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Capítulo 12

Myria. 27 de abril.

El golpe del metal contra el metal desgarró el silencio de la noche.

Jamis apenas veía lo que estaba sucediendo. Sus atacantes no eran más que sombras que se fundían en la oscuridad del bosque. Incluso con su visión más aguda que la humana le costaba distinguir sus figuras. La poca luz de luna que había en el claro, sin embargo, hacía brillar las hojas de las espadas.

Vio con una de esas espadas caía hacia él describiendo un arco descendente. Se apartó a toda velocidad de su trayectoria y escuchó el silbido del aire a apenas unos centímetros de su oído; si no se hubiera quitado de en medio, le habría destrozado el cráneo.

Sin saber muy bien lo que estaba ocurriendo, Jamis se dedicó a detener los golpes, evaluando a su enemigo. Eran dos, estaba seguro. Y no eran muy buenos, de eso también estuvo seguro después de estar unos minutos luchando contra ellos. Aunque sus golpes eran lo suficientemente fuertes como para hacer que su brazo temblara al detener los espadazos, no parecían saber muy bien lo que estaban haciendo.

Él levantó la espada y se lanzó contra uno de ellos, que se detuvo de repente al ver como se acercaba, con el filo de espada brillando con un siniestro color rojo.

La espada describió una curva y el hombre cayó al suelo con los intestinos desparramados por la hierba. La sangre caliente le salpicó el rostro y la ropa; el olor metálico le inundó los sentidos durante unos instantes.

Pero no pudo pensar en ello mucho tiempo. Por el rabillo del ojo, vio que el otro ladrón o lo que fuera se había quedado paralizado; la espada le temblaba en la mano. Jamis pensó que huiría. Dos segundos después, su atacante ya no estaba. Había echado a correr hacia el interior del bosque y Jamis hizo lo mismo, siguiendo su silueta que se perdía entre la espesura de los árboles, después de guardar la espada en su funda.

Fuera quién fuera, corría más rápido que él. Se esforzó al máximo, hasta que los pulmones le dolieron y las piernas le ardían por la carrera, pero pronto lo dejó atrás. Dejó de ver su figura y empezó a guiarse tan solo por los amortiguados sonidos que producía y después ni siquiera eso.

Jamis se detuvo, con las manos apoyadas en los muslos para sostenerse. Sentía el corazón se le iba a salir por la boca y un molesto pitido en los oídos que tapaba todo lo demás. El tobillo le dolía un poco; tal vez se lo hubiera torcido mientras corría. Cojeando, se giró y fue mirar a su alrededor, buscando pistas de por dónde podría haber huido. Había un matorral aplastado cerca y, cuando lo pasó, vio ramas rotas, hojas muertas desperdigadas y más arbustos destrozados.

Sacó la espada, todavía sucia de sangre e hizo una mueca de disgusto al darse cuenta de que había guardado el arma sin limpiarla. Ya no podía hacer nada, pero le molestó saber que tendría que limpiar también la funda además de la hoja. Siguió el camino que le había dejado el ladrón, procurando hacer el menor ruido posible. El bosque a su alrededor estaba en silencio y no escuchaba ni pasos ni ninguna respiración agitada aparte de la suya y eso solo podía significar dos cosas: o lo había perdido o se estaba escondiendo muy bien. Por si acaso, Jamis se mantuvo alerta, mirando a los lados y a su espalda de vez en cuando.

Entonces pisó algo extraño con la bota, duro y blando a la vez. Miró hacia abajo, arrodillándose... Y se dio de cara con un cadáver. Jamis lo tocó y notó que todavía estaba caliente. Le habían rebanado la garganta con un corte profundo hasta casi separarle la cabeza del resto del cuerpo; la sangre bajo él todavía estaba fresca. Muy fresca, en realidad. Jamis tuvo un presentimiento y miró en torno al cadáver hasta que lo encontró. La espada estaba cerca de sus pies. Jamis la había visto tantas veces en los últimos minutos que tuvo claro a quién pertenecía aquel cuerpo. Ahora solo faltaba saber quién lo había matado, porqué y cómo lo había hecho antes que él y sin que Jamis escuchara nada.

Mirando mejor el cadáver, pensó que debían haberlo sorprendido y no le había dado tiempo a reaccionar...

Jamis se levantó de un salto, con su propia espada aferrada con fuerza entre los dedos. A ese idiota lo habrían pillado desprevenido, pero él no iba a ser tan fácil de matar. Miró a su alrededor, buscando algo que le diera una pista de dónde podría estar el asesino —o peor, los asesinos—, que habían terminado de una manera tan poco elegante con la vida de ese desgra...

Una espada le pasó silbando a apenas unos centímetros de la oreja, desde su espalda. Pivotó hacia la izquierda a toda velocidad hasta quedarse frente a su atacante y recibió otro tajo a la altura del estómago que casi le desgarró de lado a lado. Por unos instantes, pensó en el hombre que había matado hacía no mucho y pensó que el karma se lo iba hacer pagar... pero no le dio tiempo para darle muchas vueltas.

Los tajos venían de todas las direcciones posibles, a una velocidad que Jamis era casi incapaz de registrar. Derecha, izquierda, arriba y abajo, por separado o todo junto; fue esquivando golpe por golpe, más por instinto que por habilidad. Ni siquiera podía levantar su espada para defenderse o para detener las hojas; iba todo tan rápido que no podía ni pensar en usar la espada.

Fuera lo que fuera, el arma de su contario tenía una hoja curva que centelleaba cuando la alcanzaba los pocos rayos de luna que lograban atravesar las tupidas copas de los árboles. Jamis vio que todavía había manchas carmesíes en la hoja. No le cupo ninguna duda de a quién pertenecía esa sangre: al infortunado (y estúpido) que yacía a pocos metros de él.

Su pie se enganchó con algo al intentar esquivar un golpe y se tambaleó. No le dio tiempo a sujetarse y cayó de lado, golpeándose el hombro contra el tronco de un árbol antes de llegar al suelo. El dolor le hizo apretar los dientes con fuerza y le entumeció el brazo desde el hombro hasta la punta de los dedos. Aun así, debía estar agradecido; el árbol había detenido lo peor de la caída.

Con un brazo inútil y con la espada pesándole en la otra mano como si estuviera sujetando un saco lleno de piedras, Jamis se levantó... Justo a tiempo para que la espada no le rebanara una pierna por la rodilla. En el siguiente golpe, sin embargo, Jamis fue capaz de detenerlo con su propia arma. El golpe del metal contra metal le resonó en los oídos. Aunque todavía le dolía el brazo, al menos tenía el suficiente espacio como para contraatacar. No tenía apenas luz y no quería arriesgarse a dar un paso en falso y volver a caerse, así que mantuvo una distancia prudencial entre él y fuera quien fuera su contrincante.

Jamis estaba cansado y adolorido, pero percibió que su atacante empezaba a agotarse también. Sus golpes empezaban a ser cada vez más lentos y escuchaba como jadeaba a través de lo que parecía a largo abrigo negro; también llevaba cubierto el rostro y el cabello, así que lo único que Jamis podía ver era un par de ojos negros que lo miraban con indiferencia, como si todo aquello no le importara lo más mínimo.

Estaba ganando terreno. Golpe tras golpe, Jamis descargó las pocas fuerzas que le quedaban, acercándose todo lo que podía; cada vez que le detenía un espadazo, a Jamis se le acalambraba el brazo y le daban ganas de hacer rechinar los dientes por el áspero sonido. De normal le gustaba escuchar el entrechocar del metal, pero esa noche estaba agotado y enfadado de que lo hubieran tomado por sorpresa dos veces. Quería regresar a por el caballo y marcharse hacia Myria, aunque fuera en mitad de la noche. Y cada golpe de espada tan solo alargaba el momento en el que se terminaría y podría largarse de una vez.

De repente, Jamis vio la oportunidad. Le dio una patada en el tobillo y cayó al suelo de rodillas con un gruñido. Puso una mano delante del cuerpo para detener la caída, pero tuvo que soltar una de las espadas, que salió disparada y cayó cerca de Jamis. La recogió a toda velocidad y, aun así, cuando se levantó con la nueva arma entre las manos, su contrincante ya volvía a estar en pie.

—¿No vas a darme una tregua? —inquirió Jamis entre dientes—. Ni siquiera sé por qué estamos luchando.

Su única respuesta fue otro gruñido rabioso y nada amigable.

Jamis escuchó un crujido y miró a su alrededor buscando el sonido, justo para ver a un par de personas —un chico y una chica—, acercándose a ellos. Habían salido de una cueva cercana que Jamis no había visto y colocaron detrás de su atacante; la chica llevaba un largo cuchillo y él un hacha. El chico, se dio cuenta, cojeaba bastante.

Antes de que ninguno de los tres pudiera reaccionar, Jamis echó a correr hacia delante y se lanzó encima del chico. Escuchó un agudo grito de sorpresa.

Ambos rodaron por el suelo y a él se le cayó la espada. Forcejearon unos segundos, pero Jamis buscó el muslo del chico y le dio un golpe. El gritó que reverberó en mitad de la noche le hizo saber que había dado en el blanco.

El muchacho se quedó laxo entre sus brazos. Jamis lo puso de rodillas y sacó un cuchillo del interior de su. Agarró unos mechones de cabello y tiró de ellos hacia atrás para descubrir su garganta.

—Soltad las armas o lo mato —gruñó Jamis. Tenía la respiración entrecortada por el esfuerzo y el sudor le caía por la frente y hacía que le picaran los ojos. Pero mantuvo la sujeción de la daga con fuerza y logró mantener en su sitio al chico. No quería hacerle daño, pero tampoco le temblaría la mano si esa fuera su única opción.

—Hazlo, mátalo —escuchó decir Jamis. La voz estaba amortiguada y supo al instante que provenía de la figura encapuchada que todavía tenía delante y que sujetaba todavía una de las espadas curvas. La otra chica, en cambio, había soltado el cuchillo al instante y emitía débiles sonidos ahogados.

—Laina, por favor, suelta la espada —le suplicó el chico con la voz llena de miedo. La chica se acercó a Laina (al parecer se llamaba así), y le puso una mano en el hombro, con una mirada implorante. Por primera vez, Jamis vio como dudaba. A Laina le tembló la mano y unos segundos después, soltó la espada con un gruñido furioso.

—Muy bien. ¿Hay más de los vuestros en la cueva?

—No pienso decírtelo —dijo Laina. Alzó una mano y durante unos instantes Jamis pensó que iba a sacar otra arma... pero solo se arrancó la capucha y el resto de las telas que le envolvían el cabello y el rostro. Jamis aflojó un poco el agarre de la daga; había apretado el acero contra la garganta del chico al ver los movimientos sospechosos.

En medio de la oscuridad, Jamis pudo llegar a ver que se trataba de una mujer, con el cabello liso enredado y pegado al cuero cabelludo por el sudor y de un color negro profundo.

—Tú —Jamis señaló a la otra chica con la cabeza, la única que parecía preocupada por su rehén—, ¿hay más gente en la cueva?

La chica asintió frenéticamente con la cabeza.

—Entonces iréis por delante. Y si no queréis que este —Jamis sacudió al muchacho, pero con cuidado de no contarle con la hoja—, muera, más os vale no intentar jugármela.

Laina no dijo nada, aunque Jamis podía notar la furia en sus ojos, golpeándolo desde la distancia. Parecía indiferente ante el destino del chico, pero por alguna razón le hacía caso a la muchacha y esta no quería verle muerto. Usaría eso a su favor.

La chica tiró de la manga de Laina hasta que logró que se moviera y la arrastró de vuelta a la cueva. Jamis obligó al muchacho a levantarse; apartó la daga de su garganta y la colocó en su espalda, en el punto exacto en el que, si lo atravesaba, golpearía el corazón traspasando las costillas.

Laina se detuvo de golpe y se llevó dos dedos a los labios, emitiendo un silbido agudo y corto seguido de dos más largos. Un silbido de vuelta fue la contestación que necesitaron para poder entrar en la cueva. Lo primero que notó Jamis fue que la entrada era estrecha y que tenía que agacharse para no golpearse la cabeza. La posición no era nada agradable y más teniendo en cuenta que tenía que empujar al muchacho sin que se clavara la daga por accidente.

El camino no estaba iluminado y apenas podía ver nada más que el cuerpo del chico que tenía delante y que iba tropezándose con cada piedra que se encontraba. Jamis estaba un poco harto de tener que detenerse para no chocar con él y cuando por fin notó que la cueva se ensanchaba estuvo a punto de soltar un grito de alivio. Su espalda crujió al enderezarse y poco después vio una luz al final del túnel que se fue haciendo cada vez más grande con cada paso que daban.

—Laina, ¿ocurre algo? —escuchó preguntar a una voz. Cuando por fin encontró a su dueño, se encontró con un chico delgado, de piel pálido y cabello negro y liso... con una chica atada y amordazada a sus pies.

Jamis sujetó con más fuerza al muchacho entre sus brazos, con la daga cogida con tanta fuerza que los nudillos se le tornaron blancos y los dedos empezaron a agarrotársele.

—¿Qué significa esto? —inquirió Jamis entre dientes.

Miró a Laina, que estaba parada con indiferencia, apoyada en una de las paredes rocosas de la cueva con los brazos cruzados a la altura del pecho. Por primera vez, pudo verle el rostro. Era una mujer hermosa incluso desarreglada, con una mirada analítica y fría; seguramente estaba pensando en todas las formas posibles que tenía para matarlo.

—Piensa lo que quieras. —Laina se encogió de hombros, como si en realidad le diera igual lo que Jamis pensara.

Con un empujón, apartó al chico, al que todavía sostenía agarrado por un codo, y se arrodilló delante de la chica amordazada, intentando mantener vigilados a los bandidos. La muchacha que había estado fuera junto a Laina se había acercado al chico. Jamis pensó que debían ser hermanos o por lo menos familia, porque era muy parecidos. El otro chico que quedaba, el que había permanecido en el interior de la cueva, estaba cerca de ellos, todavía contemplando incrédulo la situación.

Con cuidado le quitó las cuerdas de las manos y los tobillos. Marcas rojas y más rasguños decoraban la piel de la chica, que temblaba, no sabía si de frío, de miedo o por una mezcla de ambas cosas.

—¿Estás bien? ¿Cuál es tu nombre? —interrogó a la muchacha mientras la ayudaba a levantarse. Se quitó la capa y se la pasó por los hombros para intentar calmar los escalofríos que recorrían el cuerpo de la joven.

—Me llamó Itaria —susurró, con el rostro aún más pálido. Jamis temió que se desmayara y tuviera que cargar con ella, pero la muchacha, Itaria, se mantuvo en pie, sujetando la capa de Jamis con fuerza. Poco a poco pareció ir recobrando el color, aunque tampoco tenía mucho. Era una chica pálida, bastante joven y con unos grandes ojos azules que parecían estar llenos de inocencia. Jamis tan solo esperaba que no le hubieran hecho un daño permanente...

—¿Puedes caminar?

La muchacha asintió. Su rostro parecía haberse endurecido de repente y ya no había tanto miedo en sus ojos. Su cuerpo dejó de temblar y se irguió en toda su altura, que no era poca. Jamis se fijó en ese momento en la ropa de la muchacha. Calzones, camisa y un jubón de cuero que parecía haber pasado por mejores momentos, como el resto de la vestimenta de la chica, que estaba llena de agujeros y tierra, como si se hubiera revolcado por el suelo. «Seguramente cuando la capturaron —pensó Jamis».

Todavía con las cuerdas que habían atado a Itaria en las manos, agarró al chico más cercano por la capucha y lo obligó a arrodillarse delante de él. Utilizó las sogas para envolver sus manos, juntándolas para que tuviera el menor número de movimientos posibles. Sacó de nuevo su daga y se la puso en la garganta.

Antes, Laina no se había inmutado cuando habían amenazado la vida del otro chico. Ahora, en cambio, su cuerpo se tensó visiblemente, como la cuerda de un laúd. Se apartó de la pared de la cueva y contempló a Jamis con los ojos entrecerrados y la mandíbula apretada con fuerza, como si estuviera haciendo un enorme esfuerzo para no lanzarse contra él.

—Si no quieres ver como lo mato aquí y ahora —la amenazó—, vendréis conmigo. Tú decides, Laina.

Solo fueron unos segundos, pero a Jamis se le hicieron los más largos de su vida. Notaba la furiosa mirada de Laina sobre él, con una intensidad que hacía que le picara la piel como si tuviera cientos de escarabajos recorriéndole el cuerpo.

Por fin, vio a Laina hacer una mueca de dolor antes de que descruzara los brazos. Levantó las palmas delante de ella, en señal de rendición y Jamis escuchó al chico que tenía arrodillado soltar un suspiro de alivio. Al parecer Jamis no era el único que había temido que Laina no aceptara su amenaza.

Sin fiarse de ella, Jamis se hizo con toda la cuerda y telas que pudo e improvisó unas ataduras para los otros tres bandidos, secuestradores o lo que fueran. Mientras se encargaba de atarles con fuerza las manos, Itaria se quedó a un lado de la cueva, indecisa y asustada. Se abrazaba el cuerpo con fuerza y el labio inferior le temblaba un poco, pero no se echó a llorar.

—Y ahora vais a estar calladitos durante el viaje. Porque, ¿sabéis qué? Tengo muy poca paciencia y muy mala hostia cuando me cabreo. Así que si me hacéis enfadar lo próximo que recibiréis puede variar entre un simple grito o un cuchillo clavado en el ojo. Depende de vosotros —les dijo Jamis. Los bandidos se miraron entre ellos, pero no dijeron nada. En el último momento, Jamis encontró una cuerda larga; ató ambos extremos a las ataduras que ya llevaban para poder conducirlos con más facilidad.

A Jamis empezaba a mosquearle toda esa situación. ¿Por qué se comportaban de una forma tan extraña? Nunca había visto a unos bandidos rendirse tan fácilmente o hacer cosas tan estúpidas como las que habían cometido ellos. Era como si lo hubiera hecho todo a propósito para que Jamis los atrapara. ¿Era posible que lo hubieran preparado todo? No estaba seguro. Miró a Itaria e intentó verla fingiendo ser una rehén indefensa, pero le parecía inconcebible.

A trompicones consiguió sacarlos de la cueva. Intentó sacarle algo a Itaria, pero la muchacha no dijo nada más aparte de unos cuantos monosílabos que no ayudaron a Jamis en nada.

—Tienen caballos —comentó Itaria una vez estuvieron fuera. Jamis estaba comprobando que las ataduras no se hubieran soltado durante el trayecto hasta el exterior.

—Pues podrías haberlo dicho antes. Llevo diez minutos intentando averiguar cómo llevar a estos inútiles y a ti a Myria —se quejó Jamis. Sin embargo, después le dio las gracias a Itaria. Si no es que fuera una actriz excelente, Itaria realmente parecía alguien a quien acababan de rescatar. Tenía la mirada perdida al caminar y parecía sumida en sus pensamientos, como si no soportara estar allí.

La muchacha lo condujo hasta una zona algo alejada de la cueva donde los bandidos habían construido una especie de establo con ramas y cuerdas. ¿El resultado? Un cuadrado torcido en el que se amontonaban seis caballos totalmente descansados.

—Se nota que la construcción no era lo vuestro —se burló Jamis dirigiéndose a Laina, que solo apretó los labios como respuesta y miró hacia otro lado. Le pasó la correa a Itaria para poder desenganchar a un caballo para la joven. Los bandidos irían caminando y el paseo no era corto ni agradable.

Itaria cogió las riendas del caballo y Jamis tiró de los bandidos hasta el pequeño valle en el que había acampado. Los cuerpos de sus primeros asaltantes (y que ahora no sabía si eran formaban parte del grupo de Laina) estaban tirados en el suelo, con manchas de sangre ensuciando la hierba. Héroe soltó un relincho cuando vio a Jamis y trotó hasta él. Le dio unos golpecitos en el morro, contento al ver que el caballo estaba en perfecto estado.

Montó en Héroe e Itaria lo hizo en su nuevo caballo, un semental del color de la arena del desierto y largas crines negras; los bandidos caminaban tropezándose entre ellos y dando golpes a Héroe, que como respuesta se chocaba con ellos. Jamis solo podía sonreír al ver la actitud de su caballo y reconocerse a sí mismo en ella. Suponía que la frase de «los animales se aparecen a sus amos» era totalmente cierta.

El camino hasta Myria se hizo envuelto en un silencio extraño e incómodo que no ayudó en nada a calmar sus nervios ya crecientes. Seguía dándole vueltas a la cabeza, intentando descifrar la actitud de ese grupo tan extraño y qué relación tenían con Itaria. Jamis no le quitó los ojos de encima y vio que, de vez en cuando, la chica echaba miradas de soslayo hacia el muchacho de pelo negro que caminaba al lado de la Laina con la cabeza gacha y en total silencio. Sin embargo, Itaria apartaba la mirada a toda velocidad, no sabía si con miedo, vergüenza o si había otro motivo. La chica le inspiraba confianza, había algo en Itaria que hacía Jamis pusiera la mano en el fuego por ella sin dudarlo, y eso era extraño en él. Jamis era más de desconfiar que de confiar en la gente.

Sacudió la cabeza, tratando de apartar esos pensamientos de su mente. Ya hablaría con Aethicus y le contaría sus sospechas.

Myria estaba también silencio cuando llegaron. Jamis podía escuchar el sonido de las respiraciones de sus habitantes, acompasadas, relajadas. No intuían ningún peligro y sus sueños eran de lo más tranquilos. Habría dado lo que fuera por ser uno de ellos. El viaje hasta el pueblo élfico lo había dejado agotado; la lucha y tener que arrastrar a esos cuatro maleantes hasta el pueblo había terminado de agotar sus últimas fuerzas.

Cuando llegaron a la plaza, Jamis se bajó del caballo y le dio las riendas de Héroe a Itaria, indicándole con un dedo el poste con el abrevadero donde podía atarlos.

Tiró de los bandidos hasta la caseta de los soldados, con Itaria apenas unos pasos por detrás de él. Jamis la miró de reojo mientras terminaba de atar a las riendas de los caballos. Parecía confundida y miraba a su alrededor con el ceño fruncido. Jamis no intentó descifrarla y se centró en cosas que pudiera manejar en ese momento.

Las ventanas de la casa estaban débilmente iluminadas y las titilantes luces de las velas se derramaban sobre los adoquines maltrechos y llegaban hasta la pequeña cerca de madera que rodeaba la casa. Había un guardia apostado delante de la puerta principal, con una lanza apoyada en la pared. Cuando los vio acercarse, recogió la lanza y la apretó entre sus manos con fuerza. Se separó de la casa y caminó hasta ellos. Debió reconocerlo, porque se destensó un poco cuando lo vio, aunque seguía estando alerta.

—Me he encontrado con ellos en el bosque. He pensado que sería buena idea traerlos y que el capitán se encargue de ellos como crea conveniente. —Jamis prefirió no decir nada sobre Itaria, aunque el guardia había puesto sus ojos sobre ella y la estaba analizando con los ojos entrecerrados. Claramente Aethicus lo había puesto a vigilar porque se tomaba en serio su trabajo y lo hacía bien. En otras circunstancias se hubiera alegrado del buen ojo del capitán, pero en ese momento Jamis estaba demasiado cansado y lo único que quería era que se apartara y lo dejara terminar su trabajo.

—¡Alek! ¿Qué está ocurriendo? —exclamó una voz conocida. Jamis se inclinó hacia atrás y reconoció el rostro de Aethicus asomado en la ventana de uno de los pisos superiores. A Alek no le dio tiempo a contestar, porque Aethicus se apartó de la ventana antes de que pudiera hacerlo; en menos de un minuto, la puerta principal se abrió y salió el capitán a paso rápido.

—Veo que has tenido un día movidito. Espero que no estés herido —le preguntó Aethicus.

Jamis negó con la cabeza.

—Estoy bien, aunque estaría mucho mejor si te haces cargo de estos cuatro idiotas de una vez.

—Por supuesto. —Aethicus se giró y volvió a desaparecer en el interior de la casa. Cuando regresó, iba seguido por cinco guardias armados que se dirigieron a ellos. Cada uno agarró a uno de los bandidos y los arrastraron hacia la casa en silencio. Cuando Laina pasó por su lado, le dirigió una fría mirada cargada de promesas sangrientas que le hizo estremecerse. El silencio de Laina había sido lo peor que había llevado Jamis en todo el viaje. Sentir los ojos de esa mujer clavados en su nuca, sabiendo que estaba maquinando alguna estratagema para liberarse y atacarle casi lo había hecho enloquecer.

Aethicus y Jamis se quedaron a solas. O casi. El capitán tenía el ceño fruncido y miraba a Itaria, que estaba escondida detrás del cuerpo de Jamis como si no quisiera soportar la mirada directa del hombre.

—Me sorprende que no te hayas tomado la justicia por tu mano —comentó Aethicus, dirigiendo su inquisitoria mirada a Jamis. Lo revisó de arriba abajo, desde el cabello revuelto por la lucha hasta la ropa sucia.

—Estuve a punto de hacerlo, pero me surgió un pequeño... inconveniente. —Jamis se giró hacia Itaria y le hizo un gesto. No pensaba seguir permitiendo que lo usara de escudo. Había llegado la hora de que explicara lo que había ocurrido—. Aethicus, ella es Itaria. Tiene muchas cosas que contarnos.

Estaba en un vacío inmenso, oscuro y tranquilo. No había ningún sonido y Tallad tan solo... existía. Los pensamientos flotaban en su mente apenas durante unos según dos

Entonces, una voz familiar se adentró en su mente, exigiéndole despertase. Tallad luchó en su contra, pero había una urgencia en esa voz que no pudo ignorar.

Cuando abrió los ojos, lo primero que vio fue un rostro borroso; lo segundo que notó fue que estaba tirado en un duro suelo y que tenía el cuerpo aterido de frío.

—¿Cómo te encuentras? —escuchó decir a una voz, la misma que lo había despertado. Tardó unos segundos en averiguar de quién se trataba. Por fin, su vista se fijó y pudo ver el rostro de Rowena, tan cerca del suyo que podía sentir su respiración en la piel.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Tallad mientras intentaba levantarse. Hizo un gesto de dolor. Debía haberse dado un golpe en la cabeza y el duro suelo le había destrozado la espalda. No sabía cuánto tiempo había pasado allí tirado.

—Esa pregunta debería hacértela yo —respondió la mujer, ayudándolo a incorporarse—. Volvía del laboratorio cuando vi la puerta del invernadero abierta. Me acerqué para comprobar si había alguien y te encontré tirado en el suelo. Me ha costado despertarte. He estado a punto de llamar a Deniel.

Tallad estaba desconcertado. Ni siquiera sabía dónde estaba hasta que Rowena lo había dicho.

Miró a su alrededor y descubrió que seguía en el invernadero, cerca de la puerta acristalada. Seguía tan oscuro como cuando había llegado, pero ahora hacía un frío persistente que se le colaba en el cuerpo y le llegaba hasta los huesos. Tallad deseó llevar puesta su capa de piel, pero en el impulso de salir de su habitación se la debía haber dejado.

—Venga, levántate. No puedes seguir tirado en el suelo —le regañó Rowena, como si fuera su hermana mayor y no su jefa.

Sin embargo, la obedeció sin rechistar. Como siempre, Rowena tenía razón: no podía seguir en el suelo, por mucho que sus piernas apenas sostuvieran su propio peso. Rowena lo arrastró al interior de la academia, mortalmente silenciosos.

—Menos mal que solo estamos nosotros despiertos. No creo que pudiera soportar que algún alumno me viera en este estado —comentó Tallad, intentando bromear, aunque en el fondo lo pensaba de verdad. Ya le costaba suficiente hacerse escuchar y que sus alumnos le hicieran caso; si lo llegaran a ver conforme estaba en ese momento, no volvería a dar clase nunca más.

—No te preocupes por eso.

No hablaron más hasta que llegaron al salón de profesores, una habitación cuadrada y grande en uno de los pisos inferiores del edificio principal. Había una hilera de chimeneas permanentemente encendidas; butacones, sofás y pequeñas mesas estaban colocados enfrente de las chimeneas, mientras que la pared contraria estaba forrada del suelo al techo con gigantescas estanterías. Era un lugar acogedor, aunque Tallad no solía ir mucho. En ese momento, en cambio, no veía un mejor sitio en el que estar.

Rowena lo sentó en una las butacas más cercanas al fuego y después se sentó ella también, frente a él; estaban separados por una mesa redonda en la que había un servicio de licor dispuesto. Tallad se sirvió una copa generosa y se la bebió de un trago. Sintió el alcohol quemándole la garganta e hizo una mueca de asco, pero pronto le calentó el cuerpo. Dejó de temblar. Ni siquiera se había dado cuenta de que estaba temblando.

La mujer se sirvió una copa también y por unos instantes más permanecieron en silencio. Tallad se repantingó en la butaca, notando el reconfortante calor del fuego subiéndole por las piernas y el calor del alcohol en su interior. Con los ojos entrecerrados, contempló a Rowena. Estaba sentada con elegancia, con los tobillos cruzados. Llevaba un largo vestido violeta que dejaba al descubierto sus hombros, con perlas decorando el escote ancho. El cabello negro y lacio caía hasta su cintura, enmarcando unos rasgos que se habían ido afilando con el paso de los años.

Tallad la conocía desde hacía mucho tiempo, desde que él mismo había sido estudiante en esa misma academia. Rowena lo había guiado durante todos esos años, siempre bajo su ala. Por eso Tallad pensaba que la conocía bien. Sin embargo, nunca había visto la expresión que tenía en su rostro en ese momento. Miraba las llamas con intensidad, con los labios apretados en una fina línea. Podría haber llegado a la conclusión de que Rowena tan solo estaba sumida en sus pensamientos, pero había algo en sus ojos, algo difícil de explicar, que le decía que no era eso.

—¿Estás preocupada? —intentó adivinar. No alzó mucho la voz; no tenía fuerzas para hacerlo, de todas formas.

—Están ocurriendo muchas cosas últimamente. —Rowena negó con la cabeza y Tallad entendió que no quería hablar de tema en ese momento. La mujer le dio un largo trago a su copa antes de girarse hacia él—. Pero ahora me preocupas más tú. ¿Qué te ha pasado?

Tallad no sabía qué responder. Tenía vagos recuerdos de lo que había ocurrido en el invernadero. Se había despertado en mitad de la noche por una pesadilla, se había levantado y... y había visto los borradores de la carta que le había escrito a Jamis.

—Fui al invernadero porque necesitaba despejarme —le dijo con un hilo de voz—. Cuando entré noté... Noté un profundo dolor en la cabeza, una especie de presentimiento que me recorrió el cuerpo. Después me desmayé.

A pesar del calor, Tallad sintió un escalofrío. El presentimiento había sido sobre Jamis. Estaba en peligro.

Sacó fuerzas para levantarse de la silla. Al verle, Rowena se levantó también, visiblemente alarmada.

—¿Qué estás haciendo? Tallad, necesitas descansar, estás agotado —le recriminó.

—No puedo, Rowena. Tengo que marcharme. Jamis me necesita.

—¡Estás loco!

—¡Tengo que hacerlo! —Tallad se dio cuenta de que estaba respirando muy rápido e intentó calmarse. Perder los nervios no iba a ayudarle a convencer a Rowena de que no se interpusiera en su camino. Cuando notó que el latido de su corazón se ralentizaba, se dirigió de nuevo hacia la mujer—: Rowena, llevamos siendo amigos desde años. Sabes que no actúo nunca por impulso...

—¡Pero es lo que estás haciendo ahora!

—Lo sé. Pero es necesario. Si no lo hago, temo que a Jamis pueda ocurrirle algo. No me perdonaría saber algo así y no hacer nada para ayudarle.

Rowena lo miró unos instantes en silencio antes de soltar un suspiro de resignación y asentir con la cabeza.

—Está bien. Pero ve con cuidado, Tallad —le pidió—. La última vez que te acercaste a ese hombre, terminaste destrozado. No quiero verte así de nuevo.

La nota de preocupación en la voz de su amiga le retorció el pecho hasta que le dolió. Se acercó a ella y la abrazó. Rowena era mucho más baja que él y su coronilla apenas le llegaba a la barbilla. La sostuvo con fuerza entre sus brazos; después, se separó de ella y le sonrió.

—Lo sé, Rowena. Iré con cuidado, te lo prometo.

Le dejó un beso en la mejilla antes de dirigirse despacio hacia la salida. No pensaba llevarse muchas cosas, tan solo lo imprescindible, pero no le vendría mal descansar un poco, aunque fueran un par de horas, o no sería capaz de transportarse. Jamis estaba en otro continente y había kilómetros de mar y tierra que los separaban. No iba a ser un viaje sencillo y Tallad no podía arriesgarse a que algo saliera mal. Si hubiera algún portal estable cerca... pero los más cercanos no le eran accesibles por una u otra cosa. Así que tendría que hacer él el portal y no podía fallar.

—Tallad —lo llamó Rowena de repente. Estaba ya fuera de la sala y el calor que había acumulado se fue perdiendo a toda velocidad. Su amiga se acercó hasta ponerle una mano en el hombro—. Aun sabiendo que ese hombre puede hacerte daño, ¿vas a volver a arriesgarte?

—Sí. Por Jamis sí.

Seguid, que hay otro capítulo disponible.

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