Capítulo 26
Arcar. 17 de mayo.
Por dentro, Mirren temblaba.
Dos soldados lo flanqueaban, sus armaduras emitían ligeros chasquidos del metal contra el metal cada vez que se movían. Mirren se cocía bajo el sol; dentro de su pesada armadura negra y con la pesada capa púrpura cerrada entorno a su cuello con un broche en forma de estrella, hacía tanto calor que pensaba que estallaría en llamas en cualquier momento. En la frente y rodeada de rizos dorados llevaba la corona. Su madre había insistido en que la llevara.
—Aunque no quieran, los soldados que sirven a tu hermano ahora, tendrán que obedecerte —le había dicho mientras Mirren se terminaba de poner la armadura con ayuda de su escudero—. Si ven la corona, recordarán dónde están sus votos. Y más importante, quién les paga sus sueldos.
Así que Mirren la llevaba, aunque el peso en su cabeza le diera dolor de cuello y la simple idea de tenerla puesta le hiciera sentirse como un traidor y un mentiroso.
Llegaron a la puerta. Los soldados se habían puesto en alerta en el momento en el que lo habían visto, agrupándose en la parte superior de las escaleras; tenían las manos cerca de las espadas, pero parecían dudar. Mirren conocía a los cinco soldados y ellos lo conocían. ¿Se atreverían a hacerle daño o a impedirle el paso? Galogan podría haber ordenado que no lo dejaran pasar. Pero tal vez su madre tenía razón y llevar la corona haría que los soldados se replantearan su lealtad.
—¿Dónde está mi hermano? —preguntó Mirren, alzando la voz y esperando que no se notaran sus nervios.
Los soldados se miraron entre sí, pero no se movieron. Mirren apretó los dientes con fuerza.
—Exijo que me llevéis ante mi hermano. ¡Os lo ordena vuestro rey! —exclamó cuando, de nuevo, los soldados no se movieron.
Mirren esperó apenas unos segundos, pero le parecieron horas. Al final, uno de los hombres se separó de la puerta y el resto lo siguieron. Abrieron la puerta para él, que chirrió un poco en medio del silencio tenso. Tres de los hombres avanzaron delante de él como guía. A pesar de tener a sus propios guardias tras él, Mirren no se sentía seguro. Descansó la mano sobre la empuñadura de la espada, listo para sacarla en el momento en el que hiciera falta. No era tan necio como para pensar que su hermano no iba a atacarle, y menos en cuanto Galogan viera la corona de su padre en la cabeza de Mirren.
Galogan lo esperaba en la biblioteca, el último lugar en el que Mirren habría pensado ver a su hermano. Galogan nunca había sido aficionado a leer... o a estar encerrado entre cuatro paredes, en realidad.
Estaba sentado en una de las sillas que rodeaban la mesa principal, con las piernas cruzadas a la altura de los tobillos. Llevaba unos pantalones de montar algo sucio, junto a las botas polvorientas; solo la camisa parecía estar limpia, como si la acabara de cambiar. El cabello negro estaba mojado y repeinado hacia atrás, dejando al descubierto su rostro ancho. No por primera vez, se dio cuenta de lo poco que se parecían entre ellos. Mirren apenas tenía nada de su padre. ¿Sería eso una desventaja en el momento en el que Galogan y él se enfrentaran por el trono? Hasta él había pensado que no era hijo del rey; pero Galogan era la viva imagen de su padre, nadie pondría en duda su derecho al trono.
Mirren apartó esos pensamientos cuando estuvo a apenas un metro de su hermano. Galogan se levantó de la silla y lo miró con un gesto de desagrado. Mirren casi esperó que le escupiera a la cara, pero su hermano tan solo apretó las manos en puños a los lados de su cuerpo, como si se estuviera contendiendo para no golpearle. ¿Ahora tenía reparos en pegarle?
—Eres un traidor —masculló Galogan, su rostro volviéndose rojo de pura furia—. ¿Cómo te atreves a coronarte por encima de mí? Y encima rastrero. Seguro que no tardaste ni dos segundos en quitarle la corona de la cabeza a padre en el momento en el que murió.
—No eres precisamente la persona más indicada para darme lecciones de moral, hermano. Si tú hubieras estado allí, habrías sido el primero en lanzarte a por la corona, tal vez incluso antes de que padre muriera. —Sin embargo, eso no era lo que a Mirren le preocupaba—. De todas formas, ¿cómo te has enterado tan rápido de la muerte de padre? Por lo que sé, solo llevas un par de horas aquí y te has atrincherado en el Palacio de Cira desde que has llegado.
Galogan se encogió de hombros. Se alejó unos pasos de él, recorriendo el borde de la mesa con un dedo. Al final, terminaron cada uno en un extremo de la mesa. Parecía lo más adecuado.
—Tengo mis informadores —respondió por fin Galogan—. Además, ¿de verdad te creías que no sabía que madre estaba envenenando a padre? No sois tan listos como os creéis, madre y tú.
—Y si lo sabías, ¿por qué no dijiste nada? A padre no le habría temblado el pulso para matarnos a madre y a mí y no habríamos podido hacer nada para impedirlo.
—Que idiota eres, Mirren. —Galogan soltó una carcajada y esta vez fue su turno para ponerse rojo, una mezcla de ira y vergüenza por el comentario de su hermano—. Primero, padre nunca habría matado a madre. Eso tan solo hubiera supuesto una guerra abierta contra el Reino de Vyarith y esos malditos ocultos —escupió las palabras como si fueran ácido en su lengua—, son demasiado fuertes. A ti, en cambio, te habría cortado la cabeza, seguro.
—Sigo sin entender por qué no nos delataste. Ahora no tendrías competencia por el trono. Has fallado, hermano. —Mirren sonrió. No estaba contento, pero necesitaba mostrarse fuerte y seguro ante Galogan, dos cosas de las que carecía en ese momento.
—Cierto, pero tendría que haber matado a padre yo mismo. Ahora, en cambio, solo tengo que matar a un usurpador de la corona. Va a ser muy sencillo acabar contigo, Mirren. Gracias por hacerme el trabajo sucio.
Galogan rio, su escandalosa risa reverberando por la biblioteca como un eco macabro.
De repente, su hermano hizo un gesto con la mano y Mirren escuchó a dos soldados acercándose hasta él. Lo agarraron por los codos y, aunque todo su cuerpo le gritaba que se debatiera contra su agarre, Mirren no lo hizo.
—Lleváoslo de mi vista —ordenó Galogan—. Ya me encargaré de él más tarde.
Mirren se dejó arrastrar por los pasillos hacia abajo. Reconoció el camino de la vez que lord Aron lo había llevado al sótano. El corazón le latía a toda velocidad en el pecho. ¿Habría funcionado? Mirren lo apartó de su cabeza en el momento en el que los soldados abrieron las puertas.
Lo empujaron de una patada. Mirren cayó suelo y la corona salió volando; chocó contra la piedra con un ruidoso golpe. Las rodilleras de metal se le clavaron en la carne a través del fino pantalón que llevaba debajo. Las puertas se cerraron tras él, aunque Mirren todavía pudo escuchar la risa de uno de los soldados. El rostro le ardía de vergüenza y rabia.
Se levantó, frotándose la rodilla adolorida. Recogió la corona. Por lo menos no lo habían desarmado. Puede que su hermano lo considerara demasiado incompetente como para suponer un problema o que simplemente le diera igual.
—¿Mirren? —lo llamó una voz temblorosa.
Reconoció la voz al instante. Se giró, buscando con la mirada por todo el sótano hasta que dio con ella. Tiaby estaba encadenada a la pared con unas gruesas esposas de metal, como un perro.
La corona se le cayó de las manos.
Mirren corrió hacia ella sin pensárselo dos veces. Tironeó de las cadenas hasta que le dolieron los brazos y las manos le ardieron. Tiaby lo detuvo poniéndole una mano encima de la suya.
—Para, no vas a conseguir nada más que hacerte daño —le dijo. Mirren sudaba. Con las piernas temblando, se arrodilló a su lado hasta que estuvieron a la misma altura. Alzó las manos cubrió sus mejillas con ellas, acercándose tanto a Tiaby que podía contarle las pecas del rostro.
La besó. Sentía su piel cálida bajo los dedos, sus labios suaves contra los suyos. El beso solo duró unos segundos y no fue más que un mero roce, pero algo dentro de Mirren se removió. Cuando se separó, tragó saliva con fuerza y susurró:
—Lo siento. No pretendía hacerlo, solo...
Tiaby lo acalló con otro beso, mucho más profundo, más necesitado. Mirren notó el sabor de la sangre en los labios de Tiaby. Sus manos encadenadas le rozaron el pecho, aferrándose a la armadura para acercarlo más a ella hasta que estuvieron tan pegados que Mirren podía sentir su corazón latiendo entre ellos. Mirren llevó una mano hasta su cabello y enterró los dedos en él; Tiaby gimió contra su boca.
Al separarse, Mirren sentía los labios hinchados por los besos y su corazón latía a tanta velocidad que lo notaba en la garganta. Estaban encerrados en un sótano, sin saber si iban a vivir lo suficiente para ver un nuevo día y, aun así, Mirren era más feliz que nunca.
—Va a salir todo bien —le susurró a Tiaby, rozando su nariz contra la de ella. Notó la humedad en su rostro; pasó los dedos por sus mejillas, secándole las lágrimas—. Te lo prometo, no dejaré que Galogan te haga daño. Lo mataré antes de que se pueda acercar a ti.
Tiaby no dijo nada. Dejó que Mirren la acunara entre sus brazos y, por un momento, Mirren se imaginó que estaban en su habitación, abrazados y felices.
El hechizo los hacía invisibles, así que en el momento en el que los soldados le abrieron las puertas a Mirren, ellos se colaron con facilidad. Antes de estar todos dentro, vieron como arrastraban a Mirren escaleras abajo.
Estaban en mitad del pasillo principal. Jamis quiso seguirle, pero Tallad lo detuvo, agarrándolo del brazo con toda la fuerza que le quedaba y arrastrándolo junto a su lado, cerca de la pared. Al girarse para encararlo, vio las gotas de sudor en su frente y su respiración superficial. Se estaba agotando muy rápido, más rápido de lo que habían previsto. Se acercó a Tallad y le rodeó la cintura con los brazos; Tallad se dejó sujetar y Jamis lo escuchó suspirar, como si el simple hecho de soportar su propio peso le resultara un esfuerzo titánico.
No sabía cómo ayudarle más. Había visto como algunos brujos compartían sus poderes entre ellos, pero Jamis no sabía si él podría hacerlo sin tener magia. Apretó los labios, pensando. Podía probar, decidió. Todavía tenían unos minutos hasta que todos los hombres estuvieran en sus puestos para atacar y Tallad necesitaba ayuda.
Pasó sus manos por el estómago de Tallad hasta que estuvieron encima de su corazón. Tallad se estremeció entre sus brazos, pero no dijo nada. Jamis no sabía qué más hacer. ¿Cómo podía compartir algo que no tenía? Pero podía darle su fuerza, tal vez eso sirviera. Cerró los ojos e intentó encontrar algo dentro de él, lo que fuera. Rebuscó en su interior una y otra vez, pero no había nada. Se iba a dar por vencido cuando notó un pequeño punto dentro de él, un punto extraño que no había visto antes. Estaba a la altura de su esternón. Jamis sabía que la magia emitía una luz dentro del cuerpo, pero en su caso, fuera lo que fuera que había en su interior, hacía lo contrario: era como un vacío, un agujero que se tragaba todo lo que encontraba.
Jamis lo tocó con su mente... y sintió un ramalazo de energía recorriéndole el cuerpo. Eso era lo que había estado buscando. Tal vez no fuera exactamente lo que había esperado, pero sería suficiente para ayudar a Tallad.
Apretó las yemas de los dedos contra el pecho de Tallad y dejó que la energía fluyera de su cuerpo hacia el elfo. El vacío dentro de él se movió, vibrando contra sus huesos. Jamis nunca lo había sentido; en realidad, hasta ese momento ni siquiera sabía que tenía aquella cosa en su interior. Sin embargo, ahora era plenamente consciente de su presencia.
—Jamis, ¿qué estás haciendo? —inquirió Tallad. En su voz había una nota de sorpresa que a Jamis no se le pasó desapercibida.
—Sshh, déjame hacer esto. Lo necesitas —le susurró al oído.
Pronto, notó como Tallad dejaba de temblar Siguió apoyado contra él, pero su respiración se hizo más profunda, más fuerte. Jamis separó los dedos y la energía dejó de fluir. Cuando Jamis abrió los ojos, vio pequeños puntos negros en la periferia, pero desaparecieron con unos pocos parpadeos. Tallad se giró entre sus brazos y le dio un beso mientras le susurraba un «gracias» en los labios.
—Te dije que lo necesitabas.
Tallad le dio otro beso. Al otro lado del pasillo, Noah les chistó y ellos se separaron. El otro elfo hizo una señal con la cabeza, indicándoles que ya estaba todo listo. Los soldados estaban todos dentro a excepción de un par que se encargarían de guardias que custodiaban la puerta. Tenían aseguradas las puertas y localizados a los soldados de Galogan.
Vio como Tallad fruncía el ceño unos segundos.
—Noah dice que sigamos a Mirren y lo saquemos —murmuró Tallad en su oído—. Él se encargará del resto.
—Eso no es...
—Cambio de planes. Fin —sentenció.
Jamis asintió. No le hacía gracia que Noah hubiera cambiado el plan por su cuenta, pero en ese momento no podía discutir. Debían seguir todos el mismo plan, o no conseguirían nada.
Tallad y él se encaminaron hacia las escaleras de caracol que descendían hasta un pequeño rellano. Las puertas al otro lado estaban cerradas, pero no había soldados. Los hombres que habían arrastrado a Mirren habían vuelto a subir, riéndose entre ellos y charlando como si nada.
Jamis abrió las puertas con esfuerzo. Eran muy pesadas y tuvo que hacer fuerza con todo su cuerpo para conseguir que se abrieran. A su lado, Tallad iluminaba el rellano con unas chispas de luz, mientras seguía manteniendo el hechizo que los hacía invisibles. Las puertas chirriaron y Jamis suplicó para que nadie los hubiera escuchado. Unos segundos después, cuando se dio cuenta de que no había nadie corriendo para investigar el ruido, terminó de abrirla, lo suficiente como para que pudieran pasar a través del hueco.
La habitación circular estaba iluminada por la blanquecina luz mágica que colgaban de las columnas que sujetaban del techo. En un lado estaban Tiaby y Mirren, abrazados. Jamis carraspeó, llamando su atención. Mirren se giró hacia ellos y desde allí, Jamis pudo escuchar el suspiro de alivio que salió de sus labios.
—Menos mal que ha salido bien —dijo el príncipe cuando Jamis y Tallad llegaron a su lado. Mirren se levantó de un salto y les enseñó las cadenas que le rodeaban las muñecas—. He intentado arrancarlas, pero es imposible.
Jamis no le dijo que había sido una idea estúpida. Él también lo había intentado de haber estado Tallad encadenado. Y por la forma en la que Mirren miraba a la princesa, suponía que habría hecho eso y mucho más con tal de conseguir sacarla de no haber estado seguro que ellos llegarían pronto a rescatarlos.
—Muy bien, apartaos los dos —les pidió Tallad. Mirren y Jamis obedecieron. Tallad se arrodilló junto a Tiaby y colocó una mano alrededor del cierre de las esposas. Un segundo más tarde, se escuchó un agudo click y las esposas cayeron al suelo con un fuerte sonido metálico. Tallad repitió el hechizo con la otra cadena y Tiaby estuvo libre. La muchacha de levantó con ayuda de Mirren. Había pasado el tiempo suficiente allí para que empezara a dolerle la mala posición y el duro suelo.
—Gracias —dijo Tiaby. Jamis la vio alternar la mirada entre él y Mirren, desconcertada. No se sorprendió. Hasta Tallad se había extrañado cuando Mirren había aparecido del portal tras él. «Más tarde», le dijo con movimiento de mano. Tiaby asintió y por la mirada que le echó, supo que no iba a poder evitar esa conversación; Tiaby no la olvidaría, eso seguro—. Galogan ordenó que se llevaran al resto, pero no sé dónde están —añadió la princesa.
—No pasa nada, Noah los encontrará —dijo Tallad—. Lo principal ahora es que vosotros salgáis de aquí.
Tallad caminó delante de ellos, con Tiaby y Mirren en el medio; Jamis cerraba el grupo mientras subían las escaleras de caracol. Conforme ascendían, empezaron a escuchar los sonidos de la lucha que se libraba en el piso superior. Los soldados de Mirren, ahora a la vista de todos, luchaban contra los hombres de Galogan. Había ya varios muertos. Jamis tuvo que esquivar un charco de sangre del suelo: al hombre a su lado le habían abierto el vientre.
—Tiaby —escuchó decir a Mirren—, necesito que vayas a conseguir ayuda. Los soldados de Arcar te obedecerán.
—Pero...
—Por favor, los necesitamos —le suplicó Mirren, interrumpiéndola. La había apartado de la pelea, colocándose delante de ella para que no pudieran verla ni atacarla. De reojo, Jamis vio el rostro de Tiaby; estaba dudando si hacerle caso a Mirren o no.
Al final, la chica asintió con la cabeza. Después, salió huyendo. Jamis no se preocupó por ella. Debía conocer bien esa ciudad, mucho mejor que ellos. Le resultaría fácil conseguir refuerzos. Mirren tenía razón: necesitaban más hombres si querían detener a Galogan. Los suyos, aunque luchaban bien, estaban perdiendo terreno.
—¡Mirren! —gritó un hombre. Jamis se giró y vio a Galogan plantado delante de unas puertas abiertas al final del pasillo; al otro lado se veían grandes estanterías.
Mirren se giró también y se enfrentó a la mirada de su hermano. Colocó una mano en la espada y avanzó hacia Galogan.
—¡Id a por el resto! Yo me encargo de él —les gritó Mirren. Un segundo después, sacó la espada y se lanzó contra Galogan, que ya había sacado su propia espada; entrechocaron el acero en la mitad del golpe y el sonido reverberó por el pasillo junto a los gritos del resto de soldados.
Le tiraron de la manga. Tallad estaba detrás de él e hizo un gesto con la cabeza en dirección a las escaleras que ascendían.
—Han ido por allí —le dijo en un grito, tratando de hacerse oír por encima del bullicio. Iba a preguntarle si estaba seguro cuando vio que los ojos de Tallad habían pasado de azul verdoso a dorados: estaba viendo las auras y su rastro.
Jamis asintió y siguió a Tallad, esquivando a los soldados y los golpes de sus espadas. De reojo, Jamis vio un forma extraña al lado de la puerta principal. Al fijarse mejor, el corazón el dio un vuelco. La kilena, la misma kilena que había estado en compañía de Rhys aquella noche, estaba agazapada en la esquina, sus ojos brillando como un faro en la noche. «Una muerte. Alguien va a morir». Esas habían sido las palabras exactas de Rhys.
La kilena abrió los labios. Jamis se llevó las manos a los oídos por instinto, pero ni aun así consiguió detener el grito de kilena. Los oídos le dolieron y cerró los ojos. Duró apenas unos segundos, pero para Jamis fue como si hubiera durado horas. Cuando paró, Jamis abrió los ojos. Tallad ya no estaba a la vista y él estaba en la misma posición que antes: con un pie en el primer escalón. A su alrededor, la lucha seguía como si nada. Solo él parecía haber escuchado el grito.
Con las piernas temblando, logró subir las escaleras.
—¿Estás bien? —le preguntó Tallad al verlo aparecer. Jamis apenas logró escucharlo. Toda su atención estaba en una habitación cercana, con la puerta entreabierta. Voces salían a través de la rendija—. Estás pálido, Jamis, deberías sentarte.
—Tallad, no te acerques a esa habitación —le advirtió.
De pronto, un segundo grito reverberó por el pasillo, pero esta vez no era el grito de la kilena, si no un grito humano, doloroso y mucho más horroroso.
Y entonces, Jamis lo sintió. Una oleada de energía salió desde la habitación, arrasando con todo a su paso. Sin pensárselo dos veces, se lanzó hacia Tallad, alejándolo de las escaleras. A su izquierda, el ventanal que iluminaba el pasillo explotó en miles de fragmentos de cristal. La piel le ardió allí donde los cristales atravesaron la ropa y se le clavaron en la piel mientras protegía a Tallad con su cuerpo. La energía vibró dentro de su cuerpo, haciendo resonar sus huesos y rozando el vacío de su interior.
Habían caído a un lado, cerca de la pared. Cuando la oleada de energía desapareció, Jamis se dio cuenta de que ya no se escuchaba el sonido de la lucha en el piso inferior: en realidad, la casa se había quedado en un silencio total que le hizo estremecerse.
—¿Qué ha sido eso? —inquirió Tallad, su voz temblando mientras intentaba incorporarse. Jamis se apartó para dejarlo levantarse.
—Alguien ha muerto —susurró él.
Lo sabía, lo sentía dentro de él. Miró hacia la habitación y vio como las Sombras se habían tragado la luz de su interior.
Alguien había muerto... y Jamis sabía quién.
Ups. No me arrepiento de nada.
Próximo capítulo 14/09/2024
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