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Capítulo 1

Bosque de Zelian. 8 de abril.

Ceoren hizo un último movimiento con su brazo, la brillante luz azul que despedían sus manos contrastaba contra la oscuridad de la noche. No había más luz que la de la luna y las estrellas y, aunque no hacía frío, ella sintió un escalofrío recorrer su cuerpo de arriba abajo.

—Has usado mucha magia, Ceoren —apuntó la voz de Itaria tras ella; una nota de preocupación teñía sus palabras.

—Es-estoy bien —logró decir en medio de otro escalofrío que hizo que sus piernas temblaran y amenazaran con dejarla caer—. Era necesario.

Logró mantenerse en pie por pura cabezonería y se giró hacia Itaria. La muchacha se había cambiado por completo de ropa y ahora llevaba un peto de cuero endurecido sobre una camisa blanca; guardabrazos, brazales y guanteletes le protegían la parte superior del cuerpo; musleras, y unas altas botas negras anudadas y que le llegaban hasta las rodillas le protegían la parte inferior, todo hecho de cuero endurecido como el peto. Ceoren se habían encargado de mantener siempre abastecido el arsenal de armas y armaduras que tenían en la torre. Y el momento de usarlos por fin había llegado, aunque si hubiera sido por ella, jamás habría ocurrido.

Suspiró y sacudió la cabeza, tratando de apartar esos pensamientos. Ahora ya de nada servía lamentarse; debía actuar, ser rápida y letal.

—¿Estáis listas?, ¿dónde está Mina? —Frunció el ceño al no ver a la más pequeña de las hermanas por ninguna parte.

Se encontraban en el valle. La hierba había perdido el calor del sol y ahora estaba iluminada por la luz plateada de la luna que le daba un aspecto fantasmagórico cuanto menos.

—Ha ido a la orilla del río.

—Queda poco para que nuestros caminos se separen, querida. Pero, por si acaso después no nos da tiempo, espero que todo os vaya bien y encontréis un lugar dónde refugiaros. Intentaré encontraros lo más pronto posible.

Itaria asintió con la cabeza y después giró el rostro, el cuerpo, hacia atrás, hacia la torre que había sido el hogar de las tres durante tantos años.

—He quitado todos los hechizos que había en la torre, así que mejor que no volváis u os encontraréis con una ruina. No tardará mucho en desmoronarse. —Ceoren había estado manteniendo la torre y todo lo que tenían ahí dentro a base de magia—. También he borrado el hechizo que os puse a vosotras. —Eso hizo que la joven se volteara hacia ella de nuevo, con el ceño fruncido por la duda.

—¿Eso quiere decir que envejeceremos de nuevo?

—Exacto.

Itaria volvió a asentir con la cabeza y apoyó un brazo en el puño del estoque que llevaba colgando de su cintura.

Quedaba poco, pensó Ceoren. Quedaba poco para separarse y le parecía una locura la posibilidad de no volver a verse.

De pronto, sintió un ligero temblor en el suelo y vio cómo, a lo lejos, en la base de una de las montañas que protegían el valle, se abría un agujero lo bastante grande para dejar pasar a una persona.

—Ya está aquí —susurró Ceoren más para sí que para nadie. Se giró hacia Itaria, que había avanzado hasta ponerse a su lado; su mirada temerosa estaba perdida en el hueco que se acababa de crear—. Coge a Mina y escóndete. Sigue el plan al pie de la letra y todo irá bien, ¿entendido?

Itaria tragó saliva con fuerza y después de asentir, se fue a buscar a su hermana. Estaba todo listo, lo habían preparado con cuidado. Ahora solo quedaba que los dioses estuvieran de su lado.

Según la leyenda, para llegar a la legendaria torre de la princesa Itaria había que conseguir que la montaña se «rompiera». Gavin no tenía ni idea de cómo se suponía que debía lograr eso.

Bajó de su caballo, que se quedó quieto como una piedra, tan solo visible por sus crines encendidas y sus cascos ardientes, y se dirigió hacia la montaña. Era una superficie lisa, sin hueco alguno por el que se pudiera escalar, aunque Gavin no acabó de desechar la idea de trepar. Seguro que eso tenía más sentido que «romper» una montaña.

Estaba tan empeñado en escalar que pasó de largo las relucientes piedras moradas que estaban encajadas en la base de la montaña, medio escondidas por la verde y húmeda hierba.

Continuó caminando cerca de la roca, acariciando la piedra con suavidad, con los ojos cerrados y sintiendo la roca fría y húmeda bajo sus dedos. Trataba de encontrar algo: una marca, una señal que le diera alguna pista de cómo continuar.

Sabía que estaba en el lugar adecuado, lo sentía.

Había dejado de llover, aunque en el cielo aún resonaban los truenos y brillaban los relámpagos, como recuerdos que se resistían a marcharse. Cuando la luna salió por entre las pocas nubes que quedaban, las piedras se iluminaron, aunque Gavin no las vio entonces.

Él ya estaba acostado, devanándose los sesos y preguntándose por la forma de entrar sin tener que trepar, una idea de la que se había tenido que deshacer. Tenía hambre, pero se le había acabado la comida. Fue entonces cuando vio una pequeña ardilla que corría hacia la montaña.

Se levantó con cuidado y cogió su arco y las flechas, que estaban tiradas a su lado. Se palpó el cincho en busca de una de sus dagas. Caminó hacia la ardilla con pasos firmes, sin hacer ningún tipo de ruido. La hierba susurraba ligeramente, mecida por una suave brisa que iba en dirección contraria a Gavin, echándole el largo cabello hacia atrás.

Vio a la diminuta ardilla correteando por entre la hierba y alzó el arco, ya listo para disparar. Entonces fue cuando vio el leve resplandor violeta que despedían las piedras iluminadas por la luna. Dejó a la ardilla y el hambre que sentía y se dirigió hacia ellas, embobado por su luz. Eran pura magia antigua, magia de dioses. No entendía cómo no la había detectado antes. Era cierto que la magia parecía algo... dormida, pero seguía siendo fuerte.

Eran tres en total y estaban pegadas a la piedra, cubiertas por una capa de líquenes. Las piedras eran del tamaño de un huevo y tenían seis esquinas puntiagudas de las que salían agudas agujas de metal curvas que parecían querer perforar el cielo. Eran viejas, tan viejas como el sol; y poderosas, tanto como solo la propia tierra, el aire, el fuego y el agua podían serlo.

Gavin limpió las piedras con la manga de su camisa, que quedó manchada de verde y muy pegajosa. O al menos el tiempo que duró la prenda antes de que aparecieran grandes agujeros, como si le hubiera vertido ácido a la tela. Gavin se dio cuenta en ese momento que las piedras irradiaban tanto calor, más parecido al fuego de un volcán, que había conseguido deshacer la prenda.

Tocó las piedras con un dedo, un mero roce, ardiente como el mismísimo infierno, pero que bastó para que empezaran a lanzar destellos blancos, rojos y azules que iluminaron el cielo. El color de las piedras pasó de morado a azul en el mismo instante en el que el suelo a su alrededor empezaba a temblar.

Gavin trastabilló y cayó al suelo al intentar escapar de aquel lugar, asustado por lo que pudiera haber despertado. Cientos de historias sobre monstruos y bestias más antiguas que los propios dioses se agolpaban en su memoria casi como si quisieran advertirle de todo contra lo que podría enfrentarse, de lo que podría haber despertado.

De la montaña se desprendieron varios trozos de roca más grandes que su puño e intentó apartarse de las rocas caminando hacia atrás, como si fuera un cangrejo, aunque era un cangrejo muy asustado. Se acurrucó en un punto, protegiéndose la cabeza con los brazos. En cierto momento a Gavin le pareció escuchar una extraña y ardiente risa y no pudo evitar pensar que la Pesadilla se estaba riendo de él.

Al final, después de lo que a Gavin le parecieron horas, paró de estremecerse la montaña, el mundo. En el punto en el que habían estado antes las brillantes piedras, habían aparecido una serie de grietas sin sentido que se extendía montaña hacia arriba, recorriéndola como las venas y arterias de un cuerpo.

Gavin se acercó con cuidado y tocó la lisa piedra. De las fisuras que habían aparecido en la roca surgió una especie de cara, con dos ojos grandes y del color del agua turbia. Al cazador no le costó mucho recordar que era: un Anciano, una bestia creada por brujos mediante hechizos. Lo más seguro era que la montaña que se alzaba por encima de él fuera el cuerpo del monstruo. Solían proteger tesoros, como los dragones, aunque era más común que estuvieran como guardianes de pasajes antiguos, de castillos mágicos que tan solo se podían encontrar en ciertas épocas del año o, lo que a él le interesaba, de princesas encerradas. Nunca había creído tanto como en ese momento en las leyendas y cuentos infantiles de Sarath.

La boca del monstruo se abrió con un crujido de piedras al romperse y aplastarse unas contra otras. Era horrible, un chirrido que le puso cada pelo del cuerpo de punta.

—¿Eres tú, mi princesa? —preguntó el Anciano con voz cansada. Tenía sueño, debía haber pasado muchos años desde que lo habían despertado por última vez—. ¿No? Lo siento, los humanos me parecen todos iguales.

Gavin se recuperó pronto de la impresión de ver a una enorme mola de piedras hablar y no tardó en responder.

—No, no soy la princesa —respondió con voz suave, intentando esconder la intensa emoción que sentía—. Pero soy alguien que quiere evitarle a la princesa muchos llantos.

Había hecho bien en añadir eso último por qué el Anciano parecía estar bastante dispuesto a dejarle entrar.

—Dile a la princesa que la echo mucho de menos —le dijo el monstruo mientras abría su enorme boca de piedra.

La montaña se «rompió» y le dejó entrar. Echó un último vistazo al caballo, que descansaba al lado de un gran árbol, y entró. Para su suerte, el Anciano no cerró la boca ni le impidió salir.

Aun así, era un lugar oscuro y estrecho, pero que solo iba en una dirección: hacía el norte. Era un único pasillo angosto que ascendía en empinadas cuestas para, de repente, caer en una pendiente inclinada y resbaladiza por el agua que caía de entre las hendiduras de la roca. Lo único bueno de ese sitio era que estaba a salvo de una posible tormenta en el claro. Las ropas se le secaron deprisa debido al calor que hacía dentro de la montaña.

Resbaló cientos de veces, tropezó otras tantas y llegó a caerse unas cuantas veces por culpa de pedruscos sueltos y de la gravilla. De vez en cuando aparecían rayos de luz de luna por entre pequeños huecos en el cuerpo del Anciano que iluminaban las paredes de piedra. Gavin se fijó en esos momentos que en la roca había incrustadas gemas de distintos colores, tan brillantes que le cegaron más de una vez. Pensó en arrancar unas cuantas y llevárselas de vuelta a casa, pero una parte de él le dijo que, si lo hacía, seguramente no saldría con vida de allí. Debía recordar que estaba dentro del cuerpo de un Anciano, que estaba vivo y era capaz de pensar y sentir dolor. No le haría mucha gracia que le arrancara un trozo de rubí de dentro.

Al final vio la luz y salió por una estrecha abertura por la que apenas cabía una persona muy delgada; dio gracias por no haberse llevado el caballo.

Miró hacia delante y allí estaba, la torre de las princesas Itaria y Mina. Era un claro de hierba verde, iluminado por la luna e imponentes montañas que rodeaban el valle, protegiéndolo y aislándolo al mismo tiempo del resto del mundo. Un riachuelo de aguas plateadas discurría pegado a la redonda torre.

Los grandes bloques de piedra habían sido en alguna época blancos, pero en ese momento se veían sucios y amarillentos por el paso del tiempo. Las enredaderas serpenteaban y subían hasta casi la ventana de la torre, salvajes, descontroladas. Desde su posición, la torre se veía casi abandonada, como si hiciera años que nadie viviera en ella.

Gavin no vio ni rastro de las muchachas, aunque pensó que a aquellas horas de la noche estarían durmiendo. Mucho más fácil para él si se encontraban sumidas en un profundo sueño a que si estuvieran despiertas. «También está el monstruo que las protege —recordó de pronto». No debía olvidarse de eso. Apretó el puño con fuerza y creó un escudo a su alrededor para protegerse. Se acercó al torreón y puso una mano en la piedra. Era rugosa y áspera, perfecta para escalar. Los huecos que había entre los bloques serían buenos asideros para alzarse.

Se aferró con fuerza a uno de los asideros y empezó a escalar. Se elevó en poco tiempo, con el arco y las flechas colocados en la espalda y la daga dentro de su vaina. La piedra estaba húmeda, cosa que dificultaba su ascenso; la lluvia había vuelto resbaladiza la roca. Llegó a escurrirse varias veces, pero quedaron en meros sustos que no hicieron nada más que acelerar sus pulsaciones y hacer que sudara copiosamente.

Cuando consiguió llegar a la ventana ya tenía varios cortes en las manos por las espinas de las plantas. Un viscoso líquido verde se deslizaba junto a su sangre, mezclándose con ella y metiéndose por entre sus mangas. Se notaba pegajoso, sucio y mojado por el sudor.

El interior de la torre no era para nada agradable. De las vigas de madera colgaban cuerdas llenas de plantas, algunas de ellas llevaban marchitas varias semanas. El suelo estaba sucio y lleno de hojas y algún que otro hueso, aunque no supo discernir si eran de animales o de humanos. Una cama enorme estaba arrinconada a su izquierda, con las sábanas revueltas. La oscuridad era casi total cuanto más se alejaba de la ventana; sin embargo, estaba seguro de que no había nadie allí aparte de él.

Una escalera de caracol descendía varios niveles hasta llegar a un sótano oscuro y húmedo. El hedor que despedía era tan intenso que no pudo reprimir el impulso de taparse la nariz con fuerza, como si con eso consiguiera que desapareciera; no sirvió de nada pues el olor persistió, como si penetrara por sus poros, por sus ojos, por cada orificio de su cuerpo. Una luz anaranjada se encendió cuando llegó al suelo como por arte de magia. Gavin se dio cuenta de que, a primera vista, no había nada que pudiera oler tan mal. El suelo estaba relativamente limpio si lo comparaba con el del piso superior: no había huesos, ni flores, ni animales muertos.

La habitación estaba atestada de mesas, calderos sucios, estanterías caídas y libros desparramados por el suelo; las mesas estaban llenas frascos, botellas, cuencos y demás utensilios, alguno que otro con manchas oscuras. Todo parecía antiguo, como si tuviera cientos de años.

Se acercó a uno de los muebles que poblaban la estancia con cuidado y cogió un pequeño frasco polvoriento. Una etiqueta amarillenta lo describía como «sangre de elfo»; le quitó el corcho y olió el contenido, curioso. La sangre de elfo era difícil de conseguir, pero muchos brujos la tomaban para todo tipo de cosas. Y se vendía muy cara. Se guardó el frasco en un bolsillo con cuidado y se limpió la mano en el pantalón para quitarse el polvo de los dedos.

Al girarse fue cuando distinguió a la mujer. Estaba recostada en una vieja mecedora de madera. Un sombrero picudo le tapaba media cara que, por otra parte, tenía un nada saludable color grisáceo. Se acercó a ella mientras sacaba la daga de su vaina. Con la punta levantó el sombrero y tuvo que contener un grito al ver su cara.

Según la leyenda, a Itaria y a Mina las custodiaba una vieja bruja llamada Ceoren, además de un monstruo de ojos rojos que debía proteger e impedir que rescataran a las princesas. Por pura lógica, la vieja que estaba en la mecedora debía ser Ceoren. Un cuchillo estaba encajado bajo su mandíbula, hundido hasta el mango. Sangre seca cubría su cuello y la parte superior de su ropa. No estaba seguro, pero no debía llevar mucho tiempo muerta, unas pocas horas como máximo.

No sabía quién la habría matado, aunque dudaba que hubiera sido alguna de las princesas, a pesar de que fueran las únicas personas que vivían allí aparte de la bruja. Gavin se preguntó dónde estaría el monstruo y si debería enfrentarse a él. Rezó por qué no fuera así.

Dejó caer de nuevo el sombrero sobre el rostro de la bruja muerta y, todavía aferrando la daga en la mano, se giró para seguir investigando. Tenía un mal presentimiento que se extendía por su cuerpo, la sensación de tener ojos puestos en la nuca. Se aseguró de que el hechizo de protección estuviera funcionando y caminó entre el desastre que era aquella sala.

No vio cómo, de la pared contraria a ella, aparecía una mujer, ni como el que él había pensado que era el cadáver de Ceoren se desvanecía en una columna de humo.

Cuando se quiso dar cuenta, ya la tenía encima.

Había sido sencillo.

Solo se trataba de un hechizo básico, un glamour que le había permitido camuflarse en una de las paredes. Antes había creado esa pequeña distracción, otro glamour que había conjurado con la forma de un cadáver. El hombre se había alterado lo suficiente para dejar caer durante unos segundos el escudo de protección que lo rodeaba. Ceoren bufó para sí. Era un inepto. Durante unos segundos hasta le ofendió que hubieran mandado a alguien tan estúpido a enfrentarse a ella. Habría esperado que Myca se tomara más enserio sus habilidades, pero no podía esperar mucho de esa familia: los Crest siempre habían sabido alabarse a ellos mismos, pero nunca habían sido capaces de entender que el talento tal vez no se escondiera solo entre los suyos.

Sin embargo, cambió de opinión pronto. Si las consideraban tan débiles, mandarían a brujos débiles también. Y, además, no le iba a costar nada deshacerse de ese inútil.

Itaria escuchó un fuerte golpe y el grito de un hombre.

Ahora que sabía que estaba dentro era el momento de huir. Se levantó de entre las zarzas y corrió hacia el río, donde la esperaba Mina. Se echó a la espalda dos mochilas llenas de provisiones y gruñó al sentir el peso sobre sus hombros; esperaba poder aguantar. Sacó a la niña, que estaba escondida detrás de unos arbustos que Itaria había hecho crecer y la arrastró hacia el túnel como pudo.

Intentaba que no llorara, aunque no le iba muy bien. Mina se debatía y tiraba de ella hacia la torre. Sabía que echaba de menos a su muñeca, pero no podían volver, nunca podrían volver, aunque ella tampoco era algo que deseara. Por primera vez en años podía respirar el aire fresco sabiendo que no tendría que regresar al interior de la torre.

De repente, se escuchó un poderoso estruendo tras ellas que hizo temblar la tierra y casi las tiró al suelo; ambas hermanas se detuvieron de golpe, mirándose asustadas. Se giraron asustadas y lo que vio dejó a Itaria sin habla, con las piernas flojas. La torre ardía, no con un fuego normal, sino con fuego mágico, capaz de destruir hasta la piedra como si fuera leña seca.

—Itaria, ¿dónde está Ceoren? —susurró Mina. Se aferraba a su brazo con fuerza, clavándole las uñas allí donde estaba solo protegida por la fina camisa.

—Mina, vámonos. —Tiró de su hermana, aunque todo su cuerpo le gritaba que fuera a ayudar a Ceoren, que la necesitaba. Tragándose las lágrimas, Itaria arrastró a su hermana, que no dejaba de gritar. Al final, la agarró de la cintura y la obligó a moverse.

—¡Ceoren! ¡Ceoren! —Su voz se entrecortaba con las lágrimas y los jadeos cada vez que golpeaba a Itaria con sus puños y pies en los brazos, las piernas, el estómago. Allí donde los golpes de su hermana tocaban su piel desnuda, dejaban marcas sangrantes y pronto Itaria apenas era capaz de sostenerla en brazos.

Pero hizo un último esfuerzo y al final consiguió que la pequeña entrara en el pasadizo, gritando, mordiendo e hiriéndola, pero entró. Las mejillas de Itaria estaban mojadas por las lágrimas e hizo algo que no había vuelto hacer en años: rezar a Flora. Rezó porque Mina dejara de golpearle, porque pudieran escapar y que nadie las encontrara. Rezó porque Ceoren siguiera viva.

Lo último que se vio de las chicas fueron las Sombras de Mina, de un profundo color negro, y que emitieron un grito muy agudo, tan solo audible para una persona.

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