Capítulo 22
Myria. 16 de mayo.
Las cuerdas le abrasaban las muñecas y la posición era horriblemente incómoda. Tenía sed, hambre y le habían quitado su espada.
¿La conclusión? Jamis quería matar a todo el mundo, más de lo que ya lo hacía de normal.
Su único consuelo era la presencia de Tallad. Los habían colocado espalda contra espalda, con las cinturas unidas por más cuerdas y Jamis podía tocar sus dedos con los suyos. Notar su calor contra él le ayudaba a calmarse un poco. Bueno, eso y que cada vez que se movía intentando desatarse también dañaba a Tallad y eso era superior a él.
Los habían llevado a una de las casas colgantes que conformaban la aldea. Los habían empujado a su interior oscuro y sucio por el desuso. Sin magia que las mantuviera, las paredes de hiedra y ramas se podrían lentamente; había un olor a cosas muertas en el aire. La oscuridad era casi total. A través de los parches que había en las paredes, habían podido ver como el día se convertía en tarde y noche. No había luz capaz de traspasar los tupidos árboles que cubrían las casas y nadie les había dado ni una mísera vela o un fuego mágico. Tallad había intentado hacer magia... hasta que se había dado cuenta de que junto a las cuerdas que le rodeaban las muñecas había un pendiente en forma de lágrima hecho de un metal blanco. Jamis nunca había visto el shienyx, el metal antimagia por excelencia, en otra forma que no fuera recubriendo las paredes de las celdas o de esposas y cadenas. El pendiente le golpeaba los dedos, entumeciéndolos con una frialdad antinatural a pesar de que él no tenía magia. Aun así, se sentía cansado y helado; ni siquiera el calor de Tallad evitaba que se estremeciera de frío.
Tallad apenas se movía. Jamis creía que estaba dormido, pero entonces vio de reojo como intentaba girar el rostro hacia él y supo que estaba despierto.
—Lo siento mucho, Tallad —susurró Jamis. Estiró las manos y buscó los dedos de Tallad; estaba tan frío como él y eso le preocupó. Si Jamis notaba la influencia del shienyx, ¿cómo tenía que ser para Tallad? El elfo no había vivido un solo día de su vida sin magia, debía ser horrible sentirse débil y sin poder alcanzarla, sintiéndola bajo la piel, pero sin poder llegar hasta ella.
—¿Has provocado que nos atraparan? —inquirió Tallad de repente, su voz sonaba seca; al igual que él, debía notar la falta de agua.
—No, pero...
—Pero nada. No eres el culpable. Punto —sentenció Tallad, de una forma que le hizo sentirse como un niño pequeño. Seguro que les hablaba así a sus alumnos en la Academia. Podía verlo con las manos en las caderas, los labios fruncidos y enfrentándose a toda una clase llena de jóvenes elfos y elfas. A Jamis le dio rabia no haber podido ver nunca esa faceta de Tallad. A veces sentía que le faltaba mucho por ver del elfo, aunque creyera que sabía todo sobre él.
Sin embargo, eso no quitaba que Tallad le importara ni que sintiera que una parte de Jamis estaría siempre ligada a él por un cordón de oro. «Siempre —pensó—. Dioses, que estúpido fui al dejarlo marchar». Jamis notaba los años que habían estado separados como una puñalada, un agujero vacío en su pecho. Había amado a otras personas, pero nunca tanto como a Tallad. Su amor por él se había ido formando lentamente, muy lentamente, mucho después de dejarle en Vyarith y huir a Sarath. En ese momento solo existía afecto, cariño y el cordón de oro que los había unido la primera vez que se habían visto. Pero el amor había llegado más tarde, cuando Jamis seguía luchando contra sus demonios internos. Recordar a Tallad siempre lo ayudaba a sobreponerse, como si sintiera el roce de sus dedos en la mejilla, animándolo a seguir, a no derrumbarse por completo. A veces, notaba su presencia a su lado y podía jurar que en más de una ocasión había sentido su calor en mitad de una noche fría.
Tallad ya le había admitido que lo había estado vigilando todo ese tiempo, protegiéndolo desde lejos. Jamis, en cambio, no le había dicho lo mucho que lo había ayudado sentirlo con él.
—Tallad —lo llamó después de unos minutos de silencio. El elfo se removió tras él, atento; todavía tenían los dedos unidos—. Sabes que te quiero, ¿verdad?
El elfo soltó un suspiro bajo.
—Jamis, deja de ser tan dramático y de hablar como si te estuvieras despidiendo de mí. ¡No nos va a pasar nada!
—Pero es una posibilidad. —No había esperado que Tallad se diera cuenta de lo que escondían sus palabras, pero, por supuesto, se había dado cuenta.
—No, no lo es. —Notó como Tallad dejaba caer la cabeza hacia atrás, hasta que estuvo apoyada en su hombro y pudo notar la suavidad de su cabello en las mejillas—. Deja de ser la personificación de la negatividad y el dramatismo. Vamos a estar bien. Te lo prometo.
Retorciéndose, Tallad logró dejar un beso en su mejilla con los labios secos. El corazón de Jamis latió en su pecho como un caballo desbocado, tanto que parecía que se le iba a salir del pecho en el siguiente latido. Si solo sentir el roce de sus labios provocaba esa reacción en él, ¿cómo había logrado pasar tanto tiempo separado de Tallad sin morir?
Y sin embargo tenía razón en la parte de la negatividad. Jamis prefería ver el vaso medio vacío que medio lleno. Si esperabas siempre lo peor de todos y de todo, era difícil decepcionarse. Así, Jamis siempre estaba preparado para la siguiente estocada, para el siguiente golpe. Lo había aprendido a las malas, pero era una lección, al fin y al cabo.
—Yo también te quiero, Jamis —escuchó de repente, como un susurro tan suave que durante unos segundos pensé que se lo había imaginado—. Te quiero mucho, muchísimo.
—Me vas a hacer llorar al final.
—Y eso que todavía no te he dicho todas las razones por las que te quiero. —Tallad soltó una risita, pero unos pasos en el exterior de la casa la acallaron. Las maderas entretejidas con lianas que unían las casas crujieron con suavidad; segundos más tarde, la puerta de la casa se abrió y Jamis pudo escuchar los pasos que se acercaban, las maderas del suelo chirriando, emitiendo eco en la cada vacía.
Jamis vio a una figura acercarse desde el umbral de lo que había sido una puerta.
—¡Saehlinn! —exclamó Jamis al reconocer el perfil de la jefa de la aldea—. Por fin has llegado. ¿Dónde has estado? Llevamos horas esperando a que aparecieras.
La elfa entró en la oscura habitación pisando con cuidado y Jamis pudo ver la curva del arco que sobresalía por uno de sus hombros. Enganchado en el cinturón, llevaba un carcaj lleno de flechas y varias dagas arrojadizas. El cabello negro lo llevaba recogido en un grueso moño a la altura de la nuca, aunque había algunos mechones que se habían salido y le caían por el rostro.
—Siento que hayáis tenido que esperarme tanto tiempo —dijo Saehlinn. Un momento después, sacó algo de uno de los bolsillos; notó como Tallad se tensaba a su espalda. Saehlinn se acuclilló a su lado y Jamis pudo ver que se trataba de una llave muy grande. Tallad soltó una risita nerviosa que detuvo casi al instante de una forma tan abrupta que sonó hasta doloroso.
La elfa les quitó las cadenas con cuidado. Jamis suspiró de alivio cuando la última de las esposas cayó al suelo con un sonido metálico; estiró los brazos agarrotados y se frotó las muñecas doloridas, sin quitarle los ojos de encima a Saehlinn. Seguía esperando una respuesta.
Ella suspiró y la vio asentir en la oscuridad.
—Estaba vigilando a los nuevos soldados que han llegado a Myria. Son un riesgo muy grande para nosotros.
—Estáis muy adentro del bosque, no creo que se arriesguen tanto —replicó Jamis. Se levantó y las piernas casi no le sostuvieron. Tallad lo agarró del codo para estabilizarlo. Cuando fue a apartar la mano, Jamis le puso los dedos encima y evitó que se fuera de lado. Necesitaba tocarlo y saber que se encontraba bien. Además, sentirlo cerca de él lo calmaba.
—Puede que entre ellos haya algún hombre de los que atacaron la aldea. En ese caso, conocería dónde estamos y prefiero no arriesgarme. Apenas somos suficientes para defendernos, así que estar preparados es nuestra única oportunidad de sobrevivir.
Saehlinn no dijo nada más y tampoco esperó a tener una respuesta por su parte. Giró sobre sus talones y se dirigió hacia la salida. Tallad y Jamis la siguieron; las tablas crujieron bajo su peso.
El viento suave y cálido le rozó la piel al salir y Jamis soltó un suspiro de alivio y satisfacción. No se había dado cuenta del calor que hacía en el interior de la vieja casa hasta que el viento le empezó a secar el sudor del rostro y el cuello.
Era ya de noche, aunque hacía un calor espantoso para ser tan tarde. Debían haber pasado todo el día encerrados, pero el tiempo se le había pasado tan lento que a Jamis se le había hecho mucho más largo. Tallad estaba un poco pálido todavía, pero parecía estar perfectamente; al menos ninguno había sufrido heridas.
Saehlinn los llevó por los puentes de madera, que se balanceaban de un lado a otro con suavidad. La elfa se detuvo delante de una de las casas más grandes, delicadamente diseñada. Las paredes curvas estaban hechas de grandes tablas de maderas entretejidas con ramas y lianas; la puerta era un arco cubierto de una cortina de hojas frescas. Los invitó a entrar con un movimiento de mano. El interior estaba demasiado caliente.
Aunque el aspecto exterior era impecable, la casa por dentro era solo una habitación amplia, pero a rebosar de gente y objetos. Era como si toda la aldea se hubiera juntado en el interior de esas paredes. Olía a sudor, hacía un calor insoportable por los dos fuegos que ardían a un lado de la habitación y en el ambiente flotaba un aire deprimente y tenso. En el lado contrario a lo que suponía que sería la cocina, había un montón de mantas y cojines hechos de hierba entretejida. ¿Vivirían todos allí? Parecía una sala comunal, aunque Jamis nunca había visto ninguna aldea élfica tener una sala comunal en la que también vivieran.
—Tengo aquí tu espada —le indicó Saehlinn. Alargó la mano y recogió su espada, tendiéndosela con cuidado. Jamis la cogió con una cabezada de agradecimiento por haberla cuidado. Se la enganchó en el cinturón mientras la elfa seguía hablando—: Mis hombres dejaron todas vuestras cosas aquí. Supongo que, si estáis aquí, es porque estáis huyendo de los soldados. Podéis quedaros todo el tiempo que necesitéis. Tenemos alguna casa que está todavía en buen estado, aunque no prometo que tengáis muchas comodidades. Ya veis que aquí hacemos tan solo lo posible por sobrevivir.
Un elfo se acercó a ellos y le puso una mano en el hombro a Saehlinn. Jamis lo reconoció de la última vez que había estado en la aldea. Aethicus le había dicho que se trataba del primo de Saehlinn, Saevel. Su mirada estaba igual de tensa que la del resto, pero además había profundas marcas de cansancio bajo los ojos oscuros, como si no hubiera dormido nada en varios días.
—Los chicos dijeron que habían encontrado a dos elfos ayer —dijo el elfo, su voz grave retumbando en medio del silencio que había provocado su entrada—. Si hubiera sabido que se trataba de ti, te hubiera soltado antes. Pero pensé que debía ser algo de lo que se debía encargar Saehlinn.
—No pasa nada —respondió Jamis. Entonces notó los dedos de Tallad abrazando con cuidado su brazo, justo encima del codo, y recordó que ninguno de los dos lo conocía. ¿Cómo podía haberse olvidado?—. Este es Tallad Einhart, hechicero y profesor de la Academia de Elexa.
Tallad le dio un pellizco a través de las capas de ropa. Jamis procuró no saltar por la sorpresa, aunque no pudo reprimir una sonrisa de satisfacción. Sabía que a Tallad le daba vergüenza admitir que era profesor, como si fuera algo que tenía que esconder; los elfos no tenían en muy buena consideración a los profesores. Pero Jamis se sentía orgulloso de él, entendía lo mucho que se había tenido que esforzar para llegar a su puesto, sobre todo teniendo en cuenta que lo había obtenido siendo todavía muy joven.
—¿Un hechicero? —inquirió Saehlinn, una nota de duda y asombro en su voz—. Hace años que no hay ningún hechicero en esta parte de Sarath. Huyeron todos cuando se pusieron las cosas feas.
—Sí, lo sé —respondió Tallad, saliendo de detrás de Jamis para enfrentarse a la mirada inquisitoria de ambos elfos—. La mayoría se refugió a Elwa cuando en la Academia de Cathria prohibió que los elfos entraran en cualquiera de las cuatro Academias de Sarath.
Saevel soltó un bufido bajo.
—¿Por qué no me sorprende eso? En todo caso, eso ya es agua pasada. Ahora lo importante es que estáis a salvo y que tenemos controlados a los soldados de Lorea. No se acercarán a la aldea —les aseguró el elfo con una convicción que no parecía llegar a su prima.
—Sí —siguió Saehlinn—. Será mejor que os lleve a esa casa. Supongo que estaréis cansados y tendréis hambre. Haré que os lleven algo de comer para que podáis relajaros un poco.
—No es necesario... —empezó a decir Tallad.
—Sí, sí que lo es —lo interrumpió Saehlinn. Tallad cerró los labios, como si fuera un niño pequeño siendo reprendido por su madre—. Es lo mínimo por haberos tenido tantas horas retenidos, así que dejadnos hacer al menos eso por vosotros. No es ninguna molestia, ¿verdad, Saevel?
—Por supuesto que no. Estaremos encantados de ayudaros en lo que podamos. Además —continuó, esta vez mirando directamente a Jamis—, así compensamos el pésimo recibimiento que te hicimos la primera vez que viniste. No fuimos muy amables. Aethicus nos contó después que realmente había sido él quien te había mandado a la aldea.
—Como has dicho antes, eso es agua pasada. Disculpas aceptadas, de todas formas. —Jamis hizo un pequeño gesto con la cabeza, casi como una pequeña reverencia. Le pareció adecuado.
Esta vez fue Saevel quien los acompañó hasta la pequeña cabaña; Saehlinn se quedó acompañando a lo que quedaba de su aldea, cada vez más menguante.
De alguna forma, a Jamis le recordaba al Bosque de Ile, donde había vivido Tallad, y dónde lo había conocido. A pesar de la distancia, los elfos mantenían un estilo constructivo parecido, aprovechando al máximo lo que la naturaleza les ofrecía. Usaban las copas de los árboles para esconder sus casas y era realmente difícil encontrarlas si no se sabía dónde estaban. Se podría pasar por debajo y jamás verlas y durante la noche e volvían totalmente invisibles.
A diferencia de la casa donde habían estado retenidos, la cabaña estaba en buenas condiciones, como si no hiciera mucho hubiera estado habitada. ¿Habría pertenecido a uno de los muertos del ataque que había sufrido la aldea? La idea le puso los pelos de punta y le quitó de un plumazo la ilusión de poder dormir en una cama medianamente cómoda y de que las paredes de madera y hiedra no se le cayeran encima de la cabeza.
Saevel les hizo un recorrido rápido por la casa, enseñándoles donde estaban las mantas, las camas y el pequeño baño, tan solo separado de la única habitación por un viejo biombo de madera tallada. Después, se marchó y los dejó solos por fin.
Jamis se acercó a Tallad por la espalda y le rodeó la cintura con los brazos; descansó la mejilla en su hombro y durante unos minutos, los dos se mantuvieron en silencio, tan solo respirando y sintiendo la presencia del otro.
Entonces, Jamis separó la mejilla y le dijo:
—Todo saldrá bien.
—¿No eras tú el pesimista? —se rio Tallad. Jamis pudo notar su risa en la palma de sus manos, una agradable vibración que le calentó un poco el cuerpo.
—Sí, pero si necesitas que sea la personificación de la positividad para no estar tan triste, lo seré.
Tallad soltó un suspiró y asintió con la cabeza; pareció relajarse un poco, aunque Jamis todavía notaba su cuerpo tenso.
—Gracias —le susurró, girándose entre sus brazos hasta que estuvieron de frente, tan cerca el uno del otro que sus narices se rozaban—. Te quiero, nunca lo olvides.
—Yo también te quiero.
La espera no se le estaba haciendo nada fácil. Tiaby llevaba demasiadas horas allí encerrada, para su gusto y para el de cualquiera. Leandra, la muchacha que Aethicus había dejado para protegerla, ni siquiera parecía notar el paso del tiempo. Llevaba allí horas, muchas horas, más de las que Tiaby hubiera podido aguantar. En ningún momento se había sentado y prácticamente no se había movido del sitio, ni siquiera para descansar una pierna o la otra. Tiaby no sabía si estar impresionada o asustada.
Sin embargo, sí se había dado cuenta que Leandra estaba nerviosa. Aunque su cuerpo no se moviera, Tiaby había visto más de una vez como la chica se mordía los labios con fuerza, como miraba una y otra vez a la ventana y giraba la cabeza hasta tener el oído casi pegado a la puerta, como si quisiera escuchar a través de la fina madera.
Su nerviosismo no ayudaba a calmarla.
Tiaby sabía estaba pasando algo. Hacía cinco minutos había escuchado unos gritos, gente que se llamaba entre sí. Desde su habitación había notado el estruendo de soldados saliendo del barracón, el ruido de las armas. De repente, toda Myria se había quedado en silencio, un silencio estremecedor, como la calma antes de la tormenta.
—Déjame salir, Leandra —le pidió por quinta vez. Tiaby se levantó de la cama, incapaz de estar más tiempo sentada. Lo único que quería era empujar a Leandra a un lado y salir corriendo, pero era imposible que la chica la dejara salir. Tiaby ni siquiera se veía capaz de darle un empujón: Leandra la noquearía al instante.
—Es muy peligroso. Además, el capitán me ha ordenado protegerte.
—Está pasando algo, tú lo sabes. Tengo que ir —añadió Tiaby. ¿Cómo podía explicarle a Leandra que sabía que lo que estaba pasando era por ella? Galogan sabía que estaba allí y fuera lo que fuera que estuviera haciendo, era para atraer a Tiaby a una trampa. Era consciente de ello, al igual que Leandra lo era, pero Tiaby se negaba a dejar que Galogan hiciera daño a la gente de Myria tan solo para tenerla. Se entregaría a él si con eso los dejaba en paz, era lo único que tenía claro.
—Sigue siendo peligroso. No puedes arriesgarte. —Por primera vez, Leandra se removió, más incómoda que cansada de mantener su posición.
—Aethicus también estará en peligro si no voy. Puede que ahora mismo ya esté en peligro, Leandra. Por favor, déjame ir.
Como si la mención del capitán hubiera desbloqueado algo dentro de ella, Leandra apretó los labios con fuerza y su mandíbula tembló.
—El capitán seguro que está bien. Es fuerte, no dejará que nadie le haga daño.
—Puede que no tenga otra opción. —Se acercó a Leandra hasta que estuvo a apenas un paso de ella, tan cerca que podía notar el calor casi innatural que desprendía su cuerpo. ¿Cómo podía ser? Tiaby apartó ese pensamiento de su cabeza para otro momento—. Sabes que es lo correcto, así que déjame salir.
Durante unos segundos, Tiaby pensó que sus palabras no habían servido de nada. Entonces, Leandra soltó un suspiro y se movió hacia un lado, dejando la puerta despejada. Tiaby se lanzó hacia la puerta antes de que la chica pudiera impedírselo. La abrió a toda velocidad, pero sintió una mano agarrándola por el codo justo cuando iba a salir corriendo de la habitación.
Tiaby se giró y le dirigió una mirada nada amable a Leandra, que la sujetaba con una mano que parecía hierro candente. Tiaby notaba el calor de su palma filtrándose en su piel a través de la ropa hasta ser incómodo, apenas un paso antes del dolor.
—Primero miraremos qué ocurre desde aquí —dijo Leandra, en un tono que no admitía réplicas—. No podemos lanzarnos a luchar sin saber nada, sería un suicidio.
—Perderemos un tiempo vital —se atrevió a replicar, aun así.
—Y ganaremos seguridad. Ve detrás de mí y haz todo lo que yo te ordene. Si considero que estás en peligro, te traeré de nuevo a esta habitación, aunque te tenga que arrastrar del pelo, ¿entendido?
Tiaby asintió con la cabeza, tragándose todos los insultos que se le ocurrieron. Una pequeña parte dentro de una —una que tenía la voz sorprendentemente parecida a Basra—, le susurró que las medidas de Leandra eran las correctas, aunque todo su cuerpo gritara en contra de esa voz. La razón en ese momento le daba igual. ¿Qué más daba cuando se iba a lanzar a sí misma a Galogan como un regalo con un lazo en la cabeza? Pero si Leandra siquiera sospechara las intenciones de Tiaby, jamás la dejaría salir, así que acalló sus ganas de luchar contra sus órdenes y la obedeció.
Caminó tras ella en silencio, pisando dónde Leandra pisaba para que las tablas del suelo no crujieran en exceso y deteniéndose cuando ella se lo decía hasta que llegaron a una ventana estrecha. Desde ahí se podía ver a la perfección la plaza principal de Myria. Y a los soldados de Lorea rodeando a Galogan en un semicírculo protector. En el centro, justo al lado del príncipe, había tres figuras arrodilladas, cada una con un soldado reteniéndola.
Tiaby ahogó un grito al reconocerlos. A pesar de que estaban lejos, podía ver perfectamente el rostro furioso de Aethicus, la expresión extraña de Rhys —con una media sonrisa que no encajaba con la seriedad de la situación—, y el rostro pálido y serio de Itaria.
Dándole la espalda al barracón había una fila desordenada de soldados, los guardias de Myria que habían salido a proteger a su capitán. Con un solo vistazo, Tiaby supo que no tendrían nada que hacer contra los hombres de Galogan. En ese instante se esfumó cualquier esperanza que Tiaby hubiera conservado de salir de esa situación sin estar atada a Galogan.
Tiaby alargó una mano y sus dedos rozaron el frío cristal. Entonces, como si sintiera su presencia, Galogan giró sobre sus talones y levantó la mirada. Hacia ella. Tiaby dio un paso hacia atrás, trastabillando con sus propios pies y con el corazón latiéndole tan rápido en el pecho que parecía que se le iba a salir por la boca. A pesar de la lejanía, Tiaby vio perfectamente la sonrisa torcida que se extendió por el rostro de Galogan.
La había visto.
—¡Tiaby! —exclamó Galogan de repente, su voz cortando el silencio tenso como un cuchillo afilado.
A su lado, Leandra se tensó y por el rabillo del ojo, Tiaby vio que su mano iba a una de sus dagas, sus dedos aferrándose con fuerza al mango de cuero. Parecía más dispuesta a luchar que Tiaby.
—Voy a bajar —le anunció—. No me sigas, Leandra.
—Aethicus...
—Aethicus te ordenó que me protegieras, pero yo te ordeno que no lo hagas. —Su propia voz sonaba lejana, como si no fuera suya—. No desperdicies tu vida en una causa perdida.
Antes de que Leandra pudiera reaccionar, Tiaby giró sobre sus talones y se marchó, pasando por el lado de la chica, que no se atrevió a moverse.
Tiaby ni siquiera corrió. Las piernas le pesaban como si tuviera piedras en los zapatos y todo su cuerpo se resistía a seguir caminando. Su instinto más básico de supervivencia quería que saliera corriendo. Tiaby lo acalló a golpes, hasta que salió del barracón. Los soldados de Myria no se movieron, demasiado centrados en vigilar a los hombres que tenían amenazado a su capitán. Pero la mirada de Galogan se clavó en Tiaby en el momento en el que la puerta se abrió.
«No voy a sobrevivir —pensó Tiaby». Los ojos de Galogan no prometían piedad. Por primera vez, lamentó no haberse ido más lejos, al fin del mundo si hubiera sido necesario. En Vyarith hubiera estado segura, Galogan nunca se hubiera atrevido a traspasar la frontera de un reino que era el casi-enemigo de Lorea y provocar una guerra, aunque fuera para perseguirla. Hasta Lagos hubiera sido una buena opción para esconderse; la influencia de Aaray la hubiera protegido en su país de origen. En Zharkos, y tan cerca de Lorea, Galogan había tenido todo su poder y el de su padre para cazarla. Le había servido su propia cabeza en bandeja de plata y, lo peor de todo, es que no sabía si había servido de algo. No había hecho nada para ayudar a las Guardianas, a Itaria. En realidad, había puesto en peligro a toda Myria por su insensatez.
—Ven aquí, Tiaby —le ordenó Galogan. Tiaby se dio cuenta de que llevaba varios minutos sin moverse, plantada delante de la puerta como una estatua. Ni siquiera se había dado cuenta de que sus manos temblaban. Las unió frente a ella, para intentar detener el temblor. No iba a darle la satisfacción a Galogan de mostrarle su miedo.
Armándose del poco valor que le quedaba, Tiaby caminó. Notaba las miradas de todo el mundo puestas en ella. Su propio corazón latía con fuerza. Miró a Itaria, Rhys y Aethicus, centrándose solo en ellos; si no lo hacía, daría media vuelta y echaría a correr como una cobarde. Pero hacía esto por ellos, porque no pensaba dejar que Galogan les hiciera daño para conseguirla. Itaria ya tenía varios cortes en los brazos y, al igual que Rhys, todavía llevaba su ropa de cama. Aethicus tenía el cabello desordenado y varios moratones se empezaban a formar en su mandíbula. Tenía el labio partido y restos de sangre en la barbilla. Rhys tampoco se había librado de los golpes. Tenía sangre debajo de la nariz y un corte debajo del ojo que le había dejado una lágrima sangrienta en la mejilla.
—Buena chica —murmuró Galogan. Si hubiera sido posible, Tiaby hubiera dicho que Galogan hasta ronroneó de placer al tenerla delante, expuesta e indefensa. Tragó saliva con fuerza, sintiendo el escaneo de su mirada por todo su cuerpo. Galogan llamó a uno de sus soldados con un gesto imperativo de su mano. El soldado avanzó hasta estar frente a Tiaby—. Golpéala —ordenó el príncipe.
El puñetazo le dio justo en el estómago. Tiaby se dobló en dos, sin respiración. El dolor la atravesó y sus ojos se llenaron de lágrimas, pero siguió en pie. Escuchó un forcejeo, aunque Tiaby no era capaz de ver lo que estaba ocurriendo; su mirada no era capaz de enfocar nada.
Sintió, más que vio, a Galogan a su lado. El príncipe se arrodilló justo a su costado. Le puso una mano en la cabeza y antes de que Tiaby pudiera evitarlo, enroscó los dedos alrededor de su cabello y tiró de él hacia atrás con fuerza. El tirón le quitó la poca estabilidad que le quedaba; sus rodillas golpearon el duro suelo de piedra y Tiaby siseó de dolor.
Galogan la obligó a mirarlo al rostro. Estaba tan cerca que podía oler el aroma a alcohol y a humo que desprendía y que parecía pegado a él como una segunda piel.
—Ya eres mía —susurró Galogan en su oído. Su aliento le dio náuseas—. ¿Creías que podías huir de mí tan fácilmente? Eres más estúpida de lo que pensaba.
Galogan la empujó al suelo. Tiaby no tuvo tiempo para detener su caída y se golpeó el costado contra la piedra. El príncipe se movió para hablar con el soldado que la había golpeado. Tiaby se ayudó con los codos para incorporarse; al notar el movimiento, Galogan se giró para mirarla, un poco sorprendido. Tiaby se enorgulleció de haberlo tomado por sorpresa.
—Ya me tienes —logró decir, a pesar del dolor que sentía en la cabeza y en el estómago, de las náuseas que le ascendían por la garganta—. Déjalos libres, no tienen nada que ver con todo esto.
—¿Estás segura? Yo considero que sí están implicados. No solo te han escondido de mí, sino que, además, son ocultos.
—No puedes hacerles daño, no estás en Lorea —le recordó Tiaby.
Galogan soltó una carcajada. Sus soldados imitaron su risa como si fueran autómatas. ¿Le tenían miedo o eran tan leales que les daba igual lo que hiciera su señor? Tal vez hasta disfrutaran de todo ese espectáculo.
—¿Y quién me lo impide, princesa? —Galogan se giró, dándole la espalda, y se apartó de ella—. Cogedlos a todos. Nos vamos de aquí. Y a la princesa... golpéala hasta que esté inconsciente.
No le dio tiempo a gritar. Un puño golpeó su sien en ese instante y todo su mundo se sumió en la oscuridad.
Tardo en publicar por lenta, no por no tener los capítulos escritos, ¿eh? Pero wattpad me da 800 problemas para adaptar los capítulos y es complicado.
Bueno, ¿qué os ha parecido? Galogan va a estar todavía un tiempo por aquí, lo admito, así que podéis ir odiándolo todo lo que queráis. ¿El resto de personajes que os están pareciendo? No hay muchos cambios con respecto a la versión anterior a excepción de más escenas en las que poder desarrollar su personalidad, así que espero que el cambio os haya gustado. Y poco más que decir de mi parte, ahora os toca a vosotrxs.
PD. Estoy programando los capítulos para que haya uno al día, a las 7 a.m hora española, así que apuntadlo bien que ya queda el último tirón y la historia se termina.
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