Capítulo 7
Mirietania. 12 de abril.
No hacía frío, pero Tiaby estaba temblando dentro del carruaje.
Viajaba sola y a pesar de que era abril y el calor ya había llegado a la ciudad, en el interior del carruaje forrado de seda verde hacía frío. O tal vez era ella la que no lograba entrar en calor.
Apartó con una mano las cortinas verdes oscuro con borlas doradas y miró hacia el exterior. La calle principal estaba débilmente iluminada por unas farolas aquí y allá y por las luces que se derramaban desde las ventanas de las casas y desde las puertas abiertas de las tabernas. Gente curiosa se apoyaba en los alféizares y contemplaban desde arriba al que Tiaby había rebautizado como su «cortejo fúnebre».
Apenas habían pasado quince minutos desde que habían salido del castillo en dirección al templo y no mucho más desde que había tenido esa conversación con Aaray en mitad del salón. «Si fueras inteligente y valiente, mañana no estarías aquí a mediodía», le había dicho su madrastra y ahora sus palabras resonaban en la cabeza de Tiaby al mismo tiempo que el carruaje avanzaba tortuosamente lento por la calle mal empedrada y llena de baches que conectaba el templo con el castillo.
Se apartó de la ventana y se volvió a dejar caer en el asiento de terciopelo desgastado, deseando que se terminara cuanto antes aquella tortura.
Como por arte de magia, el carruaje se detuvo en ese instante con suavidad y la portezuela se abrió unos segundos después, revelando la figura del cochero.
—¿Ya hemos llegado? —preguntó Tiaby, con la voz temblando ligeramente. Tal vez no había deseado tanto llegar al templo.
—Sí, princesa. —Le tendió una mano para ayudar a bajar y Tiaby la aceptó. Las piernas le temblaban demasiado para estar segura de que podría bajar la escalerilla sin que le cedieran. Con la mano libre, se aferró a la tela del vestido, que alzó unos centímetros para no pisarse el dobladillo; por dentro iba rezando una y otra vez para no caerse, para no tropezarse, para no tener que hablar con nadie. Para que todo se terminara pronto y pudiera regresar a su habitación y esconderse debajo de las sábanas. Ni siquiera tenía fuerzas para ir a buscar a sus amigos, porque eso implicaría explicarles toda la situación y tendría que enfrentarse a la mirada de Mikus. Dioses, eso iba a ser peor que nada.
—Princesa, debe entrar ya en el templo —le dijo una voz de repente desde un lado. Tiaby alzó la mirada, que había fijado en el suelo de piedra con toda su fuerza, y se giró a buscar a la persona que le había hablado.
Era Terred, el capitán de la guardia de su padre. El hombre la contempló como siempre: con compasión silenciosa mientras dejaba descansar la mano encima del puño de la espada que llevaba colgada de la cadera izquierda.
—Su Majestad me ha ordenado que la acompañe personalmente al interior, princesa. —El hombre le tendió el brazo para que se apoyara en él y Tiaby obedeció de forma mecánica. Su cuerpo hacía las cosas sin que ella tuviera que decírselo, como si quisiera ahórrale el mal trago de pensar en las consecuencias de cada uno de sus movimientos, en cómo se iba acercando de forma inexorable a su destino.
Terred la llevó hasta la larga escalinata que ascendía hasta la entrada principal del templo. Al mirar hacia arriba, Tiaby pudo ver las espaldas de su padre y de su madrastra ya casi en lo alto de la escalera. Cass iba de la mano de Aaray y tras ellos iban los reyes de Lorea seguidos de cerca de dos muchachos que Tiaby supuso que serían sus hijos. «Y uno de ellos, mi futuro esposo —pensó amargamente», mientras ascendía por la escalera forrada con una alfombra de terciopelo rojo y bordado en hilo de oro que habían puesto a propósito para esa ocasión. Era como si su padre se estuviera esforzando mucho más de lo normal por ocultar la decadencia del reino. Si lograba casar a Tiaby con uno de los príncipes de Lorea, obtendría una buena dote a cambio que seguramente dilapidaría en cuestión de semanas en vez de usarlo para intentar evitar que el reino terminara en la más absoluta bancarrota.
El interior del templo era amplio, con unos techos altísimos de los que colgaban gigantescas arañas de hierro forjado llenas de velas. Más velas iluminaban las paredes grisáceas, colocadas en apliques con formas de hojas y árboles que se iban intercalando; la cera blanca caía como lágrimas espesas y había un olor a clavo flotando en el aire. La estancia estaba llena de bancos de madera con cojines tan usados que ya no tenían relleno y por el centro, una alfombra pasillera recorría desde la puerta hasta el altar, donde una estatua del dios Addros contemplaba a todos; tenía una mano extendida con la que sujetaba una espada rota y, en la otra mano, agarraba con firmeza una rama.
La comitiva real llegó hasta los primeros bancos y Terred la acompañó hasta sentarla al lado de su hermano Cass. Al otro lado del pasillo se encontraban los reyes de Lorea y sus hijos. Tiaby apartó rápidamente la mirada de ellos. No quería ni siquiera saber cómo se veían, ni cómo era su voz, ni nada. No quería saber nada de ellos.
A su lado, Cass estaba jugando con su soldadito de madera, haciendo que se moviera de lado a lado como si estuviera bailando. Los brazos y las piernas articuladas resonaban al chocar contra ellas y el eco del templo se encargaba de que reverbera y se escuchara por todas partes.
Tiaby alzó un poco la mirada y notó los ojos furiosos de su padre —apenas dos asientos más allá de ella—, puestos en Cass, que no se había dado cuenta. Aaray estaba distraída leyendo una carta y tampoco vio la mirada que el rey le echaba a su hijo.
—Cass, el templo no es un buen lugar para jugar —le susurró a su hermano, poniendo los dedos encima de las manos pequeñas de su hermano para detenerlo, pero sin dejar de mirar a su padre.
Cass levantó la mirada sin entender lo que ocurría y después siguió la dirección de los ojos de su hermana mayor hasta que se encontró con la de su propio padre. Tiaby notó como las manos del niño empezaban a temblar y ella las apretó entre las suyas mientras que con la mano libre le quitaba el muñeco antes de que se le cayera.
—Te lo devolveré más tarde, ¿vale? —le aseguró, dejando el soldadito en el lado contrario a su hermano. Cuando intentó apartar la mano de la de Cass, el niño no le dejó. Bajó los ojos y se encontró con su mirada de miedo y, un poco más allá, con la mirada dulce de Aaray hacia su hijo, que alargó también una mano y la unió encima de las de ellos.
Y, sin saber cómo, Tiaby se quedó así, unida a su hermano y a su madrastra mientras sentía los ojos de su padre clavados en ellos. La ceremonia empezó, pero Tiaby ya no le prestó atención; tenía otras muchas cosas en las que pensar.
Por mucho que lo intentara, no consiguió librarse de la cena, ni de sentarse en medio de los dos príncipes de Lorea. Galogan, el mayor, estaba a su izquierda, mientras que Mirren estaba a su derecha. No podían ser más diferentes, y no solo por el aspecto físico.
Galogan se parecía a su padre, con el cabello negro y ojos de un azul aguado, unos labios finos en un rostro ancho y de mandíbula marcada. Mirren, en cambio, era la viva imagen de su madre Bissane, con el cabello de un rubio claro y un rostro de facciones más suaves y delicadas que las de su hermano. También parecía haber heredado su altura, al igual que Galogan. Lo único que le descuadraba en Mirren eran sus ojos: de un verde esmeralda, llenos de fuerza y vida. Sus maneras también eran diferentes y, de nuevo, era como si cada uno las hubiera sacado de cada uno de sus padres. Galogan eran más bruto, más brusco en su forma de hablar, mientras que Mirren lo hacía todo cuidadosamente, incluso a la hora de elegir sus palabras, igual que su madre.
Su padre y el rey Alekos estaban sentados juntos y, justo frente a ella, Bissane y Aaray. Cass estaba sentado al otro lado de Mirren, comiendo en silencio, algo raro en él. Suponía que haberse encontrado antes con la mirada cruel de su padre lo habría asustado, aunque algo le decía a Tiaby que no era la primera vez ni mucho menos. La reacción de Cass había sido la de alguien que lo sufre diariamente y eso había conseguido encenderle la sangre. Tal vez su relación con su hermano fuera casi inexistente, pero eso no quería decir que no le importara. Además, Tiaby había sufrido en su propia carne el odio de su padre: sabía bien lo que era y no se lo deseaba a nadie.
Las risas de su padre y del rey Alekos la sacaron de sus pensamientos. Al principio parecía que no se iban a llevar muy bien, pero conforme había ido avanzando la noche y el vino y la cerveza habían corrido por sus copas, ambos reyes se habían ido acercando y pronto las risas inundaron el salón. Aaray y Bissane parecían conocerse de antes y conversaban tranquilamente echando miradas de reojo de vez en cuando a sus maridos. En algunos momentos, Tiaby también notaba las miradas de ambas reinas puestas en ella, detallándola; los ojos de un azul vivo de Bissane se clavaban en ella con intensidad, pero era incapaz de descifrarla. ¿Le habría caído bien?, ¿la consideraría poca cosa para uno de sus hijos?
Tiaby se frotó las manos en el regazo, nerviosa. Apenas había comido nada; la comida no le entraba y todos los bocados que había dado le sabían a ceniza en la boca. Al parecer no era la única que no tenía mucha hambre en la mesa porque, a su lado, el príncipe Mirren tampoco había tocado mucho su cena.
De reojo, miró al príncipe, que se había inclinado hacia Cass y le estaba diciendo algo que le hizo reír por primera vez en toda la noche; ella también sonrió. Cuando volvió a incorporarse, se tropezó con la mirada de Tiaby, que la apartó a toda prisa y se centró en hacer rodar los trocitos de zanahoria y guisantes por su plato.
—¿Os encontráis bien, princesa? Apenas habéis tocado vuestra cena —comentó Mirren mientras alargaba una mano y cogía su copa de vino. Le dio un trago sin dejar de mirar a Tiaby de reojo.
—Vos tampoco habéis cenado mucho.
Mirren soltó una risita suave al mismo tiempo que dejaba la copa de nuevo en la mesa. Con los dedos, jugó con el fuste, cogiéndolo entre los dedos y dándole vueltas a la copa sobre el mantel blanco.
—Tocado. La verdad es que no acostumbro a cenar de forma tan copiosa. A mi parecer, esta cena es un poco excesiva. ¿Cuál es vuestra excusa?
—Ninguna. Solo que hoy tengo poca hambre. —Volvió a frotarse las manos, asiéndolas con fuerza para tratar de disimular los temblores de sus manos. Los faldones del mantel le ayudaban a esconder su nerviosismo, o eso creía ella, porque Mirren se dio cuenta.
—Parece que estáis nerviosa. No me digáis que os pongo nervioso, por favor. Eso me entristecería mucho —le susurró como si fuera un secreto, inclinándose un poco hacia ella. Cuando regresó a su postura, Tiaby vio la ligera sonrisa en sus labios y el guiño que le dedicó.
Tiaby no pudo no reírse y notó como sus mejillas se ponían calientes de vergüenza. La garganta se le quedó seca.
—Más bien me pone nerviosa toda esta situación. —Tiaby contempló el salón medio vacío. La larguísima mesa parecía desolada sin apenas gente. Solo habían ocupado una minúscula parte de la mesa, lo suficiente para que estuvieran cómodos; su padre no había querido invitar a nadie más a la cena, aunque Tiaby no terminaba de comprender el motivo. Volvió a fijar la mirada en el príncipe Mirren, que parecía estar esperando a que ella continuara hablando—. Yo no deseaba nada de esto, pero...
—Tenemos obligaciones que cumplir. —Mirren asintió con la cabeza y miró a su madre a través de la mesa, sosteniendo la copa entre sus dedos de nuevo. Tiaby lo imitó y buscó su propia copa de vino. Prácticamente la vació de un trago, pero no fue suficiente. Agarró la jarra más cercana y la llenó hasta el tope; la vació de nuevo de un golpe. De todas formas, le hizo bien poco: el vino era flojo y lo único que conseguía era marearla y no calmarle los nervios como ella quería.
Mirren debía ser su prometido, pensó. ¿Por qué si no la trataría de forma tan amable? Estaba intentando agradarla y a Tiaby le cuadraba que su padre le hubiera buscado un segundo hijo en vez de un heredero para terminar de humillarla. Bueno, si Mirren era la opción que su padre había elegido, Tiaby dio gracias a los dioses. Tal vez fuera un segundo hijo y, cuando se casaran, ella tendría un título menor al que ostentaba ahora, pero lo prefería así. Mirren parecía bueno y casarse con él no sería tan horrible como había llegado a imaginarse. Aunque seguía estando Mikus.
Tragó saliva y su imagen se le vino a la cabeza, inundando su mente con él. Con su sonrisa, la nariz torcida que a ella le gustaba recorrer con los dedos, el cabello recogido en una coleta alta y el sombrero de ala ancha con una pluma azul que tanto adoraba. No era rico, ni noble, pero se había ganado el corazón de Tiaby a sabiendas de que nadie le permitiría casarse con él. Tal vez eso lo hiciera un amor todavía más noble: Mikus habría estado dispuesto a todo por ella, a dejarlo todo. No se había fijado en Tiaby de Zharkos, sino en la Tiaby real; cuando estaba con él, podía ser ella misma sin miedo a sentirse juzgada. Veía imposible olvidarse de él, ni aunque se casara con alguien tan agradable como Mirren.
—Oh, venga, hermano, no te lamentes tanto —dijo de pronto el príncipe Galogan a su izquierda, sacándola de sus pensamientos con violencia. Tiaby lo vio girarse hacia ellos, cuando en ningún momento parecía haberles prestado atención; su plato y su copa debían ser más interesantes que el resto, porque no había alzado la mirada de ellos en toda la cena. Tiaby creía incluso que esa era la primera vez que lo escuchaba abrir la boca—. Ser el segundón tiene más ventajas que inconvenientes. Yo me voy a quedar con el reino, los deberes y todo lo aburrido mientras tú puedes disfrutar la vida como te venga en gana. Si por mi fuera, te cambiaría el sitio con todo el gusto. —Galogan soltó una carcajada y la copa que llevaba entre los dedos llenos de anillos casi se le derramó encima.
—Soy consciente de que mis obligaciones y las tuyas son diferentes, hermano —masculló Mirren, contemplando a Galogan con una mirada molesta. Galogan volvió a reírse, una carcajada atronadora que le perforó los tímpanos. Tiaby lo miró con desagrado, deseando que se apartara de ella. Lo tenía demasiado cerca y podía oler el aroma del alcohol y del sudor en él; no era algo que deseara seguir oliendo.
—Eres un exagerado, Mirren. —De repente, Galogan se puso muy serio y contempló a su hermano por encima de Tiaby. Ambos le sacaban más de una cabeza y podían contemplarse y hablar sin necesidad de que ella se agachara—. Los dos sabemos perfectamente qué es lo que quieres, hermanito. Pero no lo vas a tener.
Tiaby sintió una dura mirada que se dirigía hacia allí y cuando levantó la vista, descubrió a la reina Bissane matando a sus hijos con los ojos. Mirren captó la advertencia de su madre al instante, pero a Galogan le costó más; clavó la mirada en la de su madre y la aguantó durante unos eternos segundos en los que lo único que escuchaba era la cháchara cada vez más incoherente de los reyes, que parecían ajenos a todo lo que ocurría.
Antes de que Galogan acachara por fin la cabeza, intervino Aaray. Se levantó, arrastrando la silla hacia atrás y produciendo el suficiente ruido como para llamar la atención de su padre.
—Majestad, creo que ya es hora de retirarnos, ¿no creéis? —La voz de Aaray no admitía réplica alguna y su padre estaba lo bastante borracho como para aceptar cualquier cosa. Aaray podría haberlo convencido hasta de que se lanzara por el balcón. No habría sido mala idea: ambas se habrían librado de él por fin.
—Sí, sí, se ha hecho tarde. Y mañana es un día importante. —Su padre soltó una carcajada al mismo tiempo que se levantaba a trompicones. Todos se levantaron tras él. Aaray tuvo que sujetarlo por el codo para que no se cayera, aunque él se sacudió su mano con violencia y, tambaleándose, caminó hacia la puerta principal. El rey Alekos no parecía tan borracho, y se acercó a su esposa con la que comenzó a hablar en susurros.
Tiaby vio como su padre caminaba arrastrando los pies, seguido de Terred. Sabía que el capitán estaba esperando a que el rey saliera del salón para cogerlo del codo y guiarlo hasta sus aposentos como un niño pequeño. Era divertido ver que el único niño que había en la sala se comportara mejor que su propio padre.
—Sí, mejor irse ya y buscar un poco de diversión en la ciudad, ¿no, hermano? —le preguntó Galogan a Mirren, acercándose a él y dándole un pequeño codazo en las costillas. El príncipe hizo una mueca de dolor y se frotó la zona dolorida. —Princesa Tiaby—. Hizo una rápida inclinación sin darse cuenta de que su hermano no dejaba de mirarlo, ni siquiera cuando se dirigió hacia dónde estaban los reyes de Lorea; los ojos del príncipe Mirren estaban llenos de desprecio.
—Idiota —masculló entre dientes y Tiaby no pudo sino estar más que de acuerdo. «Idiota y un cerdo —añadió ella en sus pensamientos—. Menos mal que no me voy a casar con él. Y hablando de mi futuro esposo...»
Mirren había recuperado la compostura y se dirigía a ella de nuevo. Hizo una grácil reverencia que Tiaby trató de corresponder cómo mejor pudo, aunque parecía tener dos pies izquierdos y hechos de madera. Nunca se le habían dado bien las reverencias.
—Que descanséis, mi princesa. Nos veremos mañana. —Le asió la mano con unos dedos callosos y depositó un suave beso en sus nudillos con una ligera inclinación; no apartó la mirada de la suya en ningún momento y un ligero escalofrío le recorrió el cuerpo de arriba abajo mientras.
—¿Sabéis? Había llegado a pensar que mi matrimonio sería horrible, pero creo que he cambiado de opinión. Tal vez sea más agradable de lo que había creído. —Tiaby intentó hacer una buena reverencia, sosteniendo su vestido con ligereza entre los dedos y flexionando las piernas. No le salió nada mal, pensó. Sin embargo, la alegría por haber podido conseguirlo se vio empañada por la mirada de Mirren.
El príncipe frunció el ceño unos segundos y su rostro le dijo a Tiaby que se había equivocado de lleno.
—Me temo que os habéis confundido, mi señora. Vuestro compromiso es con mi hermano. —Mirren giró el rostro hacia donde estaba Galogan, al otro lado de la mesa todavía con los restos de la cena. Hablaba con su padre y debía estar diciéndole algo divertido, porque el rey se estaba riendo. Bissane y Aaray volvían a hablar en un rincón, mientras que Cass había desaparecido. Cuando Mirren devolvió su atención a Tiaby, vio los rastros de la compasión en él. La compadecía—. De verdad que lo siento, si pudiera cambiarme por él lo haría. En todos los sentidos.
Mirren sacudió la cabeza, como si con ese gesto pudiera sacarse todos los malos pensamientos, pero Tiaby sabía bien que no era así como funcionaba y que seguirían atormentándolo. Además, había llegado a vislumbrar la mirada de rencor que le había dedicado a su hermano mayor. Y eso, con todos los gestos de desprecio, asco y desagrado que le había dirigido durante la cena le dijo a Tiaby que los hermanos se llevaban de todo menos bien.
—Pensé que llegaría a tener suerte, aunque solo fuera en esto. No os preocupéis —añadió Tiaby al ver que Mirren alzaba una mano para reconfortarla. Ya había tenido suficiente con su mirada cargada de compasión. Mirren dejó caer la mano a un lado de su cuerpo y cerró la boca; había estado a punto de hablar, pero la intervención de Tiaby lo había detenido—. Aunque por lo que veo, no soy la única aquí que no consigue lo que quiere por culpa de su familia.
Mirren devolvió la mirada a su hermano, que ya se marchaba por fin. Al otro lado de la sala, Aaray la llamaba.
—¡Tiaby! Márchate a tu habitación, es tarde. —Pero Tiaby le hizo oídos sordos y siguió contemplando a Mirren.
—No tenéis ni idea —murmuró por fin, todavía con la mirada clavada en la puerta por la que acababa de salir Galogan, aunque ni siquiera parecía haberse dado cuenta de que lo había dicho en voz alta. Mirren estaba lejos de allí, sumido en sus pensamientos más ocultos.
—Adiós —dijo Tiaby. Hizo una reverencia rápida y automática, pero su acompañante ya no parecía estar en ese mundo y no se dio cuenta.
Tiaby caminó hacia Aaray, que la cogió del hombro con suavidad.
—No debes quedarte a solas con nadie, y menos con un hombre —le advirtió, aunque algo en su interior le dijo que Aaray sabía mucho de lo que ella había hecho con Mikus. Iba a decirle algo a su madrastra, pero la imponente presencia de la reina Bissane hizo que se contuviera. Ya iba a tener suficiente con tener que casarse con su hijo Galogan como para encima empezar a soltar burradas delante de ella sin ton ni son.
—Por supuesto, no ocurrirá. —Agachó la cabeza y cuando por fin notó que la huesuda mano de Aaray se despegaba de su hombro, Tiaby echó prácticamente a correr.
Sus tacones resonaron contra el suelo en todo su camino.
Se suponía que debía ir a su habitación, pero no lo hizo. En cambio, Tiaby se quedó acuclillada en un hueco que había tras un tapiz cerca de la habitación de Aaray, esperando. Desde allí podría ver cuándo su madrastra regresara a sus aposentos. Y necesitaba hablar con ella urgentemente. Sin embargo, ese día Aaray estaba tardando mucho en regresar.
Tiaby no sabía cuánto tiempo llevaba allí esperando en tan mala postura, pero no descartaba unos quince o veinte minutos. Las piernas se le estaba empezando a agarrotar y la espalda le dolía horrores. Llevar ese incómodo vestido tampoco le ayudaba en nada; el hueco ya resultaba pequeño e incómodo cuando llevaba su ropa normal, pero con aquel vestido apenas cabía. Había tenido que embutirse ahí dentro, presionando las faldas para que no se notara que había alguien tras el tapiz.
En un principio no iba a ir. Tiaby estaba casi en su habitación cuando, de repente, había cambiado de idea y había bajado los escalones que llevaban a sus aposentos de dos en dos, casi tropezándose con las faldas. Se había quitado los tacones para correr más mientras el bajo del vestido se le metía entre las piernas. Quería llegar cuanto antes para hablar con Aaray, pero le había servido de bien poco.
Cambió de posición, o al menos lo intentó en aquel reducido espacio. Se raspó un codo con la piedra de la pared y tuvo que contener un gemido al sentir el ardor de la herida. Maldijo en voz baja al mismo tiempo que rezaba para que Aaray no tardara mucho más en llegar.
No sirvió de nada. Siguió esperando y esperando ni supo cuánto tiempo. Estaba empezando a desesperarse cuando escuchó el taconeo pausado pero fuerte de su madrastra; sabía que era ella, solo Aaray caminaba así.
Cuando el sonido estuvo lo bastante cerca, Tiaby salió del hueco, pero se tambaleó al levantarse y se tropezó con el tapiz. Se enredó con él y empezó a manotear para liberarse mientras notaba como el tapiz se envolvió alrededor de sus piernas y caía...
Y unos brazos la sujetaron antes de que se cayera de boca contra el suelo.
—Siempre me ha parecido que tenías dos pies izquierdos, pero hoy te estás superando, Tiaby —comentó burlona la voz de Aaray. Tiaby se retorció todavía enredada hasta que las manos hábiles de su madrastra, sin dejar de sujetarla, la soltaron por fin.
—Creía que me ahogaría —gimoteó cuando al fin se vio liberada. Se frotó las piernas todavía entumecidas y estiró la espalda agarrotada por estar tanto tiempo en la misma posición encorvada.
—Eres una dramática. Y ahora, ¿vas a decirme que hacías escondida ahí detrás?
—Esperarte, ¿qué otra cosa podía estar haciendo? No, calla —dijo rápidamente al ver la sonrisa ladeada de Aaray—, mejor no contestes.
—Mejor vayamos adentro. Si has estado esperando tanto tiempo ahí metida será por algo importante. —Aaray lo dijo de tal forma que Tiaby estuvo segura de que sabía a qué había ido a hablar.
Siguió a la mujer hacia el interior de la sala de estar, cerrando la puerta tras ella. No había querido esperarla allí dentro por si llegaba su padre de improvisto y la pillaba ahí.
La chimenea estaba encendida y el fuego caldeaba la fría habitación llena de corrientes. Un bordado a medio terminar estaba sobre uno de los sillones y Tiaby lo agarró antes de sentarse en él; lo último que quería era terminar con agujas clavadas en el culo. Aaray fue hasta el mueble bar y sacó dos copas que llenó de un líquido fuerte color ámbar. Después, se acercó a Tiaby y le tendió una de las copas.
El licor le quemó la garganta con el primer trago, aunque Aaray ni se inmutó y eso que se bebió la mitad de un solo trago. Su madrastra se sentó en el sillón frente a ella; estaban separadas por una mesa baja y alargada llena de libros, una caja de costura y velas a medio quemar. Tiaby nunca había visto esa habitación tan desordenada como ahora. Era como si a Aaray le hubiera dado un ataque y hubiera dejado todas las cosas tiradas por ahí, cuando lo normal era que fuera obsesivamente ordenada. A pesar de que la curiosidad la estaba matando, Tiaby decidió no preguntar; conocía bien a la mujer y sabía que se cerraría en banda a hablar sobre ello.
—¿Vas a contarme de una vez para qué has venido, Tiaby? Deseo irme a dormir. Estoy agotada después de todo el día. —En su voz había cierto tono de reproche.
Tiaby se lo pensó durante unos segundos y al final resolvió que lo mejor era ser directa. Además, mejor no tentar a la suerte; su padre podría aparecer en cualquier momento. Cuando estaba borracho era impredecible.
—¿Cuándo ibas a decirme que Galogan era mi prometido? Podrías haberme advertido antes.
—¿Te habría ayudado en algo? El compromiso ya estaba sellado y ya has conocido a Galogan. No hay mucho más que rascar de lo que has visto durante la cena.
—Me habría servido para estar preparada para lo que se me venía encima, Aaray. Galogan es... repugnante. —La sola idea de estar casada con él, de tener que compartir su misma cama, le ponía los pelos de punta y le provocaba ganas de vomitar.
—Sí, ya he visto que preferías a Mirren. Si te sirve de consuelo, todo el mundo parece preferir a Mirren, o al menos su madre, la reina Bissane, piensa así. Galogan no va a ser tan galante como su hermano, te lo advierto ya.
—Parece que disfrutes con toda esta situación —masculló Tiaby. Aaray se estaba despojando de sus altos tacones, que tiró a un lado; después, dio otro trago a su copa. Tiaby la imitó: necesitaba sacar fuerzas de dónde fuera.
—Créeme que no me place nada de esto, pero te advertí que te comportaras adecuadamente hace semanas e hiciste todo lo contrario. —Aaray negó con la cabeza y soltó un suspiro. Parecía agotada, pensó Tiaby al ver el rostro de su madrastra. Tenía la piel pálida y la luz de la chimenea formó luces y sombras en su cara cuando echó la cabeza hacia atrás y la apoyó en el mullido sillón mientras repicaba con los dedos en el reposabrazos—. De todas formas —continuó—, habría sido inútil. Tu padre ya lo tenía todo hablado con Alekos desde hace meses sin que yo lo supiera. Intenté convencerle de que era una mala idea, pero estaba empeñado en que se llevara a cabo esta boda. Lo siento, nadie se merece a alguien como Galogan como esposo.
—Tú lo sabes bien, ¿verdad? Galogan se parece a él.
—Sí, y eso solo hace que me compadezca más de ti. No esperes mucho de tu futuro o todo te resultará decepcionante.
«Como a ti —estuvo a punto de decir Tiaby». Pero se mordió la lengua y contempló como Aaray apuraba su copa y se levantaba a servirse más licor. Era la primera vez que la veía así, tan... cercana. Lo normal era que se mantuviera fría y distante, manteniendo siempre esa aura de perfección e indiferencia que Tiaby había llegado a asociar con ella. Sin embargo, esa noche Aaray parecía afectada por algo y, cuando volvió a su asiento, vio los rastros de dolor en sus ojos. ¿Qué le habría ocurrido para estar así? Quería —no, necesitaba—, preguntárselo, pero de nuevo supo que sería una mala idea: ya estaba viendo mucho más de lo que seguramente habría visto de ella en mucho tiempo. No pensaba joderlo todo ahora.
—Pues será mejor que dejes de compadecerme —dijo al fin, levantándose de su sillón después de vaciar la copa. El alcohol era más fuerte de lo que ella pensaba, porque en cuanto se puso en pie, su mundo empezó a dar vueltas, pero logró estabilizarse—. Por si no lo sabías, no sirve de nada.
Un rastro de diversión cruzó el rostro de Aaray, que soltó una corta carcajada.
—No te atrevas a echarme a mí la culpa de esto, Tiaby. Yo poco tengo que ver aquí.
—Cierto, no eres la culpable, pero yo tampoco. —De repente, tuvo la necesidad de soltarlo todo. Llevaba años ahogándose con sus preguntas, con su dolor y, como si de una marea arrolladora se tratase, había llegado el momento de sacarlo afuera. El labio le tembló y los ojos se le pusieron llorosos antes siquiera de empezar a hablar—. ¿Sabes que desconozco por qué me odia? Y al paso que voy me moriré sin saberlo. Aunque ya da igual, mi padre ha conseguido lo que quería: doblegarme.
Tiaby se giró sobre sus talones, notando como las lágrimas descendía por sus mejillas como dos llamas abrasadoras. No quería que Aaray la viera llorar, pero un sollozo se le escapó de los labios mientras todo su cuerpo se sacudía en temblores cada vez más fuertes, más incontrolables.
Mordiéndose el labio para acallar su llanto, Tiaby trastabilló entre los sillones. Quería marcharse de allí, de aquella habitación siempre fría, del aquel castillo horrible en el que había tenido que crecer, del reino que ella quería pero que no la quería a ella.
Sus piernas apenas la sostenían y tuvo que ir agarrándose a todo lo que pillaba para no caerse de bruces contra el suelo. Ni siquiera escuchó los pasos de Aaray acercándose a ella, pero sí sintió como, de pronto, unas manos fuertes la agarraban de los hombros. Tiaby se detuvo; no tenía fuerzas para llevarle la contraria.
—Te odia por tu madre, Dahana —dijo de repente, su voz muy cerca de su oído, pero no fue eso lo que hizo que su corazón se parara durante unos segundos. Jamás había escuchado salir el nombre de su madre de los labios de Aaray; nunca había siquiera mención a ella, como si no hubiera existido una reina antes que ella que hubiera dado a luz a Tiaby.
Tiaby notó el aleteo de su corazón de nuevo y lentamente se giró, sintiéndose mareada como si hubiera dado vueltas sobre sí misma sin parar. Aaray tenía los dientes apretados con fuerza, pero aparte de eso, tenía el rostro descompuesto. Los ojos estaban llorosos y llenos de una tristeza infinita, como si solo mencionar a su madre le hubiera provocado dolor. Tiaby no sabía por qué, aunque tampoco sabía nada de su madre aparte de las cosas más básicas.
—Pero ¿por qué? ¿Qué hizo mi madre para que la odiara tanto? —La voz de Tiaby tembló y ni siquiera intentó enjugarse la lágrima que le corrió por la mejilla, ni la siguiente, ni la siguiente— ¿Qué hizo para que nadie quiera pronunciar su nombre? Dahana Pherric. Tardé años en saber cuál era su apellido. Hasta los doce años no sabía de dónde venía mi madre. Eso no es normal. Dime, Aaray, ¿qué hizo mi madre para que el odio de mi padre haya pasado de ella a mí con tanta fuerza?
—Nada. Tu madre no hizo nada más aparte de existir y tener la desgracia de cruzarse en los planes de tu padre. Eso fue lo que hizo y no indagues más. No, Tiaby —dijo rápidamente al ver que ella abría la boca para replicar—. Créeme cuando te digo que no te conviene rebuscar en el pasado. Si tu padre ahora no puede ni verte, no dudará en hacer algo peor si se entera de que has ido preguntando por tu madre. Prométeme que no lo harás, no mientras tu padre siga con vida.
Tiaby quería negarse con todas sus fuerzas, pero la mirada de Aaray la echó para atrás y terminó asintiendo con la cabeza.
—Muy bien. —Aaray hizo una pausa de unos segundos. Al hablar, parecía haber tomado una decisión muy dura para ella—. Deberías marcharte.
—Tranquila, regresaré a mi habitación para que padre no sepa que he estado aquí.
—No me has entendido —siseó Aaray. Se pasó una mano por el rostro pálido y cuando volvió a mirarla, los rastros de tristeza que había en su rostro antes, habían desaparecido—. Márchate de aquí, huye donde sea, da igual. Pero huye, porque tu padre te va a destrozar la vida en cuestión de horas.
—No voy a marcharme. —Si Aaray se lo hubiera dicho unos minutos antes, Tiaby estaba segura de que habría aceptado al instante, pero el momento había pasado y, una vez más serena, la idea de abandonar su casa por culpa de su padre le parecía inaceptable.
—Pues entonces enciérrate en tu habitación y trata de descansar, porque mañana a mediodía estarás caminando hacia el altar, aunque tu padre te tenga que arrastrar del cuello.
—¿Mañana?
—Sí. Y no esperes que marcharte de Zharkos te librará de él. En Lorea te esperará tu marido y aquí, tu padre. Ya no podrás huir. Así que aprovecha ahora y vuela, sé libre. Isla Bella es un lugar seguro para ti, pero yo no te he dicho nada —terminó susurrando antes de separarse a toda prisa de Tiaby y casi volar hasta el sillón en el que había estado sentada antes. Su rostro cambió en cuestión de segundos y volvió a ser la Aaray fría y apática de siempre.
Tiaby no entendió lo que estaba ocurriendo hasta que escuchó unos pasos pesados y lentos que se acercaban por el pasillo. Solo se podían dirigir allí; esa era la única habitación del corredor.
Apenas había pasado una respiración desde que escuchó los pasos cuando la puerta se abrió de golpe con un estruendo y un chirrido molesto de los goznes.
—¿Qué haces aquí? —gruñó la voz de su padre. Tiaby se quedó paralizada y hasta su corazón parecía haberse detenido durante un milisegundo; cuando volvió a latir parecía un caballo desbocado en su pecho y notado los latidos en las sienes y la garganta, como si estuviera a punto de salírsele por la boca. Tiaby no supo qué responder y con la cabeza gacha, logró mirar de reojo a su padre. Parecía más sereno que en la cena, pero seguía estando lo bastante borracho para que fuera peligroso estar cerca de él.
Tiaby estaba a punto de excusarse con alguna mentira rápida cuando su padre hizo un gesto desdeñoso con la mano, con una mueca de disgusto grabada en sus labios, y gruñó:
—Me da igual, pero márchate. —Al ver que Tiaby no se movía, el disgusto se transformó en rabia—. ¿¡Es que no me has oído!? ¡¡Lárgate!!
Tiaby no se lo pensó dos veces y se escabulló lo más rápido que pudo. Cuando llegó al pasillo y escuchó cómo la puerta se cerraba tras ella con otro golpe, echó a correr.
Se marchaba.
Era lo único que había sacado en claro después de tres horas dando vueltas en su habitación, de un lado a otro, hasta que pensó que habría dejado una marca en el suelo de tanto pasearse. Lo que no tenía claro era cómo lo iba a hacer.
Había ideado varios planes, pero los había ido descartando todos porque eran imposibles y suicidas hasta para ella. También tenía que pensar cómo se pondría en contacto con sus amigos, porque si tenía otra cosa clara en esa vida, era que ella nunca necesitaría a nadie más que a sus amigos para salir con vida de sus tonterías. Nada de príncipes de brillante armadura, nada de caballeros que mataban dragones con la simple ayuda de una lanza y de sentidos de supervivencia bastante deficientes (¿quién si no alguien con poca capacidad de auto preservación se lanzaría de cabeza contra un dragón?). No, ella tan solo necesitaba a su trío de borrachos, mal hablados, idiotas y medio suicidas que la habían acompañado durante años y nada más. Y si necesitaba a un príncipe con una lanza en algún momento... Tiaby tendría que convertirse en su propio caballero o estaría bien jodida.
Sabía dónde se encontrarían: en Arcar. Pero llegar hasta allí después de burlar todas las defensas del castillo era otra cosa. Por la llegada de los reyes de Lorea, habían aumentado los guardias que custodiaban los muros y las torres defensivas y ya no lo iba a ser tan fácil escabullirse en mitad de la noche como antes.
Tiaby sabía que solo había una salida posible, una que no implicaba terminar con sus huesos deshechos contra el suelo o contra las rocas. Sí, era la única opción viable. Debía salir por el jardín y llegar a la vieja portezuela que se escondía detrás de unos matorrales y que más de una vez le había servido para salir —o para hacer entrar a Mikus en secreto.
Se cambió lo más rápido que pudo. Estaba decidida a hacer caso a Aaray. Por mucho que le costara dejar Zharkos, era su única posibilidad de vivir su vida de una vez por todas y no iba a desperdiciarla. Lo único que le dolía era dejar a Aaray y a Cass a merced de la ira de su padre. Solo rezaba para que no lo pagara contra ellos cuando se enterara de su huida.
Empezó a desanudarse los cordones del corsé con dedos torpes y poco acostumbrados. Siempre la ayudaban sus doncellas, pero ahora no podía llamarlas para que la ayudaran y sus dedos parecían incapaces de deshacer los nudos de las apretadas cintas. Cuando por fin lo consiguió, le pareció que había tardado una eternidad. Medio desnuda, rebuscó en su armario hasta que encontró un par de pantalones, una camisa y un chaleco junto a un par de botas de suela gruesa que se anudaban hasta sus rodillas. Sabía que Vetra conocía la existencia de esa ropa y que no había dicho nada; esa era la única razón por la que Tiaby no había pedido que cambiaran a la chica. No podía permitirse tener otra doncella que pudiera delatarla.
Después fue hacia la pared, con el atizador de la chimenea en la mano; hizo palanca entre los huecos de los ladrillos hasta sacar uno de ellos. Hacía años había descubierto que había un hueco lo bastante grande como para poder guardar cosas pequeñas y, desde entonces, Tiaby escondía allí un par de dagas. Ahora se las colocó en el cinturón que le rodeaba la cintura.
Estaba lista.
—Ahora o nunca —se susurró a sí misma. Su voz en medio del silencio de la noche reverberó con fuerza como una promesa solemne a sí misma, a su futuro.
Salió de la habitación y descendió las escaleras a toda prisa, pero deteniéndose de vez en cuando para escuchar los sonidos que emitía el castillo. Todo el mundo estaba durmiendo excepto los guardias que recorrían los pasillos. Tiaby sabía que llevaban antorchas, así que podría saber si alguien venía por la luz.
Fue demasiado fácil salir, como si se lo estuvieran poniendo sencillo a posta, pensó una vez llegó al jardín privado. No se había topado con ningún guardia en ningún momento, ni siquiera había escuchado un sonido en todo el castillo. Cuando llegó a la puerta doble que salía al jardín, Tiaby iba con el ceño fruncido. ¿Y si su padre había escuchado la conversación que había tenido con Aaray y había decidido tenderle una trampa?
La idea se adentró en su mente y ya no se la sacó. Miró a su alrededor, pero de nuevo estaba vacío, así que descendió los pocos escalones que llevaban hasta un sendero de piedras del río blanquecinas rodeadas de hierba verde y bien cuidada. Los árboles estaban desperdigados aquí y allá por todo el jardín y bajo sus sombras había bancos de piedra gris. En el centro había una fuente redonda y simple y el borboteo del agua era uno de los pocos sonidos que llenaban el jardín.
La hierba susurró cuando ella pasó tratando de pisar con cuidado para amortiguar el ruido de sus botas contra las piedras. Si hubiera hecho un poco más de ruido, Tiaby estaba segura que no habría escuchado el rumor que provenía de uno de los bancos más cercanos a ella. Se detuvo en seco y giró el rostro hacia allí, asustada. Cuando reconoció el rostro que la miraba desde las sombras, no supo cómo reaccionar. El príncipe Mirren estaba sentado en el banquito, mirándola fijamente como si no terminara de creerse que la estuviera viendo de verdad.
—Por favor —gesticuló Tiaby con los labios sin llegar a emitir ningún sonido. Mirren no se movió durante unos segundos, hasta que por fin hizo un gesto afirmativo con la cabeza. Tiaby casi se echó a llorar allí en medio de la felicidad.
Le duró poco el alivio.
Un segundo sonido, ahora mucho más fuerte, le hizo dar un salto. El sonido de unas voces graves, los pasos que se acercaban hacia ella desde la derecha, desde un recodo del jardín que llevaba a un pequeño cenador que nadie usaba nunca.
Desde la izquierda, escuchó como Mirren se movía a toda prisa y antes de que se diera cuenta, una mano grande la agarró por el codo con fuerza y la voz del príncipe susurró en su oído.
—Marchaos rápido, yo los distraeré. —Tiaby se giró para mirarlo, incrédula y él solo dio una corta cabezada
—¿Por qué? —preguntó incrédula. Sabía que no podía perder el tiempo, pero la necesidad de saberlo era mayor que la sensatez en ese momento.
—Uno de los dos debe ser libre. Y ahora, por favor, marchaos ya.
Tiaby le hizo caso y se escabulló entre los árboles. De repente, escuchó la voz de Mirren saludando a los soldados, que se vieron obligados a detenerse y responder al príncipe.
La salida apenas era bastante grande para que entrara una persona y la reja estaba cubierta de hiedra que Tiaby arrancó con las manos; los dedos se le quedaron pegajosos, pero logró quitar la suficiente para ver el metal medio oxidado de la portezuela. Tiaby tiró rápido de ella y se abrió con un chirrido agudo. A lo lejos, escuchó como Mirren lo disimulaba con una fuerte tos.
Salió a gatas, raspándose las palmas de las manos. Cuando estuvo fuera no se lo pensó dos veces y echó a correr. Debía llegar a Arcar antes del amanecer.
Este ha sido un capítulo más cortito, para compensar con los anteriores. ¿Qué os ha parecido este capítulo? Hemos tenido la perspectiva de Laina (que es de mis personajes favoritos, aunque también es de las más difíciles de escribir).
Y Rhys e Itaria... ay, me encantan, para que me mentir. Son adorables. ¿Pero qué os han parecido?, ¿los veis cómo una buena pareja?
Bueno, ¡dejad vuestras teorías por aquí!
XOXO
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