabemos que no nos estás mintiendo? —inquirió el hombre, con los labios muy apretados. Parecía que él no estaba tan convencido de su inocencia—. No serías el primero en inventarte una excusa para que te aceptemos y después nos delates. —Su mirada se dirigió hacia un costado de la aldea. Bajo la sombra que proyectaban los gigantescos árboles, había unos montículos que parecían tener poco tiempo. Clavadas en la tierra, había unas tallas de madera, unos semicírculos con letras grabadas en ellos, aunque Jamis no era capaz de distinguir las palabras.

«Tumbas —susurró una pequeña parte de él unos segundos más tarde—. Ya me había dado cuenta —replicó con los dientes apretados para sí mismo».

Por eso se comportaban de forma tan arisca con él. Debían haberlos engañado hacía poco y, por el número de tumbas, debían haber muerto por lo menos unos doce elfos.

—¿Cuándo ocurrió? —preguntó, intentando apartar la mirada de las tumbas.

Podrían no haberle respondido, pero no supo si fue algo en su mirada, o en su voz, o en su actitud, que pareció hacerles cambiar de opinión. Los dos elfos se miraron unos instantes antes de que la chica descendiera la espada; el brazo le temblaba.

—Hace tres semanas —respondió ella—. Y hace cuatro llegó esa media elfa, Lyla, y nos engañó a todos. Nos hizo creer que la habían atacado unos soldados de Lorea en el bosque. Yo los maté con mis flechas y la traje aquí. La cuidamos, le curamos las heridas... —su voz se rompió. No debía serle fácil, y menos cuando había sido ella la que había dejado entrar a la chica a la aldea.

—Una noche, nos despertamos con el ruido de caballos que se acercaban a nuestra aldea. Eligieron la noche para pillarnos desprevenidos. La mayoría de los que murieron estaban en sus camas en ese momento y no les dio tiempo apenas para defenderse.

—¿Y el resto?

—Algunos cazando, otros vigilando... Fue una masacre. Mataron a todos los que encontraron y nos costó mucho terminar con ellos. Los perseguimos para que no pudieran decir a nadie el lugar concreto de la aldea, pero desconocemos si alguien más lo sabe, sobre todo porque Lyla huyó en medio de la contienda, cuando vio que los soldados estaban perdiendo.

Jamis asintió con la cabeza, asimilando toda la información.

—A esa tal Lyla no la conozco, pero os prometo que, si me la encuentro, se lo haré pagar. De todas formas —continuó—, yo no soy como ella. Realmente solo he venido porque Aethicus ha insistido mucho. Ni siquiera quería acercarme, en realidad. ¿Necesitáis algo? Puedo ayudaros en lo que sea.

Apoyó la mano en el pomo de la espada.

—Hemos escuchado hablar de Aethicus —dijo la chica, ya algo más recuperada—, pero no quiero un mercenario para defender a mi gente. ¿Cómo estaría segura de que no nos venderías si te ofrecieran una bolsa llena de oro? —Hizo una mueca de desagrado—. Además, tampoco hay dinero para pagarte. Y ahora, vete. Ya hemos corrido mucho riesgo hablando contigo.

—¿No vais a matarme? Conozco la ubicación de la aldea.

—Confío en el criterio de Aethicus.

—Muy bien. —Jamis se dio la vuelta y caminó hasta donde se encontraba Héroe. Cogió las riendas y estaba a punto de marcharse cuando decidió volver junto a los elfos—. Puede que me hayas llamado mercenario, pero mi propuesta de ayuda no implicaba dinero. Si necesitáis algo, podréis encontrarme en Myria.

No tenía nada más que decir, en realidad, aunque se sintió incómodo al girar sobre sus talones, arrastrando a Héroe tras él, y dejar a los dos elfos en su espalda. Notaba sus ojos pegados a la nuca, incluso cuando montó en el caballo y se alejó casi al trote.

La visita a la aldea le dejó un sabor agridulce. No había ido tan mal como habría podido imaginar, pero definitivamente no había ido como sabía que Aethicus deseaba.

Jamis suspiró y miró hacia el cielo. No había calculado bien las horas que le iba a llevar ese paseo. No podía permitir que Héroe tropezara y se hiciera daño.

Avanzó un poco más hasta encontrar un buen lugar donde pasar la noche, un trozo de tierra, alejada un poco del camino y sin árboles donde esconderse. El bosque quedaba a un lado, separado por ese pequeño trozo de tierra descubierta. Al otro lado estaba el río verde, que casi parecía estar claro en esa parte. Las aguas se veían azules y no verdes. Aun así, Jamis no pensaba beber agua del río.

Bajó del caballo y lo desensilló, dándole unas cuantas palmaditas en el morro. Dejó las alforjas al lado de un árbol.

La brisa le agitó el pelo mientras se acercaba al agua. Un extraño le devolvió la mirada en cuanto se miró en la superficie. El pelo seguía siendo dorado, como siempre, y le llegaba hasta un poco más allá de los hombros, tapando aquellas orejas ligeramente puntiagudas que delataban la procedencia de su sangre. Sus ojos seguían igual de verdes, con las pestañas largas y las cejas marcadas. La piel en su día había sido pálida, pero hacía mucho que el bronceado lo había sustituido por estar tantas horas bajo el sol. Jamis sonrió, casi esperando que el reflejo no obedeciera. Para su desgracia, el Jamis del reflejo también sonrió, enseñando los blancos dientes. Vio una pequeña y oscura sombra que se iba haciendo más grande. El agua ondeó, pero la sombra desapareció en el momento en el que Jamis hundió el brazo hasta casi el codo en el agua en un intento desesperado de que se marchara y lo dejara en paz.

Jamis se apartó, ya esperando que la mujer fantasmal estuviera detrás de él. Apretó con más fuerza el pomo de la espada que seguía envainada y se dio la vuelta al escuchar un sonido de ramas rotas detrás de él.

No había nada, ni nadie. Estaba totalmente solo en aquel pequeño claro, lo que no acabó de tranquilizarlo. Aunque sus ojos no lo vieran, estaba seguro de que había alguien que lo espiaba entre la maleza. Deseó tener una buena antorcha que le iluminase el camino para poder investigar, pero era una temeridad encender un fuego; si por un casual todavía no lo hubieran visto, las llamas advertirían a cualquiera de su presencia. A cambio de la luz que le faltaba, sacó su espada. El peso en su mano le hizo sentirse más tranquilo.

Una ramita se rompió en alguna parte y Jamis pudo escuchar una maldición apenas unos instantes antes de que varias figuras se abalanzaran encima de él.

Y entonces empezó la lucha.

Tallad se despertó en mitad de la noche con un escalofrío. La chimenea se había apagado y la habitación se había quedado helada. Con los ojos empañados, vio que los postigos de una de las grandes ventanas se habían abierto de par en par. Apartó las mantas enrolladas alrededor del cuerpo con una mano y caminó a oscuras por la habitación. Iba desnudo y el viento frío que entraba por la ventana no ayudaba en nada. Con el pie rozó algo húmedo y al bajar la mirada vio la nieve que se había acumulado bajo los postigos.

Cerró la ventana y miró la cama deshecha de soslayo. No había sido el frío el que lo había despertado, aunque ojalá hubiera sido solo eso. Tallad había tenido un mal sueño, uno de tantos que vagaban por su cabeza cada vez que se iba a dormir; no era la primera vez que se despertaba de forma abrupta por una pesadilla y no sería la última tampoco. Sus sueños solían estar plagados de sangre y de gritos y esa noche en concreto había rememorado la mazmorra en la que había pasado... ni siquiera sabía a ciencia cierta cuánto tiempo había pasado allí abajo, sumido en la oscuridad excepto cuando lo torturaban.

Una de sus manos voló inconscientemente hacia sus hombros. Palpó el inicio de una cicatriz rugosa, una de tantas que le recorrían la espalda de arriba abajo. Las odiaba. Odiaba esas cicatrices y todo lo que había ocurrido en esas mazmorras, lo que ocurrió más tarde, aunque hubiera pasado tanto tiempo desde aquello que los recuerdos empezaban a desvanecerse de su mente.

Suspiró. Estaba agotado, pero sabía que iba a ser imposible volver a dormir, así que se acercó al armario y se puso una larga bata verde oscuro que, en medio de la oscuridad de la noche, parecía negra. A pesar de la oscuro que estaba, Tallad podía distinguir perfectamente los contornos de los muebles de su habitación y pudo llegar sin problemas hasta su escritorio. Allí había pedernal y un par de velas. Podía encender un fuego con un simple chasquido de dedos, pero encontraba cierto placer en hacerlo de esa forma.

El cuarto se iluminó en unos instantes y se arrepintió, porque vio las hojas descartadas, sucias de tachones, que inundaban el escritorio como un mal recordatorio de lo que había hecho la noche anterior. «No debí hacerlo —pensó, sintiéndose un estúpido—. ¿Cómo he podido pensar que me iba a responder?»

Se había pasado los últimos días pensando en aquello, pero no había hecho nada hasta anoche. Las copas de más que había bebido también habían ayudado a que cometiera esa insensatez. Las cosas que había escrito... prefería olvidarlas. Sobre todo, teniendo en cuenta que él no iba a responderle, de eso estaba seguro.

Cerró los ojos con fuerza, olvidándose de todo. Había veces en las que todavía pensaba en Jamis Talth y lo recordaba con añoranza y una punzada de dolor, pero las últimas semanas habían sido un torbellino de recuerdos que lo habían desbordado.

Pero no estaba dispuesto a que su pasado lo engullera de nuevo. Se vistió con lo primero que encontró en el armario y salió de su habitación con una de las velas en la mano. Los pasillos de la Academia de Elexa estaba increíblemente silenciosos y él avanzó como un fantasma por los corredores fríos. No quedaba mucho para el amanecer y pronto todo el mundo estaría despierto y él no tendría ni un momento de tranquilidad hasta que llegara la noche de nuevo. Se pasaría el día entero entre clases, tutorías y sus propios experimentos que lo absorberían por completo hasta que, agotado, se derrumbara en la cama.

El invernadero le recibió con una brisa de aire cálido... Y con una punzada en las sienes que lo dejó aturdido y sin respiración. El dolor se extendió por su cuerpo, como si lo llevara en la sangre, y la visión se le llenó de puntos oscuros.

Algo iba mal. No sabía el qué, pero algo iba mal.

Y tenía que ver con Jamis.

¡Un capítulo más!

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