Capítulo 3
10 de abril.
A Itaria le encantaba escalar cualquier cosa: muros, árboles, torres. A ella le daba igual con tal de que se pudiera agarrar a algo y trepar. Le gustaba la sensación de estar en lo alto, de contemplar lo pequeño que se veía el mundo desde las alturas; la sensación del viento sobre la piel, los olores nítidos y limpios de la naturaleza y los sonidos amortiguados que llegaban hasta allí.
Cuando era pequeña, su padre siempre se asustaba al verla encaramada a los altos muros de su castillo, saliendo por las ventanas aferrándose a los marcos y escalando hasta los tejados de las torres. Se había llevado más de una regañina por hacerlo, hasta que al final comprendió que Itaria jamás dejaría de escalar; solo le había hecho prometer que iría con cuidado.
En ese momento, mucho años después de esa promesa, se movía por entre las ramas de los árboles con la misma facilidad que otros caminaban por tierra firme, saltando de una rama a otra a la vez que comprobaba que soportaban su peso. Caminaba con las puntas de los dedos, delicada y cuidadosamente.
Encontró un buen lugar donde quedarse, cerca de la cumbre del árbol donde las ramas estaban separadas entre sí y se había formado un pequeño boquete que dejaba ver el cielo estrellado.
Se sentó pegada al tronco del árbol, con el estoque dorado y negro entre las manos. A pesar de que había aprendido a usar el arma a los siete años, hacía tanto tiempo que no la empuñaba que ahora sentía su peso extraño. En los últimos tiempos en la torre, había ido dejando de hacer muchas de las cosas que antes eran sagradas: entrenar con la espada, practicar su magia, cuidar el pequeño huerto que había tras la torre. La monotonía le había ganado después de tantos años encerrada allí, pero ahora maldecía internamente por haberse dejado ganar.
La rama en la que estaba se meció por la brisa. Itaria miró hacia abajo, a casi diez metros de altura, entre ramas nudosas y viejas, hojas y algún que otro nido colocado estratégicamente. De vez en cuando escuchaba algún pájaro piar o sentía las intensas miradas de los búhos.
Alzó la mirada y contempló la vista que se extendía delante de ella, muy a lo lejos. Desde tanta altura era capaz de ver ciertas luces que tan solo podían ser de ciudades o pequeños pueblos; seguramente pueblos, porque eran demasiado pequeños como para que resultaran ser de ciudades grandes. Además, como Itaria había comprobado, aquel reino (o lo que fuera), no contaba precisamente con muchas ciudades. Desde que el portal con el que contaba el Anciano las había dejado a las afueras del Bosque de Zelian, las hermanas habían deambulado de un lado para otro. Itaria había tratado de recordar los mapas que había visto siendo pequeña y los caminos que había recorrido tiempo después. Pero había sido muy difícil. Nada estaba como ella recordaba y le costaba orientarse.
La noche estaba despejada, un gran alivio después de las tres últimas noches de lluvia. Sentada en el suelo mucho más abajo y cruzada de piernas, estaba Mina; su cara pálida estaba cubierta de oscuridad y su pelo negro se confundía con las Sombras que constantemente la rodeaban, aquellas que parecían perseguirla cuando realmente la protegían. «La muerte protege a la muerte —pensaba siempre Itaria al verlas». Tan oscuras que tan solo eran detectables cuando se exponían a una luz muy brillante, las Sombras eran servidoras de la Diosa de la muerte y, por tanto, también de su Guardiana. A Itaria, en cambio, le daban verdadero pánico; no por nada ella era justo lo contrario a su hermana. La vida y la muerte deberían ser enemigas, no hermanas, pensaba siempre cuando miraba a su hermana jugar con sus siniestras protectoras.
—Ella mata, yo resucito. Somos un equipo unido —susurró Itaria mientras contemplaba las estrellas. Desde su torre no parecían tan pequeñas, ni el cielo tan grande, oscuro ni infinito como desde allí. Se preguntó que habría más allá de las estrellas y de la luna; se preguntaba dónde estaría el hogar de su Diosa, si tendría un fuego caliente en la chimenea, si la estaría viendo en ese mismo instante. Deseó tener a Flora delante de ella ahora: le habría escupido en la cara con ganas.
Se habían instalado en lo alto de una suave colina, protegidas por varios árboles centenarios, aunque muchos de ellos parecían haber vivido mejores épocas. Las hojas estaban secas y la hierba de un feo color amarillento a pesar de las intensas lluvias de los últimos días. Después de dos días y tres noches huyendo sin apenas descansar, las chicas estaban agotadas. Itaria calculaba que no deberían estar muy lejos de la ciudad de Koya. El portal las había dejado a las afueras de una ciudad abandonada y, aunque no estaba segura del sitio concreto, Itaria había concluido que, por la distancia que habían recorrido, sólo tendrían que estar a un día más caminando de la vieja ciudad. O eso esperaba porqué se les había acabado la comida, aunque aún les quedaba bastante agua.
—¡Itaria! Baja ya, no te veo y tengo miedo —le dijo su hermana de repente. Itaria rodó los ojos. Adoraba a su hermana, pero de vez en cuando le gustaba estar sola, algo que había sido casi imposible encerradas en aquella torre. Desde que habían escapado, Itaria buscaba momentos en soledad, donde poder trepar, correr o, simplemente, no hacer nada. Tal vez no tuviera la edad que aparentaba (parecía que apenas tuviera dieciocho o veinte años), pero ella se sentía como una chica joven. Suponía que era por haber vivido tanto tiempo encerrada y olvidada por todos. Bueno, por todos exceptuando a Myca Crest.
Itaria lanzó la espada como si de un cuchillo se tratase; se quedó clavada, temblando como una hoja bajo el efecto de un fuerte viento. Bajó del árbol con facilidad y, al llegar a las ramas más bajas, se dejó caer al suelo con un fuerte golpe, aunque no se equilibró bien y se tambaleó, acabando sentada sobre una pierna. Se levantó un poco dolorida, pero en el suelo y sin un rasguño.
—Te he dicho que no grites —reprendió a Mina. Intentaba cuidarla lo mejor que podía, pero apenas sabía qué hacer. Siempre había tenido a Ceoren para controlarla y encontrarse con un mundo tan cambiado tampoco ayudaba mucho a Itaria. Era extraño lo mucho que había evolucionado el mundo mientras ellas habían estado sumidas en aquel hechizo. Itaria aún recordaba las fiestas de máscaras en el palacio, las elegantes damas vestidas con trajes que eran verdaderas obras de arte, con peinados altísimos adornados con flores. Se preguntó si todo aquello aún seguiría existiendo o habría caído en el olvido como ellas y su reino.
Su hermana se quedó callada, mirándola con sus grandes ojos rojos. El vestido negro de Mina estaba sucio y desgarrado. Mina lo había roto a propósito la primera noche que pasaron fuera de la torre, como una especie de protesta que solo había conseguido poner de los nervios a Itaria. Su hermana estaba enfadada con ella por no haberle dejado llevar a su vieja muñeca. Pero Itaria había estado de acuerdo con Ceoren: Lina, la muñeca de Mina, era un peligro muy fácil de extraviar. Que los humanos pudieran acceder a un portal directo al Infierno no era buena idea y menos cuando ese portal a veces se abría sin ninguna explicación o por consecuencia de los ataques de Mina. No, mejor tener ese objeto alejado del mundo humano.
Ceoren le había asegurado que se haría cargo de la muñeca, aunque ahora... Se le hizo un nudo en la garganta al recordar la explosión de la torre. Odiaba a Flora y a los Dioses por muchas razones distintas, pero como durante aquella noche en la que vio como el que había sido su hogar se incendiaba con fuego mágico, Itaria susurró una rápida oración por Ceoren. «Por favor, que no esté muerta. La necesitamos».
Mina se cogió las rodillas con las manos y las apretó contra su delgado cuerpo. El movimiento hizo que Itaria sacudiera ligeramente la cabeza para borrar sus pensamientos y se centrara en su hermana. A ella sí que la podía ayudar y cuidar con actos y no con rezos que solo servían para aligerar su propia carga de conciencia.
—Tengo hambre. ¿No puedes hacer que crezca algo? Seguro que hay alguna planta que se puede comer por aquí —preguntó Mina, clavando su mirada roja en ella. La ira parecía calmada esa noche, e Itaria dio gracias por ella.
—No creo que sea capaz ahora mismo. He usado mucha magia esta mañana para crear ese puente. —Había necesitado mucha energía parar crear un puente de hiedra que les permitiera cruzar un ancho río y todavía se notaba los brazos y la cabeza pesados—. Tú podrías intentar cazar algo. He visto unos conejos por ahí, seguro que no te cuesta mucho.
Su hermana la miró asustada, como si el simple hecho de mencionar su magia le diera miedo. Sabía que Mina se sentía mal cada vez utilizaba sus poderes, pero no vio razón para no intentarlo cuando tenían hambre. Había veces en las que Itaria pensaba seriamente que los dioses se habían equivocado al darles sus poderes, que ella tendría que haber sido la Guardiana de la muerte y Mina la Guardiana de la vida.
—Mina, Enna te dio esos poderes para que los utilizaras, no para que los despreciaras —le dijo, intentando sonar razonable.
—No —respondió la niña mientras sacudía la cabeza con vehemencia—. Además, tú también desprecias tus poderes, como yo.
—Mis poderes no sirven de mucho en comparación con los tuyos. Y todo lo que nos ha pasado tiene una razón. —«Aunque yo no la entienda». Pero si eso hacía que su hermana la ayudara esa noche, mentiría una y otra vez. Itaria no estaba para seguir gastando magia, no cuando iba a tener que mantener durante toda la noche las guardas que había colocado a su alrededor.
Vio la furia en los ojos de su hermana, que se iluminaron de una forma terrorífica. Unas pequeñas llamas rojas empezaron a brillar en su interior, rodeando la pupila, temblando al mismo tiempo que Mina hablaba. Itaria supo que había metido la pata hasta el fondo y más allá.
—Entonces, ¿mamá murió porqué quisieron ellas? ¡¿Padre dejó que nos encerraran en la torre con madre Ceoren porque Enna y Flora estaban jugando con nuestros destinos?! —preguntó su hermana, levantándose y poniéndose a su altura, su voz elevándose cada vez más. Mina era bastante más baja que ella, así que la niña tuvo que levantar la cabeza para mirar a su hermana mayor a los ojos—. Pues yo no quiero. ¡Odio a Flora! ¡Odio a Enna! ¡Odio a todos los dioses del Anreth!
La pequeña pateó el suelo y golpeó varias piedras, mandándolas rodando colina abajo. Itaria intentó parar a su hermana, que iba gritando y pateando todo lo que se encontraba. Ella apretó los puños con tanta fuerza que los nudillos se tornaron blancos y las uñas se le clavaron en las palmas de las manos, dejando medias lunas sangrantes. Pero a Itaria no le importó el ligero pinchazo de dolor. Solo quería que su hermana se detuviera, que dejara de gritar, que parara. Siguió mirando a Mina, que aullaba como una loca, aporreaba el suelo y agitaba el puño pequeño con furia en dirección al suelo y al cielo, como si estuviera reclamando algo a los dioses.
—Mina, para. ¡Para! ¡¡Estate quieta!! —le gritó después de cinco minutos de eterna paciencia y de escuchar sus atronadores bramidos. No podía más, no lo soportaba.
La niña paró de repente al escuchar la voz enfadada de su hermana, aunque en los ojos de Mina solo vio que la furia, en vez de dirigirla hacia los dioses, ahora había encontrado un nuevo destino: Itaria.
Ella apretó los dientes con tanta fuerza que empezaron a rechinarle; las manos seguían cerradas en puños tan apretados que parecía que el hueso iba a atravesarle la piel. A diferencia de Mina, a Itaria le habían enseñado desde muy pequeña a controlar sus poderes y en pocas ocasiones perdía su dominio sobre ellos. Pero ahora... No sabía si era por toda la tensión que había ido acumulando a lo largo de esos días o por qué, pero de repente notó el latigazo de poder recorriendo su cuerpo y lo bien que se sentía... Dioses, hacía años que no se sentía tan bien.
Su alrededor parecía más vivo, con colores más vibrantes, como si se hubiera quitado una venda de los ojos que le había impedido ver el mundo tal y cómo era en realidad.
El azul de sus ojos también pareció cobrar vida: unos pocos rayos blancos los atravesaron y se entretejieron con el azul, iluminándose como dos faros en medio de la oscuridad reinante. De repente, un fuerte viento se alzó entre las dos hermanas, como si se estuviera creando un muro de aire que impedía que se mataran la una a la otra.
La tierra alrededor de Itaria se calentó y empezó a palpitar, como si de un corazón humano se tratase. Pum, pum, pum; lento, pero sin cesar, con palpitaciones tan fuertes que hacían retumbar la tierra y parecían querer atravesar el mundo para llegar a su núcleo. Se empezó a mover el suelo bajo sus pies, apenas un ligero temblor, pero hacía a Itaria tambalearse sobre sus pies, no del todo segura sobre si podría mantener el equilibrio. Apretó los dientes e intentó que las vibraciones cesaran, al igual que las palpitaciones.
«Aquí, no —pensó al notar que sus esfuerzos no daban resultado—, si aparecen no podré controlarlos». Los fuegos fatuos nacidos de la ira no era precisamente algo muy estable, y menos si se encontraba delante Mina con sus Sombras. No, Itaria no podía permitirse crear fuegos fatuos. Además, eso no era lo que ella había pretendido al dejar escapar de sus riendas sus poderes. El fuego podría hacerle mucho daño a su hermana sin que ella pudiera hacer nada para evitarlo.
Al otro lado del muro de aire vio como los ojos de Mina centelleaban de repente con un rojo tan vivo como la sangre; entre las dos crearon un extraño y espeluznante espectáculo de colores, luces y energías que las rodearon, saliendo de ellas sin ningún control, como potentes descargas eléctricas. Los poderes de ambas eran demasiado inestables, demasiado desconocidos para ellas mismas.
Las Sombras de Mina se arremolinaban a su alrededor, acentuando la oscuridad reinante de la noche. Aquellos seres (muertos vivientes, en realidad) se acercaron a Itaria, atravesando el grueso muro de viento que se había creado entre las dos hermanas; alargaban sus gélidas y oscuras garras hacia ella, tratando de agarrarla. Itaria notó como las manos y pies se le entumecían por el frío que creaban las Sombras. Intentó mover los dedos, pero no consiguió nada más que un dolor de cabeza por el esfuerzo; apenas sentía su propio cuerpo. Poco después, notó como los ruidos se iban amortiguando, haciéndose cada vez más y más tenues; su hermana la estaba dejando sorda y paralizada, o al menos lo estaban haciendo sus nada agradables amigas.
Notó como los ojos se le cerraban sin que ella pudiera hacer nada para remediarlo. Cada vez le costaba más pensar, un efecto secundario del frío y del drenaje de energía al que le estaban sometiendo las Sombras de su hermana. Recordó de repente la frase que siempre le decía Ceoren: La Muerte siempre le gana la partida a la Vida. Itaria y sus fuegos fatuos siempre perderían frente a Mina y las Sombras. Era una ley básica de la Naturaleza y ella no podría cambiarla.
Itaria estaba a punto de caerse al suelo, con las piernas tan débiles que apenas podían sostenerla, cuando notó que las Sombras se apartaban de su lado, llevándose el intenso frío con ellas. Aun así, nada evitó que las piernas le fallaran y que cayera al suelo, intentando que los ojos no se le cerrasen del todo. Todavía podía ver, al menos. Sabía qué estaba pasando.
Mina se acercó a ella despacio y se arrodilló a su lado, extendiendo una mano con la intención de acariciarle la mejilla; sin embargo, pareció cambiar de opinión a mitad de camino, porque dejó caer la mano en su regazo. Itaria vio como sus ojos rojos volvían a la normalidad con lentitud; los ojos de Itaria también dejaron de brillar y volvieron a su tono azul de siempre. Lo supo porque los colores se apagaron de nuevo y el mundo volvió a ser frío, apagado y gris como siempre.
Se levantó con cuidado, apretando dos dedos en las sienes para intentar calmar el dolor de cabeza que se le había metido; era como tener un tambor resonando en su cerebro. Mina no dejó de observarla en ningún momento, clavando en ella sus intensos y siniestros ojos rojos. Su hermana se acercó más a ella y apoyó la cabeza en el hombro de Itaria, buscando consuelo. No tuvo corazón ni fuerzas para decirle que ella también lo necesitaba.
—Lo siento —susurró Mina, con la voz ahogada por la gruesa trenza dorada de Itaria.
Itaria asintió sin apenas fuerzas.
—Lo sé —murmuró con tanta debilidad que apenas escuchó su propia voz.
Se quedaron un tiempo así, hasta que Itaria notó que Mina se había dormido apoyada en ella. La colocó con cuidado en el suelo y se levantó para buscar una manta en su mochila. Después regresó con su hermana y la tapó. En su interior se entremezclaban el cariño, el resentimiento y el odio a partes iguales.
—Ojalá no fueras tú durante unos instantes —susurró Itaria. Un nudo de lágrimas le aprisionaba la garganta al mismo tiempo que otras caían por sus mejillas. Sorbió por la nariz y se limpió las traicioneras lágrimas.
Quería mucho a Mina, era su hermana, al fin y al cabo, pero a veces le resultaba muy difícil. Y sin Ceoren con ellas, Itaria había pasado a un segundo plano y también todo lo que ella necesitaba. Mina siempre exigiría para ella más de lo que estaba dispuesta a dar. A veces ni siquiera parecía darse cuenta de que Itaria era una persona como ella, que sufría, amaba y podía sentirse triste también. Sabía que para ella había sido muy duro y traumático que la encerraran en la torre, pero parecía no entender que Itaria se había encerrado con ella a propósito. La torre había estado destinada solo a Mina.
Cuando su hermana nació, todos se dieron cuenta de que ella también era una Guardiana, como Itaria. Pero sus poderes eran magia pura y primitiva, demasiado poderosa como para que una niña pudiera controlarla, o al menos eso habían dicho los consejeros de su padre. El poder de matar con tan sólo un gesto de su mano y el control que tenía sobre diversos monstruos y venenos asociados con la magia infernal la convirtieron en un arma siendo apenas un bebé. Etrye se dividió en dos: los que querían utilizar ese poder para expandir los territorios del reino; y los que deseaban destruir a su hermana solo por haber nacido con esa magia. Por eso se había construido la torre, para proteger a Mina del mundo, pero también para proteger al mundo de Mina.
Tragó saliva con fuerza, arrastrando las lágrimas también, y se inclinó para darle un beso en la frente a su hermana. Cuando dormía no parecía capaz de hacer daño a nadie. Itaria se frotó los antebrazos llenos de cicatrices de forma inconsciente antes de levantarse. Todavía sentía los efectos de las Sombras en su cuerpo, pero al menos ya podía moverse. Se aseguró de que las guardas estuvieran bien colocadas; a continuación, buscó la otra manta y se acostó.
Los ojos se le cerraron inmediatamente cuando apoyó la cabeza en el duro suelo y no se despertó hasta varias horas después, cuando el sol del amanecer empezaba a vislumbrarse. «Puto sol —pensó al abrir los ojos y quedarse ciega durante varios segundos». No estaba acostumbrada a que hubiera tanta luz; en la torre apenas entraban unos cuantos rayos de sol por la mañana.
Enfurruñada, se dio la vuelta para intentar seguir durmiendo, pero ya no había forma. Siempre le pasaba lo mismo, una vez se despertaba era imposible que se volviera a dormir. Se levantó y, con mala cara, empezó a caminar, paseándose de un lugar a otro, contemplando el lugar, que bajo la naciente luz del día tenía un color increíble. Había una increíble extensión de hierba amarilla, que parecía dorada a esa hora de la mañana y que se extendía más allá de lo que Itaria podía vislumbrar. Los pocos árboles que crecían a los pies de la colina, pequeños, achaparrados y con las ramas nudosas, empezaban a florecer después de los meses de frío, con pequeños brotes negros. Ella reconoció enseguida el árbol que, con sus hojas negras y brillantes, era casi tan amenazante como el nombre con el que lo habían bautizado: árbol de la muerte. Mina era capaz de controlarlos ya que habían crecido de la misma magia con la que había nacido su hermana.
Itaria siguió caminando, estirando los brazos por encima de su cabeza, desperezándose. Había dormido fatal y mejor que nunca. Estaba tan agotada después del ataque de las Sombras que había caído rendida de inmediato y sin sueños; pero, a la vez, sentía que necesitaría una semana entera de sueño para notarse descansada de verdad.
Al recordar a las Sombras miró a Mina, que seguía durmiendo plácidamente, soñando a saber qué. A veces la envidiaba. Su hermana no parecía nunca estar preocupada por nada. En cambio, ella no sabía hacer nada más que preocuparse. Parecía ser su maldición.
—Mamá... —murmuró la niña al darse la vuelta, apoyando la mejilla en el brazo doblado bajo su cabeza.
«Mamá —pensó, como un eco silencio». Hacía años que Itaria no pronunciaba esa palabra. Su madre había muerto cuando ella tenía apenas un año, por lo que tan solo podía recordar su aspecto por los retratos que habían decorado el castillo de su padre. Había sido una mujer a la que le encantaba experimentar y que quería saberlo todo acerca de la alquimia, de la creación de pociones y de los encantamientos que hacían los brujos, aunque ella misma no lo fuera.
Pero todo aquello que su madre amaba había acabado siendo la causa de su muerte. Un día, uno de sus experimentos salió mal y acabó con ella en la tumba. Su padre se casó con la madre de Mina, Lady Marissa, cuando Itaria tenía seis años. Aunque la nueva esposa de su padre era una buena mujer, Itaria nunca estuvo del todo cómoda con ella. Tal vez fuera por sus ojos tristes o porque apenas hablaba, pero nunca habían llegado a cruzar más de dos frases en una misma conversación.
Poco después de que naciera Mina, empezaron los problemas, aunque su padre siempre había intentado ocultárselos.
No sabía que había pasado con su padre y Lady Marissa, aunque estaba claro que estaban muertos. Tampoco sabía que le había ocurrido a Etrye. Tal vez las guerras internas habían terminado por destruirlo. Itaria pensó en lo mucho que extrañaba su reino, su antiguo palacio. Durante todo el tiempo que había estado viviendo en aquella torre había tenido que contemplar el reflejo del palacio en el río, un oscuro recordatorio de que la torre y su reino no podían convivir porque se encontraban en realidades distintas, separados por cientos de hechizos más poderosos de lo que Itaria habría podido llegar a soñar. Ceoren había sido la artífice de todo aquello. Por eso se negaba a creer que hubiera muerto en la explosión. Era una bruja poderosa, seguro que habría logrado escapar antes de que todo estallase.
Volvió a mirar a Mina. Sabía que no debería alegrarse, pero no podía evitar hacerlo. Con toda la atención que había recibido Mina, los poderes de Itaria habían pasado desapercibidos. Sabía que no podían igualarse, pero también sabía que muchos la habrían utilizado hasta agotarla, hasta matarla si hubiera sido necesario, con tal de conseguir sus propósitos.
Levantó la mano y movió un poco los dedos, como si estuviera tocando un piano invisible. Salieron unas volutas de humo blanco que se retorcieron y ascendieron perezosas, desenroscándose en una extraña y fluida danza que la dejó hipnotizada.
Itaria sopló, echando el humo lejos de ella, colina abajo. A su alrededor la hierba amarillenta empezó a colorearse de un verde vivo e intenso, no tan intenso como los que veía cuando desataba sus poderes, pero casi. Los árboles se llenaron de un millón de colores; verde, rojo, violeta y rosa llenaron su campo visual, en una explosión de matices que llenó de vida la colina. Incluso el árbol de la muerte abrió un poco sus pétalos.
Su magia era la contraria a la de su hermana. Mina mataba e Itaria daba vida. Lo único que las dos poseían era la inmortalidad. Podían morir, pero solo por fuerzas mágicas o armas impregnadas de magia. Mientras no las hirieran, su salud sería perfecta y vivirían durante años, siglos.
La chica recogió el estoque mientras Mina volvía a removerse inquieta en la improvisada cama. Itaria había tratado de hacer que su hermana estuviera lo más cómoda posible, pero un suelo duro era un suelo duro siempre. Mina se despertó por fin con un gran bostezo y recorrió el lugar con una mirada todavía soñolienta.
—Tengo hambre —le dijo frotándose los ojos cuando la vio. Ella también tenía hambre, pero no sabía que darle a su hermana para comer.
—Lo sé —respondió, aún pensando. Podía hacer que crecieran algunas plantas, pero eso le consumiría una gran cantidad de magia y esa no sería una buena idea; todavía tenía que mantener los escudos alrededor de la colina y las guardas que complicarían que las encontrasen cuando se pusieran en marcha—. ¿Y si cazas algo? —preguntó Itaria al final.
Poco perdía por probar de nuevo. Si Mina usaba sus poderes se cansaría, porque estaba poco acostumbrada a utilizarlos y no sabía gestionarlos bien; eso le daría un respiro a Itaria. No tener que lidiar con posibles ataques le permitiría pensar.
Mina frunció el ceño y se quedó callada. Como si le hubieran pellizcado, se levantó y corrió colina abajo, agarrándose las faldas para no tropezar.
—¡Mina! —la llamó, pero su hermana siguió corriendo. Y en ese momento, en lo único que podía pensar ella era que Mina había salido del alcance de sus guardas.
Itaria se dio prisa en extender el escudo hacia su hermana, asegurándose de envolverla bien en su protección. Por fin, Mina se detuvo cerca de un árbol de la muerte, con sus pétalos medio cerrados. Ella apretó los dientes y sintió como estaba al límite. Nunca había tenido que mantener un escudo tan grande, pero no podía acercarse a Mina o tendría que desproteger la cima de la colina.
Sintió un pinchazo en su interior, en el pecho, y después otro en el estómago que le quitó la respiración; era como si le hubieran dado una patada. Aguantó como pudo, con el sudor bajando por su frente debido al esfuerzo. Se estaba agotando muy rápido.
Itaria no tenía ni idea de lo que pretendía hacer su hermana hasta que vio como arrancaba un par de flores negras con extrema delicadeza mientras murmuraba algo a gran velocidad. Los capullos que Mina había recogido y que tenía entre las manos empezaron a despedir un ligero brillo plateado que Itaria podía ver incluso desde la distancia. Su hermana se arrodilló en la hierba ahora verde y les sopló a las flores. Una ligera brisa se alzó de repente y se las llevó volando. Allá por donde pasaban dejaban una ligera línea plateada que se desvanecía en segundos. Poco tiempo después, Itaria escuchó un agudo chillido que se cortó de forma abrupta.
Itaria apretó el mango del estoque entre sus dedos. Estaba tensa. No creía que fueran a atacarlas, las guardas que había puesto detectaban la presencia de extraños con tiempo suficiente para prepararse, pero aun así...
Mina se levantó y movió con rapidez las manos. El árbol de la muerte que tenía al lado se retorció, estirando sus nudosas ramas con cuidado. Con un silbido de su hermana, varias ramas se juntaron y entrelazaron para, acto seguido, lanzarse hacia donde estaba el conejo muerto.
Mina volvió junto a ella, con la rama aún sujetando el cuerpo del conejo. Itaria hizo una mueca al verlo, pero tenía demasiada hambre para sentir pena. Todavía alerta, soltó el mango del estoque y alargó una mano para arrastrar a Mina hacia ella.
—¡Ay! Me haces daño —se quejó su hermana.
—No vuelvas a marcharte de esa forma, ¿entendido? —le dijo Itaria, deteniéndose de golpe al llegar a la cima de la colina. Mina la miró con furia, pero se dio cuenta de que ese mínimo uso de magia la había agotado; no tendría fuerzas para tener un ataque—. Mina, irte así puede ser muy peligroso. ¿Es que no puedes pensar ni un segundo antes de actuar?, ¿eh?
Como Mina no reaccionaba, Itaria la soltó con una sacudida. La niña miró hacia abajo, como si de repente sus pies se hubieran vuelto muy interesantes y, como una voz queda, Mina murmuró algo que Itaria jamás pensó que escucharía salir de los labios de su hermana:
—Lo siento.
No dijo nada más, pero Itaria tampoco lo esperaba; ya habría sido bastante difícil para ella pedirle perdón.
—Está bien —suspiró ella. Le dio la espalda a su hermana y se frotó el rostro con una mano; sentía el cuerpo flojo. Las piernas apenas le respondían, pero no podía sentarse en el suelo y dormir hasta recuperar las fuerzas. Tragó salía, se volvió de nuevo hacia Mina y siguió hablando—: Yo también lo siento, no quería gritarte. Pero me has asustado mucho, Mina, y no retiro lo que he dicho antes: jamás vuelvas a marcharte de esa manera, ¿entendido?
Su hermana asintió con la cabeza e Itaria dejó que se marchara. La niña se sentó en el suelo mientras las hojas del árbol de la muerte se afilaban, dispuestas a actuar como cuchillos. Se fijó en que no había ninguna herida en el animal, así que Itaria pensó que lo habría matado el veneno de las flores del árbol de la muerte. En realidad, no pasaba nada porque el veneno desaparecía al instante y dejaba una apariencia de muerte natural. Las hojas empezaron a quitarle la piel al animal y lo vaciaron bajo la atenta mirada de su hermana, que observaba fascinada el proceso. Mina odiaba sus poderes, pero le fascinaba la muerte.
Itaria empezó a buscar palos, gruesos, finos, de cualquier tamaño. Se fijó en que no estuvieran húmedos, eso fue lo único especial. Al final, consiguió reunir un buen montoncito. Mientras los recogía, sus piernas temblaban como un flan y varias veces se tuvo que apoyar en piedras o en el tronco de un árbol para no caerse. Los párpados le pesaban cada vez más, pero hizo un sobresfuerzo para mantenerse despierta y seguir alimentando con su magia las guardas. Dioses, como necesitaba tener a Ceoren a su lado...
Cuando volvió, el conejo ya estaba preparado, ensartado en un palo largo. Bajo un árbol había aparecido un pequeño montón de tierra removida; sospechó que allí estaría lo que restaba del animal. Apiló las ramas mientras su hermana la miraba, con las piernas cruzadas y una sonrisa en su cara.
—Vamos a cocinarlo primero —le dijo a Mina. Sabía que, si fuera por su hermana, se lo comerían crudo, pero Itaria era un poco más fina en ese aspecto. La sola idea le daba náuseas, pero al parecer a la más joven de las hermanas le gustaba más así.
Su hermana la miró unos instantes antes de sonreír, enseñando los dientes. Tenía restos de sangre en los colmillos y la lengua más roja de lo normal. Ahora ya sabía porque había enterrado lo que faltaba del conejo.
Itaria suspiró, ni siquiera intentó reñirla de nuevo, y se puso manos a la obra. Después de pasar tantos años cocinando en la torre se había vuelto toda una experta. Apenas pudo acabar de cocinarlo antes de ponerse a comer. El hambre la corroía por dentro después de estar todo un día sin comer.
Sabía que Mina la observaba, con los ojos rojos fijos en ella, pero Itaria miraba al cielo. Los rayos del sol se estaban intensificando y cada vez hacía más calor en aquella colina prácticamente desprovista de sombras. El sol calentaba su cara, sus brazos y le daba una falsa sensación de seguridad.
—Madre Ceoren... ¿la volveremos a ver? —preguntó Mina de improviso, aunque a Itaria le había extrañado que no mencionara antes a la bruja. Se había esperado que aquella pregunta mucho antes y, aunque había pensado y repensado una respuesta para ella, la verdad era que seguía sin saber qué decirle.
Lo que tenía claro era que Mina no sabía que Ceoren había estado en la torre cuando se incendió. Al final, decidió contarle una verdad a medias.
—No lo sé, Mina. Espero volver a verla cuanto antes, pero es posible que nuestros caminos se hayan separado de una vez por todas. —«Y tal vez sea de forma definitiva —no pudo dejar de pensar».
—La echo de menos.
—Yo también. Pero tenemos que seguir avanzando, ¿vale? Ceoren me prometió conseguir ayuda y encontrarnos si podía, pero para eso debemos movernos y buscar un lugar seguro.
Su hermana la miró y asintió con la cabeza a gran velocidad. Ninguna de las volvió a hablar. Itaria se limpió los dedos manchados de grasa en los pantalones. Se quedó mirándolos unos instantes y pensando en el momento en el que su ropa había sido nueva, bonita y brillante. Ahora estaba manchada de sangre, grasa y sudor, además de tierra. Sus botas también estaban llenas de barro y raspaduras en las punteras. Bueno, todo eso era lo de menos siempre que siguieran enteras y pudiera continuar caminando. Todo daba igual si podía seguir moviéndose.
Empezaron a recogerlo todo. Itaria enrolló los restos del conejo en unas hojas y lo metió con cuidado en una de las mochilas de caza que llevaban. Mina apagó el fuego y echó tierra encima de las cenizas. Por último, Itaria recogió el estoque, que estaba tirado en el suelo y lo guardó en su funda; se lo enganchó en el cinturón, en la cadera derecha. Itaria se echó las dos mochilas a la espalda y comenzaron a descender la suave pendiente de la colina.
¡Capítulo 3 publicado!
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