Capítulo 19
Nerith. 30 de abril.
El aire olía a humedad, aunque no era extraño en Las Islas. De vez en cuando, un relámpago iluminaba el cielo cubierto de nubes grises y el sonido de los truenos hacia retumbar la tierra bajo sus pies.
Laina estaba calada hasta los huesos; la lluvia los había pillado de improvisto, un fuerte aguacero en mitad del camino. Bufó para sus adentros. No le gustaba la lluvia y la humedad. Estaba acostumbrada al calor seco y asfixiante de Nujal. Elyas, en cambio, parecía encantado, pero claro, él había nacido allí.
Notaba a Zyra retorciéndose en el interior del bolsillo de su guardapolvo. Metió una mano y rozó su cabeza con un dedo para tranquilizarla. Zyra enroscó la cola en su dedo; el tacto de sus escamas hizo que se sintiera mejor.
El brujo caminaba delante de ella, ambos medio hundidos en el barro del camino, que se empinaba con cada paso que daban. Al final, todavía demasiado lejos, se alzaba un castillo de piedra. Estaba sobre la cima de la colina escarpada, con árboles altos rodeándola. Tenía un aspecto tan sencillo, tan común, que Laina no entendía como podía pertenecer a Myca Crest. No es que se hubiera esperado un castillo tenebroso como en los cuentos infantiles; más bien había esperado todo lo contrario, un castillo lujoso que se acomodara a los gustos caros que tenía la familia Crest. Pero ese lugar parecía soso y aburrido...
Tal vez por eso estaban allí, pensó Laina. Nadie se esperaría que la familia de brujos más poderosa y rica viviera en ese castillo, así que seguramente nadie los molestaría mucho.
Lo que Laina le molestaba, aparte de la dichosa lluvia, era la falta de un portal. Las Islas estaban en un punto muy complicado para hacer portales permanentes, porque no había suficientes Líneas Nyris (el material bruto de dónde se extraía el acero nyris), para que los portales se pudieran mantener con el tiempo; incluso era difícil hacer un simple portal temporal para llegar a Las Islas. Elyas lo había logrado al segundo intento, aunque había sido un portal inestable y débil que los había dejado a las afueras de la ciudad de Nerith, a más de dos horas de caminata del castillo. Elyas no había sido capaz de hacer otro portal, así que ahora les tocaba caminar hasta llegar a la cima de la maldita colina.
Se arrepentía de haber aceptado acompañar a Elyas, no iba a negarlo. No solo era el horrible mal tiempo de Las Islas, si no que, conforme más se acercaban a Myca Crest, más incómoda se sentía Laina. Los brujos que rodeaban a los Crest no eran conocidos por su amigabilidad hacia otros ocultos que no fueran brujos. Ella misma había sido una bruja de sangre antes de morir, y sabía por experiencia como funcionaba ese mundo; no lo había echado de menos desde su muerte.
—Ya casi estamos —jadeó Elyas a través del sonido de la lluvia. Laina miró hacia delante y descubrió que tenía razón. Había estado tan sumida en sus pensamientos que se le había pasado volando la última parte del camino. En ese momento notó que las piernas le ardían del esfuerzo y que ella también tenía la respiración agitada.
Estaban a apenas unos metros del castillo. Una fuerte muralla de piedra rematada en almenas cercaba la estructura principal y una puerta cerrada con un rastrillo de metal estaba al otro lado del puente levadizo; Laina no distinguió a nadie en la parte superior de la muralla. Un profundo foso vacío se hundía delante de ellos. A ambos lados del camino no había nada, tan solo el vacío y una caída de varios metros que mataría incluso a un inmortal. El puente levadizo estaba subido y las grandes y gruesas cadenas tintineaban con fuerza por el viento, golpeando la madera y la piedra sin piedad.
La piel le hormigueó al acercarse. Había fuertes hechizos protectores rodeando el castillo. Con toda esa protección no hacía falta guardias en las almenas. Era imposible que alguien se acercara y Myca no lo supiera al instante. La idea de que la Reina los hubiera estado vigilando durante toda su caminata le puso los pelos de punta.
Laina notó el momento en el que cruzaron la barrera mágica, cuando estuvieron a apenas unos pasos del foso. Todo su cuerpo se tensó mientras una magia fría e intrusiva le rozaba la piel y parecía fundirse con su cuerpo. La sintió dentro de ella, rebuscando con unos dedos largos y esqueléticos en su pecho. Laina apretó los puños y sintió su propia magia luchando contra la intrusión. Su visión se oscureció y se volvió roja durante unos instantes. La magia de la barrera se retrajo y salió de ella y todo su cuerpo se relajó. Parpadeó un par de veces y el rojo despareció de su visión.
—Has estado a punto de transformarte —comentó Elyas, no como un reproche, si no como si tan solo quisiera apuntar lo evidente.
Laina bufó. Ya se había dado cuenta de que casi se había transformado. A él no parecía haberle hecho nada la barrera, seguramente porque la magia protectora lo habría reconocido. Al fin y al cabo, lo habían estado esperando. A Laina, en cambio, no.
El puente levadizo empezó a bajar con un chirrido de metal contra metal. En menos de dos minutos, el puente de madera estaba totalmente bajado y ellos cruzaron. Laina miró hacia abajo, aunque sabía que no debería hacerlo. El final del foso estaba muy lejos, pero, aun así, Laina pudo ver las afiladas picas clavadas en el fondo, el brillo mortal del acero resplandeciendo cada vez que un relámpago iluminaba el cielo. Era una visión alarmante cuanto menos.
Laina escuchó el molesto sonido del rastrillo subiendo. Ni siquiera lo levantaron del todo, tan solo lo suficiente para que Elyas, el más alto de los dos, pasara sin golpearse la cabeza. A Laina no le gustó, pero por supuesto no dijo nada. Apretó los labios y siguió a Elyas por el patio de armas vacío. Había grandes charcos en el suelo de piedra y las gárgolas de los tejados escupían agua sin piedad para los que iban caminando bajo ellas.
El brujo parecía conocerse el lugar, por la seguridad con la caminaba, así que Laina siguió a Elyas hasta que cruzaron una gran puerta de doble hoja.
De repente, se encontraron en el interior de una habitación grande, cuadrada y para sorpresa de Laina, acogedora. Había tapices de colores cálidos en las paredes de piedra y una gran alfombra cubriendo el suelo. Unas escaleras encajadas ascendían a los pisos superiores desde su izquierda; dos grandes arcos permitían el acceso a dos largos pasillos, uno a su derecha y el otro frente a ella.
—¡Elyas! —escuchó decir a una voz. Segundos más tarde, una figura desde las escaleras pasó casi volando por delante de ella hasta estrellarse contra el hombre.
—¡Charles, cuidado! —gritó Elyas, pero se estaba riendo. Estrechó al chico entre sus brazos, que se reía con fuerza. Cuando por fin se separaron, Elyas la señaló y dijo—: Ella es Laina, una amiga. —El brujo se puso serio de repente—. ¿Dónde está tu madre? Necesito hablar con ella.
Charles era un muchacho que no aparentaría más de veinticinco años, con el cabello rubio lleno de rizos que enmarcaban un rostro angelical de grandes ojos castaños y una sonrisa amplia de labios gruesos. Era delgado y espigado y vestía con unos sencillos pantalones rojo oscuro remetido dentro de unas botas negras de caña alta, una camisa blanca y un chaleco a juego con el pantalón. Había algo elegante en su forma de moverse y de estar de pie, un aire aristocrático que le hizo apretar los labios. No era necesario que Elyas le dijera quién era ese chico. Charles Crest, hijo de Myca Crest y quien fuera su padre.
—Mi madre está arriba, esperándote... esperándoos —rectificó, mirando directamente a Laina e inclinando un poco la cabeza. ¿En serio ese era el hijo de Myca Crest? Habría dudado de su propia intuición de no ser por sus palabras. ¿Quién más podría estar esperándolos si no era la dueña del castillo?
No se esperaba que el hijo de Myca Crest fuera así, la verdad. Ni siquiera sabía que tenía un hijo, la verdad; nunca se habría imaginado a la Reina como madre, pero bueno, ella tampoco se había imaginado a sí misma como madre durante su juventud y ahí estaban los gemelos.
Charles insistió en acompañarlos. Los llevó por la escalera dos, tres pisos hasta llegar a un largo pasillo iluminado por delicados candelabros en forma de mano; la cera blanca resbalaba por los dedos de hierro. A ambos lados del corredor había pesadas puertas de madera cerradas, pero no se detuvieron frente a ninguna, sino que siguieron caminando hasta que llegaron al final del pasillo. Una puerta de doble hoja estaba semiabierta; la luz de las antorchas del interior iluminaba el pasillo.
Charles entró sin llamar, abriendo la puerta y adentrándose en una habitación cuadrada y espaciosa. Unos ventanales cubrían una pared entera y dejaba entrar la luz en la habitación, o lo haría si hubiera luz y el cielo no estuviera cubierto de nubes grises. Al otro lado de las ventanas había un balcón rodeado de un muro de piedra.
El interior de la habitación era sencillo, pero a Laina no se le pasó desapercibido que todos los muebles eran de la mejor calidad; madera de Ikwon, un árbol del norte del Imperio Kjell, alfombras de Lagos, tapices de Anglar. Todo valía una fortuna y no una pequeña.
Una gran mesa redonda gobernaba el lugar, con sillas a su alrededor y una alfombra también redonda bajo sus pies; un delicado jarrón de cristal con flores secas descansaba en el centro. En la pared derecha había un mueble bar con botellas llenas de licor y copas de cristal preparadas sobre una bandeja de mármol blanco, mientras que, en la pared contraria, una gran chimenea caldeaba la habitación. Al lado de la chimenea había dos puertas idénticas y enfrente unos butacones.
Una mujer estaba sentada en uno de ellos. Estaba sentada de tal forma que Laina no podía verle el rostro, tan solo el cabello negro que caía sobre su hombro izquierdo en una larga y lisa cascada.
Charles les hizo indicó que se quedaran allí, cerca de la puerta, antes de caminar por el suelo alfombrado hasta dónde se sentaba la mujer
—Madre —dijo Charles. Había una nota tensa en su voz y también algo más, pero Laina no fue capaz de distinguir qué era—. Elyas y su... acompañante, ya están aquí.
Laina contuvo una mueca de desagrado. ¿Acompañante? Era mucho más que eso.
—Perfecto. Ya puedes marcharte. —Myca Crest hizo un gesto con la mano y Charles asintió con la cabeza, aunque dudaba mucho que la mujer se hubiera dado cuenta. El muchacho se apartó de su madre y caminó hacia ellos. En su rostro estaba dibujado el disgusto porque su madre lo hubiera despedido, pero mantenía los labios cerrados con fuerza, como si se estuviera conteniendo tanto como Laina hacía un minuto.
Charles pasó por su lado sin decir nada. Salió y cerró la puerta tras él con suavidad.
Myca no se movió hasta unos segundos después de que Charles cerrara la puerta, como si no se fiara de que su hijo no estuviera escuchando tras la puerta. Laina creyó escuchar un suspiro proveniente de la Reina, pero no estaba segura. Además, ¿por qué suspiraría?
—Elyas, hacía mucho que no nos veíamos —comentó Myca. Por fin se levantó del sillón y se acercó a la mesa redonda. Unos ojos de color azul claro se clavaron en Laina cuando dejó un vaso vacío encima de la mesa.
Era una mujer hermosa, con un rostro muy pálido en forma de corazón que contrastaba con el color negro de su cabello, tan oscuro que Laina casi podía ver reflejos azules en él. Su cuerpo estaba lleno de curvas, acentuadas por un ajustado vestido de terciopelo azul profundo, con un escote que seguía sus pechos y se cerraba en forma de V en la mitad de su canalillo. Un fino collar de plata le rodeaba el cuello y caía hasta casi el final del escote de su vestido. Las mangas, anchas y largas, llevaban un diminuto bordado de hojas en hilo de plata, al igual que el dobladillo del vestido. El efecto era sobrecogedor, hasta para Laina. Myca Crest ya había sido una bruja importante cuando ella se convirtió en bruja de sangre y lo había seguido siendo después de su muerte. Pero jamás la había visto en persona, tan solo había escuchado los murmullos de los ocultos de los que se había rodeado. Tenerla frente a ella y conocer su aspecto, era muy diferente; hacía que todo cobrara un sentido de la realidad que a Laina le puso los pelos de punta. Esa era la misma mujer que tenía aterrorizados a la mitad de los ocultos, mientras que la otra mitad la adoraban como a una diosa. Esa era la misma mujer que amenazaba con cambiar el mundo y, viéndola delante de ella, Laina empezó a pensar que vencerla no sería tan sencillo. O que vencerla no sería en absoluto una buena idea.
—Sí que es cierto que ha pasado mucho tiempo —dijo Elyas, interrumpiendo sus pensamientos. Si Laina no lo conociera, hubiera creído que estaba tranquilo; pero sí lo conocía, así que sabía que Elyas estaba tenso, aunque no lo mostrara. Su sonrisa, un poco más ancha de lo normal, ligeramente tirante en la comisura izquierda, junto a los dedos rígidos que se aferraban al dobladillo de su corta túnica, todavía mojada.
—Querido, me gustaría poder hablar contigo. A solas, si no te importa. —Le dedicó una sonrisa rápida a Laina, con una pequeña cabezada. A Laina no le engañaron las buenas formas. La estaba despidiendo como si se tratara de alguien a su servicio, o al servicio de Elyas, alguien a no tener en cuenta, pero que mejor que no estuviera en la misma habitación en la que se discutían temas importantes.
Elyas le echó una mirada ceñuda y, aunque no dijo nada, le quedó todavía más claro que las palabras no dichas de Myca. Quería que se fuera.
Laina apretó la mano en un puño, pero lo relajó a toda velocidad, sabiendo que Myca estaría atenta a cada uno de sus movimientos. Tragándose el sabor amargo de la rabia, giró sobre sus talones y se dirigió hacia la salida. No pensaba cerrar la puerta, pero cuando ya estaba afuera, escuchó la voz de Myca:
—Cierra la puerta, Elyas, y acércate.
Elyas obedeció y en el momento en el que la madera le dio en las narices, Laina quiso aporrear la puerta con los puños. Daba igual que no sirviera de nada y que iba en contra de la calma que siempre intentaba mantener en su mente y en su cuerpo, lo necesitaba. Esa mujer la había sacado de quicio en cuestión de segundos. Solo Amir había tenido ese efecto en Laina y de eso hacía tanto tiempo que hasta lo había olvidado. Durante toda su vida, había luchado contra el carácter salvaje, «fogoso», como lo había llamado su padre, que le había hecho cometer tantas locuras de joven. Creía haberlo logrado, creía haberlo aplastado a base de pura fuerza de voluntad, pero la presencia de Myca Crest le había hecho ver que no.
—Suele hacerlo —dijo de pronto una voz muy cerca de ella.
Laina se giró de golpe, buscándola. Encontró a Charles a su derecha, apoyado indolentemente contra la pared, con los brazos cruzados a la altura del pecho, al igual que los tobillos.
—¿De qué hablas? —gruñó Laina, su visión volviéndose roja por unos instantes. Logró mantener a raya su forma, pero a duras penas. En los últimos tiempos había estado a punto de perder el control de su transformación demasiadas veces, tantas como para empezar a preocuparse. Parpadeó hasta recuperar la visión y vio que Charles tenía una pequeña sonrisa en el rostro. Ahora que había visto a su madre, podía ver el parecido entre ellos, aunque supuso que Charles debía haber heredado gran parte de su aspecto de su padre.
—Mi madre —respondió, apartándose de la pared y descruzando los brazos. Caminó hasta ella hasta estar a apenas un palmo de su rostro, bastante más cerca de lo que a ella le gustaría—. Suele tener ese efecto en la gente. O la amas y aguantas cada uno de sus desplantes, o la odias y te echas a rabiar por ellos. No hay término medio con ella, nunca lo hay.
Laina suspiró y miró de reojo la puerta cerrada a sus espaldas. Si tan solo pudiera escuchar lo que decían... Pero por mucho que lo intentaba, Laina no era capaz de oír ni una sola palabra a través de la maciza madera.
—Hay un hechizo que impide que la gente pueda oír qué dicen —soltó Charles. Laina apartó la mirada de la puerta y la fijó en el muchacho, escaneándolo de arriba abajo. ¿Cómo lo había hecho? ¿Podría leer la mente? Laina sabía que era posible, pero era un poder muy extraño, tanto que apenas se sabía de un puñado de brujos y brujas que lo habían poseído y todos habían terminado locos. Miró a Charles de nuevo. No parecía loco, pero llegados a ese punto, Laina prefería desconfiar de todo y, sobre todo, de todos.
—Entonces no tengo nada que hacer aquí.
—¿Quieres que te acompañe a tu habitación? Seguro que ya está preparada —comentó de forma despreocupada, con una sonrisa amplia en ese rostro angelical. Elyas parecía haberse fiado de él; es más, parecía que hasta se llevaban bien.
De todas formas, Laina no consideraba que fuera una buena idea enfrentarse al hijo de Myca mientras estuviera en su castillo. Sería un suicidio, en realidad.
—Muy bien —suspiró Laina.
Charles se giró y caminó a paso rápido por el pasillo, el tacón de sus botas repiqueteaba contra el suelo; las botas de Laina, en cambio, se deslizaban con suavidad con apenas un susurro del cuero desgastado contra la piedra.
Charles la llevó por las mismas escaleras por las que habían subido y de nuevo al rellano de la planta inferior. Desde allí, la condujo por el corredor de la derecha. Lámparas mágicas se iban encendiendo conforme iban avanzando, iluminando su camino; conforme pasaban, el fuego se apagaba tras sus espaldas, quedándose a oscuras. A Laina nunca le había gustado eso, odiaba no poder ver las posibles amenazas que quedaban tras ella.
Por fin, el pasillo terminó en otras escaleras y solo tuvieron que subir un piso más, hasta un pequeño corredor iluminado. Solo había cinco puertas y solo una de ellas estaba entreabierta; risas y el sonido del entrechocar de copas sonaban desde dentro. Charles la llevó a una de las que estaban cerradas y la abrió con una llave que sacó de su bolsillo.
—Espero que estés cómoda —le dijo mientras levantaba un brazo y señalaba hacia el interior, invitándola a entrar.
Laina dudó durante unos segundos. ¿Y si intentaba engañarla? Era fuerte y rápida, pero dudaba que pudiera enfrentarse a los poderes de un brujo. Y si la mitad de las cosas que se contaban sobre los Crest eran ciertas, era una familia con poderes muy fuertes.
Charles hizo un gesto de impaciencia con la mano y Laina decidió arriesgarse. Mantuvo, sin embargo, su forma de momia bajo la superficie; si la atacaba o intentaba hacer algo extraño, Laina se transformaría tan rápido que no le daría tiempo a reaccionar. Siempre y cuando no tuviera poderes mentales, entonces daría igual cualquier movimiento que ella hiciera, porque sabría su siguiente paso antes siquiera de que Laina lo hubiera formado en su cabeza.
Las lámparas mágicas se encendieron en el momento en el que Laina puso un pie en la habitación; la suave luz naranja iluminó un cuarto más agradable de lo que se había esperado. Era amplio y estaba bien cuidado. La cama estaba hecha, con un par de mantas a sus pies y un par de mesitas vacías, al igual que el estrecho armario que estaba frente a la cama. A su lado, había un mueble con un lavamanos, una toalla pequeña y una jarra vacía. Todo tenía un toque impersonal y frío. No había nada en esa habitación que le dijera que hubiera sido de alguien antes que ella.
—Si necesitas algo, en la mesilla hay una campanilla mágica. Llamará a una sirvienta que te ayudará en todo —le informó Charles. Después, se despidió, haciendo un gesto cortés con la cabeza, y se marchó tras dejarle llave de la habitación.
Laina no sabía qué pensar.
Le daba impresión que Charles realmente era amable y le resultaba extraño que el hijo de Myca Crest pudiera no ser igual a su madre. Sabía que esas palabras eran de sus prejuicios y de la idea que se había formado sobre ellos antes siquiera de conocerlos, pero seguía pareciéndole difícil que el hijo de la Reina fuera amable solo... porque sí. La idea que se había hecho de él en el momento en el que había sabido quién era y la que se había encontrado chocaban una y otra vez, desconcertándola.
Laina cerró la puerta y dedicó los siguientes quince minutos a revisar la habitación por completo. Abrió cada cajón, deshizo la cama y miró bajo el colchón, revisó el armario y la pequeña y estrecha ventana. No encontró nada. Después revisó el pequeño retrete al que se accedía por una puerta en un lateral de la habitación, pero ahí tampoco encontró nada. Laina estaba un poco decepcionada, la verdad. Esperaba algo más de... peligro, tal vez. Al menos esperaba que desconfiaran de ella un poco más. Era una tontería, lo sabía, pero le hacía sentirse como si no fuera una amenaza.
Apretó los puños con fuerza. Si Myca se creía tan fuerte como para considerar que Laina no era una amenaza, la sacaría de su engaño, aunque fuera a golpes.
Dioses, ¿por qué se enfadaba tanto? Ni siquiera terminaba de entender de dónde venía toda esa furia suya. ¿Qué había esperado?, ¿que supiera quién era Laina? ¿Qué le importara lo más mínimo? Si todo era verdad, Laina no sería capaz de hacerle ni un solo rasguño a esa bruja antes de que ella la matara.
Unos golpes en la puerta la sacaron de sus pensamientos. Se levantó de un salto del borde de la cama desecha y caminó los pocos pasos que la separaban de la puerta. Al abrirla, se encontró con una mujer en el umbral, con la mano todavía levantada como si hubiera estado a punto de llamar de nuevo.
La mujer sonrió, sus labios pintados de rojo en un rostro tan pálido que parecía haber estado enferma durante años. Su larga melena castaña oscura enmarcaba un rostro de mandíbula marcada y nariz aguileña. Laina era unos centímetros más alta, y eso que ella no era precisamente muy alta.
—¿Ceoren? —dijo Laina. Hacía años que no veía físicamente a su amiga.
—¿Tanto he cambiado que casi no me reconoces? —La mujer soltó una carcajada y le tendió la misma mano que tenía levantada; Laina dudó, todavía desconcertada, pero al final aceptó. Ceoren tenía los dedos muy fríos—. Adaline te ha visto llegar con Charles y me ha pedido que venga a pedirte que te unas a nosotras.
Señaló a la puerta entreabierta de la que todavía salían sonidos de risas y charlas animadas. Recordaba el nombre de Adaline: era una de las hermanas de Myca.
—Y Adaline —añadió—, no acepta un no por respuesta.
Laina suspiró y asintió con la cabeza. Al parecer, no le quedaba más remedio que aceptar si quería seguir con la cabeza en su cuerpo.
Myria.
Jamis no se esperaba ninguna carta, y menos de ella. Hacía más de veinte años que no la había visto, ni siquiera se mandaban cartas. Aun así, Jamis había estado pendiente de ella, desde lejos, pero siempre con un ojo puesto en Anglar, donde vivía. Últimamente, sin embargo, había estado tan preocupado por Itaria y Tallad que se le había olvidado pensar en su sobrina. Bueno, sobrina-nieta, pero él siempre había pensado en ella como su pequeña sobrina.
Pero ahora, tanto tiempo después de la última vez que se habían visto, tenía esa carta entre las manos. Le había llegado por un mensaje de fuego, justo cuando estaba tomando un baño. Estaba a solas en la habitación, porque Tallad se había quedado hablando con Itaria en el piso de abajo. Había escuchado a tiempo el crepitar extraño que tenían los mensajes de fuego y, cuando abrió los ojos, apenas tuvo unos segundos para agarrar la nota antes de que se cayera al agua.
Hay problemas en Lorea y en Zharkos. Estate atento, van hacia Myria. Si puedes, regresa a Vyarith y no vuelvas en un tiempo. B.
No había nada más. Jamis había reconocido la letra al instante, aunque hiciera años que no la veía.
Había fruncido los labios al leer la nota, preocupado por ella y a la vez enfadado con su sobrina. Debería haberle pedido ayuda antes, sabía bien que Jamis lo dejaría todo por ir a ayudarla; y justo por eso, Jamis sabía que no lo había llamado hasta que había sido totalmente necesario. Aun así, su mensaje era más bien una advertencia para que huyera y no para que fuera con ella. Era igual que Lyrina, se morirían antes que pedir ayuda.
Jamis salió de la bañera y se secó el cuerpo. Con la toalla alrededor de las caderas, se acercó a una de las velas y mantuvo la nota encima de la llama hasta que se prendió. La sostuvo, viendo como el papel crepitaba y se consumía, hasta que el fuego casi alcanzó sus dedos. Entonces la dejó caer y, antes de que llegara al suelo, ardió por completo; solo quedaron cenizas y el olor acre del papel quemado. Jamis no podía permitir que esa carta cayera en malos manos. Aunque se fiaba de la gente que lo rodeaba, siempre cabía la posibilidad de que alguien entrara en su habitación y se encontrara con esa carta y lo último que quería era poner en peligro a su sobrina.
Tal vez ni siquiera se lo debería contar a Tallad. Saber lo que ponía la nota tan solo haría que se preocupara más por él y el elfo ya tenía suficientes preocupaciones como para añadirle una más. Pero no estaba bien que le mintiera. «No, debe saberlo —decidió».
Se terminó de secar y se vistió para buscar a Tallad y contárselo todo.
Tenemos por fin un primer vistazo de Myca Crest y Laina no parece muy contenta. ¿Qué os ha parecido el capítulo?
¡Dejad vuestras teorías por aquí!
XOXO
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