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Los amores de Tomás

Cuándo leer este extra: Al terminar la historia. 

Contenido delicado: homofobia, violencia física (no explícita)

Cantidad aproximada de palabras: 14000

Ubicación temporal: Especificada en cada parte

— Verano de 2012 —

Tomás conoció a su primer amor a los ocho años.

A esa edad, lo que más anhelaba era tener una fiesta de cumpleaños con amigos.

No los tenía, por supuesto. Sus amigos de la escuela (que pocos eran) estaban en el sur del país, a unas pocas casas de la suya, pero allá abajo. Y él estaba aquí, en la capital, pasando el verano en casa de su abuela mientras su madre iba a hacer la compra durante el día y pasaba con él las noches mirando alguna película de Disney o un documental en la tele del comedor.

Tomás disfrutaba pasar tiempo con su abuela, atiborrándose con buñuelos, pastelitos, galletas y dulces. Pero, llegado el día de su cumpleaños, siempre deseaba tener alguien más con quien compartirlo.

La mañana previa a su cumpleaños, desayunó en la cocina mirando dibujos animados y notó una pesada agenda que reposaba encima de la mesa con varias hojas marcadas por un dobles en las esquinas. Cuando fue a investigar (siempre había sido un niño curioso), su abuela llegó, le acarició el cabello con sus manos arrugadas (se preguntaba si siempre habían estado así, ya que desde que él la conocía habían lucido iguales) y se llevó la agenda con disimulo.

—¿Puedo salir al patio a jugar, Bela?

Tomás Lugo era un niño tímido cuando no debía.

Se mostraba arisco frente a su padre porque él también lo hacía y podía llegar a considerarse irrespetuoso o maleducado en ocasiones por las actitudes y contestaciones que solía tener. Desde que había encontrado aquello en el muelle, se había vuelto reservado y distante de sus padres, en especial del hombre que le había heredado el aspecto rasgados de sus ojos y su cabello oscuro. Se levantaba de la mesa, se encerraba en su cuarto, se negaba a hablarles durante horas.

Pero con su abuela no. A ella le tenía un respeto y cariño que rozaba lo absurdo. No quería a nadie como la quería a ella y, a pesar de que era su familia y aquella era su casa (como ella le había dicho), Tomás sentía la necesidad de pedir permiso para hacer movimientos en su territorio.

La llamaba Bela desde bebé. Era una abreviación rápida de quien no sabe pronunciar palabras completas. Fue una de sus primeras palabras cuando aún vivían con ella en la capital, antes de que se mudaran al sur, y Tomás no había abandonado la costumbre de llamarla así.

Bela chasqueó la lengua y asintió. Tomás, que por entonces era un niño mucho más pequeño que el resto y nadie apostaba porque se estirara mucho al crecer, bajó de la silla y se dirigió al patio luego de limpiarse la boca con un repasador de tela.

Jugó en las hamacas que Bela había comprado para él hacía muchos años, cuando aún no podía usarlas. Se deslizó en el tobogán unas cuantas veces e intentó jugar con el balón de fútbol que había traído desde su hogar, pero se aburrió de inmediato. Jugar solo no era divertido, pero no tenía nadie más con quien hacerlo.

A veces, se sentía aburrido.

A veces, sabía reconocer que lo que en verdad sentía era soledad. 

🍃🍃🍃

En la mañana de su cumpleaños, Tomás despertó sintiendo algo distinto. Como si cumplir ocho años fuera una gran hazaña, un gran paso. Había subido un enorme escalón. Ese año estaría en tercer grado de primaria y comenzaría a resolver divisiones... Cómo odiaría las divisiones más adelante. Pero en ese momento no lo supo. Solo se sintió diferente.

Su abuela estaba en la cocina desde temprano. Incluso en sueños había logrado oír el aceite en el que freía los buñuelos especiales de cumpleaños (que eran más grandes que los que hacía cada día) y la había escuchado refunfuñar con el horno, que a veces costaba más de tres intentos encender.

Al verlo, la cara de su abuela resplandeció. Una sonrisa ancha se apoderó de su boca y empujó las arrugas de sus ojos hasta que estos casi desaparecieron. Eran oscuros, de un marrón café que a Tomás le fascinaba.

Él y su madre habían heredado los ojos azules de su abuelo, lo sabía por las fotos que Bela conservaba en la repisa con puertas de vidrio. Nadie podía tocar lo que había en su interior, pero había visto las fotos y detectado el color claro de la mirada del hombre a pesar del color sepia de las imágenes. Bela fue quien le confirmó que había heredado la mirada de su abuelo cuando lo miró un día a los ojos mientras él comía pasteles de membrillo.

Tenía los labios embadurnados de dulce, las manos llenas de azúcar y las mejillas llenas de masa. Se veía feliz. Tomás era feliz con su abuela. Y nada la llenaba tanto como ver a su niño, a su Tomasito, contento. Nada la hacía sentir tan contenida como aquellos ojos azules que volvían a mirarla, llenos de admiración y amor.

—Tienes los ojos más hermosos del mundo, Tomás. Iguales a los de tu abuelo —le dijo, entonces.

—¿Te gustaban sus ojos?

—Los amaba casi tanto como te amo a ti.

Bela lo abrazó y le deseó un feliz cumpleaños. Le entregó su regalo, le tiró de las orejas contando hasta ocho y le hizo la señal de la cruz sobre la frente, donde luego dejó un beso largo con los ojos cerrados.

Tomás sabía que ella creía en Dios. La escuchaba rezar por las noches y, cuando se quedaba a dormir, le hacía una cruz en la frente con el pulgar y le decía «que sueñes con los angelitos, mi amor», antes de arroparlo en aquella habitación azul.

Jamás le había pedido que rezara con ella por las noches (Tomi la había visto sentada en la cama una vez, con los ojos cerrados y las manos unidas, los labios abiertos susurrando cosas para ella misma. A veces no podía dormir y se escabullía en su habitación, y una vez la encontró allí, a mitad de una oración), pero creía que, si acaso se lo pedía, él accedería solo para verla feliz, no porque él creyera verdaderamente en su religión.

A él le gustaba creer que todo lo que ocurría se debía a los extraterrestres, como había visto en un documental hace tiempo con su madre. No era Dios quien producía los milagros, sino los habitantes de planetas recónditos que elegían a un humano al azar y lo castigaban o premiaban, según un criterio que solo ellos comprenden.

Una vez se lo comentó a su abuela y ella le dijo que él podía creer en lo que quisiera, mientras tuviera fe en algo.

Bela siguió con sus tareas en la cocina mientras él desayunaba buñuelos y yogurt de durazno con copos azucarados. Había logrado encender el horno y se hallaba a mitad de una mezcla en la que estaba poniendo mucho esfuerzo, a juzgar por la fuerza con la que batía y su expresión concentrada. Bela solía preparar un pastel de chocolate para él, con cobertura de chocolate, chispas de chocolate y relleno de mousse de chocolate. Era una pieza pequeña, pero esa vez Bela tenía un molde muchísimo más grande y la mezcla era de vainilla.

Tomás acercó los restos de su desayuno al lavabo y le echó un vistazo curioso a la mezcla que Bela había abandonado para comenzar a enmantecar el molde. Sin que ella lo notara (o eso creía él, más tarde descubriría que su abuela lo sabía todo), deslizó uno de sus deditos en el borde del recipiente, arrastrando un poco de mezcla, y se lo llevó a la boca para probar. Al principio le pareció extraño, pero el regusto a vainilla de la mezcla le supo incluso mejor que el de la masa cruda de los buñuelos.

—Saca la mano de ahí, zángano.

Su abuela era un amor, pero le encantaba ponerle apodos que él no terminaba de comprender y que sonaban a insultos. Zángano era uno de ellos. ¿Qué rayos significaba? No tenía idea, pero Bela se reía cada vez que lo llamaba así.

—¿Por qué estás haciendo un pastel tan grande? ¿Mamá y papá van a venir? ¿O el tío?

Tomás no comprendió la mirada de pena que su abuela le dirigió. Ella odiaba a sus padres más que él, pero intentaba disimularlo lo más que podía. A veces los llamaba hijos de puta sin saber que él la estaba escuchando, pero estando a su lado intentaba guardar apariencias.

Con su otro hijo no tenía contacto, pero Tomás sabía que le enviaba un mensaje de felicitaciones a través de su madre cada año. O, al menos, eso era lo que ella le decía. «El tío Mari te envía saludos», pero Tomás jamás había visto el mensaje. Bela no hablaba de Mariano, así como tampoco hablaba de Joan.

—¿Por qué no vas a jugar al patio, hijo?

Él asintió porque la pregunta sonó como una orden. Salió al patio y se hamacó hasta aburrirse. Pronto, su abuela lo llamó otra vez, luego de que él escuchara el timbre sonando, y lo mandó a ordenar su cuarto. Tomás refunfuñó, pensando que en su cumpleaños nadie debía ser obligado a ordenar, pero acató la orden de todos modos. De todos modos, jugar bajo el sol sin compañía no era tan divertido.

Cuando por fin salió del cuarto, satisfecho de haber intentando hacer la cama, el salón y el patio estaban llenos de globos, guirnaldas y decoraciones azules, su color favorito. Había vasos de plástico en la mesa, encima de un mantel de cuadros, y platos de papel con dibujos coloridos. En el patio, colgada de una de las ramas más altas del árbol, esperaba una piñata que todos los niños miraban con expectación.

Niños.

Niños y niñas desparramados por su patio.

Tomás se detuvo en la puerta mirando a todos aquellos desconocidos, analizando uno por uno sus atuendos, peinados y expresiones. Se veían tan perdidos como él, pero de alguna forma conformaban un grupo unido. Quizás fueran amigos del barrio o compañeros de colegio, pero le sonrieron a Tomás como si fuera uno de ellos, a pesar de que no lo conocían.

Todos lo abrazaron y le desearon un feliz cumpleaños. Y Tomás sintió unas terribles ganas de reír como si hubiera perdido la cabeza. ¿Estaba soñando? ¿De verdad había gente allí, en su patio bajo el sol intenso de verano, festejando su cumpleaños?

—¿Esa piñata es para ti? —preguntó una niña de coletas que tenía una paleta en la boca. Sus ojos eran oscuros igual que su cabello y llevaba un vestido lleno de flores que le llegaba hasta las rodillas. Las sandalias blancas dejaban a la vista sus uñas pintadas de rosa chicle. Se presentó como Lelo.

—Sí, es para mí —afirmó Tomás con orgullo.

La niña sonrió y le palmeó la espalda antes de correr hacia los niños que querían iniciar un pequeño partido de fútbol. Allí, en su patio. ¡Un partido de fútbol con otros niños! Tomás estaba viviendo su sueño.

Su madre llegó por la tarde, justo antes de que cortaran el pastel en el patio luego de la canción de cumpleaños. Para ese entonces, Tomi creía haber estado con todos los invitados al menos un rato. Había jugado al fútbol con los chicos, se había hamacado con Lelo, había jugado a las escondidas con las niñas y luego todos juntos habían iniciado el juego de La Mancha y Tomás ganó al no dejarse atrapar. Era rápido, aunque sospechaba que lo habían dejado ganar por ser su cumpleaños. Igual se sentía feliz.

Su madre le ayudó a repartir el pastel. Ella se encargaría de darle porciones a las invitadas (principalmente, abuelas y madres de los niños, todas amigas de Bela) mientras él repartía pastel a los más pequeños.

Llegó hasta un niño tímido al que no había visto jugar al fútbol, ni hamacarse, ni esconderse ni tampoco correr jugando a La Mancha. Con la porción en la mano, Tomás se acuclilló frente a él y le sonrió.

—¿Quieres?

—No.

—Está rico, te lo juro. Mi abuela hace el mejor pastel.

El niño lo miró con el ceño fruncido, pero terminó tomando la porción de pastel de manos de Tomás y le dio un mordisco. Satisfecho, el cumpleañero se sentó frente a él con la segunda porción que traía en la mano y comieron juntos. Consideraba que nadie debía estar solo en su cumpleaños. Él, como buen anfitrión, debía disfrutar de todos sus invitados.

—¿Cómo te llamas? ¿No te gusta jugar con nosotros?

—No. Me llamo Gerónimo.

—Yo soy Tomás, pero puedes decirme Tomi.

—De acuerdo.

—¿Puedo decirte Gero?

El niño lo pensó. Tenía unos ojos color miel preciosos, rodeados con pestañas espesas del color de su cabello ondulado. El rostro redondo y un único lunar al costado del ojo derecho. Con aquel apodo, el gesto duro de sus cejas se suavizó. Y sonrió.

—Claro.

Si hubiese hecho caso a las miradas recelosas que los otros niños le lanzaban a Gero, Tomás podría haberse ahorrado muchos problemas a futuro.

— Verano de 2015 —

Mientras estaba en su hogar, todo lo que podía pensar Tomás era regresar a la casa de su abuela.

El año escolar se pasaba demasiado lento y le parecía una injusticia que los tres meses de verano fueran solo eso; tres meses que duraban un suspiro. Los días de sol se le escurrían entre los dedos cuando llegaba a la capital, por eso aprovechaba lo máximo que podía.

A los once años, la relación con sus padres había empeorado día tras día. A su padre apenas le hablaba y ya no disfrutaba tanto estar con su madre. Sin embargo, era ella quien le ayudaba a preparar la maleta para viajar y quien lo dejaba quedarse en casa de su abuela todo el tiempo que quisiera, así que le guardaba cariño.

Ese año llovió para el dos de febrero, por lo que la fiesta no se hizo. De todos modos, luego de su cumpleaños número nueve, Tomi prefería invitar a algunos pocos niños que quisieran asistir o ir a jugar un partido de fútbol al pequeño club a unas cuantas calles de su hogar. Si hubiera podido salir de casa ese año, posiblemente le hubiera rogado a su abuela que lo llevara al almacén a comprar dulces y luego a las canchas de Baby fútbol del club.

También adoraba ver a otros chicos correr en la cancha, en especial los que comenzaban a entrenar a finales de febrero y hacían una rutina tanto divertida como táctica. Los chicos de las inferiores del Club Cavin eran un entretenimiento, mas no un sueño para él. Los deportes no eran más que un pasatiempo para Tomás. No quería ser famoso y correr tras un balón por el resto de su vida.

Cuando la lluvia paró y la calle quedó llena de charcos, Tomás se puso sus botas y el piloto encima de la camiseta y los pantalones cortos. Anudó la capucha para que no se le soltara y se despidió de su abuela, prometiéndole estar solo en la vereda sin cruzar la calle. Tomás necesitaba salir a gastar toda esa energía que tenía.

La calle estaba desierta y un tímido sol de verano brillaba sobre un cielo cubierto de nubes grises. El suelo estaba encharcado por algunos sectores y soplaba una brisa agradable, propia de la estación. Tomás volvió a golpear la puerta y le dijo a su abuela que abriera las ventanas, que el viento estaba genial. Bela lo hizo. Incluso sacó una silla tipo reposera y se sentó en la vereda a resolver un crucigrama mientras él saltaba en los charcos y jugaba a la rayuela.

—Voy a preparar la merienda —anunció la mujer después de un rato. La merienda era la hora favorita de ambos. Tomás asintió mientras sacaba la bicicleta de la casa—. Regresas en diez minutos, ¿de acuerdo? Y no te vayas muy lejos.

—Claro.

Bela le alborotó el cabello oscuro y lo dejó marcharse.

Aún no había podido sacarle las rueditas entrenadoras a su bicicleta, por lo que dio una vuelta manzana con la idea de regresar antes de que algún chico mayor se burlara de él. Hasta Lelo había conseguido andar solo con dos ruedas y a veces pasaba por su hogar a preguntarle si quería dar una vuelta, pero Tomás siempre le decía estar ocupado.

Mientras doblaba en la calle de su abuela, pasó lo temido: Un grupo de niños mayores bajaba por la calle perpendicular y sonrieron con malicia al verlo con sus rueditas y el piloto de lluvia. Bajaron mucho más rápido de lo que él podía pedalear y lo acorralaron en una esquina.

—¡Miren a la niñita con sus rueditas entrenadoras!

—¡Eh, bebé! ¿No deberías estar en casa con tu mami?

—¿Qué te pasa? ¿Vas a llorar?

Sí, por supuesto que iba a llorar. Aquellos niños debían tener unos trece o catorce años y lo estaban molestando a él, que apenas cumplía ese día los once. Claro que iba a llorar. Se sentía un niñito. Era un niñito.

Y entonces, mientras los chicos intentaban bajarlo de su bicicleta y él comenzaba a pensar que la mejor alternativa era ponerse a gritar y patalear, otra bici apareció por el costado de la calle y se detuvo junto a ellos. Los más grandes se giraron. Tomás se aferró a su bicicleta, que había sido el regalo de su abuela el año anterior. No quería que nada le ocurriera, ni a él ni a su bici.

Cuando levantó la cabeza, los chicos mayores se habían marchado y solo quedaba una persona junto a él: Gerónimo Durán, también conocido solo como Gero. El muchacho le dedicó una mirada que era dura y suave a partes iguales y le hizo un gesto con la cabeza para que lo siguiera. Lo llevó hasta la casa de su abuela.

—Señora Beatriz —saludó Gero, entregando a Tomás como si fuera un paquete—. Esto es suyo.

Bela abrazó a Tomi contra su pecho y le revisó el rostro en busca de alguna marca. Tomás no supo en ese momento que su abuela no tenía idea de lo que había pasado con los chicos, sino que desconfiaba de lo que pudiera haberle hecho Gero.

Hacía tiempo que las abuelas de ambos no se hablaban, pero Tomás no lo sabía. Bela no se consideraba una mujer prejuiciosa, sino precavida. Y, si bien sabía que el chico no era más que eso, un niño de trece años, aún así desconfiaba de lo que podía acarrear con él.

Pero seguía siendo un niño. Bela apretó los labios y suspiró, liberando a Tomás de su abrazo y dejando solo una mano posada en su hombro.

—Gracias por traerlo hasta aquí, Gero. ¿Quieres pasar a merendar?

El chico lo pensó. La propuesta de Bela no sonaba genuina, sin embargo, Gero la tomó. Agradeció la invitación y entró a la casa, dejando la bicicleta a un costado de la entrada, junto a la de Tomás.

—Gracias —susurró mientras Bela ponía frente a él un vaso de leche y un tarro de cacao en polvo. Gero se giró hacia Tomás—. Feliz cumpleaños, ¿no? Es hoy si mal no recuerdo.

Tomás sonrió. Le caía extremadamente bien ese chico. 

🍃🍃🍃

Gero tenía dos años más que él, pero aparentaba más. Su abuela, sin llegar a usar un tono despectivo, decía que su familia y su crianza lo habían hecho así. Más que desprecio, se oía compadecida por él.

Lo dejaba salir a dar vueltas en bici en su compañía siempre y cuando Tomás regresara cada algunos minutos a la casa o pasara frente a ella, solo para corroborar que estaba bien. Bela era permisiva, pero había tenido niños pequeños antes y sabía los riesgos de darle rienda suelta a un chico de once años tan inocente como Tomás. Él obedecía y, cada unos cuantos minutos, le decía a Gero que regresaran, tocaba la puerta o pasaba frente a la ventana abierta de la casa y saludaba a su abuela, y luego emprendían camino nuevamente hacia alguna calle cercana.

Gero le enseñó a andar en bicicleta.

Le sacó las rueditas una a una, le enseñó sobre equilibrio y confianza, a sostener con firmeza el volante y a no pensar en cada movimiento que hacía, porque andar en bici debía ser una actividad que fluyera como caminar o respirar. Tomás raspó sus rodillas unas cuantas veces, pero Gero siempre llevaba banditas para esos casos. Y siempre tenía los dedos cubiertos por ellas, al igual que los codos, los tobillos y, algunas veces, la ceja.

Era el único amigo cercano que tenía. Gero vivía algunas calles más allá, no sabía específicamente dónde (tampoco si acaso tenía un hogar, una cama o una familia), pero decía que no le molestaba pedalear hasta su hogar para pasarlo a buscar. Tomás nunca iba hasta su casa. Bela no se lo permitía.

—Es peligroso.

A Tomás nunca se le ocurrió pensar que, además de hablar de la zona en la que vivía su amigo, hablaba del chico en sí.

Peligroso. Gero no parecía peligroso. Le había enseñado a andar en bici. Le gustaba tomar la chocolatada sin azúcar. Adoraba los buñuelos de su abuela. Disfrutaba verlo dibujar la rayuela con una tiza frente a la casa y luego lo miraba saltar, porque nunca jugaba. Miraba caricaturas en la sala e insultaba, siempre y cuando Bela no estuviera cerca.

No era peligroso. Era un niño como él. Era el único niño al que veía en todo el verano de manera frecuente.

Por eso no le sorprendió cuando comenzó a rondar en su cabeza una idea absurda, una tontería. Le pareció algo normal, algo que a todo el mundo le ocurría cuando encontraba a un mejor amigo como Gero.

Pensó que era una cosa de mejores amigos sentir el deseo de demostrarle que lo quería.

— Otoño de 2017 —

Comenzó a pasar los meses después del verano pensando en Gero.

Cuando se marchaba de la capital, un vacío se asentaba a mitad de su pecho y no desaparecía por más cosas que le ocurrieran.

Quinto grado fue difícil, pero ni siquiera las notas bajas que a veces llevaba a casa le pesaban tanto como aquella ausencia que dejaba Gero en su vida cuando no estaba ahí, esperándolo en la puerta para ir a dar una vuelta en bicicleta por las calles de la capital.

Durante ese año, Tomás había ganado un par de centímetros. Pero no fue hasta el 2016 cuando comenzó a notar los cambios en su cuerpo. El estirón vino acompañado de nuevos sentimientos y sensaciones. Cuando se marchó nuevamente para comenzar su sexto año de primaria (en 2016) el vacío por Gero era todavía mayor, más profundo, más punzante.

Ese verano había ocurrido algo curioso: Su abuela era muy amiga de la cuidadora de Lelo, la niña de coletas y vestido floreado que había estado en su cumpleaños número ocho, así que ambas comenzaron a pasar bastante tiempo en casa de Bela. Tomás jugaba con Lelo en el patio, haciendo competencia en las hamacas para ver quién lograba llegar más alto. Lelo era competitiva como él era juguetón e inquieto, así que eran una dupla fantástica.

Un día, Tomás invitó a Lelo a dar una vuelta en bicicleta, intentando no alardear por saber andar sin rueditas. Ella sonrió encantada y accedió, ya que su bicicleta estaba junto a la puerta porque había llegado en ella.

Cuando salieron a encontrarse con Gero, el gesto natural que siempre le regalaba a Tomi (una media sonrisa) desapareció del rostro del chico. Lelo se puso pálida y retrocedió hasta el interior de la casa. Gero se fue. Nadie salió a andar en bicicleta ese día.

Las semanas siguientes retomaron con su ritmo natural. Gero tardó cinco días en pasar nuevamente por su casa, pero cuando lo hizo, todo parecía olvidado. Lelo no volvió a querer salir con ellos. Se quedaba en casa cuando Tomás se iba, hablando con su cuidadora y aprendiendo a tejer a punto con Bela, quien la llamaba Leo a cada rato.

Tomás le daba vueltas a aquel día cuando no lograba conciliar el sueño. La expresión de Gero, que no descifraba si era enfado o traición. La cara de Lelo, asustada como si hubiera visto un fantasma.

Pero su mente se volcaba una y otra vez en él, y no solo el recuerdo de aquel día. Gero volvía a su cabeza a cada rato, en cada momento y lugar menos oportuno. Lo pensaba mientras estaba en clase de matemáticas, cuando estaba cepillándose los dientes, cuando no podía dormir.

Un día, luego de un descubrimiento de uno de sus compañeros de clase, Tomás pensó en él recordando el video que el chico les había mostrado a todos en el baño de niños con un teléfono que no debería haber llevado a clase. Tampoco deberían haber visto ese video, pero todos estaban encantados con aquella producción.

Se removió en la cama, sintiendo cosquillas, y se le subió la sangre a las mejillas al notar lo que estaba imaginando: A Gero besándolo como aquella pareja. A Gero... No.

Se dio media vuelta y se forzó a dormir.

— Verano de 2018 —

Tomás estaba en la puerta de la casa, aguardando ver a Gero llegar por la esquina. Su bicicleta era nueva (regalo de sus padres por su cumpleaños número catorce) y estaba ansioso por enseñársela a su amigo.

También estaba ansioso por verlo. Y, a la vez, nunca había deseado con tantas ganas no haberlo conocido.

Las últimas semanas había pensando en lo mucho que extrañaba a Gero durante el año, pero que ahora se había convertido en un sentimiento completamente diferente.

Antes, cuando era más pequeño y estaba de regreso en la ciudad, extrañaba tener a alguien que lo comprendiera en el silencio, que estuviera ahí para verlo jugar a la rayuela o anotar goles en un arco sin protección. Antes extrañaba su compañía, su risa profunda y su sonrisa escueta.

Ahora extrañaba cosas de él que ni siquiera conocía. Anhelaba tenerlo cerca y descubrir a su lado cosas de las que sus compañeros y compañeras hablaban sin parar. Quería saber cómo se oía su risa en su oreja, como se sentía un abrazo que durara más tiempo que el que le daba para su cumpleaños y al final del verano. Quería saber si sus labios, siempre un poco quebradizos, se sentían bien en contacto con los suyos.

Días antes, Lelo había estado en su hogar, llevando un paquete de su cuidadora a Bela. Había pegado un estirón al igual que él y se veía más bonita que nunca, con una camiseta de breteles que dejaba a la vista su bronceado suave y las marcas del traje de baño en sus hombros.

Había mirado a Tomás con una sonrisa de lo más insinuante, igual que como lo miraban algunas de las chicas en su ciudad. Una de ellas lo había llamado «lindo» en una nota metida entre sus cuadernos. En el baño de chicas, le contó una de sus compañeras, estaba escrito «Tomás Lugo está más bueno que comer pollo con la mano».

Tomás no sabía si Lelo pensaba alguna de aquellas cosas sobre él, pero estaba claro que pensaba algo. A él, la chica le parecía preciosa, pero la veía como una amistad poco recurrente que estaba ahí a veces, revoloteando con su cabello oscuro y sus aires de mandona.

Para su cumpleaños, Lelo pasó por la mañana a dejarle un regalo (una camiseta con un pez estampado en el centro) y, antes de irse, le robó un beso. Tomás no le dijo que había sido el primero, porque no sabía si acaso aquel roce contaba como beso. Lelo no había vuelto a intentarlo, pero él, en el fondo, quería que la chica lo hiciera. Quería que lo besara casi con las mismas ganas que él quería besar a Gero.

Meneó la cabeza para deshacerse de todos aquellos pensamientos que le daban vueltas en la cabeza al ver a su amigo acercarse por la calle. Notó que no lograba mantener una línea recta al pedalear y, conforme se acercaba, vio que sostenía el volante de la bici con una sola mano, porque la otra la tenía sobre el estómago. Tomás se levantó antes de que él llegara a su lado y lo atrapó justo antes de que cayera de la bici al suelo. Gero era pesado, pero él había crecido muchísimo.

Lo llevó al interior de la casa mientras Gero intentaba no lloriquear y fallaba miserablemente. Como pudo, le contó a Tomás que unos chicos lo habían golpeado y, aunque se había defendido como siempre, ellos habían sido muchos más.

—¿Por qué siempre te metes en problemas, maldita sea? —se quejó Tomás buscando compresas de hielo en la nevera. Bela había salido a hacer las compras. Tenía que arreglárselas solo.

—¿Crees que quiero hacerlo, Tomi? —refunfuñó el otro, adolorido, dejándose caer en el sofá al regresar del baño.

Tomás se arrodilló entre sus piernas y le levantó el rostro, observando los daños. Tenía el labio partido y apenas podía abrir uno de sus ojos, pero se había quitado todo el sudor, tierra y sangre del rostro como él le había indicado. Solo le quedaba el hematoma sobre el pómulo, que seguía muy rojo, y el color vivo sobre su boca. Tomás levantó los dedos fríos por la compresa y le repasó los labios con delicadeza.

Podía hacerlo. Podía inclinarse y besarlo como había estado deseando todos esos meses. Gero no se había echado hacia atrás ni lo estaba mirando raro, como a veces hacía cuando Tomás hablaba del océano o el espacio. Ahora no lo miraba raro, solo con paciencia. Sus ojos estaban llenos de intriga.

Tomás se preguntó si acaso él también se había pasado todos esos meses soñando con besarlo.

—¿Te duele mucho?

Gero negó con la cabeza y se quedó en el último movimiento, con la cabeza inclinada hacia un costado.

Tomás lo tomó como una señal.

Envolvió sus mejillas lentamente con sus manos. Esperó una reacción. No hubo nada.

Esperó a que Gero bajara la vista a sus labios como él había hecho. Y lo hizo, justo antes de tragar, nervioso.

—¿Tomás? —El susodicho tenía el pulso alterado. Sentía los latidos en sus oídos, a mitad del pecho, en la tensión de sus muñecas. La sangre le calentaba las mejillas. Tenía un revuelto en el estómago y un cosquilleo en todo el cuerpo. Las rodillas empezaban a dolerle—. ¿Qué haces?

—No lo sé.

Gero suspiró frente a él, soltando el aire por la nariz, haciendo que impactara justo en su rostro. Tomás se fijó en él, en sus cejas gruesas enmarcadas en una mueca dura pero suave, su gesto natural. Miró sus ojos y sus pestañas, el medio millón de marcas que tenía por todo el rostro, las líneas duras en la mandíbula. Tendría dieciséis hasta abril, pero Tomás lo vería siempre muchísimo más grande. Mucho más maduro. Mucho más... todo.

—¿Puedo besarte?

—¿Qué?

No hubo espanto en su voz. No hubo nada más que un tono agudo de sorpresa.

Tomás sabía que había chicos que se sentían atraídos por otros chicos. Y que él bien podía ser uno de esos chicos, aunque también le gustaran las chicas y el único hombre que le había gustado alguna vez fuera el que tenía frente a él. Le gustaban las chicas y le gustaba Gero a partes iguales. Pero ahora quería besarlo a él, a nadie más.

—Sí.

—¿Eh?

—Sí, bésame —dijo Gero, su voz ahogada en el espacio entre ellos—. ¿Quieres que te bese yo?

—¿No es lo mismo?

Gero negó con la cabeza y apartó a Tomás de su rostro. El corazón le dio un vuelco, al menos hasta que las manos ásperas del mayor lo tomaron de las mejillas. Gero no perdió el tiempo. Se acercó y lo besó en la boca. No como había hecho Lelo ni tampoco como se había besado la pareja en el video. Sino de una forma completamente nueva.

Fue un beso suave, paciente, y Tomás entendió la diferencia entre besar a alguien y dejarse besar. La iniciativa de Gero lo tomó por sorpresa, a pesar de que él quería hacer el primer movimiento, y le bajó las defensas de golpe, dejándolo sumamente vulnerable ante él. Dejó que lo besara y dirigiera sus movimientos sin decir una sola palabra. Gero sabía exactamente lo que hacía. Tomás no tenía que saberlo, pero él había besado a muchísima gente desde muy, muy pequeño.

Pero en ese momento solo importaban ellos dos. Ese beso. Ese quiebre en la espera de tantos meses.

Pronto, estaban tan conectados en su propia burbuja que Tomás no tuvo que pedir permiso para sentarse a horcajadas sobre él, ni Gero le dijo que eso estaba bien, que eso era justamente lo que quería que hiciera. Cuando le pasó las manos por la espalda, sin embargo, Tomás rompió el beso y se apartó del chico.

Se miraron con asombro, pero también con complicidad.

Gero comenzó a pasarse por la casa en las tardes cada vez con más frecuencia. Y, cuando Bela no estaba, Tomás lo arrastraba hasta el sillón de la sala. 

🍃🍃🍃

El de los catorce fue un verano de descubrimientos.

Tomás empezó a mirarse en el espejo con frecuencia, buscando cosas para mejorar. Pensaba en cómo podía deshacerse del acné que a veces aparecía en su frente, cómo podía dejar de tener aquel único rollito en su estómago, que aparecía únicamente cuando se tumbaba de lado en la cama junto a Gero. Le molestaba.

Le incomodaba no tener un estómago plano como el de su mejor amigo, unos brazos fuertes, un cuerpo que no estuviera a medio camino entre delgado y musculoso. Tomás era como blandito, por más ejercicio que hiciera y buñuelos que dejara de comer. Le molestaba sentirse pequeño e inseguro, cuando Gero era todo confianza y músculos suaves.

Estaba tan metido en su propio mundo de caricias, besos e inseguridades propias de la edad, que ni siquiera notó lo enfadada que estaba su abuela con su madre y padre, o lo enfadada que estaba con él a veces.

Tomás había sido un niño inquieto, pero jamás un revoltoso. Y, sin dudas, jamás había sido irrespetuoso con ella o su casa. Sin embargo, un día, su abuela encontró la ropa de Gero tirada por el salón al llegar y, mientras este estaba escondido debajo de la cama, Tomás enfrentó la mirada furiosa de la mujer.

—¿Qué está pasando, Tomás?

—Nada.

—Fíjate a quién le mientes —dijo, y a Tomás le dolió más lo enfurecida que se oía, que la forma en la que le estampó la camiseta de Gero en el pecho—. Mi casa no es un hotel, ¿entendido? Y yo no tengo que estar limpiando sus cosas.

—Lo siento mucho. De verdad.

—Sal de ahí, Gerónimo —llamó ella. El chico salió de debajo de la cama y se puso una camiseta de Tomás encima. La mujer miró a ambos con dureza—. Cuiden lo que hacen. —Miró a Gero—. Cuídalo. Por lo que más quieras, cuida a mi nieto.

—Sí, señora.

Gero se fue esa tarde dándole un último beso en los labios y no volvió a aparecer durante un par de días.

Bela se veía furiosa. Andaba por la casa soltando maldiciones y balbuceando como Tomás hacía en sueños. Más tarde, él mismo adoptaría la costumbre de soltar insultos por lo bajo cuando se enfadara.

Una tarde de lluvia, estaba sentada en su patio disfrutando que el sol sofocante del verano había dado tregua. Había dejado de enredarse con su enfado y estaba descalza, moviendo los pies cuidadosamente en el césped. Tomás, tímido como si tuviera ocho años otra vez, tocó la puerta para anunciarse y se sentó a su lado, quitándose las zapatillas que había usado para ir a hacer la compra, hundiendo los pies en la hierba mojada que crecía junto al último escalón. Le dijo que la lluvia era hermosa y su abuela le dio la razón con un movimiento de la cabeza.

—A tu abuelo le encantaba ver la lluvia —susurró.

Tomás sintió que el corazón se le encogía. Él también amaba ver la lluvia. ¿Cuántas cosas más tendría en común con aquel hombre que no había llegado a conocer? Según su abuela, a veces eran tan parecidos que le fastidiaba, pero él sabía que lo adoraba más por eso. Bela había amado a su esposo y ahora lo amaba a él.

Pero en ese momento, Tomás temió que Bela ya no lo quisiera tanto.

—¿Estás enojada porque Gero es un chico? —preguntó sin rodeos.

Su padre se había sorprendido cuando él les dijo que le gustaban tanto los chicos como las chicas. Su madre no le había hablado por un par de días, pero luego todo se había arreglado. Agradecía que fueran comprensivos, por encima de todo lo demás que hacían mal con él. Aunque «comprensivos» era incorrecto. Nadie debía comprender nada de sus gustos; debían aceptarlo como si él dijera que era heterosexual, pero el mundo no era así y Tomás lo había entendido.

Su abuela lo miró con una expresión dolida.

—¿Eso crees, Tomasito?

Él asintió con la cabeza.

Bela le envolvió los hombros con un brazo y lo atrajo hasta ella. Olía a galletas y mantas, a tardes de lluvia y ropa que se había secado al sol. Olía a casa. Y Tomás comenzó a llorar.

—No me molesta que Gero sea un niño, ¿de acuerdo? No seas tonto. —Tomás se limpió la nariz con la manga de su suéter—. Me molestó que hicieras todo a escondidas, como si alguna vez le hubiera negado la entrada a él o te hubiera privado de algo a ti.

Bela no estaba enfadada; se sentía decepcionada. Lo que era peor.

Tomás tomó en cuenta aquello y, a pesar del frenesí que le generaba estar a solas y tener intimidad con su mejor amigo, limitó las veces en las que aquello ocurría en su hogar. Y, como hacer algo afuera le parecía inapropiado e incómodo, se destinaron a seguir andando en bicicleta y arrojarse miraditas por el camino.

Aún así, fue un buen verano.

— Verano de 2019 —

Y luego todo se vino a pique.

Sus padres se mudaron a la capital de forma definitiva, como habían estado planeando todos esos años, disfrazando sus intenciones con visitas a su abuela.

Tomás se enfadó con ellos. Quiso gritarles de todo. Quiso arrojarles algo como había hecho de niño. Sin embargo, solo salió de la casa disparado y se sentó en la puerta de la casa de su abuela, esperando que el llamado mental sirviera para atraer a Gero porque jamás habían intercambiado números. Lo extrañaba. Lo necesitaba.

Gero no llegó.

Ni ese día, ni al siguiente, ni al otro.

Cumplió quince años un día de pleno sol, y Gero no pasó ni siquiera a felicitarlo.

Tomás durmió todos los días en casa de su abuela. Despertaba y miraba a la nada. Hablaba con su abuela sentados en el patio. Evitaba contestar los llamados de su madre y se iba cada vez que ella visitaba a su abuela, quien no la recibía con la mejor cara.

Seguía esperando que Gero llegara a salvar su verano. Verlo doblar la esquina y enfilar por la calle hasta él. Plantarle un beso en los labios, arrastrarlo dentro de la casa y descubrir todo lo que se había perdido el año anterior y lo que extrañó durante todos esos meses.

La confianza se había vuelto parte de él durante el año anterior. Había tomado todos aquellos susurros de sus compañeras (y de algunos compañeros) y se había apropiado de ellos, comenzando a creerse sus palabras. Se miraba al espejo y se sentía bien, atractivo, tonto a veces por pensar aquello de él, pero le gustaba más que cuando estaba triste por no saberse suficiente. Y estaba seguro de que a Gero le encantaría verlo tan confiado, si es que alguna vez llegaba.

Había besado a otras chicas y a otros chicos, y nadie se había comparado con él. Empezaba a creer que los años juntos tenían la culpa. El lazo más estrecho, quizás. Esa amistad tan fuerte entre ellos había dado otros frutos y el último verano que habían pasado juntos le había dejado un sabor en la lengua que no podía quitarse ni aunque besara a todos los estudiantes de su colegio. Un sentimiento más arraigado. No podía darle nombre a lo que sentía, pero solo le ocurría con Gero.

¿Estaba enamorado?

Tomás esperó, hasta que un día no tuvo que hacerlo más.

Gero no pasó nunca por su hogar, sino que se encontraron en el almacén al que Tomás iba siempre a comprar dulces. Estaba allí, con el cabello casi rapado y los ojos color miel posados sobre unas chucherías. Tomás sonrió, esperanzado, hasta que una chica cruzó el pasillo y llegó hasta su mejor amigo. Gero le rodeó la cintura con suavidad mientras ella le hablaba con un par de envoltorios en la mano. Ella se rio en su oído. Gero se rio con ella. Tomás sintió que el corazón le dolía.

Y entonces lo vio. El beso. Gero y aquella chica. Algo que ellos jamás habían tenido y jamás tendrían. Un beso a plena luz del día, a la vista de todos. Justo frente a él.

Gero levantó la mirada luego de romper el contacto y el aire se cortó al encontrar los ojos azules de su mejor amigo, observándolo.

—¡Tomás! —gritó, pero él no se giró a verlo.

Siguió andando bajo los últimos rayos de sol al salir de la tienda, con pasos firmes y decididos. Pero Gero siempre había sido más grande, más rápido, más fuerte. Más, más, más. Gero siempre había sido más para Tomás. Él no podía decir lo mismo. ¿Había sido algo en la vida de Gero, siquiera?

Lo atrapó, obligándolo a girarse.

—No sabía que habías vuelto.

—Prueba otra vez —lo desafío Tomás—. Sabes que vengo cada verano, y déjame decirte que ahora viviré aquí. Así que prueba con otra maldita mentira, Gero. Te escucho.

—Te fuiste —dijo, entonces. Tomás sintió deseos de golpearlo. Y de golpearse a sí mismo por haber sido tan ingenuo—. Te fuiste y... no supe qué hacer.

—¿Así que tu solución fue conseguirte una novia? Maravilloso. Te puto felicito.

—No te pongas así, vamos.

¿Que no se pusiera así? ¿En serio?

Tomás había besado a otras personas, sí. Al fin y al cabo, no eran novios ni se prometieron fidelidad ni nada por el estilo. Pero el verano era suyo. Siempre lo había sido. Y ahora ya no lo era más.

Ahora que él se quedaría para siempre, Gero había decidido que no lo necesitaba más en su verano. Ni en su vida. Ahora sabía por qué no había vuelto a pasar por él en bicicleta; Gero había encontrado otro camino en las curvas de aquella chica.

—¿Tomi? —llamó, tocando su brazo. Tomás se apartó con brusquedad. Gero frunció el ceño—. Mira, sabíamos que no iba a funcionar, así que no vengas ahora con que...

—¿No iba a funcionar? ¿Me hablas en serio?

La calle estaba desierta. Los vecinos comenzaron a correr las cortinas. Gero observaba alrededor con cierta paranoia.

—Baja la voz.

—¿Por qué? ¿No quieres que tu nueva novia se entere que me besabas hace un año?

Gero lo abofeteó.

Ahí, a mitad de la calle que había acunado su amistad con inocencia y dulzura.

Gero la corrompió con aquel primer golpe.

Cortó el aire y le hizo escupir las palabras. Lo hizo callar. El chasquido retumbó en la calle vacía e hizo que los pocos observadores ahogaran una exclamación.

Cuando Tomás fue a responder, su amigo había desaparecido, y él recordó las palabras de su abuela.

«Es peligroso».

El chico respondió con un golpe tras otro a los nulos intentos de Tomás por defenderse. Lo golpeó hasta que la chica que había estado con él en la tienda se acercó y lo separó con un empujón de Tomás, que se había acurrucado en el suelo.

—¿Qué mierda te pasa? —chilló.

Algunos vecinos habían salido a observar. Una mujer corrió a golpear la puerta de su abuela. Tomás hubiese deseado que ella jamás se enterara de eso.

—¡No soy como tú! —gritó Gero, con rabia. Con miedo. Unos chicos que años antes habían agredido a Tomi por ser un niño se acercaron con cautela para controlar la situación, evitando los golpes que Gero quería darles—. Nunca serás suficiente como eres, porque eres un asco y confundes a la gente. Me confundiste a mí. ¡Me confundiste y por eso hice lo que hice, no porque te quisiera!

—¡Ya basta, Gero! ¡Solo es un niño! —sentenció la muchacha desconocida. Contenía el cuerpo de Tomás lo mejor que podía, a pesar de que ninguno de los dos sabía quién era el otro—. ¡Vete antes de que llegue la policía, estúpido!

Tomás tembló en los brazos de la chica. Tembló mientras un médico se encargaba de las heridas. Tembló al ver a su abuela y madre en la sala de espera. Tembló al tumbarse en la cama boca arriba. Y lloró hasta quedarse dormido, sintiéndose insuficiente. 

🍃🍃🍃

A Leonora Castel le encantaba estar en la piscina.

Creía que el agua curaba todos los males. Por lo que, cuando se enteró que Tomás estaba triste, no dudó en invitarlo a nadar.

Tomás no quería ir, pero su abuela le dijo que su habitación olía a humedad y que las sábanas necesitaban cambiarse. Así que se vistió a regañadientes, guardó un traje de baño en la mochila y caminó hasta la casa de Lelo. De pasada por el garaje en busca de algún monopatín, vio la camioneta antigua de su tío y prometió que ese año comenzaría a tomar clases de manejo. No quería volver a montar bicicleta nunca más en su vida.

Lelo seguía siendo una chica hermosa. Y asquerosamente rica.

Sus padres habían comprado una casona a unas cuantas calles de la casa de su abuela, pero la mansión de Lelo era una cosa descomunal. Tenía columnas y escaleras y medio millón de habitaciones y pasillos. La piscina estaba en el patio, junto a un horno de barro, una parrilla de ladrillos y un montón de reposeras. Ese año, Lelo tenía una obsesión con los flotadores en forma de sandía, así que había media docena sobre el agua fría de la piscina.

—Así que vamos a ser compañeros de clase —dijo la chica, metiendo los pies en el agua. Tenía las uñas pintadas de un rojo fresa intenso. Tomás estaba cruzado de piernas a su lado. Asintió con la cabeza. Lelo apretó los labios—. Lamento mucho lo que te pasó.

—¿Esto? —dijo Tomás, señalando la cicatriz que le había quedado en el mentón—. No es nada.

Lelo sonrió porque Tomás lo hizo. Le pareció un buen indicio que el chico fuera capaz de bromear. Pero internamente a Tomás le seguía doliendo muchísimo lo que había ocurrido. Lo recordaba y le dolía como si fuera el primer día después de su último encuentro con su antiguo mejor amigo, con su antiguo... ¿amor?

—¿Te enamoraste alguna vez?

Lelo dudó. No respondió hasta que estuvo en el agua. Se hundió con la elegancia que la caracterizaba y emergió arrojando su cabello hacia atrás.

—Sí. No salió bien.

—Nunca sale bien. ¿Quién fue?

—Una chica, el año pasado. No fue lindo. Ahora estoy mejor, pero pasé semanas enteras llorando y sintiéndome una tonta.

Tomás hizo una mueca y metió los pies en el agua. Estaba fría, pero hacía tanto calor que se sentía bien.

—Pero, ¿quién sabe? Quizás nos enamoramos de las personas equivocadas.

—¿Cómo sabes cuando vas a enamorarte de la persona correcta? Siempre puede salir mal.

—Bueno, sí, pero supongo que es cuestión de encontrar a quien nos haga sentir bien y esté ahí cuando las cosas se ponen feas.

—Eso no existe, Lelo —dijo Tomás, chasqueando la lengua y saltando al agua.

La chica se rio cuando le salpicó la cara. Cuando Tomás salió a la superficie, ella se colgó de sus hombros para hundirlo. Tontearon un rato y luego se sentaron en las reposeras para que el sol les secara el agua en la piel. Quizás Lelo tuviera razón: El agua curaba.

—Hablo en serio. No deberíamos enamorarnos nunca más.

—¿Ni siquiera entre nosotros?

Tomi la miró con una mueca.

Lelo era preciosa y sabía que lo consideraba a él muy atractivo.

Dejó que ella lo besara, inclinándose por encima de la reposera. Le pasó una mano por la cintura. Sintió el tirón en su estómago, el deseo de besarla más y más, pero no la veía así. Lelo era atractiva, carismática, preciosa en todo sentido, pero no quería arriesgarlo todo. No la quería así. La quería como a una amiga. Y tenía el corazón hecho trizas como para entregárselo a alguien.

Cuando ella se separó, estaba avergonzada, pero satisfecha. Supieron que intentarían algo en un futuro, incluso en aquel momento, pero que nunca llegarían a romperse el corazón. Pusieron una regla implícita para que lo físico no interfiriera nunca en su amistad, incluso cuando no era más que un esbozo de lo que sería en un futuro.

Tomás no quería volver a enamorarse de absolutamente nadie. Ni de Lelo ni de ninguna otra persona.

Allí, con el sol quemando los últimos días del verano, se juró no volver a involucrarse sentimentalmente con nadie. Cuando tuviera un flechazo, se aseguraría de que fuera solo eso. Un crush. Un crush esporádico.

—Un flash-crush —le dijo a Lelo mientras cenaban sándwiches de queso en la cocina de ella. Él se había vestido con ropa interior seca y un pantalón corto. Ella aún llevaba el traje de baño mojado y una camiseta de él encima, que le quedaba enorme—. A partir de ahora, no pasaré más allá de eso.

—Suena difícil.

—Nah.

—Mmm, ¿y crees que si encuentras a una persona...?

—No encontraré a nadie.

—Qué pesimista.

—Realista —corrigió él.

—Cuando encuentres a esa persona, te daré con un coscorrón.

—Hecho —dijo, seguro de que eso jamás ocurriría.

🍃🍃🍃

Estaba convencido de que nada podía empeorar ese año. Y aunque había cosas buenas en el horizonte (vivir en la capital tenía sus ventajas: Las bandas que le gustaban siempre hacían conciertos allí, estaba Lelo y su nueva escuela, su abuela siempre cerca), las malas noticias abundaban.

Luego de lo ocurrido con Gero y de enterarse que este se encontraba ahora en una correccional por golpear a un chico inocente en una plaza junto a otro grupo de personas, Tomás salía poco de la casa de su abuela. Había semanas en las que solo salía para cenar con sus padres. Más que nada para visitar a su madre, para que supiera que no se olvidaba de ella, por más traicionado que se sintiera.

Pero luego, cuando se enteró por las noticias que la I.P.L. (la Industria Pesquera de los Lugo) se instalaba en el puerto cercano para comenzar a dominar ese lado y explotar aún más las aguas, Tomás no pudo soportarlo.

Salió corriendo sin rumbo fijo. No fue a casa de su abuela, no fue con Lelo.

Su madre le llenó el teléfono de llamadas. Él solo le contestó a su abuela para decirle que estaba bien, que no se preocupara, pero siguió andando por la calle. Llegó hasta una zona céntrica llena de luces de colores (propias del carnaval que se acercaba) y compró un vaso de cerveza a un vendedor ambulante que no le pidió identificación. Supuso que su altura y su cara de pocos amigos fue suficiente para el tipo que aceptó el dinero sin chistar y le puso un vaso entre las manos.

Tomás había bebido poco y nada a lo largo de su vida. Iba a fiestas de vez en cuando en su ciudad, siguiendo a sus amigos a las reuniones que hacían para los cumpleaños o los fines de semana que no tenían que estudiar. Su grupo era de los mejores de la clase, pero aún así les gustaba divertirse.

Personalmente, Tomás prefería el cóctel que preparaba una de sus viejas amigas y que lo mareaba luego del segundo vaso, donde sabía que debía detenerse, pero esa noche sintió la necesidad de perderse en esa sensación de la que todos presumían al estar ebrios. La pérdida de la noción, el dejar atrás todas las preocupaciones.

A los quince años, no tenía idea de que necesitaba más que un vaso de cerveza para llegar a ese punto crítico, pero más tarde agradecería no haberlo intentado. Poner su vida en riesgo tampoco era algo que le generara atractivo.

Se emborrachó lo suficiente para olvidarse de todo por un rato y paseó por las calles que comenzaban a vaciarse conforme la noche avanzaba. Halló una tienda al final de la avenida con luces neón y aspecto oscuro. Entró, haciendo sonar una campanilla, y se hizo su primer tatuaje.

El dolor le devolvió la conciencia y regresó a su hogar de memoria. Abrió la puerta luego de varios intentos y, tras despedirse de sus padres jurando que jamás se convertiría en ellos, se marchó para no volver jamás a dormir bajo ese techo.

Su abuela lo recibió como había hecho cada verano: insultando a sus padres por lo bajo y acunándolo contra su pecho. Cuando vio que tenía el tobillo envuelto en plástico, no hizo más que una mueca.

A la mañana siguiente, Beatriz se presentó en la farmacia y pidió pomada para tatuajes por primera vez en su vida. Confió ciegamente en lo que la chica detrás del mostrador, con los brazos cubiertos de tienta, le entregó para su nieto.

— Invierno de 2019 —

No se sentía orgulloso.

No se sentía... nada.

De un momento a otro, lo habían sacudido para quitarle todo, excepto a su abuela. Tomás se iba a dormir con el miedo de que, al despertar, ella tampoco estuviera más en su vida. Estaba aterrado. Vivía con el miedo arraigado de que lo volvieran a dejar, a hacer sentir insuficiente o ambas cosas.

Su amistad con Lelo se fortaleció, se rompió después de una noche en casa de ella y luego volvió a florecer, más fuerte que nunca. Desde entonces, Lelo lo veía a él como el hermano que jamás había tenido y él a ella la trataba como su familia, la única que tenía además de su abuela.

Su madre se pasó a verlo, pero él no quería contestar ni siquiera a sus saludos.

No quería hablar.

Ni siquiera tenía ganas de salir y probar suerte con alguien. Todas las citas que conseguía (ya fuesen chicas de la escuela o chicos que se cruzaba en tiendas o bares) acababan igual: Sin generarle ningún tipo de interés.

Se aferró a su amor por el océano y su obsesión con los ovnis. Se hizo un segundo tatuaje en honor a su abuela porque creía que eso lo haría sentir mejor. No lo hizo, pero a su abuela le gustó mucho el grabado. Se olvidó de Gero al punto que dejó de tenerle rencor, porque ya no le interesaba. Se deshizo del odio, pero también de la emoción por conocer a alguien nuevo.

Se llenó con el cariño que las dos mujeres más importantes en su vida le daban, pero seguía sintiendo que algo le faltaba. Amor, comprensión, aventura... de otro tipo. Algo que lo llenara. Algo que sintiera suyo y jamás tuviera miedo de perder. A pesar de su corazón hecho trizas, una parte de él seguía siendo un romántico empedernido. Guardaba la esperanza de volver a enamorarse.

Y lo detestaba.

Se detestaba a sí mismo porque seguía creyendo que jamás sería suficiente, que siempre iría demasiado rápido, que confundiría a la gente porque él vivía confundido. Vivía dividido entre no querer nada con nadie y soñar cada noche con que llegara una persona por la que valiera la pena dejarlo todo.

Comenzaba a creer que jamás encontraría esa pieza que encajara bien en el rompecabezas que era su corazón.

Y entonces apareció Holland Brunet.

— Primavera de 2021 —

Holland Brunet era una joya. Todos lo sabían.

Todo el mundo había esperado que heredara la destreza de su padre para el deporte, y no los había defraudado. El chico era talento puro, parecía haber nacido con la experiencia. Llevaba el deporte en la sangre, el compromiso grabado en el corazón. Le hacía honor al apellido que llevaba en la espalda, encima del eterno número 20 de la camiseta. Corría y se exigía a la par de jugadores de categorías superiores a la suya.

En el verano de 2021, Holland Brunet tuvo su oportunidad de demostrar lo bueno que era, lo listo que estaba para formar parte de algo muchísimo más grande que las inferiores. La reserva del Club Cavin le abrió las puertas, lo cobijó con la esperanza de debutar en la primera división incluso más temprano que su padre. Todos veían un gran futuro en el niño que corría a la par de los mayores, mirando la cancha con ensueño y jugando como si supiera lo mucho que valía.

Y luego lo mandó todo al carajo.

Bueno, no él, sino su sobreexigencia y un esguince que le costó caro. Carísimo.

Sin embargo, había algo en su lesión vendada a juego con la corbata carmín del uniforme del Santa Lucía y en el hecho de ser una estrella cuyo nombre revoloteaba en los cuchicheos de las chicas, que lo volvía irresistible.

Tomás no estaba fuera de la órbita de Holly Brunet.

Había visto los partidos del padre de Holland en repeticiones de los canales deportivos. No lo había visto jugar, pero sí dirigir algunos clubes de fútbol, tanto de su país como de afuera. Conocía su nombre y el peso en su ciudad.

Conocía también, por supuesto, el peso de Holland en su escuela.

Todo el mundo era consciente de la importancia del nombre Brunet, de la presencia, de lo sagrado que sonaba aquel apellido en boca de cualquiera.

Todos... excepto el mismo Holly.

Cuando entró al Santa Lucía y se arrojó de cabeza a la división de Naturales, sabiendo que eso lo separaba de Lelo, Tomás no se arrepintió. Pero cuando salió el patio para la primera clase de Educación Física y vio que el hijo de Jorge Brunet estaba en el equipo contrario, jugando para Humanidades con una sonrisita y hablando con un chico de rizos rubios del que no se despegaba, se sintió un completo idiota.

No solo porque fueran a aplastar a su división, sino porque el chico era todavía más hermoso en persona.

Holland carecía del carisma suficiente para ser considerado amigable. Quería ganar o ganar, incluso aquel tonto partido escolar, pero lo compensaba lo bonito que era al sonreír cuando convertía su quinto o sexto gol.

Tenía el pelo rubio oscuro y el sol le arrancaba destellos dorados. Un salpicado de pecas en el rostro que, Tomás creía, acumulaba como trofeos, medallas y victorias. Sus pequeños ojos marrones no se fijaban en nadie en particular, pero estaban atentos a todo cuando llevaba botines y medias altas hasta las rodillas. Tanto con el short de gimnasia y la camiseta de mangas cortas, como con el pantalón de vestir y la camisa blanca, siempre bien arreglada y con la corbata roja en su lugar, Holland Brunet era un chico que atraía miradas a donde fuera.

Y él no lo notaba. O gozaba de una falsa modestia que se sentía auténtica. Tomás descubriría que era lo primero (Holly ni siquiera veía a las chicas que susurraban sobre él cuando les pasaba por delante), pero mientras tanto le parecía un agrandado.

Era precioso incluso entonces, con quince años y las extremidades estiradas a las que aún no parecía acostumbrarse. Era alto, pero no tanto como Tomás. Y era ágil como su padre lo había sido en su mejor momento jugando para la selección del país.

Tomás pensaba que no le sorprendía verlo en un par de años vistiendo una camiseta con su apellido y el escudo nacional sobre el pecho, incluso siendo solo un chico. ¿Cuántos años debía tener para meterse en el seleccionado de su país? ¡Qué le dieran su puesto ya mismo!

Así como tampoco le sorprendió que, antes de cumplir los diecisiete, ese verano en el que sus padres estaban recibiendo denuncias masivas y planeaban regresar al sur, Holland se hiciera un hueco en la reserva del Club Cavin, el histórico equipo de su padre y uno de los mejores de la ciudad.

No era la selección nacional, pero era un gran paso. Todo el mundo en el salón de Naturales (y en todos los malditos salones) hablaba de Holly como si fuera un héroe.

Otros, presumían codearse con una estrella.

El uniforme del Cavin le quedaba de infarto, y eso que Tomás solo lo veía en fotografías de su Instagram que el muy presumido posteaba como si no fuera la gran cosa. Ponía «Entrenamiento - Reserva - #20» como pie de una foto donde aparecía atrapando un balón con el pecho, y Tomás se moría de ganas de gritarle en la cara lo estúpidamente hermoso que era.

Así como Holland se veía reservado y con pocas pulgas, Tomás descubrió que lo era.

Sin embargo, donde veía una sonrisa presumida, egocéntrica y harta de compartir aire con toda aquella gente que no estaba a su nivel... Holly era todo lo contrario. Era humilde, amable, sabía sonreír con gratitud y confianza, en especial a su mejor amigo Milo.

Y luego, mucho más adelante, aprendería a sonreírle así a él también, a Lelo, a Kevin y al resto de su equipo. Aprendería a confiar. A quererlos.

Todo lo que había creído saber de él, todo lo que se rumoreaba por ahí acerca de Holly, quedó completamente anulado durante sus primeras interacciones.

Y todos los planes que había tenido Tomás en algún momento por mantener su flechazo a raya, se fueron por la borda cuando Holland lo llamó «buñuelo», medio en burla, medio tierno.

Cuando lo besó, Tomás supo que estaba totalmente perdido.

Tenía intenciones claras cuando se acercó a hablarle, pero Holland fue derribando muros que él había construido con años de esfuerzo, días de sombras y noches de llanto. Las tiró abajo sin preocupación, son sus sonrisas escuetas, con las pecas bailarinas en su nariz cada vez que hablaba conteniendo la risa, con sus frases cortas, tímidas, dichas con el tono de voz más dulce jamás pensado.

Holland llegó a su corazón... y lo hizo trizas.

Solo para recomponerlo él mismo después.

Le enseñó que amar era querer al otro muchísimo, pero también confiar, hablar y entender. Que dar espacio era una forma de cariño y que las inseguridades lo hacen a uno tanto o más que las virtudes, pero que no hay que aferrarse a ellas. Que las relaciones perfectas no existían porque ninguno de los dos aspiraría jamás a ser perfecto, pero que podían tener algo maravilloso de igual manera.

Le quitó el peso del miedo de los hombros, le besó las heridas y acunó su corazón hasta que este estuvo lleno de ese cariño dulce y precioso que solo Holly podía otorgarle.

Luego él le rompió el corazón.

Y, más tarde, ambos estuvieron sentados bajo la lluvia, y juntaron las piezas una a una, sin presión, sin apuro.

Holland no sabía amar con prisa.

No sabía amar a medias. Lo hacía con todo su corazón o no lo hacía en absoluto.

Tomás tenía que amarlo como él sabía, con sus inseguridades y sus fortalezas, con sus coqueteos y miedos, porque Holly no aceptaba (ni merecía) nada más que un amor auténtico.

Y cada vez que uno sentía una grieta, el otro estaba ahí, observando el daño y ayudando a repararla. A su tiempo, a su forma, pero siempre con todo el amor del mundo.

— Verano de 2025 —

—Quiero casarme con él.

Lelo se ahogó con su propia saliva antes de poder pronunciar una respuesta para su mejor amigo, quien se puso automáticamente rojo. Buscó a tientas una servilleta de papel que le sirviera para escupir la galleta salada que tenía en la boca (no porque tuviera mal sabor, sino porque no podía evitar toser) y miró a Tomás con el ceño fruncido antes de propinarle un coscorrón.

—¿Y eso por qué? —se quejó Tomás, frotando la parte superior de su cabeza.

—¡Ya sabes por qué! —dijo ella, sin poder contener la emoción.

Oh, lo recordaba.

— Verano de 2026 —

Holland Brunet estaba siendo un éxito en la liga europea.

Lo habían llevado a préstamo luego de negociar con Los Azules y aprovechaba cada minuto que pasaba en la cancha. Todos sospechaban que el club francés optaría por comprar todo su pase en los próximos meses, pero de momento lo tenían a prueba. Y Holland pasaba todas aquellas evaluaciones en la cancha con sobresalientes.

Tenía que admitir que la experiencia de jugar en otro país, en otro continente, era una auténtica locura. Y era una ironía, según Milo, que hubiera acabado entre líneas francesas habiendo aprobado apenas su examen de inglés de último año de secundaria. Pero ahí estaba. En Marsella.

Y estaba solo. Otra vez.

Y muy, pero muy lejos.

A pesar de que el grito de los fanáticos le llenaba el pecho cuando entraba al estadio, vistiendo la ropa de suplente y aguardado por unos minutos de tregua dentro del campo, a pesar de que siempre se juntaba con sus compañeros a beber algo en un bar cuando tenían una fecha libre o salían a comer todos juntos a algún restaurante cercano luego de una victoria, a pesar de que siempre había personas a su alrededor, gritando su nombre, rogando su firma, anhelando tener un recuerdo con su rostro en su teléfono... Holly estaba y se sentía solo, porque el amor de su vida estaba al otro lado del charco.

Había sido difícil estar en Camét sin Tomás, pero se había acostumbrado, guardando con recelo la esperanza de que Tomás manejara hasta la ciudad costera cada vez que pudiera. Ahora, estando en Francia, había muchísimas menos posibilidades de verse, ya que Tomás no podía simplemente abordar un avión cada semana para ir a verlo y luego regresar a su hogar.

Y, sin embargo, lo hacía.

Tomaba un vuelo cada mes sin falta (a veces, hasta lo hacía dos veces al mes) y lo visitaba con la excusa de hablar con algunos compañeros biólogos que investigaban vaya a saber qué bacteria en el océano.

Lo único que acababa investigando era el cuarto de hotel o el apartamento y a Holland, de arriba abajo. Era su trabajo de investigación favorito, el descubrir sus labios y lo que la distancia había provocado en ellos.

Cada vez que se veían, Holly lo quería más.

Cada vez que se separaban, Tomás confirmaba lo enamorado que estaba de ese chico.

Ese ir y venir entre países a veces era problemático: Holly seguía con la responsabilidad de entrenar y no tenían todo el tiempo del mundo. Había días que Tomás se la pasaba vagando por el puerto porque sabía que Holly no tendría respiro. En general, los días antes de partidos importantes eran así. Holly se exigía, pero el plantel le exigía todavía más. Y Tomás lo comprendía, pero comprender no significaba que no le doliera no poder estar con su novio.

El resto del tiempo, las cosas iban bien.

Se llamaban cada vez que podían y hablaban por horas. O se llamaban mientras Holland estaba tomando una ducha helada o un baño de espuma y mientras Tomás hacía trabajos de investigación con los lentes de montura fina para no cansar la vista. No hablaban, pero estaban ahí mientras el otro hacía otra cosa. No era una presencia física, pero les encantaba saber que podían levantar la mirada y ¡pum! Holland se habría dormido en la tina o ¡pam! Tomás estaría sonriendo a causa de un resultado favorable en su informe.

Tomás pasaba muchísimo tiempo en casa de su abuela, porque esta se había negado a mudarse a la casona que él había comprado con Holland hacía un año, la última vez que había estado por un tiempo prolongado en su ciudad natal. Así que estaba mucho tiempo con ella y, ahora que Lelo había regresado con la idea de seguir sus proyectos desde casa, también estaba mucho con ella.

—Milo enloquecerá cuando le digan.

Aquel estaba siendo un verano sumamente caluroso, por lo que pasaban gran tiempo en la piscina de la casa de Lelo, como en los viejos tiempos. Tenía pensado festejar su cumpleaños allí, en un lugar más familiar.

Ella había llevado la laptop al patio y la había dejado sobre una reposera. Trabajaba sentada en el piso frente a ella, con las piernas cruzadas, un vaso de limonada fría a un costado y un traje de baño azul que le iba de maravilla, cortesía de una de las marcas que anhelaba trabajar con ella para modelar sus productos. Lelo se había negado (tenía que viajar sí o sí para hacer una sesión y no iba a perderse el cumpleaños de su mejor amigo. Además, los de la marca eran unos pesados), pero no podía evitar el gusto que le daba modelar aquella pieza que le quedaba fantástica.

Bela estaba en el interior de la casa, mirando alguna telenovela y tomando limonada también. ¿Cómo habían conseguido arrastrarla hasta la casa de ella? Era una duda que Tomás no podía resolver.

—¿Crees que deberíamos preguntarle cuándo podría venir?

—¿A Milo? —Lelo lo miró. Tomás estaba en la piscina, con un flotador debajo de los brazos—. Milo Torres dejará absolutamente todo lo que esté haciendo para venir a esa boda.

—Pero quizás esté a mitad de un rodaje. O haciendo alguna obra.

—Absolutamente todo —repitió—. Es la boda de su mejor amigo, ¿sabes? Es lo mismo que tú y yo, pero creo que potenciado a un nivel que ninguno de nosotros podría entender. Solo Milo y Holly. Ya sabes cómo son.

Milo estaba estudiando cine en Estados Unidos y, a su vez, convirtiéndose en un joven director a escondidas, conquistando corazones con sus pequeños cortometrajes enfocados principalmente en la visibilización de la comunidad LGBTQ+ y los actores pequeños.

A su vez, Tomás sospechaba que tenía una pequeña doble vida y que, en sus tiempos libres, Milo actuaba en pequeñas obras y teatros a cambio de los aplausos dulces del público que tanto extrañaba.

Cuando lo comentó una vez con Holly, este simplemente le dijo:

—Por supuesto que Milo está haciendo eso.

Tomás llevaba una bata, el pelo revuelto y una sombra de barba de un par de días en la mandíbula. Llevaba varios días trabajando en un informe sobre un tipo de pez en peligro de extinción y necesitaba distraerse. Por eso, hablar de las aventuras de Milo con su novio siempre era buena alternativa.

Holly, a pesar de todo, le había dicho que se veía precioso como siempre. Tomás creía que su novio era un mentiroso, pero con muy buen corazón.

—Por más buen director que Milo llegue a ser, jamás abandonará su amor por los elogios. En eso, debo admitir, nos parecemos.

Le encantaba ver a Holly siendo alabado, aplaudido, venerado. Le encantaba ver sus partidos en televisión y que su novio lo llamara terminado el encuentro para hablar con él un rato, en un costado apartado de los vestuarios, con el uniforme sudado (si acaso había jugado) y el cabello pegado en su frente. Le fascinaba el brillo que se apoderaba de su mirada, lo imposible que le resultaba dejar de sonreír. Verlo feliz por sus logros era algo que a Tomás le llenaba el pecho de amor, por más kilómetros que los separaran del abrazo de felicitaciones que quería darle.

Sabía que comprometerse con Holly sería difícil. Sabía que concretar una boda (si acaso Holly le decía que sí) sería aún peor. Pero Tomás no pensaba en ello (no mucho), porque lo único que quería era demostrarle a Holly que lo amaba con todo lo que era, que quería ser suyo para el resto de su vida, que su corazón era suyo para siempre.

—Oye —llamó Lelo, sacándolo de su ensimismamiento—. ¿Qué haremos para tu cumpleaños?

Su cumpleaños era el próximo martes y, más que nada, anhelaba la posibilidad de que Holly pudiera viajar luego del partido que disputaba el día anterior y llegar a la ciudad para estar en su pequeña fiesta. Él le había asegurado que llegaría, que estaría ahí para cortar el pastel y que luego... Bueno, cosa suya. Tomás se negaba a compartir con su mejor amiga esa parte, por más que esta insistiera.

De todas sus fiestas de cumpleaños, supuso que la más importante sería esta por la decisión que había tomado.

Amaba a Holly y necesitaba hacérselo saber. 

🍃🍃🍃

Holly no llegó.

Tuvo un retraso en su vuelo, un problema de papeleo o algo así.

Tomás sopló las velitas de su pastel. Abrazó a su abuela, a Lelo y, más tarde, le costó muchísimo abrazar a Ruby, Mara y por último a Benji, quien se aferró a él al susurro de «Lamento que el tío Holly no esté aquí, tío Tomi».

Tomás se marchó a su hogar, a la casa que habían comprado con Holland. No encendió las luces más que para ir al baño a cepillarse los dientes. Se desvistió a oscuras y se metió en la cama, de lado, soñando con que Holly llegara y lo abraza de costado. Lo despertaría con besos en la espalda que ascendieran hasta su cuello y luego, finalmente, lo besaría en los labios.

Pero no ocurrió.

Y Tomás se sintió realmente triste por primera vez en mucho tiempo.

Entendía que no era su culpa. Que su novio había hecho lo imposible por llegar a tiempo a su cumpleaños, pero ni siquiera estaba ahí para pasar la noche con él.

¿Debía acostumbrarse a estar solo otra vez? ¿A conformarse con verlo a través de una pantalla?

¿Estaba exagerando? Era lo más probable; sus cumpleaños solían ser fechas sensibles. Ya hablaría del tema (otra vez) con su terapeuta, pero en ese momento creía necesitar solo a su novio. Un beso, un abrazo y dormir abrazado a él.

Antes de que lo invadieran recuerdos oscuros que no quería desenterrar, se arropó contra las sábanas que todavía olían a la última vez que Holly se había pasado por allí (a su shampoo, a su loción para después de afeitar, a té) y tanteó la mesita de noche en busca de su teléfono para corroborar que había puesto una alarma para despertar al día siguiente.

Dejaba sus cosas en el lugar de Holland para tener que cruzar la cama y, así, conseguir despertarse. Sin mencionar que guardaba la esperanza de escuchar alguna queja cuando se estirara a tomar el teléfono, proveniente del legítimo dueño de aquella mesita.

Sin darse cuenta, tiró al suelo el único otro objeto reposado en la mesita: El anillo que su abuela le había dado.

Sintió el nudo en el estómago.

Se dio media vuelta, dándole la espalda al lado de Holland, y se quedó profundamente dormido.

🍃🍃🍃

Lo despertaron los ruidos en la cocina a la mañana siguiente, mucho antes de que sonara su despertador. Abrió los ojos con paciencia y tanteó por costumbre el otro lado de la cama: Estaba tibio.

Se incorporó de golpe.

No había nadie allí, pero una maleta reposaba al final de la cama, abierta de par en par. Había ropa sobre una silla, zapatillas deportivas a un costado, una toalla olvidada encima del tocador. Y la hora... Bastaba con ver el sol que entraba por la ventana (alguien había echado las cortinas) para saber que era muy temprano.

Demasiado temprano para cualquiera, excepto para Holland Brunet.

Efectivamente, Tomás tenía al mediocampista del equipo francés en su cocina, de espaldas a él, en ropa interior, medias y una camiseta suya de la adolescencia. Tarareaba una cancioncilla que había aprendido en su primera semana en Francia y su pronunciación, aún tarareando, seguía siendo lamentable como su entonación. Pero le pareció tan hermoso. Le fue imposible no sonreír.

Cuando Holly se giró, con una espátula en la mano y un dedo en la boca, la sonrisa se esfumó.

Bonjour.

Dios, qué malo era para los idiomas. Pero qué bonito le quedaba aquel acento mal pronunciado.

Qué bonito era todo él.

—Buenos días —susurró mientras Holly caminaba hacia él.

Tenía el cabello alborotado, como siempre, y no había perdido la costumbre de arrojarlo por entero hacia atrás con sus dedos. Cada vez que lo hacía, Tomás caía por él como la primera vez que había presenciado el gesto.

Holly no lo besó. Rara vez lo hacía cuando se reencontraban. Lo miró a los ojos y le repasó la mejilla con una de sus manos. Vio cómo le brillaban los ojos al sentir su piel suave; Holly odiaba cuando Tomás no se afeitaba, le decía que le hacía picar toda la cara después y que besarlo se sentía extraño, aunque no podía dejar de hacerlo ni siquiera por eso.

—Lamento no haber llegado ayer.

—No importa.

—Si importa, Tomi —susurró. Por Dios, estaba ahí. Y era hermoso, tan íntimo, tan distinto al hombre que salía a la cancha con sed de victoria, tan diferente al chico que había sido. Y, a la vez, era un poco de todo eso cuando lo miraba de aquella forma. Con los ojos llenos de amor—. De verdad lo siento mucho.

—Está bien, estrellita.

Aquel apodo aún hacía que Holland pusiera los ojos en blanco. Y se sonrojaba. El maldito tenía el atrevimiento de seguir sonrojándose cada vez que Tomás lo llamaba así.

A veces, en general cuando se ponían borrachos en el patio con vino (a Holland le encantaba el vino desde que lo había probado en una terracita francesa), a Tomás le salía llamarlo «estrellita mía». Y Holly, en silencio, se derretía de amor.

Lo tomó de las mejillas y lo besó, a mitad de la cocina. Ya no soportaba la abstinencia de sus labios. Holland respondió al beso de inmediato y lo abrazó un largo rato. Le dejó besos en el hombro, en el cuello y en la mandíbula. Nada con segundas intenciones, sino una muestra de amor muy típica de él. Amaba besarlo. Amaba amarlo.

—Ven a desayunar.

—Son como las siete de la mañana. Te das cuenta, ¿no?

—Las ocho. ¿A qué hora desayunas cuando no estoy aquí?

—Como a las once.

—Eso está mal —negó Holly. Tomás rio mientras se sentaba en la isla.

Holly había pasado a comprar un surtido de delicias por la panadería favorita de Tomás, pero él se había encargado personalmente de hacer los buñuelos y preparar su café como le gustaba. Tenía su taza de té enfriándose sobre la mesada.

Hablaron de nada y todo a la vez mientras desayunaban codo a codo, a pesar de que la cocina era espaciosa y la isla, bastante ancha. Se sentaron con las sillas lo más juntas que se podía y conversaron mirando al otro con amor, haciendo que se perdiera el hilo de la charla cada dos por tres.

Llenos y ligeramente perezosos, Tomás lo arrastró a la cama y disfrutó un rato de esas horas de Holly junto a él. Su novio le contó que había llegado en las primeras horas de la madrugada, pero que él estaba tan dormido que no quiso despertarlo por nada del mundo.

—¿Hiciste esa cosa creepy de quedarte mirándome mientras dormía?

—No hago cosas creepy —se defendió Holly, enredado sus dedos con los de él. Tomás le dio una mirada escéptica—. Es que te ves bonito mientras duermes...

—Qué dulce... y creepy —dijo. Holly comenzó a hacerle cosquillas—. Estás tan enamorado de lo bonito que me veo durmiendo que dejaste todo tirado por el cuarto y la toalla mojada en el tocador.

—¿Sabes qué? Ahora vas a ayudarme a ordenar.

—Holland, no me jodas —dijo, mientras el otro le tiraba de la mano para sacarlo de la cama—. Tenemos a una persona de limpieza que se encarga de eso por nosotros.

—Limpia tu chiquero, vamos.

—¿Hablas de tu chiquero?

Holland se rió.

—Nuestro chiquero.

Tomás acabó cayendo al suelo y Holly se arrojó encima de él, para besarle todo el rostro y aprisionarlo debajo de su cuerpo. Intentó defenderse, pero no con las suficientes ganas, por lo que acabaron besándose encima de la alfombra, a un costado de la cama.

—Oye, ¿qué hay ahí?

Holly estiró la mano bajo la cama y tomó el pequeño objeto que desprendía destellos en la oscuridad. Tomás, lleno de pánico, se incorporó mientras Holland sacaba el anillo y se lo enseñaba.

—¿Esto es tuyo?

No había desconfianza en su voz, solo curiosidad. Tomás sabía que, por naturaleza (y por culpa de las películas que había visto), Holly podría estar desconfiando de él. ¿De quién era ese anillo? Su novio no tenía idea.

Pero ahí estaba la cosa en ellos: Tenían una confianza ciega que les impedía comportarse así. Una cualidad que habían aprendido a manejar luego de que Holly pasara por muchísimos vestuarios llenos de chicos, muchísimos rumores que vinieron de la mano de ser uno de los pocos jugadores de fútbol fuera del clóset y los celos de Tomás que se disparaban a cada rato. Lo habían charlado y solucionado, así que no había lugar para una escena de ese tipo entre ellos.

Y, sin embargo, ahí estaba Tomás, haciendo el tonto por haber metido la pata. ¿Qué le costaba guardar el anillo hasta que fuera el momento?

—¿Tomi?

—Es de mi abuela.

Holly frunció el ceño. Había algo raro también en él. Quizás fue por la decepción que Tomás notó en el gesto de sus cejas o por la sonrisa que tiró de sus labios cuando sacó el anillo y que ahora había desaparecido. Había algo raro.

—Ah, qué bonito —dijo, entregándoselo.

En ese momento, Tomás se sentía un adolescente inseguro otra vez.

Holland se mordió el interior de la mejilla mientras salía de encima suyo. Dio un par de vueltas en círculos bajo la mirada de Tomás y luego, simplemente, salió del cuarto.

Cuando regresó, tenía una lata de galletas en la mano.

¿Qué rayos estaba pasando?

—¿Tomi?

—Estoy asustándome.

Holly rio. La tensión del ambiente disminuyó muchísimo cuando Tomás se unió a su risa.

—Bueno, yo también estoy asustado.

—¿Y tú por qué?

—Porque jamás hice esto antes, por supuesto.

—¿Vas a golpearme con una lata para galletas?

Holland volvió a reír y abrió la lata. Sacó de su interior una pequeña caja aterciopelada de color azul con un moño plateado.

Tomás sintió que se quedaba sin respiración.

No podía ser.

No. Claro que no.

Ese debía ser su regalo de cumpleaños. Quizás un collar costoso o un diamante. Era muy pequeña para contener la llave de un auto, pero quizás fuera una de esas que se abrían con sensor. ¿Era una llave-sensor? No había visto ningún coche nuevo estacionado afuera. Mmm...

Estaba hiperventilando.

No podían haber tenido la misma idea, para la misma fecha.

No podía presentarse con una caja que seguro contendría un anillo monstruosamente costoso cuando él tenía el anillo de compromiso de su abuela para ofrecerle.

—¿Holly?

Y entonces, pasó lo que temía: Holly, nervioso y a punto de salir corriendo, quitó el moño susurrando «no sé si esto se haga así, pero a la mierda» y apoyó una rodilla en el suelo frente a él. A mitad de su habitación. Ese hombre pretendía darle un infarto.

—Bueno... Esto... —comenzó a susurrar.

A Tomás, las piernas le temblaban demasiado. Se arrodilló con ambas piernas frente a Holly, aunque sabía que eso no se hacía así. A la mierda. De todos modos, seguía siendo más alto que su novio.

—Tenía todo un discurso preparado acerca de la importancia de tu día especial, pero el día ya pasó.

Tomás quiso decirle que todos los días eran especiales desde que lo había conocido, desde que se había enamorado de él.

Era el amor de su vida, maldición.

—Así que creo que solo lo preguntaré, ¿te parece bien? —Tomás asintió. Cómo le temblaba el cuerpo—. Vaya, cuanta presión que estés tan callado.

—No sé qué decir.

—Yo tampoco.

Se rieron. Y comenzaron a llorar. Tomás primero. Holland contuvo las lágrimas en los ojos y las esperanzas del «sí» a flor de piel. Tomó una bocanada de aire y se miraron a los ojos, sin poder evitar sonreír.

Cómo se amaban.

—¿Quieres casarte conmigo, Tomás?

Tomás se arrojó a besarlo, sin poder aguantar mucho más, sin dejar que Holly abriera del todo la cajita. Se arrojó a sus brazos, atrapando la joya entre ellos, dándole una respuesta sin decirla en voz alta.

Holland lo atrapó a mitad de un beso, le pasó las manos por el pelo, quiso hacerlo suyo ahí mismo. Quiso volver a enamorarse de él en ese preciso instante: en pijama y con un anillo de compromiso entre ellos, en aquel cuarto que era completamente suyo y en presencia de las fotografías de todos sus seres queridos en la pizarra de corcho que había en la pared.

—Sí, por supuesto que sí.

—¡Genial, qué bien!

Tomás soltó una carcajada profunda.

—¿No tienes que preguntármelo tú a mí también?

—¡Holly! —Tomás apoyó la frente en su pecho. Holly le dejó un beso en el cabello.

—Me parece justo —se encogió de hombros—. Creo que tú también querías hacerlo, ¿no?

—Bien, tienes razón.

Tomás se quitó las lágrimas del rostro y se apartó un poquito de él. Le tomó las mejillas con suavidad, acariciando todas esas maravillosas pecas.

—¿Quieres casarte conmigo, Holly?

—Uh, me encantaría —sonrió—. Digo sí, claro que sí.

Volvieron a reír.

Se besaron hasta el cansancio. Subieron a las sábanas. Se acariciaron hasta que el atardecer tocó el cuarto y pintó las paredes de anaranjado. Tomás se probó el anillo que Holly le había comprado en una tienda de París; le quedaba perfecto. A Holly, en anillo de Bela le quedaba un tanto pequeño, pero Tomás le prometió conseguirle una joya que le quedara hermosa, porque no se merecía menos que eso.

Holland se merecía el mundo entero.

Se merecía veranos llenos de sol e inviernos de nieve. Se merecía arcoíris y tormentas, gritos de victoria y lágrimas por haberlo dejado todo. Se merecía abrazos, besos, confianza, un amor puro y maravilloso como el que cada día se esforzaban por tener.

Merecía saber que el mundo era un mejor lugar si lo tenía a su lado.

Y Tomás sabía que, cuando su novio lo miraba, pensaba lo mismo de él. 

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