Capítulo 6
Koya. 12 de abril.
Sentía dolor.
Su cuerpo entero estaba adolorido por los golpes y había un gran vacío en el centro de su pecho que le oprimía los pulmones y no le dejaba respirar. Pero Itaria permaneció en el suelo, acurrucada, sintiendo la dureza de la madera bajo su cuerpo, deseando desaparecer de ese mundo.
Una cosa. Solo debía hacer una cosa: mantener a Mina a salvo. No había logrado hacer ni siquiera eso. Si estuviera allí Ceoren, no habría ocurrido nada. Ella seguro que habría encontrado una forma de luchar contra esa bestia y seguro que no habría dejado que se llevaran a Mina con tanta facilidad.
Su hermana no estaba, se la habían llevado y ella no había hecho nada más que un ridículamente débil escudo que no las había protegido en nada y después dejarse golpear. Ese aguilucho había sido más inteligente que ella, estaba claro.
Una lágrima de frustración le recorrió la mejilla sin poder evitarlo. Notó la boca pastosa por la sangre de su boca; un corte le recorría el interior de la mejilla, que le palpitaba al mismo tiempo que sus lágrimas brotaban, intensificándose con cada segundo. Se tocó con la lengua la herida, apenas un roce, pero que envió una oleada de dolor a su cuerpo y que le sirvió para darse cuenta de que todo aquello era real. Al menos para algo servían las heridas. Se preguntó si el ataque habría ocurrido si hubieran entrado en el Palacio de los Sabios, aunque de poco servía pensar en ello en ese momento.
—Lo siento, Mina —susurró entre sollozos cada vez más fuertes. Se envolvió las piernas con los brazos y las apretó contra su pecho con fuerza hasta sentir como las rodillas se le clavaban contra los huesos y le hacían daño. No le importó. Ese pequeño dolor auto infligido era más liberador que las lágrimas que se derramaban por sus mejillas. Ese dolor le permitió unos segundos de claridad en medio del caos en el que se acababa de convertir su vida.
Abrió los ojos durante un instante; veía borroso por culpa de las lágrimas y los sentía hinchados, pero Itaria todavía pudo vislumbrar la luz de la luna entrando e iluminando lo que quedaba de la cristalera y los vidrios destrozados y desparramados por el suelo. Empezó a notar en su cuerpo los efectos de haber usado tanta magia a lo largo de tantos días, el cansancio y el dolor; los párpados le pesaban y no pudo hacer nada para evitar ser arrastrada de nuevo a la inconsciencia, aún derramando lágrimas lentas y saladas.
Estaba en un valle rodeado por los cuatro costados por montañas de cumbres nevadas. Un río de aguas lentas pasaba por el medio del prado, con pequeños peces plateados que saltaban y se volvían a hundir con un chapoteo del agua. Era de noche y la luna iluminaba con suavidad la hierba y unas antiguas ruinas que había en el centro del valle. Tan solo quedaban unos pilares y unos cuantos ladrillos ennegrecidos medio cubiertos por la alta hierba. Bajo la luz de la luna adquirían un aspecto fantasmagórico, como si esperar que en cualquier momento salieran fantasmas de entre las ruinas y la atacaran.
Pero no ocurrió nada de eso. Itaria empezó a pasear; notaba la frescura de la hierba húmeda en los pies descalzos y las briznas le hacían cosquillas en la piel de las manos y brazos desnudos. Era una sensación muy agradable; hacía mucho tiempo
Reconocía el sitio, sabía que lo conocía, pero Itaria era incapaz de ubicarlo. Se frotó las sienes con los dedos, hizo presión hasta que notó un dolor molesto, pero no consiguió saber de qué le sonaba tanto ese lugar.
De repente, captó un movimiento por el rabillo de su ojo. De entre las ruinas y la maleza apareció una figura hecha de humo negro. Tenía cuerpo humano, algo informe pero todavía reconocible; lenguas de humo negro salían de su cuerpo, meciéndose de un lado a otro al son de sus movimientos.
Itaria debería haber tenido miedo, pero no lo tenía. Por primera vez desde que tenía memoria, se sentía a gusto en la oscuridad de la noche y esa figura extraña le proporcionaba una calma igual de extraña. Su cuerpo se relajó y sus pies caminaron hacia la figura hecha de humo. Al acercarse, se dio cuenta de que allí donde deberían haber estado los ojos había dos puntos luminosos de color rojo sangre. Tampoco entonces sintió miedo. Estaba segura allí. No sabía cómo había llegado hasta esa conclusión, pero era cierta.
Cuando estuvo tan cerca que solo tenía que alzar el brazo para tocarlo, la sombra alzó una mano, indicando que se detuviera. Itaria podía sentir en sus fosas nasales el débil aroma a piedra caliente y tierra seca que desprendía de su cuerpo. Estaba sobra una gran piedra en el suelo, ennegrecida y llena de líquenes, que le hacía elevarse varios centímetros por encima de ella.
—¿Quién eres? —le preguntó Itaria. Se notó su voz rara, llena de eco, como si estuviera hablando en el interior de una cueva y no en medio de un valle al aire libre.
—Alguien. Me conocerás pronto. —Su voz sonaba incluso más cavernosa que la suya, pero había una calidez agradable en ella que hizo que Itaria sonriera.
—¿Cómo lo sabes?, ¿acaso ves el futuro?
La figura se rio con suavidad y las lenguas de humo vibraron al mismo tiempo.
—No, por supuesto que no. Pero digamos que puedo conocer lo que va a ocurrir antes de que pase. Una habilidad muy útil, ¿no crees?
—Supongo que sí. —Itaria frunció el ceño. No terminaba de entender muy bien aquella conversación—. Entonces...
—Me temo que vamos a tener que interrumpir esta conversación ya —la interrumpió la sombra, alzando una mano de humo para detener sus preguntas. La figura giró la cabeza como si estuviera escuchando algo que ella no era capaz de captar; las lenguas de humo siguieron sus movimientos con suavidad. Después, volvió a girarse hacia ella y continuó—: Tendremos que seguir con esta charla ya en persona.
—¡Espera! —exclamó Itaria, pero la sombra ya se había desvanecido con un chasquido. Había desaparecido tan rápido como había surgido. La piedra sobre la que había estado empezó a humear y los líquenes se quemaron a tanta velocidad que a Itaria le costó procesar lo que estaba ocurriendo.
Un fuerte viento se levantó justo en ese momento, le sacudió el cabello como un látigo contra el rostro; notó un escozor en el pómulo y se llevó la manó allí. Al retirarla vio una mancha de sangre que parecía negra en la oscuridad.
Cuando Itaria creía que ya no podía ocurrir nada más extraño, sintió de repente como algo frío la agarraba por los tobillos con fuerza. Al bajar la mirada no vio nada más aparte de unas sombras hechas de humo y en forma de manos alrededor de sus tobillos.
Entonces sintió un tirón y cayó al vacío.
Rhys se despertó sobresaltado en medio de la oscuridad. Había tenido otro de sus sueños, aunque apenas era capaz de recordar nada más aparte de retazos que sabía se desvanecerían como volutas de humo conforme se fuera despertando.
—¿Estás bien, Rhys? —escuchó que le preguntaban. Reconocía la voz, pero su cerebro era incapaz de decirle a quién pertenecía.
De repente, una tenue luz penetró las sombras; fue suficiente para cegarlo durante unos segundos y solo tras unos parpadeos, Rhys fue capaz de distinguir el rostro de Laina Shanaa y dónde se encontraba.
Estaba tumbado en su pequeña tienda de campaña, cubierto por una manta que tenía enredada alrededor del cuerpo; le aprisionaba las piernas y apenas podía moverse. Laina había apartado la tela de la tienda y por el hueco colaba la luz de la hoguera que mantenían encendida. Debía ser el turno de guardia de Laina.
—Sí, no te preocupes —acertó a decir Rhys, frotándose los ojos con una mano. Su voz había sonado trémula incluso para él.
Tenía todo el cuerpo sudado y la camisa negra que usaba para dormir se le pegaba a la piel de forma incómoda. Arrancó la manta de sus piernas de mala manera y tragó saliva con fuerza; tenía la garganta seca e hinchada y le costaba respirar. Gateó fuera de su improvisada cama y Laina se apartó cuando fue a salir de la tienda. Necesitaba aire o se ahogaría ahí dentro.
Apenas notó la primera bocanada de aire, pero después de unos segundos de inspirar y espirar notó como su corazón deja de latir a toda velocidad; la suave brisa de la noche le secó el sudor de la piel.
—Toma, te vendrá bien —le dijo Laina al mismo tiempo que le daba un golpecito en el hombro con algo. Al girarse, descubrió un odre de agua. Los dedos le temblaron al cogerlo y tuvo que llevárselo a los labios sujetándolo con ambas manos para que no se le resbalara.
Se sintió mejor cuando terminó de beber. Rhys escudriñó su alrededor, pero no vio nada que no debiera estar. No tenía ningún motivo por el que creer que los estuvieran espiando, era solo una costumbre que había arraigado en él hacía unos años atrás. Laina se había sentado en uno de los taburetes que rodeaban la hoguera; al lado tenía un montón de leña con la que iba alimentando el fuego para que no se apagara. Un poco más alejadas estaban las tiendas de campaña, cuatro en total, rodeando la hoguera en un círculo. Druse y Elden dormían tranquilamente después de terminar sus respectivos turnos de guardia. Rhys se suponía que también debía estar durmiendo, pero ese maldito sueño lo había estropeado todo.
—Tienes mala cara. Estás pálido —comentó Laina a la vez que sacaba uno de sus cuchillos curvos; los llevaba guardados en fundas alrededor de su pecho y piernas y jamás se los quitaba. Rhys ni siquiera sabía si había visto alguna vez a Laina desarmada.
La mujer empezó a afilar el cuchillo con una piedra de afilar que se sacó del bolsillo del guardapolvo que estaba tirado al otro lado del taburete; el agudo susurro de la piedra contra el metal lo relajó. Era un sonido que había escuchado miles de veces.
—Laina, si tengo mala cara porque estoy pálido debo decepcionarte y decirte que siempre estoy pálido.
—Cierto, pero no sueles tener cara de estar a punto de vomitar hasta la cena de ayer. ¿Qué ha ocurrido? Has empezado a gimotear y de repente has dado un grito horrible.
—No debe haber sido para tanto si Druse y Elden no se han despertado —comentó Rhys con una sonrisa señalando con la cabeza las tiendas contiguas de sus compañeros.
Laina soltó un bufido que en su caso podría considerarse una risa y siguió afilando el cuchillo con mimo.
—A esos dos no los despertaría ni un terremoto y lo sabes perfectamente. —Hubo una pequeña pausa en la que los únicos sonidos que se escucharon fueron la piedra contra el filo, el chisporroteo de las llamas y los suaves sonidos del bosque nocturno—. Bueno, ¿vas a contarme qué ha ocurrido o voy a tener que adivinarlo yo solita? Prefiero la primera opción.
—¿Estás segura? Todavía queda mucha noche por delante. Podría hacerte adivinanzas y que lo fueras descubriendo poco a poco. Dudo mucho que pueda seguir durmiendo.
—Y yo podría patearte fuera del campamento en un segundo. —Rhys sintió la mirada de Laina a través de las llamas que los separaban y supo que no estaba para más bromas.
—Lo siento, Laina. Estoy cansado y ese sueño... —Se llevó las manos a las sienes y trató de calmar el ligero martilleo que todavía persistía allí, tratando de atravesar su cráneo.
—Tus sueños no son normales, Rhys, ya deberías saberlo. Y deberías aceptarlos y dejar de luchar contra ellos de una vez. Así solo te provocas daño a ti mismo.
—Claramente no has tenido nunca uno de mis sueños —masculló entre sus dedos.
Sus sueños se repetían durante días o incluso semanas con cada vez más frecuencia hasta que llegaba una noche —como esa—, en la que sentía la necesidad de... algo. Rhys nunca recordaba sus sueños, solo le quedaban las impresiones que dejaban atrás una vez se desvanecían. Ahora que había alcanzado el momento cumbre sabía que no se volvería a repetir, hasta que otro lo remplazara tal vez en días, semanas o puede que meses. Cuando se despertaba, Rhys intuía que debía hacer algo, dirigirse hacia cierta dirección o hablar con una persona en concreto.
Cuando le explicaba a Laina que debían cambiar el rumbo e ir en dirección opuesta o que debían ir a cierta ciudad o pueblo para hablar con una persona o hacer cualquier cosa, ella jamás se lo negaba. Parecía haber aceptado que había algo raro en Rhys que lo guiaba. Aunque tal vez tuviera algo que ver con el tipo de oculto que era Laina.
Siempre le había ocurrido, desde que era un niño, pero con cada año que pasaba, se hacían más fuertes y también más violentos. Al despertarse, solía tener la sensación de estaban a punto de hacerle daño a él o a... alguien. Como siempre, con sus sueños era todo muy inexacto.
—¿Cuál ha sido tu sueño esta vez, Rhys? —le volvió a preguntar Laina. Fijó la mirada en la mujer a través del fuego y se dio cuenta de que había dejado abandonado el cuchillo a un lado y enfocaba toda su atención en él. Rhys tragó saliva, pero volvió a notar la garganta seca.
—Ya sabes que no los recuerdo.
—Tienes razón. Pero estoy segura de que ahora me dirás hacia donde tenemos que ir, ¿verdad? —Laina le dedicó una ligera sonrisa torcida.
Rhys asintió con la cabeza. Cerró los ojos unos segundos, intentando encontrar el hilo negro que tiraba de su pecho hacia una dirección concreta. En medio de la oscuridad de su mente, sintió como el hilo lo arrastraba con fuerza y entre el humo oscuro se dibujaba la silueta de una ciudad que él reconoció al instante. Estaban lejos, pero si para algo servía la magia era para transportarse a un lugar en cuestión de segundos.
Abrió los ojos
—Al amanecer partiremos hacia Koya, Laina.
Itaria no sabía cuánto tiempo había estado durmiendo. Bien podrían haber sido minutos, horas o días
Su mente se fue despejando del sueño poco a poco y durante unos instantes no recordó lo que había sucedido. No entendió por qué estaba tirada en el suelo de una casa desconocida, porqué le sabía la boca a sangre y le dolía el interior de la mejilla como si se lo hubiera mordido con saña.
Se levantó con cuidado del suelo. Tenía el cuerpo lleno de dolor. ¿Por qué se habría dormido de esa mala manera? Ni siquiera se había puesto una manta por encima y ahora estaba congelada.
—¿Mina? —llamó a su hermana. Tenía la boca pastosa y con sabor a hierro; necesitaba agua.
—No tengo ni idea de quién es esa tal Mina —respondió una voz desconocida en cambio. No venía de muy lejos.
Itaria se levantó de un salto y buscó su estoque, pero no lo encontró en la vaina donde siempre estaba. Desesperada, buscó el arma con la mirada y lo encontró tirado en el suelo no muy lejos de ella. Corrió hacia él sin dejar de mirar a su alrededor, buscando el origen de aquella voz que había sonado tan cerca, pero que no era capaz de encontrar a quien pertenecía.
Se agachó, aferró el estoque con fuerza entre sus dedos y, cuando se levantó, exclamó a la nada:
—¿Quién eres? ¡Sal de dónde te escondas! —Giró sobre sus talones y echó un vistazo al lugar del que apenas tenía recuerdos. Había un montón de cristales desperdigados por el suelo de madera que resplandecían bajo la luz del atardecer. Al otro lado se escuchaba el rumor de una fuente. Sus pertenencias estaban desparramadas por el suelo también, como si las hubieran revuelto, pero no había rastro de Mina por ninguna parte.
Pensar en su hermana desbloqueó sus recuerdos y, de repente, su mente se vio embargada por una enorme cantidad de imágenes a cada cuál peor. Su llegada a la ciudad de Koya, entrar en aquella casa, el ataque del monstruo y ver cómo se llevaba a Mina mientras ella yacía en el suelo. Se había quedado inconsciente después del ataque, comprendió. Su mente había intentado hallar consuelo en el sueño sin entender que nada lograría hacerle olvidar el dolor de saber que había fallado a su hermana, a las promesas que le había hecho a Ceoren unos días antes y a su propio padre hacía muchos años atrás.
La mano de Itaria tembló y a punto estuvo de caérsele el estoque, pero lo logró mantener entre sus dedos a base de pura fuerza de voluntad. No podía dejarse vencer ahora. Debía ayudar a Mina cómo fuera. Sin embargo, una fuerte presión apareció en su pecho, aplastando sus costillas contra sus pulmones e impidiéndole respirar. Era como tener un enorme peso puesto encima.
—¡¿Quién eres?! —volvió a exclamar, su voz convertida en una llama de furia que tembló al salir de sus labios. El miedo y la preocupación por su hermana solo habían logrado desestabilizar el férreo control que ella se empeñaba en mantener sobre sus poderes. Bajo sus pies, sintió un ligero temblor y supo que estaba a nada de crear un fuego fatuo de nuevo.
—Tranquila, no vamos a hacerte daño —dijo otra voz, una voz que removió algo dentro de ella. No sabía decir por qué, pero le sonaba mucho. Aunque era imposible. Durante años, las únicas voces que Itaria había escuchado habían sido las de Ceoren, Mina y la suya propia.
De repente escuchó unos pasos resonando contra el suelo, cada vez más cerca; venían del otro lado de las puertas de cristal destrozadas. Se giró hacia el ventanal y descubrió a un hombre y una mujer que se aproximaban hacia ella, sus siluetas recortadas contra la suave luz de la tarde.
Cuando estuvieron más cerca, Itaria alzó el estoque con una mano temblorosa, levantó la barbilla y procuró que no se notara en su voz lo nerviosa que estaba, aunque su cuerpo ya la hubiera traicionado.
—¿Quiénes sois y qué queréis?
La punta del estoque se clavó ligeramente en la ropa del hombre, que no debía superar los veinticinco años. Era muy pálido y vestía completamente de negro, con un guardapolvo, botas, pantalones y camisa negros que no ayudaban en nada a mitigar su palidez. Sus facciones tampoco lo remediaban. Tenía los pómulos afilados, unas mejillas un poco hundidas y la mandíbula marcada. El cabello, negro, largo hasta los hombros y con un flequillo rebelde que no paraba de caer sobre unos ojos marrones enmarcados por unas tupidas pestañas y con la raya inferior del ojo pintada de negro. Sin embargo, sus labios llenos sonreían con amabilidad y su actitud parecía bastante despreocupada, con una mano metida en el bolsillo del pantalón y la otra, llena de anillos con formas de calaveras y huesos, jugueteando con un par de piedras relucientes que se pasaba de un dedo a otro con agilidad.
Ni siquiera pareció asustado por su arma; incluso avanzó medio paso más hacia ella. Itaria contempló como la punta se clavaba en la piel que su camisa dejaba al descubierto y dejaba una marca roja tras ella. Itaria apartó un poco el estoque y una lágrima carmesí brotó de la herida recién abierta. El chico bajó la mirada hacia su pecho y se pasó los dedos enjoyados por el corte con lentitud; terminaron manchados de sangre, pero ni se inmutó, como si no le hubiera dolido.
A su lado, la mujer parecía incluso más indiferente que él, pero a Itaria le provocó un escalofrío cuando sus miradas se encontraron. Tenía los ojos negros rodeados de pestañas espesas y un profundo delineado también negro que se extendía hasta sus sienes como un dibujo que hablaba de delicadeza, pero también de fuerza. Su pelo era muy lacio, con un flequillo recto como si se lo hubiera cortado con una regla para dejarlo perfecto y enmarcaba un rostro de piel morena y redondeado, con mejillas y labios llenos y una nariz respingona. Había algo atemporal en su rostro que hacía que Itaria fuera incapaz de acertar con su edad: podría tener dieciséis o cuarenta años, no lo sabía. Llevaba una copia de la ropa del chico, pero le había añadido bandas en el pecho y en las piernas llenas de cuchillos curvos con mangos de cuero gastados. Los mangos de dos espadas curvas sobresalían por encima de sus hombros.
—Yo soy Laina Shanaa —respondió la mujer con un ligero acento en su voz—, y él es Rhys Breen. —Señaló con la cabeza al muchacho, que alzó la mano enjoyada y manchada de sangre e hizo un gesto de saludo con dos dedos.
—Encantado de conocerte por fin —dijo Rhys. De nuevo, escucharlo provocó una sacudida de reconocimiento en ella que Itaria se encargó de aplastar con fuerza y enterrar hasta otro momento.
—No me habéis contestado a la otra pregunta. ¿Qué hacéis aquí y qué queréis?
—En realidad eso son dos preguntas, no una. —Una sonrisa burlona apareció en el rostro del muchacho e Itaria no supo decir si se estaba riendo de ella o de la situación. No sabía que prefería.
—¿Qué tal si hablamos de todo esto afuera? —intervino Laina—. Nos podemos sentar en el cenador y hablar tranquilamente sobre lo que nos ha llevado hasta aquí. —Echó una mirada de reojo a Rhys que a Itaria no le pasó desapercibida. ¿Qué estaría ocurriendo allí? Itaria estaba muy confundida con aquella situación—. Además, hay conversaciones que es mejor tener sentados, ¿no os parece?
Se lo pensó durante unos instantes, pero al final aceptó. A pesar de la forma en la que habían llegado, no parecía que fueran a hacerle daño y tal vez supieran algo sobre esa ciudad o incluso tal vez supieran qué clase de monstruo era el que se había llevado a su hermana. Itaria escudriñó las auras que desprendían y sintió el ramalazo de electricidad que solo emitían las auras de los ocultos, como la suya. Sin embargo, no pudo percibir nada más aparte de eso; no pudo percibir qué clase de ocultos eran y nada en su aspecto lo revelaba tampoco.
Itaria guardó con lentitud su estoque, sin dejar de mirarlos por si hacían algún movimiento sospechoso. Sin embargo, no apartó la mano del mango, por si acaso. Que no le hubieran causado una mala impresión y que no la hubieran matado mientras estaba dormida no quería decir que fuera a confiar plenamente en ellos.
Salieron con cuidado de no pisar los restos de cristales que plagaban el suelo. La ciudad seguía tan en calma como cuando Mina y ella habían llegado, excepto que ahora no estaba tan vacía. Dos personas, un hombre y una mujer, esperaban sentados en los escalones que ascendían hasta el cenador del jardín. En la pequeña mesa habían dispuesto una jarra, copas y algo de comida. El estómago de Itaria rugió al ver los panes de semillas, las lonchas de jamón, el queso, las naranjas y los pomelos que habían colocado en una bandeja de plata muy usada; cubiertos también de plata desgastada descansaban al lado de los platos ya dispuestos.
—Habéis tardado —comentó simplemente el hombre. La mujer sentada a su lado asintió con la cabeza, sin decir nada.
—Ellos son Druse —Rhys señaló a la mujer—, y Elden, nuestros muy afables compañeros.
Rhys soltó una carcajada corta antes de avanzar por su lado y subir la escalera esquivándolos con facilidad. Itaria pensó que no debían ser muy mayores, tal vez unos veinticinco años. Elden tenía el cabello castaño claro, largo hasta media espalda, con unos ojos a juego, la piel sonrojada y rostro bastante común; solo destacaba una cicatriz que le cruzaba los labios, como si le hubiera dado un tajo en la boca. Vestía con sencillez, con ropa marrón limpia pero desgastada por el uso. Al fijarse en Druse, Itaria se dio cuenta de que debían ser hermanos, y si no mellizos, muy cercanos en edad. El rostro de la chica era muy parecido al de Elden y su ropa no distaba mucho tampoco. Era como si se hubieran vestido a posta para hacer que fuera difícil diferenciarlos.
Se sentaron en las pequeñas y delicadas sillas; el metal chirrió contra el mármol del suelo cuando la arrastró para sentarse. El resto hizo lo mismo y tras eso...
Silencio. Un silencio incómodo y rodeado de una tensión tan espesa que se podía cortar con un cuchillo. Itaria no dejaba de mirar a cada uno de los cuatro personajes que estaban delante de ella, a cada cuál más curioso. Laina y Rhys eran los que más curiosidad le daban, sobre todo después de confirmar que Elden y Druse no eran ocultos. Las auras de ambos eran fuertes —la de Laina bastante más—, lo suficiente como para indicar que tenían un control bastante grande de sus poderes. Y, lo más importante, eran lo bastante fuertes como para haber logrado camuflar qué clase de ocultos eran. Itaria sabía que se podía hacer, Ceoren había intentado entrenarla para conseguirlo, pero nunca había sido capaz. Sus poderes parecían resistirse a esa capacidad.
Al final fue Rhys el que se decidió a hablar tras unos minutos de silencio tenso. Carraspeó y cambió de posición en la silla, subiendo las piernas y apoyándolas en el reposabrazos; fijó la mirada en Itaria, que estaba justo enfrente, mientras jugueteaba con los anillos de sus dedos.
—Creo que te debemos una explicación, ¿no te parece, Laina? —Le sonrió a la mujer, que se había sentado a su lado, pero ella no hizo además de devolverla. Rhys volvió a centrarse en ella—. La verdad es que es una historia... curiosa, por así decirlo.
—No termino de entenderlo, la verdad —soltó Itaria, aferrándose con las manos a sus rodillas. La tensión, la preocupación por Mina, el estrés acumulado, el miedo... todo estaba haciendo mella en ella y apenas podía contener el temblor que estaba empezando a recorrerle el cuerpo de arriba abajo, imparable.
—Tú y yo nos hemos visto antes, ¿no te acuerdas? —Itaria negó con la cabeza, frunciendo el ceño. Su voz seguía sonándole, pero era incapaz de recordar de qué ni de cuándo. Rhys soltó un suspiro y volvió a removerse en su silla, estirando los brazos hacia arriba como si se estuviera desperezando antes de dejarlos caer a los lados. Al moverse, Itaria pudo ver el pequeño tatuaje en forma de calavera que tenía en el hueso de la muñeca, en la mano izquierda, sobresaliendo con furia contra su pálida piel.
—Si te he conocido antes, la verdad es que te he olvidado.
—Qué poca memoria tienes entonces, porque fue hace tan solo unas horas, Itaria Niree.
Se tensó. No le había dicho su nombre en ningún momento, estaba segura. ¿Cómo lo sabía?
—No te asustes —susurró Rhys, retorciendo el cuerpo en aquella mala posición para acercarse un poco más a ella; alargó una mano a través de la mesa de metal repleta de una comida que nadie había tocado. Pero no llegó a tocarla. Se detuvo antes de llegar hasta ella, su manó quedó suspendida unos segundos en el aire y después la retiró lentamente y formó un puño con ella.
—Me dices que no me asuste, pero vosotros —miró a los cuatro—, sabéis más de mí que yo de vosotros. Y estar en desventaja no es para nada agradable.
—Tienes razón —intervino de pronto Laina, que hasta ese momento había permanecido quieta como una estatua en su silla, observándolo todo con aquella mirada que parecía penetrar en el interior y sacar hasta el último de los secretos más escondidos—. Sabemos más de ti que tú de nosotros, pero hay un buen motivo detrás. Ceoren.
Si escuchar su nombre la había puesto de los nervios, escuchar el nombre de Ceoren la paralizó por completo. Sus manos se aferraron con tanta fuerza a sus rodillas que notó el dolor de sus uñas clavándose en su carne a través de la tela del pantalón; pero le dio igual. Recibió el dolor con gusto en ese momento: le hizo darse cuenta de aquello era real y no una mala jugada de su cabeza por el golpe que había recibido.
—¿Ceoren?, ¿quién es? —preguntó de pronto Rhys. Itaria fue vagamente consciente de que cambiaba de posición y de que parecía tenso por primera vez en toda la conversación. Se quedó mirando a Laina con el ceño fruncido y una mueca de disgusto en los labios.
—Hablaremos de esto más tarde —sentenció Laina. Rhys intentó responder, pero una fría mirada de la mujer lo acalló y Laina volvió a centrar su atención en ella. Itaria agradeció por esos segundos que le habían dado mientras hablaban. Le habían permitido recuperarse de la impresión.
—¿Conoces a Ceoren? ¿Te habló ella de mí? ¿Cuándo? —La última pregunta se atascó en su garganta. Tenía pánico de escuchar la respuesta y que sus peores temores se cumplieran.
—Cuantas preguntas de repente. Sí, conozco a Ceoren desde hace tiempo, desde antes de que terminara en esa torre contigo y con tu hermana. Yo la ayudaba a conseguir algunos ingredientes que le hacían falta de vez en cuando. —De reojo, vio como Rhys y los hermanos se miraban unos segundos; a Itaria se le había olvidado que Druse y Elden estaban allí—. No me habló mucho de ti y de tu hermana, ni siquiera sabía vuestros nombres, pero sí sabía que erais Guardianas y que ella os protegía. Y hablé con ella anoche, poco después de que Rhys me contara que debíamos venir a Koya.
—Pero ¿cómo?, ¿se puso ella en contacto contigo?
—Sí. Desconozco cómo, pero sabía que Rhys había tenido un sueño contigo, un sueño en el que los dos habíais estado hablando. Creo que tú tampoco recuerdas mucho, ¿cierto?
Itaria negó con la cabeza. Ni siquiera recordaba haber tenido un sueño y mucho menos haber visto y haber hablado con Rhys en él. Todo era tan extraño...
—Entonces, hablaste con Ceoren, que te dijo que Rhys había tenido un sueño conmigo y que teníais que venir aquí, a Koya. Eso quiere decir que Ceoren está viva. —Las últimas palabras casi murieron en sus labios, pero logró decirlas no sabía cómo.
—Sí, aunque no llegó a explicarme qué había ocurrido. Supongo que si me pidió esa clase de... ayuda, será porque las cosas se han torcido mucho.
—Mucho es quedarse corta —masculló Itaria.
Soltó el aire lentamente y trató de calmarse. Si Ceoren había confiado en Laina y en su variopinto grupo, entonces Itaria también podía hacerlo. Solo esperaba no estar metiéndose en la boca del lobo y que todo fuera una trampa; sin embargo, le quedaban pocas esperanzas y de momento, tendría que dar un salto de fe y confiar en ellos.
—Os lo contaré yo —se decidió por fin.
Lo hizo. Lo soltó todo como si fueran un diario y estuvieran relatando abiertamente todo lo que había ocurrido. Pero para ello tuvo que remontarse hasta su vida anterior a la torre, a su padre y su madrastra, al principio de los poderes de Mina, al encierro y a la vida en su interior. Cuando llegó a ese día —le parecía que había pasado una eternidad y no un par de días—, la voz se le quebró.
—Toma, bebe esto, lo necesitas —dijo Rhys mientras alargaba una mano, cogía la jarra y llenaba una de las copas con vino. Se la tendió a través de la mesa e Itaria se la bebió de un solo trago. El sabor del alcohol le hizo lagrimear, pero al menos disimuló las lágrimas que había estado a punto de derramar segundos antes.
—Gracias —murmuró con la voz ahogada por las lágrimas.
Cuando se recuperó, siguió contándolo todo. Cómo habían huido, el incendio de la torre y la incertidumbre que siguió después hasta llegar al ataque de Mina; en ese momento no pudo seguir conteniéndolas y una solitaria lágrima se deslizó por su mejilla antes de que ella se la limpiara a toda velocidad. Sorbió por la nariz, odiando la idea de que la vieran llorar.
—Y eso es todo. Seguramente sepáis mejor que yo lo que ocurrió cuando estaba inconsciente.
—No sabemos mucho más, la verdad —respondió Laina, apretando los labios hasta formar una fina línea de disgusto con ellos—. Cuando llegamos lo único que hicimos fue revisar la casa y los alrededores, pero no encontramos nada interesante.
—Cierto —continuó Rhys—, la ciudad está cómo siempre: desierta.
—¿Venís mucho por aquí? —Si fuera así, tal vez sabrían qué había ocurrido con la ciudad y qué había sido de los Sabios.
—Usamos Koya como punto de reunión cuando nos separamos y como... almacén. —De repente, Rhys hizo una mueca y miró a Laina con los ojos entrecerrados, que le respondió con otra gélida mirada. Si hubiera sido Itaria, habría agachado la cabeza nada más encontrarse con los ojos de la mujer, pero Rhys parecía inmunizado a ellas y le sostuvo la mirada con facilidad hasta que, al final, Elden carraspeó y les llamó la atención.
Había algo que le estaban ocultando, pero Itaria sabía que no iba a poder sacárselo ahora. Tal vez a Rhys... Parecía el más descuidado del grupo, el más propenso a hablar.
—De todas formas —habló Itaria—, ahora no tengo muy claro qué hacer. No sé dónde está Mina, si estará bien o siquiera si sigue... —La voz se le cortó—. Bueno, da igual.
—Ceoren me dijo que fueras a las Llamas, que tal vez ahí encontrarías una respuesta —explicó Laina. A Itaria no se le pasó desapercibida la mueca de contrariedad que hizo al mencionar las Llamas. A ella tampoco le hacían mucha gracia. Recordaba bien lo que debía hacer para obtener una visión de su camino a seguir y no era para nada agradable.
—Es una buena idea, pero... ¿Cómo voy a entrar?
—Supongo que para eso el destino nos ha traído a nosotros aquí, ¿no crees? —Rhys sonrió, mostrando unos dientes alineados; sin embargo, una de las palas estaba rota en una esquina y le daba un aire imperfecto—. Hay una entrada que todavía es funcional, aunque te advierto que el interior está bastante deteriorado. Hace mucho tiempo que el único que entra ahí soy yo y solo para...
Esa vez, Laina no se cortó.
En algún momento había cogido una copa llena de vino sin que Itaria se diera cuenta y se la derramó a Rhys por encima. El chico soltó un grito ahogado y dio un salto, levantándose de la silla como si hubiera un resorte en el asiento. Tenía el cabello pegado a la cabeza y chorretones púrpuras de vino le corrían por el rostro. La camisa también estaba empapada y se le adhería a la piel y el vino estaba empezando a calar hasta en los pantalones.
—Cállate —ladró la mujer antes de girarse al resto, que contemplaban atónitos lo que acababa de ocurrir—. Vamos a comer primero o no tendremos fuerzas para hacer nada. Y tú, Rhys, ve y cámbiate de ropa. Estás dejando un charco de vino en el suelo.
Rhys tenía razón: el interior del Palacio de los Sabios estaba destrozado. La torre principal que antaño se alzaba por encima de todos los edificios que la rodeaban se caía a trozos. Enredaderas la cubrían por todas partes, cubriendo unas ventanas que hacía mucho habían perdido las hermosas vidrieras que las decoraban y que ahora no eran más que tajos alargados en la piedra negra de las paredes.
El interior estaba sucio, con los muebles destrozados como si una fuerza muy poderosa los hubiera estrellado contra las paredes una y otra vez; el tiempo se había encargado del resto.
—Lo que no entiendo es —dijo Itaria en un susurro, aunque el eco hizo que su voz reverberara por las paredes vacías—, como es posible que Koya haya terminado de esta forma. He paso mucho tiempo en la torre y me he perdido muchas cosas, soy consciente de ello, ¿pero tanto ha cambiado Sarath?
—Bastante, la verdad, y no solo Sarath —respondió Laina, que iba unos pasos tras ella. Delante iba Rhys, con una antorcha encendida levantada por encima de su cabeza para iluminar el camino. Los hermanos se habían quedado fuera, ocupándose del improvisado campamento—. El mundo no es cómo hace cien años. En realidad, en los últimos cincuenta años ha habido muchos cambios. Si quieres, en otro momento te pondré al tanto de todo. Será agradable hablar con alguien que pase de los cien años, a veces me canso de hablar con niños como Rhys.
—¡Lo he escuchado! —Su grito fue como un estruendo por el eco, pero la risa que lo siguió le puso los pelos de punta a Itaria: era como escuchar a un fantasma reírse.
Sus pasos resonaban contra la piedra negra del suelo. Ya casi se le había olvidado lo que era estar dentro del Palacio. La primera vez que había estado allí era solo una niña y todavía recordaba el terror que había sentido al entrar; no se había soltado de la mano de su padre en ningún momento y le había llegado a suplicar que se marcharan, pero él se negó e intentó tranquilizarla. Visitaban Koya todos los años y al final se acostumbró, aunque le costó. Incluso en sus mejores momentos, el Palacio era... extraño, por así decirlo.
Estaba construido con un tipo de piedra mágica bastante rara, de color negro y con una textura aceitosa, como si le hubieran echado toneladas de aceite encima. Itaria sabía que esa piedra impedía que los hechizos que lanzaban los Sabios escaparan del propio edificio y pusieran en peligro a la gente de Koya, pero eso no evita que le pareciera asfixiante. La sensación que tenía siempre era como si se estuviera ahogando, como si sintiera la presión de las paredes, el techo y el suelo, apretándola cada vez más, como si tuvieran vida propia y quisieran aplastarla.
Ahora la sensación era diferente. La piedra había perdido todo su poder y no era nada más que eso, un montón de roca que se venía abajo.
Rhys era el único que parecía conocer los entresijos de aquellos cavernosos pasillos. Muchos corredores estaban bloqueados por piedras o restos de muebles, así que tenían que desviarse constantemente. Rhys iba guiándolas con cuidado y de vez en cuando les daba indicaciones. «Cuidado con los escalones, están flojos». O «no os acerquéis a la pared». Cosas así.
A Itaria se le hizo un viaje eterno, pero poco a poco fueron ascendiendo hasta llegar a la cima de la torre. Habían ascendido un último tramo de escaleras muy empinadas, con bastantes agujeros en los escalones que habían hecho que tuviera que ir saltando como si estuviera jugando a la rayuela. Pero estaban allí, por fin.
Por encima de ella, el techo estaba construido con ladrillo negro de bordes dorados que brillaban como si el paso del tiempo no les hubiera afectado lo más mínimo. El tejado estaba sujetado por fuertes columnas de mármol blanco, intercaladas con otras grises; un semimuro negro hacía de pared exterior, por lo que Itaria podía acercarse y ver la ciudad que se extendía bajo ella. La brisa fría de la noche le secó el sudor de la frente y le permitió respirar un poco mejor antes de enfrentarse a lo que tenía delante.
La sala estaba dominada por un gran brasero plateado. Y algo no iba bien.
—Está apagado —susurró Itaria, incrédula. No se había planteado que las Llamas estuvieran apagadas porque se suponía que ese fuego era eterno: nada podía extinguirlo.
—¿Estás segura? —preguntó Rhys tras ella. Había aparecido de repente y ahora notaba su presencia en su espalda. Toda ella se estremeció, pero no por miedo. No, había algo en Rhys que hacía que su cuerpo se estremeciera aun cuando se sintiera a gusto con él. Aunque a veces también sentía ganas de golpearle. Era todo contradictorio.
Itaria frunció el ceño, intentando sacarse esos pensamientos de la cabeza y centrarse de una vez.
—Están extintas, no hay nada más que mirar. —Vio cómo, al otro lado de la sala, Laina empezaba a rebuscar en unos armarios bajos y sacaba unos cuencos de plata, botes llenos de hierbas, una balanza y un mortero. Lo dejó todo encima de uno de los muebles, el primero que Itaria veía en el Palacio que no se habían convertido en un montón de madera deshecha. Laina empezó a pesar las hierbas y a meterlas en el mortero con cuidado mientras murmuraba tan bajo que ella era incapaz de entender lo que decía.
—Concéntrate.
Se mordió el labio con fuerza para no gritarle y, en cambio, decidió probar suerte. Fijó la mirada en el brasero de plata, se concentró en él y...
—No ocurre nada —soltó molesta—. Tampoco sé que se supone que estoy haciendo o buscando.
—Estás desarmando el glamour que rodea el brasero y si no ocurre nada es porque no lo estás haciendo bien. Debes concentrarte más.
Itaria tragó saliva. ¿Cómo le explicaba que los poderes básicos que todos los ocultos se suponía que tenían, ella no los poseía? Era incapaz de ver a través de los glamures, los escudos protectores que lograba proyectar eran una birria y le era imposible invocar algo que no estuviera relacionado con sus poderes de Guardiana de la vida.
—Los glamores y yo no nos llevamos bien —se excusó Itaria, tratando de evitar al máximo el tema. A nadie le interesaba saberlo; era una debilidad horrorosa—. ¿Hay alguna forma de no tener que pasar por esto? Perderíamos mucho tiempo si tengo que quitar el glamour y tiempo es justo lo que nos falta.
—Puedo ayudarte a encontrar las Llamas. ¿Confías en mí? —Rhys se movió a su alrededor hasta ponerse frente a ella; después, alzó una mano, con la palma hacia arriba y una sonrisa que supuso intentaba ser tranquilizadora.
Si hubiera sido otra persona, Itaria habría contestado un «no» rotundo. Pero se trataba de Rhys y, por alguna razón que todavía no llegaba a entender, el chico le inspiraba confianza. Tal vez fuera porque habían compartido un sueño o por algo más, Itaria no lo sabía. Solo tenía claro que algo dentro de ella le decía que sí, que podía confiar en él.
Itaria colocó su propia mano sobre la de Rhys, que le dedicó una corta sonrisa antes de girarse hacia el brasero. Caminó hacia él, arrastrándola con suavidad mientras seguían unidos por los dedos.
—Laina, ¿lo has preparado todo? —le preguntó Rhys cuando estuvieron parados a apenas unos centímetros del brasero. Estando tan cerca, Itaria notó sobre la piel el calor que desprendía el metal, como si realmente hubiera un fuego encendido. «Uno que yo no puedo ver, pero sí sentir —pensó». No sabía si era mejor o peor no poder ver las llamas.
Al otro lado, Laina dio un corto asentimiento con la cabeza y se aproximó también al brasero con el cuenco de plata entre las manos. En el fondo había una pasta hecha de agua y hierbas molidas.
—Terminemos pronto —pidió Laina. Itaria pudo ver el sudor recorriendo la frente de la mujer y como no paraba de tragar saliva; sus ojos no dejaban de dirigirse hacia el interior del brasero con una mezcla de miedo y respeto que, si se lo hubieran dicho unas horas antes, no habría creído que vería jamás en aquella mujer.
—Te acercaré la mano hasta el fuego, ya sabes qué hacer después. Te dolerá —le advirtió Rhys en un susurro, como si solo quisiera que ella lo escuchara.
Itaria asintió nerviosamente con la cabeza, tragó saliva con fuerza para intentar deshacer el nudo de presión que tenía en la garganta. Entonces, Laina echó el contenido del cuenco al brasero y, aunque no lo vio, escuchó el agudo silbido que emitieron las llamas y que le puso los pelos de punta. La mujer se apartó unos pasos de ellos, como si buscara que hubiera un espacio entre ella y el fuego. Unos segundos después, Rhys tiró de su mano izquierda hacia el centro; el calor que notaba en la piel se intensificó hasta que...
Sus dedos tocaron las llamas y el dolor le atravesó el cuerpo como un rayo. Ascendió desde las yemas de su mano hasta su brazo y de ahí se repartió por todo su cuerpo a oleadas, como si expandieran al mismo tiempo que su corazón latía a toda velocidad en su pecho.
Las lágrimas se le saltaron por el dolor y fue vagamente consciente de que intentaba apartar la mano, de la voz de Rhys en su oído diciéndole que debía aguantar un poco más, que el dolor terminaría pronto. Abrió los ojos llenos de lágrimas y, con la mirada borrosa, logró aferrarse con la otra mano al borde del brasero; las piernas le flaqueaban cada vez más, aunque notaba el brazo de Rhys alrededor de la cintura, sosteniéndola con fuerza para que no cayera al suelo. Se sujetó al borde hasta el que metal se le clavó en la palma de la mano.
«Unos segundos más, solo unos segundos más —no paraba de decirse a sí misma—. Tengo que hacerlo por Mina. Por Mina. Por Mina». Solo debía aguantar un poco más y todo terminaría, aunque no sabía cuánto más podría aguantar así... «Por Mina».
No fue tan repentino como el dolor. Pero, poco a poco, fue notando como las oleadas que le recorrían el cuerpo se calmaban y se retiraban como si estuvieran regresando a las Llamas.
Las mismas Llamas que ahora podía ver.
Con los ojos empañados todavía por las lágrimas, Itaria contempló el fuego de color rojo sangre que brotaba de la nada, del fondo de un brasero en el que no había ni leña ni ningún combustible para hacer que ardiera. Pero allí estaban, fuertes y peligrosas, titilando con furia como si fuera el latido de un corazón humano. Y en el medio, la mano de Itaria; sus venas estaban iluminadas y la luz rojiza que desprendían atravesaba su piel como si fuera de papel. Era un espectáculo increíble y escalofriante a la vez.
—El dolor... está parando —consiguió decir entre jadeos. Sus piernas habían perdido toda la fuerza y era Rhys el que la mantenía en pie.
—Las visiones empezarán pronto. No te asustes, todo terminará rápido, te lo prometo. —Conforme Rhys iba hablando, Itaria notó como la habitación se iba haciendo cada vez más borrosa mientras escuchaba la voz de Rhys más lejana. Puntos negros aparecieron en los bordes de su visión y, antes de que pudiera tomar una bocanada de aire más, su mundo se sumió en la oscuridad y fue engullida por un torrente de viento que la arrastró lejos.
No sabía qué esperaba encontrarse, pero eso no, definitivamente.
El torbellino de viento la había soltado con fuerza en un valle que ella conocía bien. La hierba estaba húmeda como si acabara de llover. Itaria había aterrizado de costado y ahora le dolían las costillas. Se las frotó con cuidado mientras trataba de levantarse, buscando que no hubiera nada roto. Cuando comprobó que estaba bien, dirigió la mirada hacia su alrededor, tragando saliva con fuerza.
La torre.
Su torre.
Se alzaba delante de ella como si no hubiera ocurrido nada. A su lado, el río fluía tranquilo y brillante, la luna iluminaba el lugar con su luz plateada y la hierba del prado se mecía por la brisa con suavidad. Itaria giró sobre sus talones, buscando... algo. No sabía el qué, pero había algo que no terminaba de ir bien en todo aquel paisaje idílico. Sentía como si sobrara algo, si es que eso tenía sentido alguno en otro lugar aparte de en su cabeza.
Se acercó a la base de la torre cojeando ligeramente. Al caer, se había hecho daño en la pierna derecha y aunque el dolor se desvanecía rápido, le costaba apoyarla. No tenía muy claro qué debía hacer o siquiera si debía hacer algo. Se suponía que se había entregado a las Llamas en busca de que le mostrara el camino que debía seguir y, en cambio, estaba allí, de nuevo en su torre. ¿Quería decir que debía regresar allí? Pero ¿qué sentido tenía cuándo Mina estaba en manos de la Reina?
Y si... ¿Y si Itaria no había formulado bien sus deseos?
Llegó a la base de la torre y apoyó una mano en la roca buscando apoyo. Cerró los ojos con fuerza y deletreó cada palabra de su deseo.
«Quiero encontrar a Mina».
De repente, notó un tirón en el estómago y la pierna que le dolía se le dobló y cayó al suelo de nuevo, todavía con los ojos cerrados. Cuando por fin los abrió, vio... No vio nada.
Todo era oscuridad. Infinita y eterna oscuridad.
¿Qué os ha parecido este capítulo? Es de mis favoritos, lo admito.
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