Capítulo 16
Desierto de Nujal. 28 de abril.
El portal que Enna había abierto para ella la había dejado a las afueras de Hirkram, la capital de Nujal.
Desde ahí había sido sencillo encontrar un caballo y recorrer la distancia hacia las montañas del norte; la cordillera separaba Nujal del resto del mundo y aunque había un camino marcado desde ellas hasta la capital, nadie lo usaba. Los que llegaban al país lo hacían por barco, para no tener que soportar la dureza del desierto.
Tal vez por eso había muchas cosas que la gente desconocía del Gran Desierto, como los enormes templos escondidos en las montañas rodeadas de arena dorada. Estaban tallados en la misma roca, verdaderas obras de arte tan antiguas que nadie recordaba cuándo se habían creado.
Laina llevaba la cabeza envuelta en un turbante que se había comprado en Hirkram; el sol encima de ella era duro e inclemente. Hacía tiempo que se había alejado del camino principal, dirigiendo el cabello hacia uno de aquellos templos.
El caballo avanzaba pesadamente por las dunas. Era un animal fuerte, criado para y por el desierto, pero estaba extenuado. Laina lo había mantenido cabalgando desde primera hora de la mañana, cuando había llegado a Hirkram. Los había llevado a propósito por un recorrido que conocía y por el que sabía que encontrarían algunos oasis en los que descansar. Había dejado que el caballo bebiera mientras ella se refrescaba. Laina había nacido, crecido y muerto en Nujal, pero en los últimos años se había acostumbrado a las tierras más frescas del norte y ahora sufría con el intenso calor.
Estuvo a punto de poner al caballo en un ritmo más lento cuando, a lo lejos, vislumbró una montaña que conocía bien. Su destino estaba muy cerca y, aunque a una parte de ella le molestase un poco tener que regresar y más con el rabo entre las piernas, otra parte se sentía feliz de volver al que había sido su hogar durante tantos años.
Su templo, el templo que durante siglos había pertenecido a su familia, estaba a apenas unos kilómetros de distancia. Clavó espuelas y el caballo se lanzó al galope, como si sintiera el ansia de Laina por llegar. Galopaban tan rápido que el turbante estuvo a punto de salir volando y tuvo que sujetarlo con fuerza y volver a colocarlo en su sitio.
Al llegar, Laina descendió del caballo casi tropezándose de impaciencia por entrar. Le dio unas palmadas al caballo, que estaba agotado. Lo llevaría dentro del templo y le daría de comer y beber.
Laina contempló durante unos instantes su hogar.
La entrada del templo era magnífica. Colosales estatuas guardaban el arco de la entrada, recibiendo a los visitantes con miradas frías, mientras que pequeñas figuras talladas en la piedra decoraban la entrada, hacía arriba y hacia arriba; llegaban tan alto que Laina no podía ver dónde terminaban las tallas. Había muchas escenas de batallas, de la corte de Hirkram y de la propia ciudad. Entre talla y talla estaba grabado el símbolo de la familia Shanaa: una espada sujetada por una mano.
Al otro lado del arco solo se veían sombras. Con las riendas del caballo en la mano, Laina entró en el templo. Apenas se veía nada, pero no era necesario; se conocía a la perfección cada rincón.
De repente, una luz se encendió y después otra y otra, iluminando el cavernoso espacio. Unos cuencos de bronce colgaban de las paredes gracias a grandes cadenas. Un hechizo hacía arder el líquido del interior cada vez que alguien se acercaba. La estancia estaba vacía excepto por una fuente en la pared contraria a la entrada. Un caño salía de la misma roca y un hilo de agua caía hasta una pila rectangular con un gran borde. Laina se había sentado muchas veces ahí, el sonido del agua cayendo le resultaba tranquilizador. Llevó al caballo hasta la fuente para que bebiera.
Se quitó el turbante de la cabeza y también el guardapolvo. Sacó a Zyra con cuidado, que se enrolló alrededor de su cuello como si fuera un collar.
Sintió un escalofrío cuando se quitó el guardapolvo. Durante el viaje se había quitado la camisa y se había quedado tan solo con un chaleco muy fino. Sin embargo, el interior de la cueva era seco y frío y, aunque agradeció el cambio, sentía como el sudor se le secaba en la piel y se enfriaba.
Laina se dirigió hacia el segundo y último elemento que había en la habitación. Era una pila redonda, delicadamente decorada con el símbolo de su familia y llena de la arena dorada del desierto. Laina se acercó, formó un cuenco con las manos y bebió. Aunque las momias podían sobrevivir bebiendo agua, solo la arena calmaba realmente su sed. Laina debía beber cada cierto tiempo para recuperar su fuerza y solía llevar una botella llena de arena del desierto.
Bebió hasta saciarse y después pasó a frotarse los brazos desnudos con la arena, el rostro y el cuello. Después hundió la cabeza en la arena, aguantando la respiración.
«¡Avisa la próxima vez! —exclamó Zyra en su mente». Laina sacó la cabeza de la pila, sacudiéndose la arena del cabello. Respiró un par de veces, mucho más a gusto después de haberse limpiado.
—Sabías que lo iba a hacer. Deberías prepararte mejor, siempre te pillo por sorpresa —reprendió a Zyra mientras se agachaba a recoger la ropa que había dejado a un lado de la pila mientras se limpiaba.
Zyra siseó en su oído como respuesta.
Laina se adentró en la oscuridad de unos de los pasillos del templo. Allí, las luces estaban cada vez más dispersas la una de la otra y grandes partes del corredor se quedaban en una semipenumbra fría. Sus pasos resonaban en la piedra, amplificando cada uno de ellos como si hubiera diez personas recorriendo el pasillo en vez de una.
El camino serpenteaba hasta desembocar en una ancha habitación de planta cuadrada y techos bajos. Esa parte del templo era más... íntima. Había un cierto aire hogareño en esas paredes, en las luces tenues, en los objetos que decoraban la habitación. La entrada principal estaba hecha para que sus familiares que se acercaban al templo dejaran ofrendas o regalos, pero los corredores secundarios estaban hechos para ellos, para los muertos de la familia Shanaa. Sus padres y sus abuelos estaban enterrados allí, aunque ellos nunca hubieran llegado a despertar. Habían preferido un descanso eterno antes que estar en el mundo como momias. Laina y sus hijos, en cambio, habían preferido seguir recorriendo la tierra, aunque fuera como seres no-muertos.
En la habitación no había más que un armario bajo y alargado de madera de ébano; tenía la espada y la mano grabados en oro. Además, había una silla de respaldo bajo y patas en forma de garra y, en el centro, una plataforma de piedra a la que se llegaba gracias a unos estrechos escalones. En lo alto descansaba un gran sarcófago de piedra totalmente liso; tenía la tapa abierta y cuando Laina se inclinó, vio que el interior estaba vacío.
—¡Fadlya! —exclamó Laina. Su voz retumbó en las paredes de piedra. Nadie le respondió.
Buscó la puerta camuflada en la pared y siguió avanzando por los corredores estrechos y mal iluminados. Fadlya seguramente estaría con su hermano. La siguiente habitación apareció de repente, más pequeña que la anterior; una mesa alargada ocupaba gran parte del espacio, rodeada de taburetes plegables. Sentada en el borde de la mesa estaba Fadlya, con una expresión aburrida en el rostro. Farith tenía la cabeza apoyada en la madera y tenía los ojos delineados de kol cerrados, aunque Laina sabía que no estaba durmiendo.
—¡Madre! —exclamó Fadlya al verla aparecer. Se bajó de un salto de la mesa y se acercó a ella.
Su hija era una chica menuda, con la piel marrón y el cabello negro lustroso y liso de Laina, aunque a Fadlya lo llevaba cortado por los hombros, con un flequillo perfecto; un aro de bronce le rodeaba la frente. Los ojos de color turquesa —idénticos a los del idiota de su padre—, la miraban con una mezcla de alegría, temor y nerviosismo.
Los brazos de Fadlya la rodearon, sus brazaletes de bronce tintinearon con suavidad. Laina la apretó contra ella, dejando caer sus pertenencias al suelo. Farith había abierto los ojos y ahora la contemplaba abrazándose. Con un gesto de la mano, Laina le indicó que se acercara. Aunque refunfuñando, Farith obedeció. Farith se elevó por encima de ambas mientras sus brazos las envolvían. Laina los había echado de menos, más de lo que ella misma quería admitir.
—¿Qué haces aquí, madre? —preguntó Farith cuando se separaron.
Laina recogió la ropa que había tirado al suelo mientras abrazaba a sus hijos y se fue a sentar en uno de los taburetes.
—¿Ha ocurrido algo? —inquirió Fadlya.
Sus hijos se sentaron también, uno a cada lado, esperando una respuesta. Pero ¿qué les iba a decir? ¿Qué Enna, la Diosa de la muerte, le había recomendado «desaparecer» durante un tiempo? No era tan sencillo, en realidad. Hacía tiempo que Laina no se sentía tan insegura sobre su futuro y esa falta de control no le gustaba nada. Sin las espaldas cubiertas se sentía desnuda, desprotegida y era algo que odiaba.
Además, tampoco quería poner en peligro a sus hijos. Técnicamente estaban muertos, sí, pero todavía podían hacerles daño o, peor, podrían hacer desaparecer el hechizo que los mantenía Despiertos. Y una vez se deshacía, no se podía volver a reanimar a una momia. Permanecía muerto para siempre.
—Se está haciendo cada vez más difícil vivir ahí fuera.
—Pero, en tu último mensaje nos explicabas que estabas bien —replicó Fadlya.
—Sí, pero eso fue hace tres meses. Las cosas se han complicado mucho en las últimas semanas. Solo espero no habernos puesto en el punto de mira... —susurró Laina, frunciendo el ceño.
—¿En el punto de mira de quién? ¿Qué no nos estás contando, madre? —preguntó Farith, apretando los labios de una forma que a Laina pensó durante unos segundos que tenía delante a Amir. Su cuerpo se tensó... hasta que se recordó a sí misma que Amir llevaba muchos años muerto.
—Ahora eso no importa —sentenció Laina. Si les contaba la situación a sus hijos querrían ayudarla y Laina se negaba a meterlos en un peligro que ni siquiera ella misma llegaba a comprender.
No conocía mucho a Myca Crest, pero las cosas que había escuchado no eran agradables. Ni siquiera los propios ocultos estaban a salvo de ella. Si Myca Crest —o la Reina, como le gustaba llamarse—, quería algo quemaría el mundo para conseguirlo. Nada ni nadie se interpondría en su camino en conseguir... lo que fuera que deseara conseguir. Si los rumores que Laina había escuchado, ni siquiera su propia familia estaba segura a su lado; su esposo lo había sufrido en sus propias carnes después de que Myca lo matara por atreverse a negarle su ayuda. En el momento en el que eso ocurrió Laina estaba en el Sueño, pero al despertar se lo había contado Elyas con todo lujo de detalles.
—Madre... —empezó a decir Farith, pero Laina lo interrumpió con una mirada. Su hijo cerró la boca y apretó los labios, molesto.
—No tengo nada más que decir, Farith. No intentes sacarme información.
—Solo creo que te estás precipitando al no contarnos nada. Somos adultos, podemos defendernos solos, llevamos años haciéndolo.
Las palabras de Farith estaban teñidas de acusación. Laina miró a su hijo con los ojos entrecerrados, pero él no se achantó y enderezó la espalda. Había momentos en los que se le hacía tan difícil distinguirlo de su padre...
—Farith, si tienes que decir algo, dilo directamente.
Su hijo abrió los labios... y los cerró cuando Fadlya le puso la mano en el hombro. Laina no la había visto levantarse, pero ahora su hija estaba detrás de su hermano, con las dos manos en sus hombros, como si lo estuviera conteniendo.
—Farith, madre debe estar agotada de su viaje, ¿por qué no dejamos que vaya a descansar un poco? —sugirió Fadlya, una forma nada sutil de terminar la discusión.
—Sí, será lo mejor.
Farith se levantó y siguió a su hermana. Ambos desaparecieron en uno de los corredores, dejándola sola. Laina soltó un suspiro y se pellizcó el puente de la nariz. No había esperado que su llegada a casa fuera así de mal. Había echado de menos a sus hijos, pero como siempre, su relación con ellos no parecía mejorar. Hacía años que era poco menos que tirante y difícil; en realidad, Laina no recordaba en qué momento su relación se había deteriorado tanto.
Se levantó y decidió descansar un poco.
La arena había perdido el calor del día y ahora estaba fría contra su piel; las temperaturas habían bajado drásticamente por la tarde y cuando el sol se había escondido ya no quedaba nada del intenso calor de la mañana.
Caminaba descalza, con un vestido de lino blanco que había encontrado en el templo; en las muñecas llevaba varias pulseras de oro que tintineaban con cada paso.
Laina no había tenido pensado salir del templo hasta que estuviera recuperada por completo, pero hacía unas dos horas le había llegado un mensaje de Elyas: necesitaba verla, decía. Si hubiera sido otra persona no habría dudado en negarse, pero era por ser él, Laina se había vestido y había salido del templo en dirección a un oasis cercano.
Estaba muy cerca ya, a apenas unos metros. Laina podía ver las aguas que a la luz de sol eran de color turquesa, pero que con la noche se había convertido en una masa oscura que se removía con la brisa. Era un oasis grande, rodeado de una densa vegetación y multitud de palmeras que sobresalía por encima del resto.
Estaba en silencio a excepción del sonido de los animales. Por esa zona tan solo pasaban nómadas, pero esa no había nadie acampando en sus orillas.
Zyra, que se había quedado dormida enrollada en su cuello durante el paseo, se despertó de pronto en el momento en el que Laina llegó a la orilla del oasis. Se arrodilló en la arena y rozó con los dedos de una mano el agua mientras se recogía la falda del vestido con la otra. Susurró unas palabras en su idioma y las puntas de los dedos se iluminaron bajo el agua. Después se levantó, escuchando como el hechizo empezaba a funcionar.
El agua empezó a deslizarse hacia atrás, acumulándose en el centro y elevándose hasta formar una pared de agua suspendida en el aire. En el centro aparecieron unas escaleras de piedra que se adentraban en la tierra, cubiertas por una estructura de piedra en forma de arco.
Con cuidado, Laina caminó por la arena pastosa como si fueran arenas movedizas, hasta la entrada y descendió con cuidado por los escalones. Había grandes charcos en los escalones que la obligaron a recogerse de nuevo la falda hasta casi las rodillas. Las escaleras descendían sumidas en la oscuridad, con giros bruscos; el techo era bastante bajo, apenas lo bastante alto para que Laina pudiera mantenerse erguida.
Las escaleras terminaron abruptamente en una pequeña habitación de piedra y arena. Solo había una puerta entreabierta; una suave luz se derramaba por la rendija y Laina pudo escuchar el sonido de una respiración entrecortada al otro lado.
Abrió la puerta y entró. La segunda habitación tenía forma circular, con las paredes excavas en la piedra. En la sala había dos sillas enfrente de una chimenea que caldeaba el ambiente; a parte de eso solo había una pequeña mesa y unos armarios pegados a la pared.
Sentado en una de las sillas y con aspecto de estar cansado estaba Elyas. El Sumo Hechicero de la Academia de la Bruma tenía el cabello rubio pálido caído sobre la frente. En cualquier otra persona no habría sido importante, pero era Elyas y ella sabía que su amigo era una persona que cuidaba su aspecto hasta el último detalle; que su cabello estuviera fuera de su sitio era extraño.
—Elyas —lo llamó, acercándose a la chimenea. El hombre no se había dado cuenta de su presencia y dio un salto cuando escuchó su voz reverberando contra las paredes de piedra de la habitación casi vacía.
—¡Laina! Por fin estás aquí —gritó Elyas. Se levantó de un salto y se acercó a ella, cogiéndole las manos con fuerza.
Laina se fijó que llevaba camisa y pantalones negros en vez de su túnica de profesor; unas cadenas de plata le colgaban desde los bolsillos del pantalón. Elyas tenía un aspecto joven, tal vez incluso demasiado juvenil para ser un brujo. Con unas facciones suaves, sus ojos eran lo único que delataba que era mayor de lo que aparentaba; en ese momento, sus ojos grises estaban oscuros, casi tormentosos.
—¿Para qué me has hecho venir?, ¿ha ocurrido algo? —preguntó Laina sin rodeos—. Si se trata sobre esa Guardiana...
—Oh, no, no te preocupes por eso. Aethicus Gardener, el capitán de Myria, ya ha informado de que está con él. Aunque al parecer Itaria Niree no le ha dicho que es una Guardiana, el capitán ha sentido su poder.
Laina frunció los labios al escuchar el nombre del capitán. Aunque bueno, por lo menos se había librado por completo de la molestia presencia de Itaria.
—Entonces, ¿por qué estamos aquí? —El hecho de que Elyas le hubiera dicho que se reunirían en ese lugar, el mismo que ambos habían construido y que solo ellos conocían, le decía que debía ser un asunto serio. Solo lo usaban cuando uno de los dos estaba en peligro y necesitaba la ayuda del otro.
Laina se separó de su amigo y se sentó de una de las sillas. El fuego en la chimenea ardía demasiado fuerte para su gusto, pero sabía que a Elyas le gustaba el calor, así que no dijo nada. A las momias no les gustaba el fuego, ardían con demasiada facilidad para que fuera agradable. Elyas no se sentó de nuevo, sino que empezó a pasearse inquieto por la habitación.
—Myca Crest, ese es mi problema —susurró Elyas por fin.
—Es el problema de mucha gente, así que si pudieras ser un poco más específico...
—El otro día recibí un mensaje de una de sus hermanas, Adaline. Estudiamos juntos en la academia. Nunca hablé con ella, solo recuerdo que era rubia y que tenía una risa muy fuerte.
—Elyas, exceso de información. Ve al grano, por favor.
—Sí, perdona. —Elyas se acercó a la silla libre y se dejó caer; la silla crujió bajo su peso y Laina pensó que se partiría en cualquier momento. Pero se mantuvo firme y Elyas siguió hablando sin darse cuenta de nada—: Adaline me contactó diciéndome que me presentara al día siguiente en una taberna de Nerith, en Las Islas. Me contó que su hermana Myca estaba interesada en que me uniera a ellos y que había decidido preguntármelo personalmente. Le pedí tiempo con la idea de negarme de alguna forma y fui a decírselo a Idwa. ¿Y sabes qué me dijo? Que aceptara, que podría ser algo así como un espía para ellos.
—Entiendo. —Laina suspiró y preguntó—: ¿Queda vino? Necesito beber.
Elyas asintió con la cabeza y se levantó de la silla. Se acercó a uno de los muebles y rebuscó en el interior hasta que encontró una botella de licor y dos vasos de cristal; les sirvió a los dos antes de tenderle uno de los vasos. Laina se bebió la copa de un trago y volvió a servirse antes siquiera de que a Elyas le diera tiempo a volver a sentarse.
—Laina, ¿qué hago? —inquirió Elyas.
—Bébete la copa.
Elyas gruñó ante su respuesta, pero obedeció antes de dejar el vaso en el suelo junto a sus pies.
—Esto es una locura, Laina. No sé mentir, no se me da bien. Me descubrirían enseguida y Myca Crest no es conocida precisamente por su amabilidad.
—Pero tú ya estuviste del lado de Crest la última vez que intentó algo parecido, ¿verdad? —le recordó—. Tal vez por eso ha decido volver a contactarte.
—Sí, es cierto, pero en ese momento yo no era más que un simple brujo sin mucho poder. Era como un soldado raso en un ejército, no era importante. Además, mis ideas han cambiado mucho desde entonces, por suerte. Pero ahora...
—Ahora eres el director de la Academia de la Bruma —dijo ella, haciendo rodar el vaso vacío entre sus dedos; se deslizó un poco en la silla y estiró las piernas delante de ella—. Supongo que creerá que puedes serle de ayuda. Tienes acceso a mucha información que ella seguramente desee.
—Eso no me tranquiliza, Laina.
—No lo estaba diciendo para calmarte. Solo estaba puntualizándolo. Tal vez antes no fuera importante, pero ahora tienes poder propio, influencia y tienes bajo tu cuidado a muchos brujos.
—¡Estudiantes! —gritó Elyas, indignado por lo que estaba insinuando Laina—. Son solo niños, no piezas de un ajedrez que sacrificar en la guerra de Myca.
—Pero ella ve posibles soldados, Elyas, carne de cañón fácilmente remplazable que podría hacerle los trabajos sucios. Posibles brujos y brujas que ella podría adoctrinar desde el principio para que comulguen con sus ideas. —A Laina tampoco le gustaba la idea de que Myca Crest usara a los jóvenes brujos, pero ella no tenía poder para impedirlo.
—Me da igual. Me niego a que use a mis alumnos como carnada.
—De todas formas, estoy de acuerdo con Idwa. —Era difícil que Laina y el vampiro estuvieran de acuerdo en algo; nunca se habían llevado muy bien. Pero había que admitir que entendía su razonamiento y lo compartía.
—Se suponía que debías ayudarme a encontrar alguna razón para negarme.
—Piénsalo bien, Elyas —le pidió—. Si estás bajo las órdenes de Myca, podrás proteger mejor a tus alumnos, advertirles de lo que realmente está ocurriendo. Podrás ayudar a muchos ocultos, incluso podrías llegar a salvarles las vidas a las Guardianas que Crest está buscando con tantas ansias.
Elyas meditó durante varios minutos, con la mirada fija en el fuego. Laina quiso tomarse otra copa, pero el alcohol ya le estaba empezando a hacer efecto y quería tener la mente despejada; así que imitó a Elyas y dejó el vaso en el suelo y esperó a que su amigo hablara.
Por fin, la voz de Elyas rompió el silencio.
—No quiero que me mate, Laina. —Por primera vez en toda la noche, Elyas parecía estar tranquilo, como si la idea de enfrentarse a su propia muerte hubiera sacado a su versión más fría y calmada—. Si Myca se llegara a enterar de que la espío, me torturará hasta que desee estar muerto. He escuchado las cosas que hace y...
Elyas se estremeció ante sus recuerdos. Laina dudaba que fueran agradables.
—Estoy segura de que sería capaz de sacarle información a cualquiera. No estaría donde está jugando limpio. Pero Elyas, sigo creyendo que deberías aceptar.
—Laina, ¡soy profesor! No soy un espía. —Elyas giró el rostro hacia ella; había apoyado los codos en las rodillas. La luz del fuego le iluminaba y remarcaba las facciones.
—Justamente —replicó Laina. Después soltó un suspiro y se incorporó en la silla, mirando fijamente a su amigo—. Elyas, eres una persona encantadora, con un don para que la gente confíe en ti. Seguro que serás capaz de conseguir mantener una fachada sólida de cara a Myca. Encandílala, haz que se sienta segura con respecto a tus ideas, que te confíe sus planes. El hecho de que estuvieras antes en su bando solo te ayudará a que crea más en ti.
Elyas se volvió a quedar en silencio, pensando. Se mordió el labio inferior con fuerza, un gesto que Laina sabía que hacía cuando estaba preocupado.
—Está bien, lo haré —sentenció de repente, la mirada gris con una determinación que Laina hacía tiempo que no veía en él—. Pero quiero que me acompañes. Tú estás más acostumbrada a estos juegos que yo, sabrás manejarte con más inteligencia.
—¿No sospecharán?
—Lo dudo. Muchos brujos tienes a otros ocultos a su servicio. —Elyas hizo un gesto de desagrado al decirlo y ella estuvo de acuerdo. A su servicio, solía significar que los brujos los veían poco menos como seres indignos, débiles o estúpidos que necesitaban ser guiados por ellos. Laina odiaba el paternalismo que relucía de ese pensamiento.
—Bien, te acompañaré. No puede ser peor que estar en la corte de Hirkram y ya sobreviví a eso.
Elyas soltó una risotada y Laina no pudo sino pensar en qué locura había aceptado meterse.
Esta vez lo habían encerrado en una habitación y no en una mazmorra. Tampoco llevaba cadenas antimagia que lo debilitaran.
Aunque cuando había llegado a Myria con la kilena hubiera deseado lanzarse al cuello de Jamis, se había detenido al ver a Itaria a su lado. El caballero no le había quitado los ojos de encima desde que había aparecido en el pueblo y él mismo lo había arrastrado hasta la habitación después de interrogarlo sobre lo que había ocurrido la noche en la que los había capturado en la cueva. Después lo habían interrogado sobre la kilena, pero él tampoco tenía mucha más información porque la mujer fantasma se había negado a explicarle nada.
Ahora permanecía en la habitación a oscuras, esperando. Rhys había abierto las cortinas para que entrase un poco de luz, pero afuera seguía lloviendo y la luna estaba cubierta de nubes, así que no sirvió de mucho.
Se tumbó en la cama, dura y helada. Ni siquiera tenía una manta para cubrirse el cuerpo. A Rhys le hubiera gustado gritarles que era el hijo de la muerte, no inmune al frío. Cerró los ojos e intentó descansar.
Se despertó tiempo después, cuando escuchó unos golpes firmes en la puerta de la habitación. Rhys gruñó al levantarse: tenía el cuerpo entumecido por el frío y por la mala postura. No sabía cuánto tiempo había dormido, pero no lo suficiente, pensó mientras arrastraba los pies por el suelo; notaba los ojos cansados y las piernas pesadas.
Abrió la puerta... y durante unos segundos una luz resplandeciente lo cegó. Tuvo que parpadear un par de veces para poder ver de nuevo.
—Lo siento —dijo Itaria, apenas con un hilo de voz. La chica estaba esperándole al otro lado de la puerta, con un candelabro en la mano; cubrió la llama con cuidado con los dedos, intentándole evitar lo peor de la intensidad de la luz mientras Rhys se echaba a un lado para dejarla pasar. Bajo el brazo llevaba sábanas y una manta fina que dejó encima de la mesa después de dejar el candelabro en la mesita de noche, la única superficie disponible en el cuarto. Las tablas del suelo crujieron con sus pasos.
Rhys se dio cuenta de que se había cambiado de ropa. Ya no llevaba el vestido empapado de antes, si no una camisa y unos pantalones desgastados y que parecían venirle grandes, como si se los hubieran prestado y no hubieran acertado la talla.
—Si me ayuda, haremos la cama y podrás descansar. Tienes mala cara —susurró Itaria.
—Claro, sí. Perdona. —Rhys tragó saliva—. No esperaba volver a verte, la verdad. Ni siquiera pensé que te dejarían subir y estar a solas conmigo.
—Primero, ya lo saben todo sobre lo que ocurrió en realidad esa noche. Y segundo, ellos no son nadie para decirme lo que puedo o no puedo hacer. —Itaria desdobló la sábana y le tendió una de las esquinas.
—Me alegro. —Rhys se acercó a la cama y cogió la punta de la sábana. Cada uno fue a un lado y en cuestión de dos minutos, la cama estaba hecha—. ¿Y lo saben todo... todo? ¿Sobre lo que eres?
—No, no se lo he dicho. Dudo mucho que sean malas personas, pero prefiero ser desconfiada.
—¿En serio? —Rhys alzó una ceja, incrédulo—. Confiaste en mí casi al instante y definitivamente las circunstancias fueron mucho más extrañas.
Itaria soltó una risotada y se acercó a él hasta que estuvieron a apenas un palmo de distancia. Rhys notó el calor que desprendía su cuerpo, el suave olor a jabón y a jazmín de su pelo cuando la chica se pasó una mano por el cabello para apartarlo de su rostro. La luz de la llama no era suficiente para iluminar sus rasgos, pero a Rhys no le era necesaria para ver sus rasgos a la perfección.
—Contigo fue diferente. Sentí que te conocía de antes, como si te hubiera visto en algún momento de vida, aunque eso es imposible. Hasta que no os vi a ti y al resto, a las únicas personas que he visto en todos estos años han sido Ceoren y Mina. —El rostro de Itaria se puso triste al instante al pensar en ellas. Durante las dos semanas que habían pasado solos le había contado sobre Ceoren, así que sabía que también estaba triste de no tenerla a su lado, aunque su mayor preocupación fuera siempre Mina.
—¿Estás bien? —le preguntó. Puso los dedos bajo la barbilla de Itaria y la alzó un poco, hasta que sus ojos se unieron de nuevo. Notó las manos de la chica en su pecho, una sensación tan agradable que durante unos segundos pensó que estaba soñando. Pero no, tenía que centrarse en ella.
—Sí, estoy bien. Estoy perfectamente, ¿no me ves?
Había algo en el tono de Itaria que le impidió contestar. Había sido demasiado rotunda, como si, aunque le preguntara, en realidad no deseara tener una respuesta.
Itaria se acercó más a él, subió la mano por su pecho hasta llegar a su garganta y apretó un poco antes de seguir su camino subiendo por su barbilla hasta sus labios. Antes de que se diera cuenta, Itaria se lanzó a sus labios. Rhys soltó un gemido bajo que se vio acallado contra la boca de ella.
Con suavidad, Itaria lo empujó hacia atrás hasta que la parte posterior de sus rodillas chocó con el borde de la cama. Se dejó caer en la cama; puso las manos en las caderas de Itaria y tiró de ella hasta que sus narices estuvieron tan cerca que se rozaron. Rhys se inclinó y volvió a besarla, un beso lento, suave al principio, que fue escalando hasta que se convirtió en un fuego arrasador que los dejó a los dos sin aliento.
Cuando se separaron para recuperar el aire, Rhys vio como Itaria se apartaba de él. Creyó que se iba a alejar, pero de repente las manos de la chica empezaron a deshacer las lazadas de la su camisa. Debajo no llevaba... nada.
—Eres preciosa —suspiró Rhys.
Itaria escuchó la voz de Rhys y sintió un escalofrío recorriéndole el cuerpo. Era una nimiedad comparada con todo lo que estaba ocurriendo en su vida, pero hacía tanto tiempo que nadie la miraba como lo hacía Rhys en ese momento, que por unos segundos se sintió abrumada.
La mirada de Rhys era intensa, ardiente, tanto que, a pesar de estar desnuda de cintura para arriba y de notar el frío de la habitación, ella no se sentía con frío.
Itaria se acercó de nuevo a él y le recorrió el torso hasta el final de la camisa; la tela seguía estando un poco húmeda por la lluvia. De un solo movimiento, le quitó la camisa mientras Rhys le pasaba los dedos fríos por el estómago. Con una caricia, ascendió hasta que las yemas le rozaron los pechos al tiempo que la su otra mano se deslizaba por su espalda, contorneando su columna hasta la cinturilla de sus pantalones.
Soltó un gemido cuando vio, con los ojos entrecerrados, como Rhys se inclinaba hacia delante; notó los besos en la piel sensible de sus pechos. Itaria gimió de placer cuando sintió como los labios de Rhys se cerraba alrededor de su pezón.
—Rhys... —susurró, pasándole las manos por los hombros y más arriba, hacia su cuello, hasta que sus dedos se enredaron en el revuelto cabello negro. No quería que se apartara de ella; en realidad, Itaria tan solo lo quería tener más cerca, tan cerca que pudiera sentirlo en ella.
Sus piernas empezaron a temblar y él, al notarlo, la sentó en su regazo. Pero Itaria se removió y consiguió tumbarlo por fin en la cama, con ella a horcajadas suya. Esta vez fue el turno de Rhys de gemir al sentir como Itaria se colocaba encima de él. Notó la dureza que se marcaba en su entrepierna y ella misma también estuvo a punto de gemir. Hacía tanto tiempo... No es que durante el tiempo en la torre no se hubiera masturbado nunca, pero había algo diferente entre lo que era solo simple placer y estar allí con Rhys en ese momento. Deseaba estar con él como pocas veces había deseado algo. Lo deseaba porque era él, porque le gustaba cómo era, su voz y su risa y lo dulce que era. Lo deseaba porque sentía que había algo que los unía que iba más allá de todo lo que habían pasado durante esas semanas.
Itaria se apartó unos instantes para quitarse las botas y los pantalones mientras Rhys la miraba embobado, sus ojos oscureciéndose por el placer con cada segundo que pasaba.
—¿Vas a desnudarte o no? —susurró Itaria, inclinándose encima de él hasta que sus labios estuvieron tan juntos que, al hablar, se acariciaron.
—¿Te estás ofreciendo para hacerlo tú? —Rhys puntualizó cada palabra con un beso húmedo en su cuello y un pequeño mordisco que le provocaron pequeños escalofríos de placer por el cuerpo.
Sin responder, Itaria le recorrió el torso con las manos hasta la cintura del pantalón y empezó a deshacer los lazos. Rhys se incorporó un poco para hacerle más fácil terminar de quitarle la ropa. De repente, ambos estuvieron totalmente desnudos y con la última prenda fuera, pareció que también se esfumaba cualquier espera o duda que ambos pudieran tener.
Rhys le puso una mano en la nuca y la obligó a inclinarse contra su propio cuerpo sin dejar de besarla, profundo y exigente. Itaria seguía a horcajadas de él y, de repente, notó un brazo alrededor de su cintura y como Rhys la volteaba con suavidad hasta que su espalda golpeó contra las sábanas.
Su mano se deslizó desde su cintura hasta entre sus piernas e Itaria tuvo que cortar el beso para poder gemir cuando la tocó. Sus dedos ya no estaban fríos y rozaron con suavidad su clítoris.
—Espera —murmuró Itaria. Los dedos de Rhys se apartaron, pero ella le cogió la muñeca y volvió a acercarlos y, sin apartar la mirada de los ojos del chico, empezó a enseñarle la forma en la que más le gustaba.
Cuando notó que Rhys ya le había cogido el ritmo, las manos de Itaria se dirigieron a su miembro. Había evitado deliberadamente mirarlo en todo ese tiempo porque estaba nerviosa. Pero ahora que sabía que podía confiar en él, no quería esperar más. Sus dedos se cerraron alrededor de su miembro y Rhys jadeó.
—Te necesito —susurró Itaria.
—Y yo a ti. —La voz de Rhys sonaba profunda, ronca por el placer.
La penetró lentamente, deteniéndose en el momento en el que Itaria jadeaba un poco, como si tuviera miedo de que fueran signos de dolor. Itaria le rodeó las caderas con las piernas y lo empujó con los talones para que no se separara de ella. Cuando por fin estuvo enterrado dentro de ella, ambos soltaron un suspiro, una mezcla de placer, alivio y nervios que desapareció en el momento en el que Rhys empezó a moverse.
Al principio fue despacio, casi como si deseara torturarla.
—Más rápido —le pidió, su voz apenas un murmullo jadeante.
Rhys juntó su frente con la suya y empezó a besarla con lentitud al mismo tiempo que aceleraba las penetraciones hasta imponer un ritmo demoledor.
El orgasmo la pilló desprevenida. En apenas un segundo, Itaria sintió como el placer la atravesaba y su cuerpo se tensó bajo el de Rhys, que no dejó de empujar en su interior, sus movimientos cada vez más erráticos, hasta que él también llegó al orgasmo.
Salió de ella y se dejó caer a su lado para no aplastarla, ambos sin apenas respiración. Rhys colocó la cabeza en su hombro y le dio suaves besos en la piel sensible. Al otro lado de la ventana, Itaria vio como el cielo empezaba a clarear con las primeras luces de la mañana, pero ella cerró los ojos.
No tenía intención de salir de esa cama en lo que le quedaba de día.
¡Nuevo capítulo!
Espero que os guste.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro