Capítulo 5
Ciudad de Mirietania. 11 de abril.
La princesa Tiaby se sentó sobre los cojines que había dispersos por el suelo de su habitación, cruzando las piernas; después, apoyó la cabeza en la mesa baja con un fuerte golpe, pero apenas sintió un ligero picor en la frente. Siempre había tenido la cabeza dura, en todos los sentidos que tenía esa frase.
Se reacomodó, buscando la postura perfecta. Bajo los cojines notaba el duro suelo de piedra de su habitación, pero no le importó. Estaba demasiado cansada como para que le importara un simple piso duro. Cerró los ojos e intentó descansar.
Se había pasado la noche despierta, recorriendo las calles de Mirietania con sus amigos, de taberna en taberna. Incluso le habían ofrecido ir a un fumadero donde se consumía la nueva y última droga que había llegado al Reino de Zharkos directamente desde los puertos de Olvarus. Sin embargo, Tiaby, que a esas horas ya no era capaz ni de mantenerse en pie, se había negado. Ni siquiera recordaba cómo había llegado al castillo, tan solo que, de repente, estaba tumbada en su cama, con el techo y las paredes dando vueltas a su alrededor. Había intentado dormir varias veces, pero el mareo se lo había impedido.
La puerta se abrió con suavidad detrás de ella y unos suaves pasos se acercaron a la princesa, que fingió dormir profundamente. No debió ser muy convincente porque, de repente, notó como se abrían las cortinas y las ventanas y la chillona voz de Vetra, su dama, la instaba a que se levantara.
—Princesa, debéis vestiros. Vuestro padre os espera —le dijo la chica. Tiaby abrió los ojos castaños y la miró, deseando con toda su alma matarla. Intentó recordar si había alguna espada cerca —o incluso un hacha, cualquier cosa le valía, en realidad. La chica no era mala en sí, pero Tiaby no soportaba su dulzura, su voz. «¿Qué digo? No la soporto y ya está —pensó al ver a la chica». Se movía de un lado a otro, charlando sobre cosas que a Tiaby le parecían estúpidas y con una energía que estresaba a la princesa. Ella solo quería dormir y olvidarse de que tenía que soportar a su padre.
Vetra era una chica de veinte años de anchas caderas y cuerpo grueso. El pelo lo llevaba siempre recogido dentro de una cofia blanca, aunque ese día algunos bucles se le habían salido de su peinado siempre perfecto. La odió todavía más al reconocer el vestido que llevaba: rosa palo, con encaje de Shaldrissa en los puños y el escote de barco. Era el vestido de gala que las damas de Tiaby debían ponerse cuando a su padre, el rey Yyn, se le ocurría una nueva forma de torturarla.
Recepción, misa en el Templo del dios Addros, el dios protector de Zharkos; después vendría el banquete y el interminable baile en el que tendría que pasarse toda la noche dando vueltas con todo aquel que quisiera pedirle bailar. Tiaby era capaz de recitar el plan de la noche de memoria y se cansó tan solo de pensar que iba a pasar toda la noche fingiendo ser una niña buena, con una sonrisa en la cara.
Un suspiro de cansancio le salió de forma automática. Estaba harta de los intentos de su padre por convertirla en algo que no era. La princesa perfecta. Perfecta para vender como a un caballo, perfecta para que no hablara, no opinara, no existiera. «Al menos no puede controlar lo que pienso —razonó». Por muy penoso y triste que fuera, Tiaby se conformaba con poder reírse de su padre y de los invitados, aunque tan solo fuera mentalmente. Sí, era triste, penoso y cutre como plan para pasar la noche.
Tiaby dio un golpe en la mesa con el puño apretado, asustando a Vetra, que se giró de repente para después volver a su trabajo sin darle mucha importancia. Se levantó de la mesa, dispuesta a enseñarle a su padre que no era nadie para decirle como debía vivir. Además de que nadie —ni siquiera ella—, decía que sus planes eran cutres. Suicidas, estúpidos y sin sentido, sí, pero cutres... nunca
Se giró hacia Vetra, que estaba sacando vestidos, medias y zapatos suficientes como para empapelar el castillo entero y la mitad de otro.
—¿Qué quiere ponerse la princesa hoy? —le preguntó con una sonrisa en la cara, sosteniendo un vestido horrible de color blanco. Si se metía ahí dentro desaparecería debajo de una montaña de tul.
—Algo con lo que parezca una persona y no un cerdo vestido con ropas elegantes —le respondió con voz áspera y ronca.
Apartó a Vetra y empezó a revisar los vestidos una y otra vez, tirando al suelo los que no le gustaban sin siquiera preocuparse. La visión de las finas sedas y encajes tirados de cualquier forma en el suelo hizo que Vetra aguantara la respiración más de una vez y solo sirvió para que Tiaby disfrutara aún más. Si por ella fuera los habría echado todos dentro de la chimenea encendida tan solo para ver a la chica hacer esos ruiditos de disgusto.
—Este —dijo al fin Tiaby, alzando un vestido azul y blanco. El escote era idéntico al de Vetra, pero sin el dichoso encaje que ella tanto odiaba. La capa de bajo era blanca y la de arriba de un profundo azul marino. Tenía diamantes decorando el corpiño, y con cada movimiento las velas arrancaban destellos en ellos. No sabía por qué lo había cogido, pero le recordaba a algo. O a alguien. También podía ser porque era el último que quedaba, pero ¿qué más daba?
—¿Ese, princesa? ¿No sería mejor este rosa? —le preguntó su dama, recogiendo del suelo un vestido horrible de mangas abultadas lleno de flores y cantidades ingentes de encaje.
—No. Además, he dicho que no quiero parecer un cerdo. Quiero este.
Le tendió el vestido con una sonrisa que pretendía ser dulce pero que acabó siendo algo entre desprecio y risa. Vetra lo cogió y se dispuso a prepararlo todo. Llamó a otra dama que Tiaby nunca recordaba cómo se llamaba y que se encargó de arreglarle el pelo. La chica entró a su habitación mirando hacia el suelo, con las manos cogidas en el frente. Su pelo rubio estaba recogido en un rodete un poco más abajo de su coronilla. A ella también la odiaba. En realidad, odiaba a todo el mundo en ese castillo.
El suyo era un aspecto extraño, sentenció de nuevo mientras se miraba al espejo del tocador. Su pelo era del blanco más puro, idéntico al de su madre, la difunta reina Dahana. Era casi lo único que sabía de ella, porque todo el mundo se había negado siempre a contarle algo de su madre; era como si hasta su nombre hubiera desaparecido después de morir. En realidad, Tiaby ni siquiera sabía cómo había muerto. También se lo habían ocultado siempre y por mucho que preguntara, lo único que sabía la gente de su madre era que había venido de Isla Bella y que jamás salía de su habitación. Nada más.
Su madre le había heredado su cabello, pero sus ojos castaños eran el legado de su padre y seguramente también lo único que recibiría de él. El resto no sabía de dónde venía; los pómulos altos y la nariz pequeña. La barbilla pequeña y la boca grande, con labios finos. La piel era pálida y llena de pecas, sobre todo en la nariz y en la frente. «De padre no, eso seguro —se burló por dentro».
Tiaby se mordió el labio inferior, siempre lo hacía cuando estaba nerviosa o le molestaba algo. La chica sin nombre le retorcía el grueso pelo, intentando formar un moño a la altura de su nuca. Le dio tirones y tirones sin conseguir nada más que arrancarle pelo y enfadar más a Tiaby.
—Para ya. Lo llevaré suelto —le dijo ya levantándose del pequeño taburete. Cogió los pequeños ganchos que había conseguido encajar en su pelo y tironeó de ellos hasta que su cabello cayó hasta la mitad de su espalda—. Quiero un baño, Vetra.
La chica, de apenas quince años, salió junto con Vetra a buscar agua. Mientras, Tiaby se quitó la camisa azul, el chaleco blanco y el pantalón castaño claro. Iba descalza así que no hizo falta quitarse botas ni zapatos de tacón. Se colocó una bata de seda y esperó apoyada en la ventana abierta.
Bajo ella, las últimas luces del atardecer iluminaban de una forma especial la ciudad de Mirietania, antigua como pocas, pero pobre como casi ninguna. Sus casas eran de madera y no de piedra, como acostumbraban a ser las nuevas capitales. El castillo estaba emplazado en una colina muy alta que terminaba en un precipicio y en el mar. Desde su ventana, en una de las torres laterales del castillo, se podía ver una parte de la ciudad y el río que se adentraba hacia el interior de Sarath bordeando la capital del reino y que servía de frontera con Arcaea, el país vecino.
Tiaby vio el viejo Templo de Addros, con su tejado de bronce que brillaba con intensidad bajo los rayos anaranjados del sol y que se reflejaban en él con suavidad. Las vidrieras estaban también iluminadas, con los dibujos que representaban a una Mirietania idealizada. Ella siempre había pensado que no se parecían en nada a la verdadera ciudad, pero suponía que debían mostrar una imagen lo más bonita posible y no la podredumbre que se escondía en cada rincón.
Cansada de mirar el aburrido templo en el que se iba a pasar el resto del día, fijó la mirada en el mar, que se encontraba justo bajo ella. Desde su habitación era capaz de escuchar el envite de las olas contra los enormes acantilados en los que se asentaba el castillo.
El olor a mar la embriagó y la hizo sentirse viva. Una racha de viento especialmente fuerte movió los postigos de cristal y le abrió la bata. No le dio importancia. Su mente estaba en las olas, en las corrientes y en el esfuerzo de nadar. No había nada que le gustara tanto a Tiaby como lanzarse al mar y nadar durante horas hasta que su piel estaba arrugada y fría. La sensación de inmensidad que sentía, de no ser apenas nada entre tanta agua, hacía que se olvidara de sus problemas.
Tuvo que volver a la realidad cuando las chicas entraron, cargando con grandes jarras de porcelana llenas de agua hirviendo. Entre las dos llenaron la bañera de cobre que se escondía detrás de un biombo blanco con flores y se marcharon. Siempre les pedía que la dejaran sola para bañarse, tal vez porque era una de las pocas cosas que sabían que harían sin rechistar mucho. Después de tanto pedirlo ya no tenía ni que decirlo.
Se metió en la bañera de cobre y se relajó. Pronto, el agua se volvió más turbia de lo que debería. Recordó los paseos de la noche anterior, intentando que nadie la reconociese. Se había ido hasta la parte baja de la ciudad, la que estaba cerca de la muralla, y se había metido en la primera taberna ruidosa que vio. La Gacela Blanca era su favorita. El ruido de los vasos, las conversaciones, los gritos... todo le gustaba, sobre todo si estaba en compañía de sus amigos. Eran un par de locos, borrachos y que la incitaban en todas sus tonterías, animándola en cada idea, ya fuera mala o suicida. Mikus había llegado tarde, con varias botellas robadas que se bebieron entre risas. Después, ella y Mikus habían subido a las habitaciones de la taberna para pasar una buena noche.
Solo de recordarlo se puso roja de vergüenza. Se hundió en el agua, aguantando la respiración, como si eso hiciera que los recuerdos de la noche que habían pasado juntos se desvanecieran. No lo hicieron y en el fondo, Tiaby tampoco quería olvidarse de ellos.
—Me queda poco tiempo para vivir como yo quiero —dijo en un susurró para sí misma. Tragó saliva para intentar bajar el nudo que se había formado en su garganta.
Hacía semanas que lo sabía. Sabía que su padre estaba preparando algo especial para ella, algo que no le iba a gustar. Y a Tiaby no le había costado mucho llegar a la conclusión de cuál iba a ser la sorpresa, sobre todo cuando Aaray, su madrastra, ni siquiera lo había negado cuando le había preguntado.
Dos semanas antes, Tiaby había acudido a las habitaciones personales de Aaray y se lo había preguntado, incapaz de seguir con la duda. Ya lo había supuesto, pero necesitaba confirmarlo. Aaray ni siquiera había intentado mentirle o engañarla; ella no era así y era de las pocas cosas que Tiaby agradecía de su madrastra.
La había encontrada en su sala, una habitación cuadrada llena de tapices y alfombras de Lagos, su país natal. En el centro había una mesa baja rodeada de sillones mullidos y sofás con cojines; en una pared se encontraba la chimenea, apagada a pesar de que esa mañana hacía fresco. Aaray estaba sentada en uno de los sillones, con un bordado entre las manos al que no parecía prestarle mucha atención. Cosía con apatía, como todo en ella. A veces Tiaby pensaba que la vida de Aaray consistía en eso: ser apática con todo, hasta con su propio hijo.
Al no ver a su hermano Cass, Tiaby se había adentrado en la habitación. Era todavía temprano y la luz del sol entraba a raudales por las estrechas ventanas de la sala de estar, iluminando la estancia y sacando brillos a las pequeñas figuras de cristal que estaban esparcidas por todo el lugar. Ese lugar siempre le había parecido un remanso de paz en medio de la locura del castillo. Una pena que no pudiera pasar más tiempo allí.
—Te va a casar. No sé todavía con quien, pero dudo mucho que te guste —le había dicho antes siquiera de que preguntara. Aaray y ella no se llevaban mal, aunque tampoco bien. Sencillamente tenían una relación rara y difícil de catalogar. Había algo extraño en esa mujer, algo en la forma de mirar a Tiaby, como si estuviera esperando ver a otra persona en vez de a ella. Al final lo había aceptado, pero le seguía pareciendo curioso—. Haz como que no sabes nada, ¿entendido? —había continuado la mujer, sus dedos jugaban con la aguja de coser, frotándola con suavidad—. Se supone que tú no debes saber nada de esto y a tu padre no le hará gracia que te hayas enterado.
—Tampoco se ha molestado en ocultar que estaba preparando algo —había mascullado Tiaby. Se había tirado en el sofá contiguo al de Aaray, de una forma muy poco elegante que, sorprendentemente, sacó una sonrisa en la otra mujer. Era curioso cómo, a pesar de todo, Tiaby se sentía mucho más cómoda con Aaray que con su padre. Con él siempre había sentido que era un estorbo en sus planes.
—De todas formas, intentaré que la persona que busque a tu padre sea adecuada. Para ti —había añadido con una ligera sonrisa cómplice que había iluminado su piel cetrina. El ligero acento de Aaray, plagado de erres, le hizo sonreír. Siempre le gustaba escucharla hablar.
—Gracias, supongo. —Tiaby se había levantado para marcharse, pero de repente Aaray había alzado una mano y le había aprisionado el brazo con unos dedos delgados pero fuertes.
—Tiaby, no hagas ninguna locura. No voy a decirte que tu padre te desea lo mejor porque ambas sabemos que eso es una mentira, pero lo último que deseo es que te haga daño a ti. Ya ha hecho suficiente daño —había susurrado, con voz tan queda que apenas la escuchó. Pero en seguida se recuperó y siguió hablando—. Sé inteligente, obedece las próximas semanas y tal vez tu padre esté lo bastante contento como para buscarte un marido sin estar movido por el odio.
—¿A ti te dijeron lo mismo cuando te prometieron? Debiste molestar mucho a tus padres para que te casaran con él.
Aaray había soltado una risa ácida y poco después la había soltado. Tiaby se había frotado la muñeca adolorida; la marca de sus dedos había permanecido varios minutos en su piel, como un recordatorio de su conversación.
—No sabes nada, Tiaby y casi mejor que así. Vete, ya sabes que a tu padre no le gusta que te veas conmigo.
Ella había obedecido, desconcertada por las últimas palabras de su madrastra. Recordaba haber regresado a su habitación y esa misma noche había hecho todo lo contrario de lo que le había sugerido Aaray. Esa noche y la siguiente y la siguiente a esa.
Ahora, cuando estaba casi segura de que su padre había organizado todo eso para anunciar su compromiso, Tiaby se arrepentía de no haber seguido su consejo. Tal vez Aaray fuera extraña, pero de una forma u otra siempre había estado allí para ella y había intentado protegerla a su manera. Suspiró y sacudió la cabeza. Ya de poco le servía lamentarse: se había encargado personalmente de que le llegaran pruebas a su padre de lo que hacía por las noches, aunque él ni siquiera había tratado de detenerla. Otra persona habría pensado que no le importaba, pero ella sabía que su padre solo se estaba reservando para la gran noche. Para esa noche. Y ella le había servido en bandeja de plata su propia cabeza.
Se levantó de golpe y el agua corrió por su cuerpo. Hacía tiempo que se había enfriado y ella se había quedado helada allí metida, pero había estado demasiado enfrascada en sus propios pensamientos y lamentos como para darse cuenta de que tenía la piel de gallina.
—¡Vetra! —gritó mientras salía y se volvía a poner la bata, cubriéndose en un vano intento de entrar en calor. Pero dio igual; era como si el frío se le hubiera instalado en los huesos.
Tiaby escuchó sus pasos apresurados que subían por la escalera que llevaba a su habitación. Mientras subían, ella se secó sin muchas ganas con unas toallas blancas que habían dejado encima de la cama. La puerta se abrió y entraron las dos chicas.
—Ayudadme con este maldito vestido. Así podremos terminar cuanto antes con la ejecución —les dijo.
Vetra alzó la mirada hacia ella, asustada.
—¿Ejecución? ¿De quién?
—La mía, ¿no estaba claro? —Tiaby soltó una carcajada llena de amargura.
Ninguna contestó y casi que le pareció mejor así. Ahora, todo lo que hacía apenas unos minutos, unas horas atrás, le había parecido divertido, sabía a cenizas en su boca. Ni siquiera tenía ganas para divertirse pinchando a Vetra, así que solo se dejó hacer por las chicas.
No le gustaba que la ayudasen, pero para colocarse los pesados vestidos era necesario y hasta ella, cabezota hasta el fin como era, reconocía que no podría vestirse sin su ayuda. Primero le colocaron una camisa interior de lino y después le ajustaron el corsé, apretando tanto que Tiaby estuvo a punto de gritar. No estaba acostumbrada a llevarlos. Encima le pusieron otra camisa, pero mucho más fina y elegante. Entre las dos le pusieron el can-can, hecho de tela y anillos de metal que tan solo hizo que no pudiera moverse más de dos pasos seguidos. Las enaguas lo siguieron y, por último, el propio traje. Los zapatos de tacón azules le empezaron a hacer daño nada más ponérselos.
El vestido pesaba y llevaba capas y capas de tela fina y sedosa por dentro. Cuando acabó de vestirse, Tiaby apenas podía moverse. El sudor le corría por la espalda a chorros y deseó poder quitárselo todo y darse otro baño o, al menos, poder secarse el sudor con el aire fresco que entraba por la ventana.
La arrastraron de nuevo al tocador y empezaron a maquillarla, intentando esconder detrás de capas de color los pequeños granos de sus mejillas. «Los dieciocho son la peor mierda que pueda existir —se dijo a sí misma mientras las chicas le ponían potingues en la cara». De nuevo, no estaba acostumbrada a maquillarse.
Cuando ya creía que había terminado, Vetra insistió en recogerle el cabello con una cinta azul y ella solo asintió, cansada. Por último, colocó una cinta idéntica de raso alrededor de su cuello y a Tiaby le pareció una buena idea; al fin y al cabo, en unas horas su padre terminaría de asfixiarla y la lanzaría a los pies de quien fuera su prometido.
Se levantó del taburete tambaleándose por el peso del vestido y se encaminó hacia la puerta, intentando no caerse. Aunque tal vez si se caía y se rompía un tobillo, o incluso una pierna, no tendría que asistir a esa tortura. Estaba pensando seriamente en caerse por el último tramo de escaleras cuando la chica sin nombre la detuvo gritando:
—¡Princesa! Le falta el abanico. —Le alargó un gran abanico blanco. Las varillas estaban decoradas con pequeños corazones de lapislázuli. Era tan ridículo que Tiaby estuvo a punto de no cogerlo, pero se le ocurrió una mejor idea.
Tiaby lo cogió y bajó las escaleras. Los escalones de piedra eran irregulares y estaban muy gastados, al igual que las paredes, llenas de muescas. Con el pesado vestido por las rodillas, los tacones inestables y la naturaleza más bien torpe de Tiaby fue un milagro (o una desgracia) que no se cayera rodando por las escaleras. Grandes antorchas colgaban de sus ganchos en las paredes, iluminando la escalera de caracol. Su habitación se encontraba en lo alto de una torre y, bajo de ella, solo había escaleras. La suya era la única habitación de todo el torreón.
Cuando llegó a una de las ventanas estrechas y sin ventanas que le daban luz a la escalinata, lanzó el abanico con fuerza. Contempló cómo volaba y después caía al mar, hundiéndose.
—Listo. Esa cosa ya no vuelve —dijo sonriendo para sí misma.
Bajó el último tramo despacio, sin prisa por llegar a ninguna parte, hasta que apareció en un largo pasillo lleno de tapices y alfombras. Los tejidos estaban deshilachados, pero todavía mantenían su belleza. A su padre le encantaban los tapices de caza, aunque Tiaby ya estaba un poco cansada de ver tantos perros atacando a ciervos y jabalíes.
El pasillo desembocaba directamente en la sala del trono, cuadrada y oscura a pesar de que las lámparas estaban encendidas, cada una de las seis que decoraban el techo. Las mesas estaban pegadas a las paredes y los cocineros estaban colocando enormes platos de distintos tipos de carnes, pescados y sopas con mucho cuidado de no manchar los preciados manteles blancos y verdes. Pequeñas mesas estaban colocadas alrededor de la pista de baile, con dos o tres sillas a su alrededor. Unas escaleras subían hasta tres tronos, todos hechos de madera oscura y cada uno con un dibujo grabado en el respaldo. El de su padre, un barco de guerra, de grandes velas blancas; el de su madrastra, un gran árbol de hojas moradas. Y el de su hermano, unas olas llenas de espuma blanca.
Tiaby tragó con fuerza al ver los tres tronos, pero continuó avanzando. Salió por la gran puerta del castillo y acabó en la plaza, donde Aaray la esperaba junto con Cass, su hermano de apenas diez años. La piel cetrina de su madrastra era idéntica a la de su hijo, al igual que su pelo negro y la nariz aguileña. Los ojos azules de la reina la escrutaron mientras bajaba los escalones resbalándose de una manera muy poco elegante. Su hermano le sonrió y la miró con sus grandes ojos castaños, idénticos a los de ella. Tiaby no le correspondió. Nunca lo había hecho y nunca lo haría.
Aaray vestía con sencillez, un vestido violáceo de mangas estrechas que se ampliaban y caían hasta casi el suelo a partir de las muñecas, con el corsé plagado de pequeños diamantes en forma de lágrima. Llevaba un fino cinturón de plata que combinaba con la delicada corona de plata y ónice que decoraba su cabeza. Cass iba muy parecido a su madre, como si fuera un pequeño clon de Aaray; la corona del príncipe estaba torcida y caía hacia su frente de manera poco apropiada.
Cass se giró hacia su madre y empezó a parlotear sobre a saber qué cosas, pero Aaray tenía los ojos fijos en ella. Tiaby notó la mirada desaprobatoria de la otra mujer puesta en ella; no le hizo falta preguntarle. Sabía perfectamente porque estaba enfadada. Aaray había intentado que su padre no dirigiera su ira hacia ella y Tiaby solo se lo había puesto difícil. Solo esperaba que no lo hubiera pagado con ella. Tragó saliva con fuerza y revisó el rostro de Aaray, pero no había ninguna marca, aunque eso tampoco significaba nada; bien podía tener marcas escondidas bajo el vestido.
Tiaby quería acercarse a ella y preguntarle si estaba bien, pero sabía que no podía. A su padre nunca le había gustado que ellas estuvieran juntas mucho tiempo; si lo hacía, sería peor para ambas.
Así que se quedaron de pie delante de la puerta del castillo. Tiaby se sujetó las manos con fuerza delante de ella, tratando de controlar los temblores que le sacudían el cuerpo de arriba abajo. Tenía miedo. Era la primera vez que lo admitía para sí misma, pero así era. Tenía miedo de lo que sucedería a continuación, de la persona que habría buscado su padre para ella, de tener que marcharse de Zharkos. Porque tenía claro que le habrían buscado un compromiso que, tras la boda, la obligara a marcharse del reino. Su padre no la querría allí, no querría que existiera la posibilidad de que Tiaby pudiera revolotear por la corte y tener que encontrarse con ella.
Sacudió la cabeza. Si seguía pensando en ello, terminaría por echarse a llorar delante de todos. Ya tenía los ojos llorosos y se tuvo que limpiar una lágrima que amenazaba en caer de la forma más disimulada posible.
Aún tuvieron que esperar a su padre un buen rato, envueltos en un silencio difícil de digerir, pero cuando vio que por fin se abrían las puertas del castillo, el temblor solo se incrementó. Ahora no solo debía tener a su padre metido en la cabeza, sino que además iba a tener que soportar sus miradas de odio.
El rey salió solo, sin ninguno de sus consejeros siguiéndole. Tiaby tuvo que hacer una reverencia, aunque estaba segura de que no se debía hacer con cara de querer vomitar encima de los zapatos del rey. Su padre era un hombre alto, de ojos y pelo castaño claro, con unas pocas canas; el cabello lo llevaba largo y apartado de la frente por una gran y pesada corona de oro con incrustaciones ovales de esmeraldas. Vestía con un jubón verde oscuro y unos pantalones de color marrón remetidos en unas botas altas negras. Una pesada capa también marrón le caía de los hombros hasta el suelo, sujeta por un broche en forma de hoja de roble, el símbolo de la ciudad de Mirietania. Un roble enorme decoraba la capa del rey; era el escudo del Reino de Zharkos, bordado en hilo de oro.
Se colocaron mirando hacia la plaza de la sirena, redonda y mal iluminada por unos pocos faroles que colgaban de las altas farolas. La enorme fuente blanca estaba en el medio de la plaza. La sirena miraba a Tiaby con ojos tristes, como si deseara estar en cualquier otro sitio; cualquier lugar sería mejor que estar sujetando aquella caracola contra sus labios de piedra. Ella se sentía igual, con las manos cogidas delante y mirando el suelo como si fuera algo fascinante. Era mejor eso que tener la posibilidad de encontrarse con los ojos de su padre puestos en ella.
Los reyes de Lorea tardaron más de quince minutos en llegar, y si hubiera sido por ella jamás habrían llegado. El rastrillo de metal subió con un chirrido que le hizo estremecerse y los cuatro caballos blancos entraron tirando de un carruaje enorme de color gris plata, traqueteando por el mal estado de las baldosas. Rodearon la fuente y se colocaron delante de la escalera. Más de cincuenta caballeros, armados con arcos, espadas y lanzas, siguieron al carruaje. Todos llevaban el mismo símbolo grabado en sus capas; dos espadas entrecruzadas con una estrella en medio. Las armaduras negras (de metal al estilo del Reino de Vyarith) estaban veteadas de morado, violeta y plata, sobre todo en las hombreras, brazales y rodilleras.
Un hombre recubierto de metal negro y con una capa morada se bajó del caballo con un salto y abrió la puerta del carruaje. Se arrodilló unos segundos y sacó una escalerilla plegable plateada.
Una bota negra salió primero, seguida de la otra y del resto del cuerpo del rey Alekos. Era un hombre pequeño, de pelo negro y ojos de un color azul desvaído, diminutos, como los de un ratón. Tenía la nariz grande, desproporcionada con el resto de su cara estrecha y sin mucha carne por lo que los pómulos se marcaban bastante. La boca del rey era pequeña, de labios finos y siempre fruncidos, como si estuviera molesto por algo. La corona era una simple banda hecha de oro, con incrustaciones de amatistas en forma de diamante.
El rey vestía con una capa negra y morada sobre un jubón y pantalones también negros. Al verlo, Tiaby no pudo hacer más que intentar esconder su risa en una fuerte tos no muy convincente.
Después del rey bajó la reina Bissane, con su alto moño rubio platino, sus facciones marcadas y su figura delgada. Los ojos azules miraron a su alrededor con desprecio antes de bajar del carruaje.
Al ponerse a la misma altura que su esposo, Tiaby se dio cuenta de que era mucho más alta que su marido. La reina vestía con los mismos colores que el rey Alekos, con un largo vestido negro con un profundo escote en forma de pico que dejaba al descubierto el nacimiento de los senos y decorado con amatistas alrededor; la capa de un tono morado profundo, casi negro, caía hasta el suelo, aunque solo de verla tan abrigada Tiaby empezó a sudar. La corona de la reina era idéntica a la del rey, pero en vez de amatistas la tiara estaba decorada con rubíes de un intenso color rojo sangre.
—¡Bienvenidos, bienvenidos! —gritó su padre mientras bajaba los escalones. Estrechó la mano al rey Alekos con fuerza, dándole unas cuantas palmadas bastante fuertes en la espalda; después le dio un beso a la reina en la mano. Los dos reyes seguían mirando con desprecio y aburrimiento a su alrededor. Tiaby se preguntó si se estarían arrepintiendo del compromiso.
—Sí, por fin hemos llegado. El camino era horrible, solo había baches. Me dieron dolor de cabeza —dijo el rey Alekos mirando inexpresivo a su padre y tocándose delicadamente las sienes.
El rey Yyn se rio sin saber qué hacer. Buscó frenéticamente con la mirada la ayuda de la inexpresiva Aaray, que no había movido ni un solo músculo desde que los reyes habían bajado del carruaje.
—¡Aaray! ¿Por qué no les enseñas sus reales habitaciones? —le dijo a la reina, en un intento de librarse de ellos. Vio los ojos desesperados de su padre y tuvo que hacer un gran esfuerzo por no reírse. Le hacía mucha gracia su padre: intentaba hacer que Tiaby se comportara como una princesa, pero él, en cambio, no se comportaba como un rey ni mucho menos.
—Sí, claro —respondió Aaray mientras se volteaba, sujetando la mano de Cass con fuerza—. Seguidme, os mostraré la forma de recorrer este laberinto.
Los reyes de Lorea siguieron a su madrastra hacia el interior del castillo. Tiaby escuchó la voz de Cass, relatando innumerables cosas sobre el paisaje, los animales y sobre cualquier cosa que su hermano hubiera leído en uno de sus libros. Por primera vez, Tiaby vio cómo podía utilizar a Cass para sus planes; estaba segura de que, si dejaba a su hermano a solas cinco minutos con los reyes de Lorea, acabarían por irse tan solo para alejarse del insoportable niño. Su padre se acercó a ella con gesto amenazante, levantando el puño y agitándolo enfrente de la cara roja por aguantarse la risa de Tiaby.
—Como no te comportes... —le susurró con los dientes apretados. «¿Qué vas a hacerme? ¿Casarme? —pensó Tiaby, pero fue lo bastante inteligente como para callarse sus respuestas».
—Sí, mi rey —dijo en cambio, con una reverencia e intentando imitar la voz de Vetra. Se pisó el dobladillo del vestido y se cayó hacia delante, golpeándose la cabeza con la barbilla de su padre. «Joder, con lo bien que me había quedado —maldijo Tiaby mientras se enderezaba y se frotaba la coronilla adolorida».
—No eres más que una decepción constante —gruñó su padre, repasándola de arriba abajo con la mirada y una mueca de desprecio en la cara. A Tiaby no le importó, o al menos eso se dijo a sí misma para intentar acallar la vocecita interior que le decía que debía enderezarse, hablar bien y comportarse como su padre deseaba. En el fondo (pero muy en el fondo), Tiaby seguía siendo la niña que deseaba complacer a su padre. Sin embargo, la parte que odiaba todo aquello solía imponerse sobre los deseos de la niña buena.
Su padre gruñó una última vez y entró al castillo, aún murmurando sobre cómo era un fracaso de hija y que no sabía cómo había salido tan mal con lo bien que la había criado. Al escuchar al rey decir que, supuestamente, él la había criado apenas pudo contener la risa. Cuando vio a su padre desaparecer por algún pasillo, estalló en carcajadas que la dejaron doblada por mitad. Los soldados de Lorea que aún quedaban en la plaza la miraron extrañados, a diferencia de los caballeros de Zharkos, que seguramente ya estaban acostumbrados a las tonterías de Tiaby.
Cuando consiguió dejar de reírse, los hombres del rey Alekos ya habían entrado en los barracones de los soldados, desde los que salían risas, canciones y bromas. Tiaby pensó en entrar a las casitas y divertirse un rato. Tal vez incluso podría llamar a Mikus y a Basra, sus amigos, aunque no sería lo mismo sin Efyr y su cara de muermo. Decidió que no valía la pena, que podía divertirse ella sola en su mente. Además, lo último que quería era molestar más a su padre.
Tiaby se secó las lágrimas y entró al castillo, soltando débiles carcajadas de vez en cuando. Caminó hacia la sala del trono, donde esperaban a que toda la comitiva estuviera preparada antes de ir al Templo de Addros. Los reyes de Lorea parecían clavados al suelo, con las espaldas tiesas. En comparación con ellos, su padre parecía un mendigo dentro del castillo. Al verla aparecer, el rey Yyn hizo un pequeño movimiento de cabeza que hizo que los guardias que protegían la sala se movilizaran. Los reyes salieron por un arco medio escondido detrás de un gran tapiz, un pasaje que los llevaría directamente al camino que conectaba el castillo con el templo.
Tiaby miró a su alrededor, pero no vio por ninguna parte a los hijos de los reyes. Sabía que tenían dos hijos. El heredero de la corona, Galogan, era dos años mayor que ella, mientras que el segundo, Mirren, tenía su misma edad. Tiaby también sabía que había dos gemelas de ocho o nueve años, pero para lo que a ella le interesaba en ese momento, no eran importantes. Si los planes de su padre seguían adelante, pronto las conocería.
Se preguntó dónde estarían los príncipes, o si se habrían molestado siquiera en venir. «Ojalá no. O sí, no tengo claro que es mejor». La cabeza de Tiaby ya no sabía discernir que era mejor o peor para ella.
Ella se encaminó detrás de su padre, pero Aaray, que no se había movido, la cogió del brazo y tiró de ella con fuerza, impidiendo a Tiaby seguirlos.
—Sé cuidadosa a partir de ahora —le susurró. Sus dedos se habían vuelto de hierro alrededor de su brazo. La sala se iba vaciando cada vez más y ellas no podrían permanecer mucho más tiempo allí plantadas o la gente se preguntaría qué hacían; no les convenía que llegara a oídos de su padre.
—¿Qué más da? Una vez me case no podrá hacerme más daño. Tal vez incluso sea mejor así, me libraré de él por fin y las dos viviremos más tranquilas.
Aaray se separó de ella lo suficiente para que Tiaby pudiera mirarla al rostro; la mujer negó unos segundos con la cabeza.
—Si fueras inteligente y valiente —continuó, su voz apenas un susurro—, mañana no estarías aquí a mediodía.
Y se fue sin más. Le soltó el brazo y se encaminó tras el resto a paso vivo; sus botas de tazón resonaron contra el suelo de madera de una habitación casi desierta.
Tiaby tragó saliva con fuerza y se frotó el brazo adolorido antes de seguirlos. Para su mala suerte, ella no era ni inteligente ni valiente.
¡Espero que os haya gustado!
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