Capítulo 2
Camino Real de Lysia. 9 de abril.
Jamis se tambaleó cuando el tabernero le dio aquel empujón, casi sacándolo de la taberna. Se cogió al marco de la puerta, pero el otro hombre le dio un golpe con el pie, con lo que acabó tirado en el fango. Escuchó cómo caía algo a su lado con un sonido metálico, amortiguado por el barro.
La puerta se cerró con un golpe lo suficientemente fuerte como para casi arrancar la puerta de sus goznes y todo se quedó en silencio a excepción de la lluvia que repiqueteaba sobre los tejados y el viento que sacudía con violencia las ramas de los árboles.
Todo giraba a su alrededor, como si hubiera dado vueltas sobre sí mismo durante horas. El brazo que tenía delante se veía borroso y había momentos en los que veía doble. Era como si, de repente, tuviera cuatro brazos y cuatro manos; sacudió delicadamente la cabeza y se lamentó de inmediato de haberlo hecho. El más simple movimiento le hacía querer vomitar hasta el hígado.
Jamis apretó la mejilla en el frío barro y cerró los ojos. Pronto estuvo totalmente empapado, con el pelo rubio pegado a su cráneo y la ropa adherida como una segunda piel, fría, húmeda y sucia. La tormenta no parecía tener la intención de amainar; es más, a cada minuto que pasaba la lluvia caía cada vez con más fuerza. Unos cuantos relámpagos iluminaron el cielo y fueron casi seguidos por estridentes truenos. Se quedó embobado mirando los destellos de luz contra la oscuridad de la noche. Era hipnótico.
Una parte de su mente, que no estaba del todo borracha, le advirtió que tenía el temporal casi encima. Abrió los ojos verdes con pereza y vio el cielo plagado de negras nubes, cortadas de vez en cuando por blancos relámpagos que centelleaban como látigos.
Con gran esfuerzo, consiguió sentarse en el suelo, con las piernas cruzadas. Tuvo que apoyar la cabeza en las manos para no caerse hacia atrás. Vio a su lado la espada que, bajo la luz de los relámpagos, se veía de color plateado, nada que ver con su habitual color rojo carmesí. Tardó un tiempo en entender que se había salido de la vaina.
Otro rayo iluminó la hoja como un destello de luz plateada. Contempló las ondulaciones del filo, allí donde el acero había sido plegado cientos, miles de veces. Era antigua, muy antigua y había servido a muchos caballeros de su familia durante años. Sin embargo, a él no le gustaba esa espada. Le traía malos recuerdos, aunque era innegable que tenía una belleza única, aunque también fría; le recordaba a su padre y a su hermana. En realidad, le recordaba a toda su familia: siempre fríos como el hielo, sin mostrar ni una pizca de cariño, pero siempre elegantes y bellos y perfectos.
Dio un golpe contra el suelo enfangado, odiando aquello. Solo pensaba en su familia cuando estaba borracho.
Jamis cogió la espada por la empuñadura y la metió en su funda sin mucho cuidado; después, se levantó. No se vio capaz de colocarse la espada en la espalda, como habituaba llevarla, así que asió con fuerza el acero y caminó. Al primer paso se dio cuenta de que no iba a llegar muy lejos en su estado. Tanteó hasta encontrar la pared y fue avanzando medio apoyado en ella.
Se tropezó con algo duro y cayó de bruces de nuevo. Se quedó inconsciente por el segundo golpe en la cabeza, pero fueron apenas unos segundos. Abrió los ojos. Esta vez no hizo ni siquiera la intención de levantarse. Le dolía la cabeza, aunque sabía que no había sido nada importante: la herencia élfica de su madre era lo bastante fuerte en su sangre como para que fuera necesario mucho más para hacerle un daño real.
Pero se quedó tirado en el suelo, dejando que la lluvia le calara hasta los huesos y el frío se instalara en cada fibra de su cuerpo, con la mirada perdida. No tenía ganas de levantarse. Había sido una noche horrenda que deseaba olvidar cuanto antes.
Había un charco de agua lodosa cerca de él en el que sus ojos se perdieron durante un tiempo hasta que empezaron a cerrársele.
Y fue entonces cuando volvió a verla, aunque al principio pensó que se trataba de las sombras de algún árbol. La imagen que aparecía en el agua era extraña, estaba distorsionada por las gotas de lluvia, sucias por el fango rojizo, pero no por eso el reflejo era menos real. Al principio no era más que una sombra blanca, con la forma de una mujer tan delgada que dolía verla, con sus huesos clavados en la piel, sobresaliendo en la clavícula, en las muñecas y los pómulos. Dos puntos rojos brillaban a la altura de los ojos y gotas de sangre cayeron por sus mejillas sin carne.
La figura abrió la boca en un grito mudo en un primer momento, pero, conforme los segundos iban pasando, Jamis empezó a sentir un punzante dolor en los oídos, intenso, incesante. Era un grito, tan agudo y desgarrador que le dieron ganas de perforarse los oídos hasta dejar de escucharlo. Intentó taparse las orejas, pero sus brazos no le respondían. Estaba paralizado, ¿de miedo? Tal vez.
Jamis intentó sacar su espada, pero se había caído encima de ella y él estaba demasiado borracho para poder levantarse y sacar la espada sin clavársela a sí mismo. La mujer se aproximaba a él, con aquel grito horrible por delante, acercándose cada vez más rápido, y supo en ese momento que no lo conseguiría. El frío se extendió por su columna, como una descarga eléctrica que lo paralizaba. Sus miembros estaban rígidos por el frío y a Jamis casi le pareció notar como sus huesos, músculos y piel se iban llenando de escarcha y convirtiéndose en puro hielo. Una parte de su mente, que parecía estar más despejada que las demás, se divirtió al pensar en él como una estatua de hielo gigante. Dejó de forcejear por sacar la espada y se abandonó a su destino, fuera el que fuera.
Escuchó un grito agudo, distinto al de la mujer, y Jamis no estuvo del todo seguro si había salido de él o había alguien en peligro cerca. Desechó aquella idea al intentar gritar y notar su garganta tan helada que parecía que se estuviera cortando con pequeños y helados cuchillos. Si él no había gritado... entonces había alguien que necesitaba ayuda. «Pues que se joda. Yo no salvo a nadie. Solo quiero morirme ya —pensó al escuchar de nuevo aquel agudo grito. Esta vez estuvo casi seguro de que se trataba del chillido de una mujer, seguramente de una niña—. Niña, niño, adulto o anciano. Me da igual, pero que se muera en silencio, joder».
Sintió unas manos gélidas y fantasmales que se acercaban a su espalda. Notó como traspasaban sus costillas como si fueran sierras que las estuvieran cortando y casi le pareció notar pequeñas astillas de hueso clavándosele en los músculos. Era el dolor más agudo que había sentido en toda su vida. Lentamente, las manos fueran entrando, serrando cada hueso, cada cartílago que se encontraba por su camino hacia el corazón de Jamis. Soltó un grito cuando notó la mano gélida alrededor de su corazón, que apretaba y apretaba, clavando sus garras de hueso pálido en él.
Se quedó inconsciente en el momento en el que le clavó la última garra, con la lluvia cayendo sobre su cabeza como dardos afilados y con el corazón tan frío como el de un muerto.
Un golpe de agua fría hizo que se despertara, abriendo los ojos de golpe. La luz lo cegó y tuvo que parpadear un par de veces para poder ver. Su cabeza parecía estar a punto de estallar. Tenía hambre, pero no sabía si su estómago podría aguantar la comida. La brisa le llevó un ligero aroma a huevos fritos que le demostró que su cuerpo no iba a tolerar que le metiera comida. Una grandísima pena, le apetecía huevos fritos.
Sujetándose la cabeza como si le fuera la vida en ello, se levantó despacio. Tenía cada músculo de su cuerpo tieso como un palo y sus piernas temblaban de frío. Estaba seguro que un viejo de noventa años se movería mucho más rápido que él. Se frotó las piernas con las manos, intentando recuperar algo de movilidad. Su ropa estaba húmeda y olía fatal.
De repente, recordó la figura fantasmal de la mujer, sus garras atravesando su pecho hasta su corazón. Con las manos temblorosas se palpó el pecho y suspiró de puro alivio al darse cuenta de que estaba bien. No tenía ninguna herida, como siempre. Supuso que después de tanto tiempo con lo mismo ya debería saber que nunca salía herido, pero cada vez era tan terrorífica que se le olvidaba por completo.
Movió las mejillas y notó que tenía la cara casi tan rígida como sus piernas. La tocó y notó el barro seco en ella y, rascando distraídamente la costra, buscó a la persona que lo había despertado de aquella manera tan cruel y nada elegante.
Al lado de la puerta estaba una chica, no muy alta, de apenas veinte años y con aspecto de estar malhumorada. El cabello castaño le caía hasta poco más allá de los hombros, desgreñado y sucio. Los ojos grises lo miraron con frialdad, aunque se dio cuenta que le daba miedo estar con él. A Jamis no le sorprendió. Llevaba años viendo aquella mirada de temor en la gente que se cruzaba en el momento en el que se daban cuenta de sus orejas puntiagudas.
A modo de protección, la chica alzó un cubo de madera, viejo y desgastado, que goteaba un agua tan sucia que era marrón oscuro. Jamis se olió la ropa de nuevo y notó como apestaba más de lo que había creído. Maldijo en voz baja a aquella cría y se preguntó que sería lo que le había lanzado. «Seguramente restos de vómito y alcohol —pensó mientras olisqueaba el cuello de la camisa con cuidado».
Sonrió en un intento de parecer más amigable, a pesar de que su cara llena de barro y sus ropas sucias y malolientes no le ayudaran en nada. Aquella chica... le recordaba mucho a alguien, pero no estaba seguro de a quién. Tal vez fuera porque la chica le había servido alguna copa en la noche, pero presentía que era por algo más. Lo despachó de su mente con una sacudida de cabeza.
—Largo de aquí, borracho —le dijo la chica. Habló tan rápido que tuvo que descifrar lo que había dicho, aunque tardó un poco. Su mente no estaba muy despejada.
—Tranquila —respondió él con voz ronca—. Creo que voy a entrar a tomar algo más.
Eso último no pareció gustarle mucho a la chica, porque alzó el cubo con intención de arrearle, apretando los finos labios.
—Lárgate ya. No quiero que nadie sepa que he servido a un elfo.
—Cuarterón de elfo —suspiró él. Estaba cansado de tener siempre esa conversación. Sabía cómo iba a evolucionar, cómo iba a terminar... Siempre era igual. Pocas veces se había encontrado con algo que le sorprendiera.
—Me da igual. Si se enteran... nos colgarán a los dos. —Miró a los lados con nerviosismo y Jamis hizo lo mismo, pero no vio nada ni a nadie.
—¿A qué te refieres con que nos colgarían? ¿Quiénes lo harían?
—Ellos. Los Hijos de Oron —susurró la chica. El cubo que había estado sosteniendo como un arma improvisada parecía pesarle ahora demasiado en las manos, porque empezó a descender los brazos con lentitud. Ahora que se fijaba mejor en ella, empezó a cambiar de opinión. Tal vez era una de esas situaciones irreales y utópicas en las que alguien no sentía miedo de él sino por él. La sensación que le produjo en el pecho le hizo sentirse incómodo. No estaba acostumbrado a recibir ayuda porque sí.
—Entiendo. Entonces mejor me marcho ya, no sea que me encuentre con ellos y termine perdiendo mi bonita cabeza. Gracias por la advertencia —añadió rápidamente. Las palabras salieron de su boca de forma antinatural, como si no conociera su significado. No solía disculparse ni agradecerle a nadie nada.
La chica bajó la mirada, sus dedos y nudillos se tornaron blancos entorno al cubo que todavía sujetaba entre las manos. Empezó a retroceder, en dirección a la puerta trasera de la taberna, la misma por la que había terminado saliendo él la noche anterior.
Recordaba poco, solo ciertos momentos, como cuando se había puesto a cantar una canción, aunque había estado tan borracho que había sido incapaz de acordarse de la letra con exactitud. También recordaba el momento exacto (todo lo exactos que podían ser los recuerdos de alguien ebrio) en el que alguien lo había agarrado por la camisa y lo había echado, aunque Jamis no estaba del todo seguro del motivo de su precipitada y accidentada salida.
La puerta de la taberna se cerró tras la chica. Por primera vez, a Jamis le habría gustado saber su nombre para poder darle las gracias más veces. Pero ahora ya no podía perder más el tiempo. Si lo que la mujer había dicho era cierto ya se había puesto en peligro más de la cuenta. Los Hijos de Oron no eran una fuerza a la que desdeñar.
Se dio la vuelta y recogió la espada, que seguía en el suelo, llena de barro y con algunas hojitas secas adheridas. Dio las gracias porque lo hubieran echado por la puerta de atrás. Si hubiera sido de otra forma, estaba seguro de que ya no le quedarían ni las botas y tal vez a esa hora estaría con una cuerda alrededor del cuello. Pero no había ocurrido y ahora le tocaba hacer recuento de lo que le quedaba después de su espantosa borrachera. Las monedas seguían en su saquito, atado en el cinturón. La daga...
No, la daga la había perdido la noche anterior, recordó de pronto, en una apuesta mientras jugaba a las cartas. Definitivamente no había sido buena idea beber tanto. Por lo menos seguía teniendo la espada.
Miró a su alrededor. Unos cuantos toneles con la parte superior empapada estaban apretujados contra la pared de madera de la taberna. Sacos empapados, cubos y sillas también se amontonaban sin ningún orden en aquel lugar, que parecía que se utilizaba de trastero.
Caminó hacia la parte delantera de la posada con pasos tambaleantes mientras se ataba la espada en la cadera izquierda con esfuerzo. Sus manos estaban frías y los dedos apenas le respondían.
La taberna estaba colocada en la linde de un pequeño bosque, justo a las afueras de un diminuto pueblo de granjeros y ganaderos. El lugar era increíblemente silencioso, como si no hubiera ninguna alma paseando por ahí. A Jamis no le importaba, pues le gustaba el silencio del bosque, tan solo interrumpido por los suaves sonidos de los pájaros, de las pequeñas ardillas correteando por entre las ramas. Le recordaban a otra época, no más tranquila ni más agradable, pero sí más despreocupada, o al menos durante un tiempo.
Jamis miró hacia su derecha, donde las pequeñas casuchas de madera y barro se alzaban a los lados de un camino de losas embarradas. No había nadie, las casas estaban cerradas a cal y canto. Respiró y notó el aire cargado de tensión, como si la gente que se amontonaba dentro de aquellas casas estuviera conteniendo la respiración. Tal vez los Hijos de Oron no estuvieran en ese momento en la aldea; tal vez esas personas no fueran el enemigo y le estaban dando una oportunidad de escapar. «Vete de aquí y no regreses —parecía susurrarle el viento—. Vete de aquí o ellos vendrán y te matarán».
Ellos se habían convertido en las nuevas pesadillas para todos los ocultos, desde los niños hasta los más ancianos.
Se estiró y pensó hacia dónde dirigirse.
No le habían ido muy bien las apuestas y no tenía ningún trabajo, al menos ninguno digno. Por puro orgullo, Jamis se negaba a aceptar nada que no significara matar bandidos, monstruos o acompañar carretas de pueblo en pueblo. Aburrido, sí, pero eran tareas que no significaban mancharse mucho las manos. Aires de señorito, como lo había llamado una vez un viejo amigo suyo. Tal vez fuera así.
Buscó los establos hasta que recordó que allí no había ninguno. Se rascó la nuca e intentó recordar donde estaba su caballo. Unos relinchos lo sacaron de dudas.
Héroe salió del bosque moviendo su cola negra para espantar a las moscas que revoloteaban cerca. Jamis se acercó al caballo y le dio unas cuantas palmadas en el morro antes de subirse.
Pasó despacio por delante de las casas, mirando a un lado y a otro no muy contento. En cierto momento vio cómo se asomaba la redonda cara de una niña pequeña, que apartaba unas desgastadas cortinas con sus manitas. Al verlo, la pequeña soltó un gritito y huyó de la ventana. Jamis no miró atrás en ningún momento, no le importaban las tonterías de un pueblucho ni lo que pensaran sobre él. Sin embargo, cabalgó con el oído agudizado por si escuchaba sonidos de cascos; de vez en cuando recorría el camino con los ojos, buscando la polvareda que se alzaba cuando alguien venía. Pero todo siguió con una calma que le estaba poniendo los nervios de punta. Nunca se sentía a gusto en los caminos, pero en los últimos tiempos se había vuelto especialmente difícil para los ocultos.
Por pura costumbre, se tapó las orejas puntiagudas con el largo pelo rubio.
Las piedras estaban resbaladizas por la lluvia y el barro y no quería que el caballo se rompiera una pata, así que tardó más de diez minutos a paso lento hasta que llegó a un cruce de caminos; un poste de madera señalizaba varias direcciones.
Jamis miró detenidamente cada camino y hacia donde se dirigía cada uno, sin saber muy bien cuál elegir. Tampoco estaba seguro sobre lo que tipo de trabajo quería hacer, algo que tendría que elegir pronto, pues cada ciudad era totalmente distinta de las demás.
Al este estaba Antana. «No —pensó—, demasiados asuntos pendientes con el Gremio Índigo». Además, en Antana había estado proliferando el culto a Oron y sus calles estaban infestadas de los Hijos de Oron. No, no le convenía volver por allí, al menos no mientras siguieran allí, dispuestos a eliminar a todos los ocultos que se encontraban en su camino.
Al oeste iría hacia Anglar, que en su caso era una muy mala idea. Los Hijos de Oron se habían apoderado de Lorea y ser un elfo en Anglar era sinónimo de ser un cadáver.
Al norte... Bueno, no era tan malo volver a Mirietania. Por el camino a la capital del Reino de Zharkos siempre se encontraban buenos trabajos y conforme se fuera acercando a la ciudad, más le pagarían. El culto a Oron tampoco estaba muy extendido por allí, así que tendría un tiempo de descanso.
Dirigió a Héroe hacia el sendero de piedras azules. Al oeste dejaba el Camino Dorado y al este el Camino de las Rosas. Ni siquiera pensó en ir al sur. El Camino del Mar y la vieja ciudad de Olvarus quedaban demasiado lejos para él, además que no le gustaban los barcos; se mareaba con mucha facilidad estando en el mar. Era curioso que dijera eso porque él había tenido que recorrer una distancia enorme por mar desde su casa hasta aquel continente, Sarath. A veces se arrepentía de haber dejado atrás Vyarith y en otros momentos se daba palmaditas en la cabeza con orgullo por haberlo hecho. Como siempre, Jamis era una contradicción andante.
Azuzó al caballo poco tiempo después. El bosque se hizo mucho profundo a los dos lados del camino, casi amenazante y había tramos donde parecía que los árboles fueran a engullir la calzada. Malas hierbas crecían entre las losas del sendero, rompiendo las piedras sin piedad. El tiempo no tenía compasión y menos cuando estaba acompañado por la pobreza y una naturaleza implacable y feroz que se negaba a dejar de luchar.
En otro tiempo, cuando era más joven, se había puesto del lado de la humanidad; ahora, Jamis estaba fervorosamente del lado de la naturaleza.
Las últimas lluvias habían dejado un fresco olor a verde y a tierra que lo llenaron de vitalidad y despejaron su atontada mente, aún con restos de los efectos del alcohol. Soplaba una suave brisa que movía su cabello.
Jamis respiró profundamente y se llenó de aquel aire limpio y sin olor a humanidad.
Aparte de aquel viejo y desgastado camino, no había ninguna otra prueba de que por allí pasaran seres humanos, lo que le encantó a Jamis. Le gustaba la soledad, la tranquilidad de los bosques donde se podía esconder si escuchaba voces, donde nadie lo molestaba. Era una de las pocas cosas que había permanecido intacta al tiempo en él. Su amor por los bosques había empezado con apenas quince años y lo había acompañado hasta los casi ciento cincuenta años con los que contaba.
Se fue relajando al notar que estaba solo, aunque seguía estando alerta. No era tan inconsciente como para no creer que podría haber bandidos esperando detrás de un árbol, aguardando a que estuviera a una altura propicia como para lanzarse encima de él. Sin embargo, nada de eso sucedió.
Cerró los ojos unos pocos segundos y, al volver a abrirlos, vio a la mujer fantasmal de nuevo, flotando delante de su cara. La piel era tan blanca como la de una piedra y tenía el pelo negro, liso y deslucido. Sus ojos eran anormalmente grandes y goteando sangre en sus mejillas, como la última vez. Entonces, al fijarse detenidamente en sus ojos, fue cuando recordó que no tenía párpados ni cejas. Siempre se le olvidaba, como si su mente quisiera borrar ese horrible detalle.
La mujer abrió la boca y vio el vacío negro que le esperaba allí dentro. Llevaba mucho tiempo esperándole. El grito reverberó en su cerebro, lo hizo detenerse con una sacudida violenta de las riendas. Héroe relinchó molesto y estuvo a punto de lanzarlo al suelo. Jamis fue más rápido y se bajó del caballo de un salto, sujetándose la cabeza con las manos. El grito se fue extendiendo por todo su cuerpo como descargas eléctricas y un dolor cada vez más insoportable lo acompañó en cada pulso. Con cada latido de su corazón, el dolor se derramaba en su sangre. La cabeza empezó a palpitarle. Bum-bum-bum.
No supo cómo, pero consiguió sacar la espada de la vaina con unas manos temblorosas que apenas acertaron a agarrar el mango con la fuerza suficiente para deslizar el acero fuera de su protección. Sin embargo, no hizo falta blandirla porque la mujer desapareció segundos después de ver el brillo rojizo y mortal del filo. O tal vez nunca había estado ahí, tal vez solo había aparecido en su mente, como un espejismo.
Jadeando, temblando, cubierto del sudor frío del miedo que le empapaba la ropa, Jamis notó como perdía las pocas fuerzas que le quedaban. Estuvo a punto de soltar la espada, pero hizo un esfuerzo y logró apoyarse en ella, clavando la punta entre las piedras redondeadas del camino.
El caballo lo miró como si lo estuviera acusando de algo y se apartó unos pasos de él; el sonido de los cascos contra la piedra resonó en su cabeza. Su corazón latía a gran velocidad y Jamis no tuvo otra que arrastrarse hacia una roca y sentarse, apretando los dientes con fuerza.
Apoyó la cabeza en el pomo de la espada y respiró profundamente. Aquella mujer llevaba casi dos meses atormentándolo. Por las noches tenía miedo de encontrársela en sus sueños o de que al despertar lo estuviera esperando, con un grito desgarrador saliendo de sus labios o con aquel frío infernal que lo dejaba medio muerto. No entendía qué era aquel ser, aunque una parte de él creía recordarlo. Tal vez lo hubiera leído en algún libro cuando era niño. A su hermana mayor, Lyrina, siempre le había gustado atormentarlo con cuentos de terror antes de irse a dormir.
«Si Tallad estuviera aquí sabría decirme qué es —pensó mientras una sombra de tristeza empañaba el momento. Lo más seguro es que hasta supiera qué quiere de mí». Pero Tallad no estaba allí sino en Vyarith, en la antigua isla de Elwa, el último refugio para los elfos. Jamis pensó en qué estaría haciendo, seguramente dando clase en la Academia de Elexa o leyendo libros de nigromancia, la obsesión de Tallad.
Apretó la empuñadura al recordar la última vez que lo había visto. Estaba solo, sin ayuda y sin amigos. Su padre estaba muerto, su hermano pequeño también, a pesar de que solo había tenido diez años, y su hermana mayor, que ya había sido coronada como reina de Vyarith, lo había desterrado. La guerra lo había consumido todo. Tantas muertes innecesarias... Había pasado mucho tiempo desde la última noche, pero no se le olvidaba. En los casi ciento cincuenta años que tenía, Jamis no lo sabía olvidado.
Esa noche estaba acampando cerca de la Torre del Océano, una antigua fortaleza situada cercana al lago Endris. Según las leyendas, los fantasmas pululaban por las habitaciones; eran los antiguos sirvientes de lady Bailey, los que habían sido torturados por negarse a confesar donde estaba su señora. En ese momento, Jamis estaba desesperado, sin oro y sin saber a dónde ir. Al ver la vieja fortaleza no se lo pensó dos veces; el temor que irradiaba ese lugar a los bandidos fue suficiente para que el hombre se metiera en ella. Una insensatez, cierto; si había un lugar que los bandidos evitaban, ese sitio no era seguro, pero él no era más que un crío de diecinueve años y sin nadie que le advirtiese de que no era una buena idea. Además, Jamis siempre había sido un experto en malas ideas.
Estaba apoyado en un antiguo árbol blanco, tan cerca de un lago de aguas cristalinas que podía estirar las piernas y tocar la fría agua de mediados de febrero. De repente había escuchado un ruidito y un cuerpo caliente que se sentaba a su lado en la fría tierra. Jamis hacía tiempo que no lo veía y el estar cerca de él fue como si le inyectasen energía en las venas. Sin embargo, Tallad había estado extraño a pesar de sus intentos de animarlo. Cuando le contó que su hermana Vael había muerto, el elfo explotó. Le echó en cara que, si no se hubieran conocido, ella seguiría viva, que su pueblo no habría sufrido aquella guerra y que él aún seguiría viviendo feliz en su bosque.
Jamis no se quedó atrás y le echó en cara la muerte de su padre, la de su hermano e incluso la de su tío, aunque no había tenido nada que ver con la guerra que se había librado entre los elfos y los humanos. En ese momento, a Jamis le había dado igual todo y tan solo había querido desahogarse, al igual que Tallad. Los dos estaban solos, dolidos, machacados por la guerra y estigmatizados por la relación que había existido entre ellos. «Eres una abominación», esas habían sido las palabras exactas de su padre después de conocer que su hijo estaba con un elfo y se habían quedado grabadas a fuego en su mente. Aquella noche, Jamis había gritado todo lo que no había podido gritar durante sus diecinueve años de vida y después se había quedado vacío.
No había vuelto a hablar con Tallad desde entonces, aunque sabía que el elfo sabía lo que hacía, adónde iba y con quien se juntaba. No le habría extrañado tampoco que aquella extraña mujer fuera obra de su ex, que tenía un sentido del humor algo extraño. «No, él jamás haría eso —reflexionó unos segundos después, negando con la cabeza». Ese ser no tenía nada que ver con Tallad.
Se recuperó poco después. Notó como su corazón volvía a su ritmo normal y se subió de nuevo al caballo de un salto, no sin antes guardar su espada en la vaina. Se tocó la mano derecha, retorciéndose los dedos metidos en su guante negro. Se secó una lágrima que amenazaba con caer por su mejilla. «No vale la pena llorar por el pasado —se repitió, como cada vez que le daba por pensar en Tallad». Intentó pensar en otra cosa, la mujer extraña que lo perseguía, por ejemplo.
Continuó su viaje, con una pregunta rondando en la cabeza, la misma que hacía semanas se dedicaba a merodear por su cerebro. ¿Por qué la mujer siempre se iba cuando desenvainaba a Suspiro, la vieja espada de su familia? Sabía que el acero nyris era bastante efectivo contra ciertos espíritus y monstruos, pero ¿para ella también? Siempre había pensado que era producto de su mente, porque ¿qué fantasma se pasaba dos meses persiguiendo a un solo hombre? Uno muy aburrido de su vida de fantasma, de eso estaba seguro. O tal vez uno que estuviera huyendo de su familia fantasma. ¿Tendrían hijos los fantasmas y los espíritus? Dioses, estaba desvariando de nuevo.
Ya cerca de mediodía llegó a Myria, un pequeño pueblo hecho de piedra y madera, rodeado de más y más bosque, casi asfixiándolo. Estaba situado en el lado sur del Puente de Lysia y era un punto de cruce casi necesario para la gente que quisiera salir del viejo Reino de Zharkos. El río Verde transcurría con el caudal casi al límite por las últimas lluvias, con sus aguas verdosas por las algas.
El calor había ido aumentando durante toda la mañana; Jamis no podía entender como los soldados eran capaces de mantenerse en sus puestos, por mucho que sus armaduras fueran de cuero y no de metal. Debían estar cociéndose vivos.
Entró en el pueblo y descabalgó delante de una estatua, la única decoración que había en la gran plaza del pueblo. Ni siquiera sabía si a aquello se le podía llamar plaza, en realidad. En todo el tiempo que llevaba en Sarath, apenas había visto algunas ciudades que rivalizaran con la gigantesca Pherea, la capital de Vyarith, con sus amplias calles de piedra rosada y sus plazas llenas de fuentes y árboles; o incluso con la fría Dagar, en el norte del continente, cuyas calles estaban siempre cubiertas de nieve incluso en verano.
Jamis sacudió la cabeza. Tenía demasiados recuerdos. El problema de tener sangre de elfo y de vivir tanto era que la memoria solía ser también muy larga. Y los que decían que se podía vivir de los recuerdos... Sí, siempre que no lo consumieran antes. Pensar en el hogar que había dejado atrás, en la gente que había tenido que apartar de su mente —y de su corazón—, para sobrevivir, nunca le hacía ningún bien.
Jamis no se entretuvo mucho más en la plaza; ató las riendas de Héroe a uno de los postes, bebiendo agua del abrevadero, y se dirigió hacia la taberna local, a empezar de nuevo. Era una casa de dos plantas hecha de piedra, con estrechas ventanas rectangulares. En el exterior había un reloj solar hecho con una enorme piedra plana a la que le habían dado forma circular. Estaba decorada con pequeños símbolos de lunas, soles y estrellas. Los números recorrían los bordes de la piedra, delicadamente tallados, aunque apenas visibles por el desgaste de la lluvia y el tiempo en ellos. Una vara de metal ligeramente inclinada hacia un lado estaba clavada en el centro del reloj.
Jamis miró a la taberna con los labios apretados. El hombre ya estaba pensando en cómo acabaría todo, precisamente porque siempre acababa igual. Bebería un poco y después iría a preguntar por trabajo, tal vez a los guardias o al capitán de la guardia, si es que al final había uno. La última vez que pasó por allí, el capitán se había marchado con el dinero de la paga de los soldados, aunque de eso hacía ya más de un año.
Estaba seguro de que no tendría más suerte que en los últimos dos pueblos por los que había pasado. Al final, acabaría de nuevo en la taberna, empinando copa tras copa del licor más fuerte que tuvieran y apostando lo poco que le quedaba, para, con suerte, que lo echaran a empujones, borracho y sin dinero. «Un planazo —se dijo a si mismo con sarcasmo».
Entró en el bar pisando fuerte. El interior sólo tenía dos ventanas de vidrios verdes y sucios que apenas dejaban entrar un poco de luz en el lugar. Unas pocas velas colocadas en pequeños y viejos candelabros de metal ennegrecido eran la verdadera iluminación de la taberna. El lugar estaba atestado de mesas de madera vieja y sillas no muy fiables para sentarse. El ambiente general no era muy agradable y tan solo tres borrachos locales se sentaban con sus pipas de marinero y cartas en las manos. Una bolsa de tela desgastada se encontraba en el medio de la mesa, una tentación más para Jamis, que no le quitó los ojos de encima. Era el doble de grande que la que él tenía y eso que no era muy pesada.
Se acercó a la barra con la mano en la empuñadura de la daga, una advertencia bastante clara. La daga y la espada siempre bien a la vista, como le había enseñado su padre, Leovel, antes de darle la patada y dejarlo con una mano delante, otra detrás y a merced de un rey cada vez más loco.
—¿Qué es lo más fuerte que tienes? —preguntó al hombre de detrás de la barra. Era un joven de pelo negro y grasiento, manos inquietas y ojos más inquietos todavía. Tenía dos marcas rojas en la mejilla derecha, como de garras. Los ojos de un feo color marrón lo observaron antes de girarse e ir al almacén, sin decir ni una sola palabra.
Jamis se giró hacia los tres hombres mientras se quitaba los guantes. Escuchó, y vio, como contenían la respiración. Él también bajó la mirada hacia su mano derecha, aunque de tanto verla ya no le provocaba nada más que recuerdos.
A los siete años su madre había muerto al dar a luz a su hermano, Loran. En ese momento Jamis había pensado que jamás volvería a sentir dolor, así que, para comprobar si tenía razón, había metido la mano en un caldero de aceite hirviendo. El resultado había sido el evidente: muchos gritos por parte de su padre, las lágrimas de su hermana Lyrina y una mano quemada. La piel estaba roja y arrugada hasta un poco más allá de la muñeca. Había, además, varias cicatrices gruesas e irregulares que surcaban su mano de arriba a abajo. No, no era agradable, pero le recordaba que, cuando todo iba de mal en peor, la vida aún le podía joder mucho, mucho más.
Se apoyó con un codo en la barra mientras seguía observando su mano, girándola de un lado para otro. La poca luz verde que dejaban pasar los cristales arrancaba extraños reflejos en la piel roja y brillante.
El muchacho volvió y colocó un vaso sucio y medio roto con un golpe, intentando llamar su atención. Se notaba que no quería peleas en su taberna.
Jamis se giró lo justo para coger el vaso, mientras miraba a los tres hombres que tenía enfrente. Pronto volvieron a sus cartas y a sus bebidas, sin querer meterse en peleas con él.
Bebió tranquilo. Una vez le había dicho a su hermana que no se sentía más vivo que cuando tenía una espada en la mano. Desde que se exilió había estado a la caza de esos momentos, intentando volver a sentirse como el Jamis Talth que había sido antes de que todo su mundo se viniera abajo como un castillo de naipes mal colocado. Aún no lo había conseguido.
Cuando se terminó la copa, la dejó en la barra y se giró hacia el chico, que pasaba un trapo mugriento por la madera de la barra.
—Voy a necesitar un baño —le dijo, mientras apoyaba las manos en la madera; las cicatrices de la mano palidecieron. Se había hartado de oler a vómito y caballo. De vez en cuando le entraban arranques de señorito y se sentía con ganas de vestirse como tal. No se podía hacer nada con su ropa más que lavarla (aunque tampoco le vendría mal que alguien le cosiera ciertos desgarrones), pero sí con él mismo.
—Está bien. ¿Caliente o fría? —preguntó con una voz ronca.
—Más te vale caliente. Me da igual el precio.
El chico asintió una única vez y allí se terminó la charla. No parecía una persona muy habladora. Una pena, hacía tiempo que no tenía una buena conversación, desde que había cortado con Ethan Woods hacía... Ya ni siquiera recordaba cuánto tiempo hacía de aquello. ¿Cinco años, tal vez? Suspiró. Se estaba acostumbrando demasiado a la soledad que le había impuesto la vida. En esos momentos era cuándo echaba más de menos a su familia —o lo que quedaba de ella—, y, sobre todo, a Tallad.
Dioses, ¿qué le pasaba ese día? ¿Por qué no podía dejar de pensar en Tallad? Apretó con fuerza los labios mientras se dirigía hacia la escalera que ascendía al segundo piso. Estaba cubierta de una copa de polvo que se alzó en cuanto puso un pie en el primer escalón; después, se dirigió a la primera habitación que vio. Estaba vacía y con aspecto de no haber sido utilizada en varias semanas. Una cama donde deberían caber por lo menos seis personas dominaba la estancia. Un biombo de madera grisácea ocultaba una bañera de cobre que cogía polvo en un rincón de la habitación; dos toallas sorprendentemente blancas estaban colgadas de unos pequeños ganchos.
Pasó un dedo por el cabecero de metal de la cama y pensó que no le iría nada mal una buena limpieza. Se tumbó en la cama con un suspiro de placer y cerró los ojos. Por fin podría descansar. «Bueno, mejor dormiré en el suelo —pensó al escuchar ruiditos de patas por entre el colchón que no le gustaron nada». Le entraron unas inaguantables ganas de lanzar aquel jergón por la ventana, pero se contuvo.
Poco tiempo después, el chico entró con varios cubos de agua que despedían un intenso vapor y los vertió en la bañera. A Jamis le faltó tiempo para echarlo de la habitación, desvestirse y meterse dentro con un suspiro de gusto. El agua hervía, pero no le dio mucha importancia. Notó como los músculos cansados de las piernas se destensaban. Cogió la pastilla de jabón que había en un pequeño soporte al lado de la bañera y lo restregó con fuerza por todo su cuerpo. El agua se volvió pronto grisácea por el polvo del camino y el sudor. Se limpió el cabello y, como no tenía un cepillo, se peinó con los dedos, tratando de no arrancarse mucho pelo.
Ya limpio, salió con cuidado y cogió una de las toallas, pasándosela por las caderas. Se secó rápidamente y rebuscó en su bolsa de viaje hasta que encontró una muda completa de ropa limpia. La camisa tenía los puños deshilachados y el pantalón los bajos descosidos, pero olía a limpio y eso era lo que importaba. Se calzó las botas, remetiéndose los pantalones. Después se secó el pelo con la toalla, que empezó a rizarse de nuevo al instante. Con una sonrisa de pena, recordó las veces que su tía intentaba deshacerse de sus rizos; por alguna razón nunca le habían gustado, aunque a Jamis sí.
Bajó las escaleras un poco más tarde, colocándose la espada en la cadera, y caminó hasta la pequeña plaza. Casi al lado de la estatua se encontraba una vieja casa de varios pisos, de fachada blanca y ventanas de madera oscura. Apoyados en las paredes, o simplemente sentados en la hierba, se encontraban los soldados que custodiaban el Puente de Lysia.
—Busco al capitán —le dijo a uno de los hombres que se apoyaban en la pared.
—Ese soy yo —le dijo alguien desde detrás. Jamis se giró para encontrarse con un joven, muy alto, de no más de treinta años, que estaba sentado en una gran piedra. Tenía la espalda ancha y los brazos fuertes. Un martillo de guerra estaba colocado al lado de sus pies, esperando ser empuñado. Llevaba el cabello castaño muy corto por los lados y más largo por la parte de arriba, lleno de pequeños rizos, y una barba corta y bien arreglada que ocultaba una mandíbula fuerte. Los ojos azules lo miraron de arriba abajo unas cuantas veces antes de hablar.
—¿Para qué me buscáis? —le preguntó con voz casi dulce en comparación con su aspecto. Se levantó de la piedra en la que estaba sentado, arreglándose
—Estoy buscando trabajo.
—¿De qué tipo?
Jamis se encogió de hombros.
—¿Qué tenéis?
El hombre se quedó pensando varios segundos con los brazos cruzados a la altura del pecho, pasándose una mano por la barbilla.
—Hay que arreglar unas vallas para que no se escape el ganado... —Se detuvo al ver la cara de aburrimiento que Jamis había intentado disimular. Era horrible tratando de esconder lo que sentía.
—Está bien. ¿Qué tal talar árboles? —Hizo una pequeña pausa mientras levantaba la ceja en gesto interrogante—. ¿No? Vale. ¿Y qué tal si intentáis razonar con una cecaelia especialmente cabezota? Ha estado dando problemas a los pescadores que van a su lago y a mí no me hace caso, aunque ya lo haya intentado varias veces. Tenemos... cuentas pendientes, por así decirlo, y no me quiere ver. El resto de los soldados tienen miedo de acercarse a ella. Os pagaré bien por el trabajo, por supuesto —añadió, por último.
Jamis sonrió por dentro. ¡Por fin un trabajo con algo de emoción! No se lo pensó dos veces y extendió la mano.
Su día había mejorado mucho de repente.
Para quien venga de la versión anterior, efectivamente, los capítulos ya no están separados en dos. Me lo estuve pensando bastante, pero al final me di cuenta de que lo único que conseguía separando los capítulos era que la historia se leyera inconexa y que le estaba haciendo un flaco favor. Por lo tanto, sí, los capítulos van a ser largos, no voy a mentir. No todos tendrán la misma extensión, por supuesto, e intento intercalar capítulos largos y cortos, pero no siempre lo consigo.
Mientras tanto... ¿qué os parece la historia? De momento no cambiar mucho, es cierto. Los primeros capítulos son casi iguales, pero prometo que hay muchísimas más escenas nuevas que os van a encantar.
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