Gel de aloe vera y otros desastres en Camét
★ Cuándo leer este extra: Al terminar el capítulo 30
★ Contenido delicado: no
★ Cantidad aproximada de palabras: 6100
★ Ubicación temporal: Octubre de 2021 (entre el capítulo 30 y 31 de la novela)
Pablo
—Kevin pasó a decir que Holly está bien.
Samu está recostado en la cama, con la cabeza y los brazos colgando del colchón, vestido apenas con un short de gimnasia. Apoya las manos en el suelo y se deja caer hacia atrás en una pirueta que no es para nada fluida, pero que le hace sonreír.
—Van a salir.
—¿Quiénes? —pregunto, desorientado.
Tiene la costumbre de bombardearme con información cada vez que entro a un cuarto, como si quisiera ponerme al tanto de todo lo que ha pasado en mi ausencia porque no podemos funcionar sin que el otro tenga el mismo panorama. Ahora, recién duchado y secándome el cabello, me siento en la cama a intentar comprender de qué rayos está hablando.
—Los cuatro. Kevin, Lelo, Tomás y Holly. Se van a no sé dónde.
—Ah, okay.
—Pero pasó a decir que Holly estaba bien porque dijo que te veías preocupado.
—Sí, le pedí que me avisara.
Samu sonríe. En general, adoro que sonría porque lo hace de una forma muy expresiva; puedo adivinar exactamente lo que se le cruza por la cabeza solo viéndolo sonreír. Y por eso mismo ahora no me gusta lo que veo.
Su mueca es una curva ascendente de un solo lado, ojos entrecerrados y cejas que suben y bajan un par de veces en cuestión de segundos. Luego, como estoy esperando que haga, se muerde el labio inferior y se inclina hacia adelante, manos debajo de la barbilla, y aletea las pestañas.
—¿Todavía no lo superas?
—¿A quién? —inquiero, poniéndome de pie para dirigirme a mi bolso dentro del armario.
Los cuatro —Tahiel, Mateo, Samu y yo— acordamos que ordenar nuestras pertenencias fuera de los bolsos era un desperdicio para estar solo un día en la habitación, así que los mantenemos amontonados unos encima de otros y sacamos las cosas necesarias de allí. Los otros dos se fueron del cuarto hace rato y fui el último en bañarme, así que mi bolso se quedó hasta abajo. Lucho con las correas hasta que las manos me empiezan a doler. Mi salvación llega en forma de metro ochenta y con unos brazos bien bronceados.
Samu saca mi bolso como si fuera una réplica de la escena de Juego de gemelas. Él es la niña super fuerte que ayuda a Hallie en los primeros minutos de película y yo, la gemela de California que se queda embobada viéndola.
—¿Todavía no superas a Holly? —dice, entregándome mis cosas. Casi se las arrebato de la mano para alejarme de él y buscar algo con lo que vestirme. Estoy pasándome la camiseta por la cabeza cuando lo escucho preguntar, con un tono suave que roza el susurro—: Oye, ¿estás bien? No debí bromear, ¿no? Soy un idiota.
Trago saliva, agachando la cabeza.
El asunto es este: Samuel cree que me gusta Holly porque hace tiempo, en una fiesta, le dije que me gustaba alguien. Y luego, en otra, le confesé que ese alguien era un chico. Yo sé que mi mejor amigo no es listo —no lo ha sido nunca, puedo confirmarlo—, pero no esperaba que llegara a la estúpida conclusión de que quien me gusta es Holly, solo porque hemos pasado mucho tiempo entrenando juntos.
No.
Quien me gusta es él.
Me giro a verlo. Ha vuelto a sentarse en la cama y le da vueltas al teléfono entre los dedos. Tiene la cabeza gacha, pero me mira en cuanto me volteo y sus ojos rebosan arrepentimiento. Termino de vestirme y me siento a su lado, chocando su rodilla con la mía. La minúscula sonrisa que aparece en sus labios rellenos me rompe el corazón.
—¿Por qué no estaría bien?
—Odias el sol, te hace mal —dice, levantando un dedo, como si empezara a contar—, y odias la playa. Y el viento, y que se te enrede el cabello, y que te entre arena a los ojos. Y encima tu crush...
Suelto una risa mientras lo empujo a la cama y me estiro a tomar una almohada para darle un golpe. Samu se ríe y busca defenderse, pero no tiene con qué.
—¡Me rindo, me rindo!
—Hablo en serio. Estoy genial.
—¿Sí? —dice, más esperanza que persona. ¿Acaso me veo mal o triste desde que Holly besó a Tomás frente a todo el equipo?
—Sí.
—¿Y lo de Tomás y Holly...?
—¿Qué? Hacen buena pareja —digo, encogiéndome de hombros—. Y de verdad creo que Mateo debería darle su título.
Vuelve a sentarse a mi lado y me pasa una mano por la espalda, a modo de consuelo. Me recorre un escalofrío casi de inmediato, y me odio por haberme empezado a sentir así en primer lugar. Cuando me sacudo, no pretendo quitarme la tristeza que él piensa que siento porque Holly tiene novio, sino que quiero apartarlo a él. Samu se aleja un poco, y la sensación no me reconforta en absoluto.
—Está bien si estás triste.
—No estoy triste —afirmo, mirándolo de frente.
Tiene unos ojos marrones muy oscuros, casi negros, sobre un rostro ovalado demasiado amable. Desde que lo vi por primera vez me pareció que tenía la mirada perdida, como si nunca supiera bien qué está haciendo, pero estuviera intentando hacer lo mejor que puede. Su piel es un par de tonos más oscura que la mía y el contraste me hace tragar en seco cuando envuelve sus dedos en mi muñeca en una suave caricia. Con la mano libre, me aparta los mechones mojados que me caen sobre el rostro. Siento que contengo la respiración.
—Te ves triste —dice, como si nada. Samu es así. Directo. Amable. Observador. De caricias y abrazos, de golpecitos en la espalda y besos en el hombro.
—No lo estoy.
¿Acaso estoy mintiendo? Porque quizás si estoy un poco triste, pero no porque Holly esté saliendo con Tomás. Cuando nos dieron la noticia, yo ya la había adivinado. Llevo viéndolos tontear desde hace semanas, sino meses. Era un secreto a voces, al menos para mí. No estoy triste porque Holly —que jamás me gustó—tenga una relación con el capitán del equipo —que me cae genial y me parece que está muy embobado por él también—.
Estoy triste porque el chico frente a mí cree que me gusta alguien que no es él.
Estoy, quizás, un poco celoso de que Holly haya besado a Tomás como lo hizo, frente a todos, sin presiones, sin remordimientos.
Samu se inclina hacia mí con los ojos entrecerrados, mi mano aún entre las suyas. Y no puedo evitar reírme en su rostro.
—Deja de hacer eso.
—¿Qué cosa?
—Acercarte así —digo, empujándolo lejos. No me permite alejarme. Me atrapa y me arroja a la cama con fuerza—. ¡Tengo el cabello húmedo, voy a mojar todo!
—Dormiré de ese lado, entonces.
—Esta es mi cama.
—Hay que compartir —dice, señalando las dos camas dobles del cuarto—. ¿Ves otra opción?
—Prefiero dormir con Mateo.
Se separa de mí y se lleva una mano al pecho, como ofendido.
—Levántate, animal rastrero, voy a llevarte a pasear. Para que veas que soy mejor que Mateo.
A pesar de que no necesito que me pruebe nada, me levanto del colchón sonriendo.
Samu y yo nos conocimos en una situación muy parecida a esta: un verano brillante que prometía traer muchos días de sol y una feria que se quedó apenas seis de los diez días que anunciaban, pero fueron seis días maravillosos. Por entonces no teníamos edad suficiente para subirnos a todos los juegos, pero el pequeño parque de diversiones que encontramos casi a las afueras del centro de Camét nos da pase libre a todas las maravillas dispuestas frente a nosotros.
Desde afuera y a plena luz del día, la feria de atracciones es un rejunte de caños coloridos que chirrían, provocando una sensación de inseguridad no muy agradable, y puestos de comida donde algunas personas hacen fila. La música que suena por los altavoces se solapa con los vendedores ambulantes que pasan por la calle ofreciendo sus mercancías, la gente que transita bajo el sol charlando, los grupos de adolescentes —entre ellos, chicos de nuestro equipo— que pasan gritando groserías y las canciones de moda que salen desde otra docena de negocios a la redonda.
El calor es irritante a pesar de que estamos en octubre y llevo una gorra con visera. Samu lleva la suya hacia atrás, pero me abstengo de decirle lo poco funcional que es eso. Buscamos refugios de sombra bajo los toldos de los puestos de comida y ocupamos una mesa con una enorme sombrilla roja para comer hamburguesas caseras que venden a un costado del carrusel.
La feria es una mezcla de sonidos y aromas. Hay gente vendiendo manzanas caramelizadas recién hechas que impregnan el aire con un olor dulce irresistible. Los chillidos de los niños en las atracciones más pequeñas me hacen pensar que justo así nos veíamos Samu y yo cuando nos conocimos; gritábamos en el carrusel porque somos fáciles de marear y sorprender. El lugar es una fantasía, aún sin las luces de hada encendidas, que cuelgan ahora como cables sin vida sobre nuestras cabezas.
—De noche —me explica Samu mientras aguardamos nuestro turno para subir a la vuelta al mundo. Su familia viene aquí cada verano. Durante ese tiempo, yo me quedo solo en casa y lo extraño cada día—, solo este lugar tiene música alta. Y por allá inflan un tobogán gigante del que te puedes tirar todas las veces que quieras durante quince minutos.
—¿Cuántas veces lograste tirarte? —pregunto, metiendo nuestras gorras dentro de mi mochila. El sol se ha escondido detrás de una enorme nube que nos da un poco de tregua.
—¿Crees que las cuento? —se ríe, entregando nuestros tickets al maquinista.
Espero medidas de seguridad, cinturones o al menos una barra protectora que nos salve de la muerte cuando estemos en la cima, pero todo lo que recibimos luego de sentarnos y cerrar la puerta metálica con un pasador oxidado es un «que lo disfruten».
—Samu.
—Dime.
—Vamos a morir.
Samu me mira, entre la risa y el pánico, y me enseña una sonrisa ancha.
—Me subo a esto desde que tengo seis años.
—¿Y?
—Y no he muerto.
—Tuviste suerte —le digo, aferrado al asiento. La atracción suelta un quejido antes de empezar a moverse de nuevo para empezar a subir. Apenas me doy cuenta de que tengo los ojos cerrados, hasta que Samu me lo señala—. Si los abro, voy a vomitar.
—¿Ahora le tienes miedo a las alturas?
—Le tengo miedo a esta cosa —puntualizo.
—¿A qué cosa? Abre los ojos.
—No.
—Ábrelos —dice. Siento que sus manos me envuelven la cara y el vértigo me vacía el estómago. Mi cuerpo se mueve, no por voluntad propia, sino porque Samu está tirando de mí hacia él. Suelto un gritito y él se ríe—. ¡Hazme caso, estoy aquí!
Abro los ojos. Los suyos están justo ahí, frente a mí. Su cabello descolorido y enmarañado se agita con el viento. De fondo, solo veo azul cielo y la copa de algunos árboles. No me animo a mirar al frente, mucho menos hacia abajo. Pero las vistas desde aquí son bonitas cuando él sonríe.
—Ya ves que no está tan mal.
Le devuelvo la sonrisa con suavidad. Y miedo. Mucho miedo.
—Así me gusta más.
—¿Qué cosa?
—Cuando sonríes —dice.
El mundo se balancea. O puede que sea nuestra cabina en este juego en mal estado. O puede que nos estemos cayendo porque la tierra acaba de abrirse y nos estamos hundiendo, con juego y todo. Pero no me importa.
—Te gusta cuando sonrío.
—Sí.
Es mínimo. El roce. Su pulgar en mi mejilla, cerca de mi oreja, debajo de mi cabello que debe estar haciéndole cosquillas, pero él no se aparta. Así como tampoco aparta sus ojos marrones de los míos, que más de una vez me ha dicho que le gustan. «Son del color de la miel, ¿sabes? Mis ojos no son así».
El juego sigue su curso, y su mirada desciende. ¿Por qué lo haría? ¿Para qué? Cuando mi vista baja por su rostro solo encuentro sus labios, cerrados y brillantes, y me pregunto si aún conservarán el sabor del algodón de azúcar que nos comimos hace rato debajo de una sombrilla verde lima.
Averígualo.
Hazlo.
—Samu —susurro.
El juego empieza a bajar. ¿Cuántas vueltas dimos? ¿Cuántas nos quedan? ¿Esta era la última? ¿Cuántos minutos se tarda en llegar abajo?
¿Cuántos minutos me quedan de este momento si no logro hacerlo infinito?
Él no responde, pero tampoco se aleja. Y yo tomo lo que creo que él me está pidiendo también.
Sus manos no retroceden mientras me acerco a su rostro. Y, cuando mis labios encuentran los suyos, la electricidad que me recorre podría poner a toda la feria a andar a partir de mis latidos. Siento la calidez familiar de sus dedos enredándose en mi cabello, pero esta vez no es un mimo casual, medio dormido, medio borracho; se aferra con suavidad y puede que esté delirando por el miedo, pero creo que me estrecha contra él para profundizar el beso.
Y entonces alguien dice:
—Eh, muchachos.
Y Samu sale corriendo, dejándome solo.
Mateo y Tahiel están en el cuarto cuando regreso. Tahiel está hablando con sus padres, sentado en el alféizar de la ventana, y Mateo acaba de salir de la ducha. Lo persigue una nube de vapor mientras se acerca a mi cama, se pone de cuclillas frente a mí y amaga con tomarme el rostro, pero se queda ahí, a centímetros de tocarme.
—¿Qué te pasó?
Me sacudo, quitándomelo de encima, y Mateo retrocede. De fondo, escucho a Tahiel cortar la llamada con sus padres. Sus pasos resuenan sobre el piso de madera mientras se acerca. Cuando me ve, abre grandes los ojos.
—¿Qué te pasó? —inquiere.
—Nada. ¿Por qué preguntan?
Antes de que alguno pueda responder, la puerta del cuarto se abre otra vez y revela a la figura de Samuel. Los tres nos fijamos en él, pero yo aparto la vista deprisa y me muevo por el cuarto buscando mis cosas, como si ordenar mi bolso pudiera poner un poco de orden en mis pensamientos o en mi vida. Pero apenas estoy juntando el equipo de la escuela cuando alguien me toma de los hombros y me obliga a girar.
—¿Qué te pasó? —pregunta Samuel.
Me lo quito de encima con un empujón.
—¿Son todos loros ahora o qué demonios les pasa?
—Escucha, ¿cuánto tiempo estuviste al sol cuando...?
Me pican los ojos otra vez.
—¿Cuando qué? —pregunta Tahiel.
Mateo me mira por encima del hombro de Samu. Alza las cejas y mira a nuestro compañero.
—Eh, ¿no íbamos a cenar? —le dice a Tahiel, dándole un golpe con el dorso de la mano sobre el pecho.
No sé qué lo ha vuelto tan receptivo últimamente, pero se lo agradezco. Tahiel asiente con la cabeza, desinteresado, y Mateo le dice que lo aguarde fuera del cuarto a que se vista.
—¿Ustedes vienen?
Giro la cabeza hacia mi bolso. Samuel sigue cerca de mí, no se gira para responder.
—Luego bajamos.
Tahiel asiente y se marcha. Cuando Mateo termina de vestirse, nos echa un vistazo rápido y sale de la habitación también.
Es entonces que la primera lágrima cae y, cuando intento retirarla, un dolor agudo me recorre el rostro con el primer roce de mi mano.
—Mierda —susurro, corriendo al baño.
No quería verme en ningún reflejo de las vidrieras del centro y me negué a mirarme en el gran espejo del hall del hotel, pero ahora, bajo las cálidas luces del baño, me levanto el flequillo y noto que tengo el rostro tan rojo que, un minuto más bajo el sol, y podría estar en graves problemas.
Mis dedos están helados cuando me toco las mejillas. Sé que no podré dormir de lado en unos cuantos días y debería estar agradecido de que al menos llevaba una camiseta con mangas y que no me he quemado los hombros ni demasiado los brazos. Cuando levanto la tela, noto el contraste de colores a mitad del bicep.
—Puto sol —susurro, saliendo del baño mientras me ato el cabello sobre la cabeza.
El cuarto está vacío y solo se escucha el tac-tac-tac defectuoso del reloj de pared. Samuel ha desaparecido. Perfecto. No quería volver a verlo.
¿Y por qué fue lo primero que buscaste, entonces?
Aparto el pensamiento de mi mente mientras busco en mi bolso alguna crema solar o refrescante, pero no he traído nada. No tenía en mis planes asolearme o siquiera salir a caminar bajo el sol. Ni siquiera empaqué un traje de baño. Mi plan era quedarme en el hotel luego del partido, pedir servicio a la habitación y bajar a cenar hasta reventar.
Nada de quemaduras por el sol que necesitaran tratarse.
Nada de atracciones que estuvieran a punto de venirse abajo.
Nada de besar a mi mejor amigo antes de que saliera huyendo.
Me deslizo por el borde de la cama hasta el suelo y echo la cabeza hacia atrás. Cubrirme el rostro con las manos sería una tortura. Todo es un desastre.
Ni siquiera puedo llorar, lo cual es ridículo. Las lágrimas me molestan y necesito quitarlas, pero no puedo tocarme la cara. Igualmente, sin importarles una mierda lo mal que me siento, caen, solitas y ligeramente refrescantes, cuando aprieto los ojos hasta que me duelen. Debo haberme quemado el cuero cabelludo, porque cuando me llevo las manos a la cabeza, no hace más que doler.
Todo es horrible.
¿Cómo hago para rebobinar el día entero?
¿O debería volver al día en el que le dije a Samuel que me gustaba alguien?
¿O quizás a ese día que lo llamé a las cuatro de la mañana para prometer que, si se unía conmigo al equipo, le ayudaría a pasar todos sus niveles de Candy Crush?
¿O al día en el que empezó a gustarme, ese verano que nos la pasamos en su casa viendo películas de terror los viernes y comiendo pizza en el desayuno?
¿Debería regresar al día en el que nos conocimos?
A ese verano inocente y caluroso en el que estaba perdido en un mar de gente. Mis padres se habían alejado mientras mi hermana y yo hacíamos fila para el carrusel. Cuando bajamos, ella se fue a buscarlos y yo me quedé ahí, distraído por un globo en forma de estrella fugaz. Entonces, cuando estaba a punto de ponerme a llorar, apareció un niño de cabello oscuro y ojos saltones. Se arrodilló a mi lado como si fuera mayor, pero no aparentaba tener más años que yo, y susurró:
—Yo también estoy perdido.
Creo que ahora el único que está perdido soy yo. Quizás siempre lo he estado.
La puerta del cuarto se abre y no tengo idea de cuánto tiempo ha pasado. Si acaso me he quedado dormido o si fueron apenas unos minutos desde que Samuel se fue, pero ha regresado con una bolsa de plástico. Extrae algo antes de acercarse a mi lado y arrodillarse junto a la cama. No me mira mientras lee las instrucciones del gel refrescante que mi abuela siempre tiene en su hogar para mí y que me ha recomendado muchas veces que me compre.
Alza la mirada. Sus ojos están ligeramente hinchados, y dudo que se deba al sol.
—¿Estás mareado?
Niego.
—¿Tienes sed?
Vuelvo a negar. Me muero de sed. Intento de nuevo y, esta vez, asiento.
Samuel saca una botella de agua de la bolsa y se queja sobre algo de la contaminación y sobre Tomás mientras pone un sorbete dentro de la bebida antes de acercarla hacia mí. La botella está fría. Me cruza un pensamiento absurdo acerca de meter la cabeza dentro del refrigerador y quedarme ahí unas tres horas. Quizás estoy perdiendo la cabeza. Quizás estoy insolado.
—Estoy un poco mareado —logro decir.
Samu asiente y me dice que beba toda el agua que necesite, porque ha traído más botellas.
—Te sentirás mejor, tranquilo. ¿Quieres que...? —dice, sosteniendo el pomo de gel. No respondo. Ni siquiera muevo la cabeza de la cama. Siento el cuerpo rendido, ya sea porque estoy sufriendo un golpe de calor o porque realmente he desperdiciado todas mis fuerzas del día caminando como un imbécil bajo el sol y llorando en las esquinas de esta ciudad—. De acuerdo, yo lo hago.
—¿Hacer qué?
—Voy a ponerte gel.
—Va a doler.
—No más de lo que te dolerá la cara mañana si no te pones algo. ¿Te lavaste?
Niego con la cabeza.
—Pablo, por Dios —refunfuña, poniéndose de pie—. Espérame aquí.
¿A dónde más voy a ir si no me puedo ni mover, imbécil?
Lo veo dar vueltas por el cuarto en busca de algo, pero no sé bien qué. Al final, acaba extrayendo algo del bolso de Mateo. La tapa de su jabonera. Saca una venda de su pequeño botiquín y se mete al baño. Yo lo sigo con movimientos perezosos de la cabeza, sin levantarme del suelo. Empiezo a sentirme demasiado adormilado cuando lo veo acercarse con la jabonera llena de agua y un trozo de la venda sumergido en ella. A su lado, deja unos cuantos retazos más.
—En la farmacia me vendieron un analgésico, si quieres tomarlo —dice, escurriendo el agua de la venda antes de acercarla a mi rostro—. Esto es lo más suave que encontré, me avisas si te duele.
Duele, sí, pero no demasiado. Sus movimientos son suaves mientras me moja el rostro con agua helada. Es extraña la sensación de frescura que me otorga la venda sobre la frente y las mejillas. De pronto, tengo la necesidad de tener vendas heladas por todo el cuerpo para que apaguen un poco mi calor corporal. ¿Estoy delirando? Puede ser.
—¿Cómo te sientes?
—Como si fuera a morir.
Samu suelta una risita suave. Cambia el trozo de venda cuando el que tengo en la frente se ha calentado demasiado. No es una persona delicada, pero mientras pasa sus dedos sobre las arrugas de mi frente para que deje de fruncir el ceño porque «me hace peor» se vuelve la persona más cuidadosa del mundo.
—Voy a ponerte el gel, ¿de acuerdo?
—¿Fuiste a comprar un gel para mí?
—Sí, olvidé el otro en casa.
—Tú no te quemas con el sol.
—Ese tampoco lo había comprado para mí —dice, sonriendo con suavidad—. Quédate quieto.
El gel es todavía mejor. Noto solo entonces que el cuarto no es sofocante, sino que era mi propia piel la que intentaba asfixiarme. El gel y las manos gentiles de Samu me devuelven un poco a la vida. Siento el rostro pegajoso y, después de un rato, mientras me pasa gel también en los brazos, la sensación es tensa, como si hacer cualquier mueca me costara el triple. Como si la cara se me estuviera haciendo de piedra.
Escucho a Samu reír.
—Deja de hacer caras. Arruinas el efecto del gel.
—Ah, disculpe usted, farmacéutico.
—La idea es que te quedes todo lo quieto posible y que tu piel absorba el aloe vera.
—¿Te lo dijeron en la farmacia?
Lo veo hacer una mueca. Se echa más gel en la mano antes de tomar mis dedos y esparcir delicadamente un poquito en cada uno. Mis brazos no están tan rojos como mi cara, pero reciben la caricia de frescura con alivio.
—Lo investigué hace tiempo. Quería saber cómo cuidarte si llegaba a pasar.
—¿Esperabas que pase alguna vez? —inquiero, porque quedarme en silencio e imaginarlo buscando en Google «cómo cuidar al idiota de mi amigo que es sensible al sol» me rompe en mil pedazos. Necesito ruido. Necesito pensar en otra cosa. Necesito bromas y olvidar que alguna vez lo vi como algo más, que pensé que podríamos ser algo más que amigos.
—Esperaba que no, pero quería estar listo.
—Qué buen amigo —susurro y, aunque no quiera, se me va la voz en la última palabra. Me odio tanto por ello. Carraspeo—. Pues, gracias.
—Perdón —suelta.
La habitación queda en silencio. El hotel en el que nos estamos quedando es tan grande que no podemos oír de ninguna forma el alboroto que nuestros compañeros deben estar haciendo abajo, pero sí se escuchan algunos ruidos de la calle. Y, si me concentro, casi puedo oír el mar a los lejos.
Cualquier cosa me parece mejor que oír a Samuel disculparse por algo que no debe.
—Samu, no...
—Perdón por haber salido corriendo.
—Está...
—Y perdón por no haberte dicho nada antes.
Muevo la cabeza un poquito sobre el colchón, buscando un mejor ángulo de su rostro. Ahora que ha acabado con el gel, lo veo enjuagarse los dedos en la jabonera de Mateo como si fuera un niño jugando a la hora del baño. Es demasiado grande para seguir siendo un niño, pero su pose encorvada lo vuelve pequeño. Noto entonces que nada ha cambiado demasiado: sigue usando bermudas de jean, camisetas con estampados y converse negras que no dejan ver sus calcetines. Sigue siendo el mismo chico que me encontró aquel verano. El que me mira a los ojos sigue estando tan perdido como aquel y como yo.
—¿De qué hablas?
—Me gustas.
—Samu...
—Hace tiempo. Me gustas mucho —dice, con los ojos aguados—. Y no sabía cómo decírtelo.
—¿Por qué...? Asumiste que me gustaba Holly.
—Sí —se ríe y se rasca la cabeza, como siempre que está nervioso. No puedo evitar sonreír—. Todo nuestro colegio habla de lo atractivo que es Holly, y tú no eres ningún tonto. Siempre te han gustado chicas lindas y cuando me dijiste que te gustaba un chico...
—Pensaste que era él.
—Pasabas mucho tiempo entrenando con él y había visto cómo se sonreían. ¿Quién más iba a gustarte?
Trago.
—Pues tú.
Samu vuelve a reír, negando con la cabeza. Cuando se cubre el rostro, fingiendo frustración, disimula bastante bien secarse las lágrimas.
—Asumir algo así habría sido un poco narcisista.
—Habría sido inteligente —corrijo—. Y nos habría ahorrado... esto.
—Pero no podría estar cuidando de ti —dice, demasiado sonriente.
—Así que te parece romántico que tenga quemaduras por el sol y los ojos hinchados por haber llorado.
Su sonrisa cae tan deprisa que me arrebata un suspiro.
—No, no me refería a eso.
Suelto una risa y él me sigue, apoyando la frente en mi hombro mientras su cuerpo se sacude suavemente con la carcajada. Y tengo tantas ganas de estirarme y tocar su rostro, o de revolverle el pelo, o de volver a besarlo. Pero no puedo hacer nada más que levantar la mano y posarla en su rodilla. Él me mira, entre sorprendido y extrañado, y desliza su mano debajo de la mía con suavidad.
Mi rostro ahora mismo no debe hacerle justicia al cariño y ternura con el que me está mirando.
—Me siento un asco —le suelto.
—No lo eres.
—Estoy rojo y lleno de gel.
—Ah —dice, como recordando algo. Se estira, sin soltar mi mano, a tomar la bolsa de la farmacia y extrae un pequeño lápiz de labios—. También me dieron este protector.
—¿Quieres agregarme algo más? Acabo de decirte que me siento un asco. Ni siquiera puedes tocarme la cara porque acabarías lleno de aloe vera.
Samu ladea la cabeza y lee algo en el labial.
—Este es de coco —anuncia.
Tardo un segundo entero en entender a qué demonios se refiere.
No digo nada cuando destapa el labial con los dientes, todo para no soltar mi estúpida mano. Se acerca nuevamente a mí para pintar mis labios y el olor a coco me impregna la nariz. Cuando acaba, estoy seguro de que, de tener color, parecería una versión muy mala de el Joker.
—¿Sabes lo malo que eres maquillando?
—¿Es de coco? —pregunta, sonriendo.
Sonrío también.
—Pruébalo y dime.
Su mueca es mucho más traviesa mientras mis palabras se desvanecen entre nosotros. Cierro los ojos y le aprieto suavemente la mano cuando su boca toca la mía con mucha delicadeza. Sus labios bailan sobre los míos, me arrebatan todo el labial de coco, y se alejan con un pequeño chasquido que me pone los pelos de punta.
Abro los ojos justo a tiempo para verlo relamer sus labios y fruncir la nariz en una mueca adorable.
—Sí, es de coco. Pero también de aloe vera.
—Eso es porque comiste un poco de gel.
—Puede ser —se ríe. Se pone de pie para devolver la jabonera de Mateo a su bolso y dejar las vendas secando en el lavabo del baño. Cuando regresa a mi lado, se sienta con la bolsa de la farmacia entre sus piernas y saca un paquete de papas fritas—. ¿Hambriento?
—Bastante.
—Podemos bajar a cenar, si quieres.
—¿Con el rostro así? Preferiría que no.
Samu ladea la cabeza para mirarme y me aparta un mechón que está a punto de caerme sobre la cara.
—Para mí sigues siendo bastante lindo.
—Tienes suerte de que no pueda sonrojarme. O pegarte.
—Sí, supongo que tengo suerte —sonríe, tomando una papa para dejarla cerca de mi rostro—. ¿Crees que sería un buen enfermero?
—No si vas a estar besando a tus pacientes.
—¿Y si solo te beso a ti?
Sonrío. Hago un esfuerzo por tomar la papa frita, pero él me aparta la mano. De verdad va a hacer esto. Genial. Me siento un inútil. Y lo peor es que me encanta.
—Entonces está bien.
Seguimos comiendo papas fritas hasta que se acaban y saca la bolsa de Cheetos. Mi piel absorbe bastante bien el gel y poco a poco logro recuperar la movilidad de mi rostro sin sentir que tengo cemento secándose sobre mis mejillas. Mateo y Tahiel vuelven riéndose al cuarto y nos encuentran sentados en el suelo, pero no dicen nada. Mateo nos tiende un pequeño paquete envuelto en varias servilletas.
—¿Qué es, una bomba? —pregunta Samu.
—No bajaron a cenar —observa. Tahiel se tira a la cama, rezongando por la falta de televisión en el cuarto—. Les preparé un sándwich para cada uno.
El sándwich tiene el tamaño de mi cara, así que acabamos compartiendo nuestro pequeño botín de snacks y dulces de la farmacia con ellos antes de ir a dormir.
El entrenador no está en el desayuno cuando bajamos. Encontramos a Kevin en la fila del desayuno y, como todos, se sorprende un poco al ver mi rostro tan rojo. No está tan mal como ayer, gracias al gel y los cuidados de Samu, pero aún así se ve un poco mal.
—Holly y él fueron a ver al médico. Holly necesitaba hacerse placas —me explica—. Oye, ¿tú no necesitas ir al médico?
—Estaré bien.
Samu se sienta a mi lado en la mesa mientras que Tahiel y Mateo se apiñan al otro lado, con bandejas rebosantes de todas las opciones de desayuno que había en la barra. Hay tostadas, porciones de frutas cortadas, budines, pastel de chocolate, galletitas, huevos revueltos, mermeladas, queso y quién sabe qué más.
—A Mateo le dejaron encargado todo esto —nos dice Tahiel—. Pidieron en la cocina que le pusieran todo lo que había en las opciones. Un desayuno continental, aunque yo lo llamaría principesco o alguna cosa así. —Levanta un trocito de queso—. ¡Miren, si hasta son cubos perfectos!
—Ya cállate —dice Mateo.
—Es cierto.
—¿Tienes admiradoras en la cocina? —bromea Samu—. ¿O admiradores?
—No sabemos quién, pero todo estaba a nombre de T.
—¿De T? —pregunto. Tahiel alza las manos con inocencia—. ¿Tomás?
—Puede ser —dice, encogiéndose de hombros—. Me lo merezco por ser una gran pieza en su equipo.
—O quizás te está endulzando para decirte que no serás más el sub-capitán porque va a darle el puesto a Holly.
Mateo hace una mueca de molestia y le da un golpe en la mano a Tahiel, que intenta robarle una de las muchas tostadas que tiene en la bandeja.
—Son mías. Tú lo oíste. T le dejó esto a Mateo Dábila. ¿Tú eres Mateo Dábila? Te jodes.
—Tacaño —rezonga Tahiel.
—¿Por qué Tomás le dejaría todo esto? —susurra Samu cerca de mi oído mientras los otros dos están discutiendo por la comida.
Echo un vistazo a la mesa de Kevin. Holly sigue sin aparecer, pero se le han unido Lelo y Tomás, que se ve bastante decaído. Mientras que su amiga intenta hablarle y captar su atención, noto que Kevin apenas lo mira mientras desayuna. Tomás, ido como está, no le presta atención a otra cosa que no sea la silla vacía frente a él.
Miro a Samu en busca de alguna teoría, pero él niega con la cabeza.
—¿Crees que le haya afectado lo que pasó ayer con el equipo? —dice, medio tembloroso.
Mateo le da un golpe a la mesa y acaba entregando la mitad de su cheesecake a Tahiel.
—¿A Holly, dices?
—A ambos.
La pregunta me persigue mientras volvemos a subir al cuarto. Escucho algunos comentarios acerca de que lo de Holly y Tomás era esperable. No tienen malas intenciones, no suenan despectivos o groseros, pero la gente está hablando de ellos y su relación. Y entiendo lo que Samu quiso decir. Y también la razón por la que le tembló la voz.
—Los veo abajo —dice Tahiel cuando termina de juntar sus cosas.
Yo tengo todo listo hace rato sobre la cama y Samu está jugando una partida de Candy Crush, sentado junto a nuestros bolsos. Escucho la cremallera del bolso de Mateo cerrarse mientras me aplico una capa de gel sobre la frente.
—¿Pueden entregar ustedes las tarjetas? —pregunta, dándole la suya a Samu—. Tenemos que darlas todas juntas.
Samu me mira, desconfiado, pero luego asiente. Mateo nos agradece y se gira un segundo antes de cruzar la puerta para marcharse. Salgo del baño para verlo dudar entre si irse o no.
—¿Ustedes saben quién fue el del desayuno? Dudo que haya sido Tomás.
—No, yo tampoco lo creo —digo.
—¿Temes que te hayan querido envenenar? Te ves bien.
Mateo se ríe y luego nos repasa por la mirada. A nosotros, nuestros bolsos juntos. Su sonrisa es pequeña, cautelosa, pero habla por sí sola. Trago con fuerza y me alejo otra vez hacia el baño.
—Los veo abajo. —Y se marcha.
Me quedo tanto tiempo mirándome al espejo que mi rostro empieza a parecerme cada vez más extraño. Samu aparece en el umbral y me mira con su gesto natural de cachorrito curioso.
—¿Ya estás o necesitas ayuda? —sonríe, avanzando hacia mí y apoyando su mentón en mi hombro, lejos de mi mejilla llena de gel—. ¿Estás bien?
Verlo de frente es como los paños fríos de anoche: un alivio, la seguridad de que todo estará bien mientras él esté cerca. Pero también es nuevo, esa sensación refrescante luego de arder. Sus ojos que me observan con una ternura renovada y ajena a la que veía en el pasado. Quizás siempre estuvo ahí. Quizás quien no se daba cuenta era yo, pero ahora lo veo. ¿Cuánto tardarán los demás en notarlo?
—No sé si pueda decirle a los demás.
—¿Qué cosa? —susurra, pasando sus manos por mis hombros, con cuidado de no tocar mis brazos.
—Que nosotros... Que somos...
—Okay.
—Lo siento, soy un cobarde de mierda, ¿no? Digo, estamos en un ambiente agradable, no hay razón para que tenga miedo. Nuestros amigos... Ellos lo aceptarían y todo. Soy un imbécil.
—Nada de eso —se apresura a decir—. Está bien, ¿sabes? Yo quería hablarte de esto también. No sé si estoy listo para que todo el mundo lo sepa. Cuando escuché a Holly, creí que tendría el valor de decírtelo aunque sea a ti, que me gustas, pero no.
Las manos de Samu flotan cerca de mi rostro, pero no las apoya en él, y odio otra vez haber sido tan tonto como para quemarme de esta forma. Me acaricia la zona de la nuca con delicadeza. Yo me río por las cosquillas.
—Tener miedo no te hace un cobarde —dice con suavidad—. Y, de todas formas, todo lo que te da miedo acabas enfrentándolo.
—Mentira.
—Hablo en serio.
—Dime una sola vez —lo reto.
Detesto lo poco que tiene que pensarlo.
—Te subiste a la vuelta al mundo conmigo, a pesar de que se veía como el juego más peligroso en la faz de la Tierra o, al menos, en Camét.
Pongo los ojos en blanco. Ese gesto lo hace sonreír.
—Y me besaste.
Vuelvo a mirarlo y trago.
—¿Cómo sabes que eso me daba miedo?
—Acabas de confirmármelo —sonríe. Suelto el aire con una risita y muerdo mi labio inferior—. Pero se te notaba. O al menos yo lo notaba. Somos mejores amigos desde siempre, ¿qué esperabas?
—Si lo notabas, ¿por qué no hiciste algo?
Samu se retrae, un poco dolido. Él no tiene la cara llena de gel, así que subo mis manos a sus mejillas y lo retengo junto a mí.
—Porque yo también tenía miedo. De todo. Todavía lo tengo.
—Yo igual.
—¿Sabes qué me quita el miedo? —pregunta, a escasos centímetros de mi boca.
—¿Qué?
—Tú.
Y me besa. El beso más cursi del planeta. Y con mucho olor a aloe vera.
Sonríe mientras se aparta.
—No olvides ponerte labial de coco.
—Te encanta ese labial. ¿Por qué no te pones tú?
—Me gusta más como te queda a ti —dice, saliendo por fin del baño para regresar al cuarto.
—Lo que te gusta es quitármelo.
—Sí, también.
Me muerdo el interior de la mejilla. ¿Así serán las cosas ahora?
—Puedes probar quitarme otra cosa cuando quieras —lanzo.
Es una tontería. Algo que escuchas entre mejores amigos todos los días sin esperar una respuesta.
Pero supongo que ahora somos algo más que mejores amigos. Quizás siempre lo hemos sido.
—Puede que lo intente más tarde —dice.
Y, debajo del gel refrescante, mi cara vuelve a arder.
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