Una historia de brujas
Una Historia de Brujas
Yo soy una bruja...
No porque juego al teatro con mis amigas, o me visto de negro y calzo botas de cuero todo el día como una demente. No amarro cintas satinadas amarillas alrededor de la foto de mi galán para encantarlo, ni bailo desnuda bajo la luna llena en frenesí -aunque así lo hacía muchos siglos atrás-.
Soy una bruja porque así nací. Aún antes de que este nuevo mundo, al que ahora llamo hogar, fuese descubierto por tus insulsos antepasados, yo ya existía. Vagaba por lo profundo y oscuro de los bosques en la historia, una historia la cual todos desean olvidar. Siendo tanto temida como cazada, vivía dentro de las más terribles pesadillas, o tal vez, era la villana de un cuento de hadas, pero no en esas fábulas en las que Esopo engañaba a los niños para que me temieran y odiaran... nada, total... así debía ser de todos modos y eso me lo he ganado a pulso pues es así que debe ser. Así pues, me he convertido en la encarnación del infierno... O el Cielo, puesto que a toda criatura en ambos reinos aterrorizaba. Irónico pues fui concebida como una simple mortal. Y como el Creador da dones y no los quita, con el paso de los siglos aprendí a manipular todo lo que me fue dado o lo imaginado. Mis poderes nacen de mis entrañas y soy capaz de crear y destruir.
Soy aquello vetado en las Sagradas Escrituras, aún antes de que el Génesis fuera escrito y el humano encontrara su fuente de debilidad. La sabiduría es poder, si es que sabes usarlo.
Eva fue una estúpida, pero yo... yo soy la perfección hecha mujer. Mi vida era en un pasado remoto mas puedo ver el futuro. En mis manos el suelo estéril se convierte en las más preciosas gemas y mis dedos se destilan salud, o de enfermedad. Como el rey Midas, lo que toco puede convertirse en oro. Desde entonces, el propio Dios maldijo el día en que fui creada.
Yo... ¡Soy una bruja!
Aldea de Obora, Praga, año del Señor 1174
¡Corre! ¡Debes correr!
La luna llena brillaba plateada en un cielo estrellado. Pero el paso de sus rayos blanquecinos era bloqueado por la espesa capa arbórea del bosque. Yo huía corriendo, mientras lanzaba fulgurosas llamaradas de luz para iluminar mi camino. Tal vez no era la mejor idea, pues así era más fácil que me siguieran el paso.
El hosco y apresurado ruido que hacían las herraduras de los corceles a tropel tras de mí me ensordecían. Ese era el sonido de la persecución, una persecución que había vivido muchas veces, y que se mezclaba de manera aterradora con el martillar de mi corazón desbocado contra las paredes de mi pecho agitado. Era inevitable sentir miedo.
Los inquisidores habían llegado a Obora, finalmente. Mucho se habían tardado en descubrirme. Como un sucio ladrón en la noche llegaron y me sorprendieron mientras dormía. Algún aldeano traidor debió abrir la boca. Definitivamente no se le podía hacer favores a nadie.
Obligada a salir corriendo en la oscuridad de la noche, intentaba escapar de una muerte inminente. A penas me pude cubrir con mi caperuza y huir sin ser atrapada, mientras, mi cabaña era quemada por los malditos... Reducida a cenizas. Y yo no pude hacer nada para impedirlo. Eran demasiados. ¡Malditos fanáticos del hombre muerto en la cruz! ¿Acaso él no era un brujo como yo?
Su predecible acción me dio tiempo de alejarme y refugiarme en la negrura de la noche. Desaparecí por segundos para confundirlos pero pronto ellos me pisaban los talones. Podía oler el hedor del sudor en los hombres tras de mí y el aliento nauseabundo de los caballos. Yo corría y corría y estaba exhausta. Mi respirar se volvía trabajoso y el gélido viento cortaba mi piel tanto como la hiedra venenosa en mi apresurado avanzar. Las piedras filosas y las espinas en el suelo se enterraban en las plantas de mis pies descalzos haciéndolos sangrar y arder.
Encontré unos arbustos tupidos tras los cuales me podría esconder, y así lo hice. Cubrí mi boca con mis manos por que mi respirar se había convertido en un sonoro jadeo que silbaba por la fatiga. La gema en el dije que colgaba en mi cuello destellaba rojo y eso no era un buen augurio. De vidas pasadas había aprendido que ese era el color de la desgracia... El color de la muerte. La Parca, aquel monstruo aberrante nacido de la imaginación del populacho heleno, me traicionaba, una vez más.
—¡La bruja está cerca! Huele a azufre y a miedo. ¡Estén alertas soldados de Jesucristo! Esta noche quemaremos viva a esa bruja y pagará por sus crímenes y por su herejía!— El inquisidor se dirigía a los legionarios.
Yo trataba de permanecer inmóvil. Contenía la respiración y cerraba mis ojos. No los necesitaba abiertos para poder ver la confusión en los rostros de los hombres.
Detrás de los arbustos pude ver cómo siguieron de largo sin descubrirme. —Eso estuvo cerca— me dije, aliviada.
Cuando sentí seguro, salí de allí, arrastrándome por el suelo hasta que consideré factible ponerme de pié y caminar de manera sigilosa.
Apenas di unos pasos, de frente me encontré a un sabueso que me gruñía rabioso. Un rastreador.
—Tranquilo, perrito... Pequeña y peluda criaturita...— yo me disponía a encantar al animalejo con mi dije pero el estúpido perro ladró. Ladraba cada vez más fuerte, alertando a los inquisidores.
De inmediato se escucharon los caballos galopando a toda prisa, de regreso.
—Maledetto cane!—, giré mi muñeca y el cuello del animal giró de igual modo hasta que se torció. Sus huesos se oyeron quebrarse y el animal cayó al suelo muerto.
Las antorchas iluminaron el claro del bosque. Era muy tarde. Ya habían llegado los inquisidores.
—Questo è l'ultimo trucco che farò, strega!—(¡Este será el último truco que hagas, bruja!)—¡Quemen a la hechicera!
Los hombres desmontaron sus caballos y me apresaron. Los demás preparaban la hoguera. Yo sólo podía observar. Mi cuerpo temblaba de miedo mientras elevaba mi mirada al cielo. La luna llena me miraba... Hermosa. Cerré mis ojos. Después de todo, no era la primera vez que pasaba... Y tampoco sería la última.
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