Capítulo 10
Arcar. 27 de abril.
Había perdido la noción del tiempo.
Tiaby había entrado allí por la tarde, cuando el sol todavía brillaba en el cielo y no había salido ni una sola vez de la taberna. Desde su mesa podía ver la puerta y cuando se abría veía la oscuridad de la noche al otro lado.
Giró la mirada y la dirigió de nuevo hacia las cartas que llevaba entre las manos. Estaba a punto de ganar, tan solo necesitaba una carta más y se llevaría todo el botín que había encima de la mesa, una bolsa llena de monedas; técnicamente no era mucho dinero, porque las monedas eran de las de menos valor, pero con ellas, Tiaby tendría suficiente para huir y eso era todo lo que le importaba en ese momento.
Mordisqueándose el labio inferior por los nervios, esperó a que uno de sus contrincantes lanzara sobre la mesa la carta, la última carta que decidiría si se podía marchar dentro de dos días de Arcar o tendría que seguir viviendo en la incertidumbre de esa ciudad.
Se le escapó el aire que no sabía que había estado conteniendo en el momento en el que vio la carta. Estaba salvada.
No tardó ni un segundo en tirar su propia carta en la mesa, encima de todas las demás, con una amplia sonrisa.
—¡Gané! —exclamó, incapaz de contener la felicidad que sentía. ¡Iba a ser libre! ¿Dónde estaba la camarera? Esa magnífica partida se merecía un buen brindis.
A su alrededor escuchó un murmullo de decepción; un grupo de gente se había agolpado rodeando la mesa para ver la partida. Tiaby sabía que no habían apostado mucho por ella y que seguramente les habría hecho perder bastante dinero. No estarían muy contentos. Tal vez fuera buena idea marcharse de la taberna...
Pero no pudo terminar el pensamiento porque uno de los hombres con los que había estado jugando le lanzó la jarra de cerveza a la cabeza. Se agachó a toda velocidad, tirándose al suelo lo bastante rápido como para apartarse la trayectoria del proyectil improvisado; sin embargo, los que estaban detrás de ella no fueron tan ágiles y terminaron empapados de pies a cabeza.
Una segunda jarra voló y una fina lluvia de gotas de cerveza la roció cuando se estampó contra la cara de un hombre de rostro serio y feo. Era tres veces más grande que el hombre que había lanzado el pichel, con los músculos del brazo derecho muy marcados. «Un herrero —pensó Tiaby al mirarlo dos veces». El herrero se lanzó contra el otro hombre con los puños alzados y una mueca de furia que le distorsionaba las facciones.
Tiaby se quedó dónde estaba, agachada tras una silla y asomándose de vez en cuando para ver cómo iba la pelea. La muchedumbre empezó a empujar y gritar, animando a cada uno de los contrincantes. La chica pensó en como acabarían las apuestas, preguntándose si debería apostar o no.
Tiaby alargó el brazo y buscó con la mano por toda la mesa empapada de cerveza. Al fin, dio con la pequeña bolsita de cuero que tintineó entre sus manos al cogerla. «Justo a tiempo —pensó cuando la mesa se partió en dos». Los dos hombres se habían caído encima de ella. Tiaby huyó de allí y se refugió bajo otra mesa.
Los dos hombres empezaron a lanzarse puñetazos mucho más serios. Dos hombres más se lanzaron a la pelea, dispuestos a ayudar a su amigo, el hombre delgado, que iba perdiendo claramente. La pelea entre dos acabó derivando en una locura de puñetazos, patadas y algún que otro cuchillo cuya hoja tenía un brillo bastante mortal en aquella lucha. Las jarras de cerveza volaban por los aires esparciendo la bebida en todas las direcciones y empapando aún más a los enfurecidos contrincantes, que lanzaban gritos de dolor, gruñidos y mil maldiciones. Tiaby escuchó el sonido de una segunda mesa al ceder por un golpe y los gritos del tabernero, que intentaba por todos los medios sacar la pelea a la calle para que no le destrozaran aún más el local.
Tiaby pensó que aquel era un buen momento para huir pues la pelea aún no era una batalla mortal.
Al ver que le sería imposible salir a codazos sin llevarse ella un golpe, Tia decidió escapar de la taberna a gatas, no sin antes echar una mirada a un hombre vestido completamente de negro. A Mikus apenas se le veía la cara por el gran sombrero de ala ancha que llevaba. La única concesión al color que había hecho era una gran pluma azul que estaba enganchada en su sombrero. El hombre dejó su copa con cara de aburrimiento y se colocó bien la capa negra para que le cubriera la parte derecha del cuerpo. Tocó la pluma delicadamente y desapareció. Nadie parecía haberse dado cuenta de que aquel hombre se había vuelto invisible.
Tiaby se colgó la bolsa con el dinero del cinturón y comprobó que su daga siguiera en su sitio. Después, empezó a gatear, casi arrastrándose entre las piernas de los luchadores, golpeando con los codos los muslos y pantorrillas para apartarlos de su camino.
Antes de conseguir huir se ganó varias patadas en el estómago y unos cuantos pisotones en las manos que le sacaron algunas lágrimas de dolor y varias maldiciones e insultos que, de haberlos escuchado su padre hubiera mandado que le lavaran la boca con ácido.
La puerta de la taberna se abrió justo cuando ella se acercaba casi arrastrándose con los codos. De refilón vio un par de botas, pero nada más; continuó su camino hasta que estuvo fuera, respirando un aire mucho más fresco que el que había estado respirando en el interior.
Ya fuera, se levantó y se limpió los pantalones sucios de polvo. Tenía en la ropa unas manchitas de sangre y estaba mojada de cerveza de pies a cabeza. Tiaby jadeaba por el esfuerzo y le dolía el estómago por los golpes. Se miró las manos: le ardían, pero no debía ser nada más que unos cuantos cortes. Estaban rojas, sucias y al día siguiente estarían moradas por las contusiones; sin embargo, Tiaby pensó que, si con aquella pelea conseguían las suficientes monedas, habrían valido los golpes, moratones y cortes.
Tiaby miró hacia los lados, pensando en qué hacer y hacia dónde ir. La noche no estaba muy avanzada, pero estaba cansada. En ese momento se encontraba en las afueras de Mirietania, en lo que, para ella, era el verdadero centro del reino. Arcar era una ciudad de piedra. Las casas, la muralla que la protegía, el suelo... todo estaba hecho de piedra gris y dura, fría al tacto, pero segura. La taberna había estado abarrotada, como todas las noches anteriores. Hacía más de dos semanas desde que Tiaby había huido del castillo de su padre, sin monedas, sin más ropa que la que llevaba y unas cuantas provisiones que apenas le duraron para llegar a Arcar. Desde entonces, las noches las dedicaba a ganar dinero y las mañanas a planear su fuga.
Todos los días pensaba en Aaray. ¿Estaría bien? Esperaba que su padre no se hubiera ensañado con ella, pero no tenía muchas esperanzas de que fuera así; seguro que había pagado con su madrastra lo que Tiaby había hecho. Intentaba consolarse pensando que Aaray la había impulsado a huir, pero eso no hacía que se sintiera mejor. En realidad, lo único que conseguía era sentirse peor. Tendría que haberle insistido para que ella y su hermano hubieran huido con ella, ¿por qué no lo había hecho? Debería habérselo dicho. Había sido una cobarde egoísta.
Se frotó el rostro con los dedos, deseando poder cambiar el pasado con un solo gesto. Pero no podía y ahora sería mucho más peligroso regresar al castillo para buscar a Aaray. Sabía que su padre había aumentado la vigilancia y los soldados habían llegado hasta Arcar, buscándola desesperadamente. Intentaría ponerse en contacto con su madrastra una vez llegara a su nuevo destino y le pediría que huyera. Aunque sabía que sería una causa perdida: Aaray jamás abandonaría a su padre. Sabía que no era por amor, ni por miedo. En realidad, no tenía claro muy claro por qué no huía de las garras de su padre y ahora tampoco podría preguntárselo.
Un escalofrío le recorrió el cuerpo. Se había quedado parada al lado de la puerta de la taberna; tenía la piel sudada y el poco viento que corría la había enfriado. Decidió moverse. No podía seguir allí quieta, arriesgándose a que los soldados la vieran y la mandaran derechita al castillo con grilletes en las manos.
Se dirigió directamente a la habitación que había alquilado junto a Efyr y Basra. Sus dos amigos la habían acompañado en todas sus locuras desde que tenía uso de razón y en esa ocasión no era distinto. Es más, muchas de aquellas insensateces habían sido instigadas por sus amigos, que siempre parecían estar ahí para animarla a terminar con la cabeza partida en dos. Como la vez en la que Efyr le dio esos polvos blancos, diciéndole que iba a poder volar. Tiaby cayó como una cría y acabó corriendo por Mirietania, gritando y riendo. En cierto modo sí voló, reconoció la chica al recordarlo. Había acabado corriendo por los tejados de las casas. Voló, sí, pero su plan no era acabar con un brazo roto por el impacto después de resbalar y caerse al suelo de tierra.
La acera se empinaba bastante antes de llegar al portal de la casa, por lo que Tiaby acabó jadeando, aún con dolor en las costillas. Estaba en una calle estrecha, llena de desperdicios, ratas que mordisqueaban los restos y gatos que se comían a las ratas medio escondidos entre las sombras de los edificios en una especie de ciclo sin fin. Era la parte más pobre de la ciudad, pero no se habían podido permitir nada más. A Tiaby no le importaba, al igual que sabía que a los chicos tampoco les importaba tener que dormir en una diminuta habitación con vecinos a los lados, arriba y abajo y con el olor de la basura entrando por la ventana a cualquier hora del día o de la noche.
Cuando llegó a la casa aún era capaz de distinguir el griterío de la taberna, varias calles más abajo. «No tardarán en ir a detenerlos —pensó». Tiaby esperaba que el hombre fuera lo suficientemente rápido e inteligente como para poder salir de la taberna antes de que llegaran los guardias de Arcar para detener las peleas.
La puerta del patio estaba medio abierta, así que entró y subió las escaleras hasta el segundo piso, que ascendían serpenteantes hasta cuatro pisos más arriba. Tiaby era capaz de escuchar los ronquidos y demás ruidos de los vecinos, que parecían respirar al mismo tiempo, en un solo compás lento y tranquilo. Llamó a la puerta, sujetándose en el marco por el esfuerzo de subir dos pisos con las nuevas heridas de su cuerpo y, tal vez —y solo tal vez—, medio borracha.
Basra abrió la puerta. Un poco de luz anaranjada se derramó en el rellano e iluminó la piel negra del chico y su imponente figura. Estaba apoyado con un hombro en el marco de la puerta, contemplándola desde una cabeza y media más arriba con una mirada evaluativa.
—Estás borracha, Tiaby —le dijo. Tiaby no podía verle bien el rostro, pero estaba segura de que habría hecho una mueca de disgusto.
—Eso es falso, Bas-Basraya.
—Ya, claro. Venga, entra dentro antes de que vomites en el rellano. —Basra se apartó y le dejó vía libre para que se tambaleara hacia el interior.
El piso no era más que un cuadrado con las paredes desconchadas, un techo lleno de humedades y un duro suelo de piedra. Por suerte, había una chimenea, alrededor de la que se tenían que apiñar durante las frías noches de Arcar. Solo había un diminuto cuarto que habían decidido usar como cuarto de baño; Tiaby se dirigió directamente hacia allí, con Basra siguiéndola de cerca, como si intentara asegurarse de que llegaba viva.
Ya dentro, tanteó con las manos en la semipenumbra hasta que encontró la pequeña jofaina, con una jarra de agua a su lado que casi se le cayó cuando fue a cogerla; tuvo que agarrarla con ambas manos, deseando acertar en el balde y no tirarse el agua a sí misma. Dejó la jarra y se echó agua por el rostro con cuidado, quitándose los rastros de sudor, cenizas y cerveza.
—Toma —escuchó decir a Basra a su lado justo antes de notar un paño en la mano.
—Gracias.
Basra salió y poco después volvió a entrar, esta vez con un par de velas en las manos que dejó repartidas por el suelo para iluminar la habitación y un pequeño fajo de ropa para ella. Después, por fin, salió y la dejó a solas para que se aseara tranquilamente. Nada se podía comparar a uno de los largos baños a los que se había acostumbrado en el castillo, pero por lo menos podría quitarse la suciedad del cuerpo.
No por primera vez, se dio cuenta de todas las cosas que había dado por hechas durante toda su vida. Agua caliente siempre a su disposición, ropa nueva y limpia o incluso una cama. Siempre había alardeado de que no le importaba ir por los barrios bajos de la ciudad, meterse en las peores tabernas o embarrarse hasta las cejas, pero cuando regresaba al castillo, Vetra siempre la esperaba con una bañera y la cama con sábanas limpias.
Sacudió la cabeza. Tal vez antes lo había dado por hecho, pero ahora ya no podría volver a contar con todas esas comodidades, así que no valía la pena soñar con lo que no iba a tener o con lo que había perdido. También había ganado mucho, mucho más de lo que había dejado atrás, cosas que la mayoría de la gente parecía tener menos ella. El agua caliente parecía insignificante en su cabeza cuando se sentía libre por primera vez en toda su vida.
Salió cuando estuvo lista. La ropa limpia le hizo sentirse mejor, casi como si fuera una persona de nuevo. Se sentó en el suelo, al lado de Basra, que estaba enfrente del fuego con las piernas estiradas, y le tiró la pequeña bolsita de cuero que había ganado esa noche. Al otro lado de su amigo estaba Efyr, que la miraba con el ceño fruncido, un gesto tan común en él como los labios apretados de Basra. Con un escalofrío, Tiaby acercó las manos heridas hacia el fuego después de colocarse por los hombros una de las finas mantas que debían compartir.
Basra sacó las monedas, que tintinearon en sus manos. A Tiaby nunca le había parecido tan hermoso el cobre, bajo la luz anaranjada del fuego. Esas pequeñas y redondas monedas eran su vía de escape y casi se echó a llorar al pensarlo. Estaba tan cerca... Tan cerca que le parecía una ilusión, una quimera. Un magnífico sueño que se desvanecería en el momento en el que abriera los ojos. Tal vez se volvería a encontrar en su cama, con Vetra sacudiéndole el hombro para despertarla. «Por favor, no. No lo soportaría —pensó con lágrimas de furia ardiendo en sus ojos».
El suspiro aliviado de Basra la sacó de sus aterradores pensamientos y la devolvió a la realidad. Su amigo parecía realmente entusiasmado. En la bolsita había treinta y dos ramas de cobre, que se unían ahora al pequeño montón de diez flores de oro, veintisiete robles de plata y doce ramas de cobre que tenían ya. Tiaby se lo sabía de memoria.
—No me lo puedo creer —susurró Basra con la voz trémula de la emoción y con una sonrisa de lado a lado que iluminó sus ojos marrones—. Tiaby, tenemos el dinero. Es increíble.
Basra se acercó a ella y la estrechó con fuerza entre sus brazos.
—¿Y Mikus? —ladró Efyr de repente. Basra y ella se separaron y Tiaby se temió lo que vendría después. Efyr y Mikus no se aguantaban—. ¿Dónde está ese maldito ladrón?
—Efyr, amigo mío, ¿no puedes dejarlo por un momento en paz?, ¿y de paso a nosotros? Se supone que estamos celebrando...
—Ya, ya —lo interrumpió con un gesto desdeñoso de la mano—, pero soy práctico y me interesa saber si vamos a conseguir más dinero.
«Sí, seguro que es eso —pensó Tiaby amargamente». Empezaba a estar harta de las constantes discusiones entre Efyr y Mikus. Si no empezaba uno lo hacía el otro y siempre había mil motivos diferentes —reales o inventados—, que los hacían enzarzarse. Basra y ella siempre trataban de separarlos, pero muchas veces no lo conseguían. Sí, realmente Tiaby estaba cansada de aquella dinámica que, con la convivencia, solo se había agravado.
—Da igual —suspiró Tiaby—, y sí, Mikus ha ido a la taberna. Y ahora, por favor, cállate. Estoy cansada y no quiero escucharte despotricar.
Aunque ahora ya no les era necesario para pagar el viaje, no estaría mal tener algunas monedas de más; tendrían que cambiarlas en Vyarith a la moneda local, pero era preferible a ir con las manos vacías. Hasta ese momento, Mikus les había conseguido un pequeño montón de dinero. Efyr lo había criticado mucho porque, según él, no era suficiente, pero Tiaby había impedido que Mikus cayera en las pullas del chico. Lo último que quería era que pillaran al ladrón. Que les faltaran varias monedas a algunos era normal, pero no que hubieran perdido la mitad de su oro.
Alguien dio unos golpes en la puerta y Mikus entró en la habitación sin esperar respuesta, mientras se quitaba el sombrero con una sonrisa en la cara. Levantó una pequeña bolsa negra que sacudió, produciendo un tintineo de monedas nada desagradable.
—Con esto estaréis más que cubiertos para vuestro viajecito —les dijo al tiempo que le lanzaba a Basra la bolsa. Se quitó la capa negra y la tiró al suelo, sentándose junto a ella; se quitó las botas para calentarse los pies y las manos frías. Tiaby le pasó un brazo por los hombros y lo acercó a ella, colocando la cabeza del chico en su hombro, que se relajó cuando empezó a acariciarle el cabello con cariño.
—Gracias, Mikus —murmuró Basra, ya concentrado en contar las monedas.
—Lo que no entiendo todavía es para qué os vais. Hay miles de cosas que hacer por aquí —comentó Mikus. Levantó los ojos hacia ella y le dio unos cuantos pellizcos en la mejilla hasta que Tiaby lo miró—. Tú podrías ser mercenaria. No se te daría nada mal.
Mikus le sonrió y ella le devolvió la sonrisa con la cara roja. Mikus le gustaba desde hacía varios meses. No era precisamente guapo, pero lo mismo se podía decir sobre ella. La nariz del chico se había roto varias veces y estaba torcida. Tenía la boca pequeña, pero de labios gruesos y los ojos eran de un bonito color avellana. Su pelo castaño era largo hasta casi la mitad de la espalda y se lo recogía en una coleta para que no le molestara mientras trabajaba. Era muy alto, de piernas largas y cuerpo delgado, perfecto para su trabajo de ladrón.
Ladrón, matón, traficante... era tantas cosas que a Tiaby le daba miedo estar sola con él. Tal vez fuera por eso que le atraía tanto. O tal vez fuera porque el chico había mostrado amabilidad a pesar de su mal currículo. Era leal a la gente a la que quería y eso le gustaba. Además, sabía que Mikus no estaba contento con el trabajo que tenía; en realidad lo odiaba, pero como muchos en Zharkos, se aferraba a lo que tenía, porque era mejor un trabajo desagradable que morir de hambre.
Tiaby frunció el ceño ante ese pensamiento, recordando las innumerables deudas de su padre. Despilfarraba el dinero en cualquier capricho que tenía y con cada préstamo que pedía, el reino se hundía un poco más en la decadencia.
—No sé si sería muy buena —murmuró, intentando sacarse esos asuntos de la cabeza. ¿De qué le servía seguir preocupándose por Zharkos cuando en unos días estaría rumbo a Vyarith? Empezaría una nueva vida y sería feliz lejos de su padre.
Y, sin embargo, había un pequeño resquicio dentro de ella que se negaba a aceptarlo. Intentó aplastarlo y encerrarlo. Lo consiguió, pero sabía que no duraría mucho tiempo callado.
—Te he visto descuartizar.
—Pero era un animal y era para comer —replicó ella.
—¿Hay mucha diferencia? —El chico se quedó pensando, como si estuviera intentando recordar algo.
A Tiaby no paraba de rondarle la pregunta de Mikus. ¿Había realmente alguna diferencia? Ella misma había llegado a ver como los animales se comportaban mejor que muchos humanos. Aun así... no se creía capaz de convertirse en algo que sencillamente despreciaba.
—Mi hermana me ha preguntado si os vais a pasar por la taberna. Ya sabéis, una última noche de locura —les dijo. Sin embargo, Tiaby pensó que solo se lo decía a ella, tal vez por el guiño que le echó y por el hecho de que metiera las manos por dentro de la manta, buscando los lazos de su camisa. Ella le dio un manotazo, con el rostro ardiendo y esperando que los chicos no se hubieran dado cuenta.
A su lado, Efyr miró con mala cara al ladrón antes de hablar.
—Dile a Sara que iremos. Tengo ganas de emborracharme. —Efyr tenía el ceño fruncido mientras lo decía.
Tiaby sonrió e intentó aguantar la risa.
La hermana de Mikus, Sara, regentaba una taberna desde hacía varios años y desde que habían conocido a Mikus hacía ya más de dos años siempre los invitaba a ir. Tiaby pensaba que quería esperar a que ella se durmiera y para después meterse bajo sus faldas. A ella no le habría importado y en realidad lo había invitado más de una vez, pero el ladrón nunca había aparecido, disculpándose a la mañana siguiente y prometiéndole visitarla algún día; nunca había pasado nada de lo que le había prometido, al menos no en aquel lugar.
Sin embargo, sabía, gracias a Basra, que Efyr se colocaba delante de su puerta cada vez que dormían en la taberna o simplemente cuando Mikus estaba con ellos, impidiendo que el ladrón entrara y que nunca bebía cuando estaba cerca Mikus. Era realmente divertido que Efyr se empeñara en fingir tanto.
—Yo paso. Estoy cansada —dijo Tiaby. Y como para demostrarlo, su cuerpo decidió bostezar en ese momento. Al taparse los labios con la mano, se le escurrió la manta de los hombros y, unos instantes después, Mikus la recolocó con suavidad. Cuando sus ojos se encontraron, el chico sonrió.
—Yo también me voy a quedar. He tenido suficiente aventura por una noche —afirmó Mikus.
Tiaby escuchó el bufido de Efyr al otro lado del semicírculo.
—¿Basra? —inquirió Efyr, esperando que su amigo lo apoyara. Pero Basra negó directamente con la cabeza. Tenía los ojos medio cerrados y contemplaba las llamas ensimismado, casi perdido en sus pensamientos—. Menudos compañeros estáis hechos... Aburridos.
Refunfuñando, Efyr se levantó y les lanzó la manta. Con él, Tiaby nunca sabía distinguir una furia real de una fingida. El portazo que dio al salir parecía demasiado real como para estar actuando, pero con Efyr nunca se sabía.
Basra bostezó y les dedicó una mirada entornada.
—Me voy a dormir. Mikus, quédate esta noche. Es demasiado tarde para que deambules por las calles.
—A Efyr no le has dicho nada al salir —replicó Mikus con una sonrisa torcida.
—Efyr es imbécil —sentenció Basra al tiempo que se levantaba del suelo.
Entre los tres, arreglaron sus camas y se acostaron, acomodándose en el duro suelo. Mikus se colocó a su lado, envolviendo sus caderas con un brazo y acercándola a su cuerpo. Tiaby se apretó contra él, hundiendo la nariz en su pecho. Olía a jabón barato y a sudor, pero a ella no le molestaba; era el olor de Mikus y sentir la calidez de sus brazos rodeándola la hacía sentir segura. Era agradable saber que podía pasar la noche entera con él. No tendría que levantarse para regresar al castillo en mitad de la noche, ni fingir que había pasado la noche con otras personas.
Mikus tenía los ojos cerrados, pero debía estar lo bastante despierto como para darse cuenta de que Tiaby lo estaba mirando, porque susurró:
—Duerme, Tia. Estoy a tu lado, no me voy a ir a ningún sitio.
La luz anaranjada de la chimenea quedaba detrás de Mikus y creaba sombras en el rostro del chico; Tiaby apenas podía distinguir sus rasgos. Pasó un dedo por sus labios antes de acercarse para dejar un suave beso en ellos. Mikus la correspondió con lentitud. Fue un beso calmado, sin prisa, dolorosamente cariñoso. ¿Estaba segura de que quería marcharse?, ¿estaba segura de querer dejar a Mikus tras ella? No quería separarse de él, se dio cuenta entonces. Ahora que la posibilidad de marcharse se había vuelto tan real, Tiaby sintió la presión de su inminente separación. ¿Mikus también se sentía así?
—Duerme ya —insistió Mikus de nuevo, con los labios muy cerca de los suyos.
Tiaby asintió con la cabeza, aunque no sabía para qué. Mikus seguía con los ojos cerrados y no podía ver su gesto.
Cerró los ojos e intentó dormir.
Estaba muy oscuro y hacía frío.
Tiaby apenas podía ver su alrededor, pero sentía el frío y duro beso del metal clavándose contra su piel por todas partes. Estaba dentro de una jaula, se dio cuenta de pronto. La habían metido en una jaula que colgaba de alguna forma del techo, porque con cada movimiento que hacía, la jaula se mecía bajo ella.
¿Cómo había llegado hasta allí?
No recordaba nada. Su memoria era un gran agujero. Intentó presionarse a sí misma a encontrar algo.
Entonces, algo chirrió y una puerta se abrió delante de ella; la luz se derramó hacia el interior y Tiaby pudo ver que se encontraba a varios metros del suelo... y justo encima de un gran foso que se hundía y se hundía en la oscuridad. Era imposible ver donde terminaba o siquiera si tenía final.
Una figura encapuchada tiró a alguien hacia el interior, una chica que cayó de espaldas contra el duro suelo y emitió un gemido de dolor. Tiaby no podía verle el rostro. En realidad, no podía concentrarse en ningún rasgo suyo. Frunció el ceño, concentrándose, pero no sirvió de nada. Solo sabía que era una chica y nada más.
Antes de que pudiera hacer nada, la figura encapuchada la apuñaló y, lo siguiente que supo Tiaby, era que estaba de nuevo sola en la celda, pero esta vez con el cadáver de la chica. La sangre se empezó a acumular bajo ella.
Tiaby tiró de la cerradura de la jaula, intentó forzarla de alguna manera hasta que los dedos se le llenaron de sangre por los cortes hasta que dejó de sentirlos y...
Se despertó con un sobresalto.
Se sentía aprisionada y luchó contra lo que fuera que la retenía para liberarse. A su lado, un cuerpo caliente se removió contra ella y, unos segundos más tarde, alguien la estaba abrazando y susurrándole palabras lentas al oído. Le costó entenderlas, como si su cerebro estuviera espeso y, aunque escuchara las palabras, no las comprendiera.
—Tranquila, Tiaby. Estoy aquí. No pasa nada. Solo ha sido una pesadilla —murmuraba con suavidad.
Lentamente, Tiaby reconoció la voz de Mikus y logró relajarse entre sus brazos. No era un desconocido.
Dejó que la acostara de nuevo y que la apretara contra su pecho hasta que su respiración se normalizó. Durante todo ese tiempo, Mikus no dejó de abrazarla y acariciarla con cariño hasta que Tiaby cayó dormida de nuevo.
Cuando se despertó a la mañana siguiente, el día amaneció frío y nublado, anticipando una mañana pasada por agua. Durante unos segundos después de abrir los ojos, Tiaby no entendió por qué sentía el cuerpo tan cansado. Hasta que el sueño —la pesadilla, más bien—, le golpeó el cerebro con un montón de imágenes escalofriantes y sintió el sabor acre de la bilis ascender por su garganta. Contuvo el vómito como bien pudo mientras se incorporaba.
Mikus estaba en frente a la chimenea, tostando unos trozos de pan y un poco de carne que debía haber comprado. Al escucharla, se giró hacia ella y le sonrió.
—¿Cómo estás? ¿Has dormido mejor después de la pesadilla?
—Sí, gracias —murmuró, su voz ronca por el sueño.
Quiso contarle a Mikus su pesadilla, la extraña presión que tenía justo en el esternón y la sensación de que algo malo iba a ocurrir. Pero en el último se lo planteó mejor y decidió callarse. ¿Qué sentido tenía meterle miedo en el cuerpo cuándo seguramente no fuera más que una simple pesadilla?
Apartó las mantas de su cuerpo y se levantó para ir al baño. Después de hacer sus necesidades y de arreglarse un poco, regresó a la habitación. Mikus acababa de repartir el pan y la carne en dos platos y estaba recogiendo las mantas con cuidado. No había ni rastro de Basra o Efyr.
—¿Dónde están los chicos? —le preguntó.
—Han ido a ver a ese capitán de barco del que me hablasteis. Querían apalabrar los camarotes. —Mikus pareció desanimarse al decirlo. Al parecer no era la única que sentía su marcha.
Tiaby acortó la distancia que había entre ellos y le puso una mano en el brazo para evitar que se alejara de ella. Mikus se quedó inmóvil, temblando bajo su toque. Ella apenas podía verle el rostro de perfil, pero vio que tenía los ojos cerrados y los labios apretados, como si estuviera luchando consigo mismo en el interior.
—¿En serio no quieres venirte conmigo, Mikus? —susurró—. Te prometo que estaremos juntos. No vamos a separarnos.
—¿Y cuándo encuentres a alguien mejor?
—¿Cómo voy a encontrar a alguien mejor? Tú eres perfecto.
Mikus bufó. Hizo un movimiento brusco y se liberó de su agarre, apartándose de ella. Se giró para mirarla, todavía con una de las mantas entre sus manos. Empezó a doblarla meticulosamente, centrando su mirada en ella, como si eso fuera lo único que lo ayudara a mantener la calma.
—Tiaby, por supuesto que encontrarás a alguien mejor que yo con el tiempo. No soy nadie en comparación contigo, no valgo ni la mitad que tú. Y llámame egoísta, pero prefiero no estar ahí cuando lo encuentres. —Mikus terminó de doblar la mano y levantó la mirada hacia ella—. Así que no vuelvas a pedirme que me vaya contigo, por favor —le pidió con un hilo de voz.
—Está bien.
¿Qué más iba a decir? Era incapaz de encontrar palabras para rebatir a Mikus, aunque no compartiera sus pensamientos. Dudaba siquiera que hubiera algo que pudiera hacer o decir para hacerle cambiar de opinión, en realidad.
—Vamos a desayunar antes de que se enfríe la comida —dijo Mikus, cambiando rápidamente de tema, aunque la tensión entre ellos era imposible de deshacerse, así como así.
El chico cogió su plato y se alejó de ella. Se colocó delante de la ventana, apoyando los codos en el poyete y contemplando la ciudad que se extendía delante de ellos. Tiaby se quedó cerca de la chimenea. La discusión con Mikus parecía haberle quitado toda la energía y ahora tenía el cuerpo frío como un témpano de hielo y era incapaz de entrar en calor.
Sin embargo, no pudo quitarle el ojo de encima a Mikus. El chico apenas toqueteó su plato y pronto lo dejó a un lado. Caminó silenciosamente por la habitación hasta el rincón donde había dejado su capa y su sombrero, que recogió antes de volver a la ventana. Esta vez, se quedó ensimismado en el sombrero y en la brillante pluma que sobresalía como el único toque de color. Rozó la pluma una y otra vez con la yema del pulgar. Tiaby siempre había sentido curiosidad por saber cómo había conseguido esa pluma mágica. La única vez que se había atrevido a preguntárselo, apenas unas semanas después de conocerlo, Mikus se había levantado del banco y se había marchado de la taberna hecho una furia. Nunca había vuelto a mencionarlo, aunque por dentro ardiera de curiosidad.
En realidad, sentía que había muchas cosas que desconocía de Mikus. Hacía apenas unos días no lo habría dicho, pero era como si de repente le hubiera caído un balde de agua fría encima. ¿Lo conocía de verdad?, ¿o se había dicho a sí misma que lo conocía para no enfrentar la realidad? ¿Cuánto de lo que hacía o había hecho en su vida había sido por no querer ver las verdades que tenía frente a ella? Aaray la había instado a ser valiente una y otra vez, pero Tiaby no se veía capaz; había demasiado miedo dentro de ella como para ser valiente.
—¿Quieres que vayamos a un sitio? —le preguntó de repente Tiaby.
Se había quedado tan absorta en sus propios pensamientos que no se había dado cuenta de que Mikus se hacía acercado a ella. Estaba arrodillado a su lado, con el sombre y la capa puestos. El ala del sombrero le hacía luces y sombras en el rostro.
—Muy bien —respondió ella. En los siguientes minutos, el silencio entre ellos tan solo estuvo cortado por los sonidos de sus pasos y sus respiraciones mientras descendían la escalera hasta la calle.
Tiaby se había puesto una fina capa sobre los hombros, aunque no le haría nada si llovía, pensó al salir del portal y contemplar el cielo encapotado sobre sus cabezas.
Las calles de Arcar estaban medio desiertas y demasiado silenciosas para su gusto. Era como si les faltara algo, el sonido de las conversaciones, los traqueteos de las carretas y los animales; sin todo eso, la ciudad parecía... hueca. Pero la perspectiva de lluvia parecía haber disuadido a muchos de salir de casa y los pocos que lo habían hecho no apartaban la mirada del cielo, como si estuvieran esperando a las primeras gotas para huir de nuevo a casa. Tiaby hacía lo mismo, esperando a la vez que Mikus no decidiera pasearse por todo Arcar. Al ladrón no le importaba si llovía o nevaba. Muchas veces le había comentado que incluso lo prefería, porque las calles se quedaban desiertas y las tiendas desprotegidas. Era más sencillo robar así, decía.
Caminaron en silencio, Mikus unos pasos por delante de ella. No sabía si era para guiarla o porque no quería encontrarse con su mirada; de cualquiera de las dos formas, Tiaby se sintió un poco decepcionada. ¿Dónde había quedado la complicidad que habían tenido hasta entonces? ¿Cómo se había destrozado todo ente ellos con una simple conversación? ¿Su relación había sido tan frágil como para no poder soportar una discusión?
De repente, Mikus se detuvo delante de una taberna, pero a una muy diferente a la de la noche pasada. El exterior era de ladrillo caravista y un gran letrero de metal pendía por encima de la puerta, bamboleándose por el viento en el que se podía ver escrito «El Salón Rojo», en grandes letras. Varios pisos se alzaban por encima de ellos. La gran puerta de doble hoja estaba abierta y si por fuera parecía extraño, el interior era algo que Tiaby jamás había visto.
Era muy elegante, con unas paredes recubiertas de paneles de madera pintados de un rojo brillante. El suelo estaba impoluto, con un color marrón oscuro que brillaba bajo la luz de las velas que titilaban repartidas por la gran sala. Sin embargo, no estaba muy iluminado y había zonas que se quedaban sumidas en una semipenumbra. Las mesas se distribuían aleatoriamente por la sala, diminutas, altas y redondas, con taburetes igualmente altos para sentarse forrados en terciopelo rojo. Todo parecía caro y excesivo.
Había unas cuantas muchachas paseándose por la sala con bandejas y todas vestían de la misma extraña forma: llevaban buenos vestidos de color rojo, muy cortos por la parte delantera y con pequeñas colas que colgaban alrededor de sus cinturas con elegancia y llenos de cintas negras; iban acompañados por botas de tacón alto, de color negro, que les cubrían hasta las rodillas, como si así pudieran tapar la forma de sus piernas.
Se fijó en una de las chicas en particular, una que se paseaba por la sala con una elegancia sobrehumana. Era la más alta de todas con diferencia y también la más bella. Su pelo rubio platino caía hasta casi su cintura diminuta en pequeños bucles; se había retirado los mechones de la cara anudándolos en su parte posterior. Tenía la piel tan pálida que Tiaby era capaz de ver las venas azules de sus sienes y cuello. Sus ojos azules eran fríos como el hielo y bajo ellos había bolsas oscuras, como si no hubiera dormido bien en días. Un colgante en forma de mariposa colgaba de su cuello, brillante y muy blanco; Tiaby pensó que estaba hecho de algún tipo de hueso pulido. Casi le dieron ganas de tocarlo para saber si era tan suave como parecía.
Mikus se acercó a una de las mesas y Tiaby lo siguió, sin perder de vista a la chica pálida, que caminaba por entre las mesas con una bandeja redonda, negra y llena de lazos rojos que colgaban de los bordes con elegancia.
—¿Qué hacemos aquí? —le preguntó a Mikus en voz baja, casi un susurro, como si tuviera miedo de levantar demasiado la voz. La taberna era silenciosa a pesar de que estaba abarrotada, algo que parecía casi contradictorio. Los demás clientes hablaban en voz baja, casi como si tuvieran algo que ocultar. Los murmullos llenaban la estancia, pero el silencio persistía, sin querer dejar la sala. Tiaby se sintió extrañamente tranquila en pocos segundos. Las suaves conversaciones la relajaban, adormeciendo sus sentidos, aunque una parte de su mente le decía que todo aquello era antinatural.
—Quiero que escuches algo —contestó el chico mirando a la chica pálida. Levantó una mano y la llamó. La mujer se acercó a ellos sin apenas hacer ruido, esquivando las mesas con gracia. El roce de la tela de su vestido contra el suelo era el único sonido que producía.
—¿Qué van a tomar? —susurró la mujer, con una voz melosa que penetró en su cerebro y en cada uno de sus poros. ¡Dioses! ¿Cómo se podía tener una voz como esa? Era... adictiva y casi se vio esperando a que dijera algo más para poder escucharla de nuevo.
—Vino —pidió Mikus.
La chica miró a Tiaby, esperando su respuesta con una ceja ligeramente levantada.
—Lo mismo —logró decir.
La mujer se alejó de su mesa y Tiaby lamentó no haberla escuchado hablar de nuevo. Volvió a los pocos minutos con dos copas de cristal tintado de negro y una botella caliente de vino. Mikus sirvió la bebida mientras Tiaby examinaba la copa. El tacto era extraño, suave, casi como si fuera seda.
Tiaby bebió el vino y se sintió aún más adormecida. Estaba caliente y especiado, con un gusto extraño que no logró identificar. Jamás había probado un vino así. En realidad, no había probado nada así nunca. Sabía a... paraíso, por muy ridículo que sonara. Tiaby no encontraba una forma mejor de expresarlo, solo sabía que era la cosa más deliciosa que había probado en toda su vida.
De repente, la sala completa calló y el silencio que parecía invadir la taberna se intensificó, llegando a cada rincón, a cada célula de su cuerpo. Un hombre de entre la multitud se levantó y subió al pequeño escenario elevado que había en un rincón y que Tiaby no había visto al entrar. Llevaba un estuche en la mano, que cargaba con delicadeza, como si no quisiera que le ocurriera nada. Se cubría la cara con un sombrero de ala ancha, como el de Mikus, pero de color rojo sangre. Varias plumas de colores diferentes enganchadas decoraban el sombrero, todas de colores apagados y oscuros que iban acorde con su ropa, que combinaba toda la gama de grises oscuros. El efecto resultaba un poco... tétrico, pensó Tiaby. Sintió un escalofrío cuando lo vio de nuevo y fue como si todo el frío del mundo se le hubiera metido en el cuerpo y ahora no le corriera sangre por las venas, sino hielo.
Se sentó con cuidado en el pequeño taburete de madera que lo esperaba en el escenario y sacó con ceremonia una lira dorada. Probó las cuerdas durante unos minutos, sacando dulces sonidos que inundaron la sala. Cuando estuvo listo, el hombre se recolocó sobre el taburete. Un mechón de pelo negro, muy rizado, le cayó al inclinar la cabeza, con el sombrero aún tapando su rostro, aunque Tiaby intuyó una sonrisa torcida debajo de él.
Entonces llevó los dedos hacia las cuerdas y empezó a cantar con una voz suave e hipnótica.
En el valle, allí bajo, bajo las montañas nevadas,
una dama se recuesta en la hierba.
Su corazón está frío, frío y dolido,
pues su amor ha huido, ha huido con otra flor.
Una flor más bella, más verde, más roja.
Una flor del mar, una flor más blanca.
Y la dama, fría por dentro y por fuera,
se recuesta sobre la hierba
y contempla como el frío se extiende.
Sale, huye de su corazón
y cubre el mundo a su alrededor.
El hombre acabó su canción, pero nadie aplaudió. Se bajó del escenario en completo silencio, con el único sonido de sus botas contra el suelo de madera. Tiaby miró a un lado y a otro, esperando a que alguien se decidiera a aplaudir, pero no ocurrió nada. En realidad, no entendía nada. ¿Qué hacía allí, escuchando canciones tristes sobre damas enamoradas? Tampoco entendía por qué nadie aplaudía a ese hombre. La letra era extraña y antigua, sí, no lo iba a negar, pero nadie podía decir que el hombre no hubiera cantado bien. Su voz era baja y suave, muy dulce. Sabía cuándo subir el volumen de su voz y cuando cantar a base de susurros para que el público tuviera que agudizar el oído.
—Nadie aplaude —le comentó a Mikus. El hombre estaba tan concentrado que apenas se había dado cuenta de que le había hablado. Tiaby estuvo a punto de darle una patada, pero cuando iba a hacerlo, el hombre le contestó, en voz tan baja que Tiaby no estaba del todo segura sobre si se lo había inventado o realmente lo había dicho.
—Ya lo sé —fue lo único que le dijo, aún con la mirada perdida, fija en el escenario vacío. En realidad, todos los demás clientes estaban mirando al escenario con los ojos fijos. ¿Pero qué estaba pasando allí?
Una mano fría le tocó el brazo y Tiaby se sobresaltó; no había escuchado a nadie acercarse. Notó como el frío le traspasaba la tela de la camisa, casi como si intentara llegar hasta sus huesos para instalarse en el centro mismo de su cuerpo, de su alma. Tiaby se giró y encaró a la persona que la había tocado.
La chica pálida la miraba con sus grandes ojos fríos y la boca fruncida. Su mano era extrañamente larga y delgada, con uñas afiladas en las puntas. La mujer apretó más su brazo y tiró de ella. Tiaby miró a Mikus antes de levantarse, pero no parecía darse cuenta de lo que ocurría. Es más, nadie parecía darse cuenta de nada. Muchos habían apoyado la cabeza sobre la mesa, con una sonrisa en los labios y los ojos cerrados, como si estuvieran durmiendo. Mientras la chica se la llevaba, Tiaby vio al hombre que acababa de cantar sentado en la barra, bebiendo de una copa larga con un contenido rojo y espeso. El hombre la vio marcharse con un par de ojos rojos que estaban escondidos tras su sombrero.
La chica tiró de ella hacia la parte superior de la taberna, por una escalera de caracol que Tiaby ni siquiera había visto. Los escalones estaban forrados de terciopelo y sus pasos quedaban amortiguados por la tela.
La parte de arriba de la taberna tenía las ventanas cubiertas por pesadas y largas cortinas de color rojo muy recargadas, llenas de lazos y pliegues que apenas dejaban pasar la luz del sol. La muchacha la llevó por un largo pasillo. Puertas altas y estrechas aparecían de vez en cuando a su derecha, todas cerradas. Tiaby escuchó algunos sonidos que provenían del interior de aquellas habitaciones, gemidos de dolor y placer a la vez que le pusieron los pelos de punta.
Entonces llegaron a una puerta estrecha, que no se diferenciaba en nada de las demás.
Sin embargo, la mujer se detuvo delante de ella y abrió la puerta. Empujó a Tiaby dentro de la habitación para después cerrar la puerta con un portazo. Todo ocurrió tan rápido que no le dio tiempo ni a pestañear. Se sintió mareada y sin saber si todo aquello había ocurrido a la velocidad que ella creía o era que tenía muy mala memoria. No estaba segura de cuál de las dos opciones le gustaba más.
Contempló la habitación con la respiración agitada y las manos sudándole por los nervios.
La sala estaba vacía, con excepción de una mesa baja rodeada de cojines de colores brillantes, aunque algo desgastados por el uso. Solo había una ventana estrecha y con los cristales tintados de rojo; la poca luz que dejaba pasar emitía haces rojizos que coloreaban el interior de la habitación con suavidad.
Encima de la mesa había una gran vela negra, derretida hasta la mitad; bajo ella se extendía una capa de cera fundida, pegada a la superficie de madera. Al lado de la vela había un largo cuchillo antiguo cuya hoja estaba vieja, oxidada por el paso de los años y de no utilizarse. El mango era fino hueso, con unas tallas de serpientes con los cuerpos enroscados. Amatistas negras decoraban el puño, casi formando una pequeña bola de brillantes de piedras negras.
Un ruido a su espalda, muy cerca de la puerta, hizo que Tiaby se volteara, olvidándose del cuchillo y de todo lo demás.
Detrás de ella había ahora un hombre pálido, vestido con una larga capa negra de cuello alto. Bajo esta llevaba una larga túnica llena de volantes, toda hecha en hilo rojo, negro y blanco que resaltaba su mortal palidez. Su pelo era de un tono blanco puro, con un marcado pico de viuda, pero no parecía viejo. En realidad, no podía estar segura de su edad. Tenía la nariz fina y alargada que le daba un aire aristocrático. los pómulos altos y la frente despejada. Su piel no tenía la más mínima imperfección, ni una sola arruga. Sus ojos eran idénticos a los de la chica pálida, azules y fríos como el hielo. Antinaturales.
—Siento todo este espectáculo para traerte aquí. No quería testigos —dijo el hombre, con una sonrisa enigmática en los labios finos y pálidos.
—¿Quién demonios eres tú? —siseó Tiaby, alejándose de ese hombre hasta que la parte trasera de sus rodillas golpeó contra el borde de la mesa—. ¿Qué les has hecho a la gente?
«¿Qué le has hecho a Mikus? —pensó con rabia». Tal vez hubiera discutido con él y no estuvieran en el mejor momento de su relación, pero eso no quería decir que quisiera que le ocurriera nada.
—No te preocupes, están todos bien, incluido tu amigo. Se recuperarán pronto, te lo aseguro.
—¿Y quieres que me fie de tu palabra? Ni siquiera sé quien eres ni qué quieres de mí.
—Todo a su tiempo, princesa. —El hombre hizo un gesto con la mano, indicando la mesa que había detrás de ella antes de rodearla y sentarse en los cojines. Su capa se extendió a sus lados con gracia.
Todavía suspicaz, Tiaby siguió su ejemplo y se sentó al otro lado de la mesa, encarándolo. Si hubiera querido matarla, lo hubiera hecho ya, ¿verdad? No se detendría a ser amable con ella ni a invitarla a sentarse en los mullidos cojines. No, eso parecía más bien una reunión, forzosa, eso sí.
—Mi nombre es Idwa Olen, regento El Salón Rojo. Y tú eres la Tiaby Ingria Zharkos, princesa de Zharkos.
—Sé perfectamente quién soy —masculló Tiaby. Odiaba su segundo nombre con todas sus fuerzas.
—Estoy seguro de que lo sabes, o al menos eso espero. —El hombre apoyó los codos en la mesa redonda y juntó las yemas con suavidad. Como la chica, tenía los dedos extremadamente largos, como si alguien hubiera estirado los huesos hasta convertirlos en... eso.
—Deja de lado la palabrería inútil y dime qué quieres de mí.
—Es sencillo. Necesito algo de ti. Lo que no sé es si serás capaz de hacerlo. Me han asegurado de que serás capaz, aunque yo no opino lo mismo.
—¿Y se puede saber de qué se trata? Todavía no me has dicho nada interesante.
En vez de responder, Idwa se metió la mano en un bolsillo interior de su capa.
—¿Un anillo?, ¿en serio? —preguntó incrédula Tiaby al ver lo que le tendía el hombre. Idwa lo dejó caer en su palma abierta y sintió el frío de sus dedos cuando se rozaron sin querer. Un escalofrío le recorrió el cuerpo y por primera vez se preguntó qué era Idwa. No podía ser humano, le advirtió una parte de su mente—. ¿Qué eres? —susurró, olvidándose del anillo en su mano.
Idwa le dio una sonrisa torcida unos segundos antes de abrir la boca... Y de desplegar un par de largos y afilados colmillos.
Tiaby se levantó de un salto y llegó hasta el otro lado de la habitación. Pegó la espalda a la pared, temblando de miedo. Un vampiro. Ese ser era un maldito vampiro.
—N-no, es imposible —murmuró para sí misma.
Pero el vampiro la escuchó perfectamente, porque preguntó:
—¿El qué es imposible, princesa?
—Los vampiros... No existen. Es imposible. Son leyendas...
De niña, a Tiaby le gustaban los cuentos de miedo. Le gustaba la sensación que le recorría el cuerpo escuchando las escalofriantes historias que su aya le contaba sentada en su regazo. Ahora se sentía en el interior de una de esas historias y no le gustaba nada.
Los vampiros se suponía que habían existido, pero también se suponía que hacía siglos que se habían extinguido. Claramente no era así, pensó al ver el pálido rostro de Idwa, que la contemplaba recostado en los cojines y observándola como si todo aquello fuera muy divertido.
—Te equivocas —dijo Idwa—. Pero no te preocupes, los humanos suelen equivocarse mucho. Y ahora, ¿puedes sentarte de nuevo? Tenemos muchas cosas que las que hablar, princesa
Enfadar a un vampiro no parecía una buena idea y lo último que quería era terminar con la garganta abierta, así que Tiaby asintió con la cabeza y obedeció.
—Muy bien —asintió cuando Tiaby se hubo sentado en los cojines. Tenía el cuerpo tenso y no dejaba de mirar hacia la puerta, aunque sabía que sería incapaz de llegar a ella antes que el vampiro—. Y ahora princesa... ¿Qué sabes de las Guardianas?
Capítulo 10 ya, aunque todavía queda mucho por delante. ¡Espero que os haya gustado!
Dejad vuestras teorías por aquí.
XOXO
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro