Cap 37: conticinio (final)
Un año más tarde...
🌊🌊
Siempre le habían resultado duras las despedidas.
Allí, bajo los dorados rayos de sol que besaban el verde del océano, pensaba —como se había detenido a hacerlo un par de veces antes— en los distintos matices con los que cargaba esa palabra: despedida. A primera vista —a primer sentir— no parecía guardar ningún dejo de optimismo, aquel vocablo, así como también su significado subyacente, tenían el poder de imprimir en Cloe la más profunda de las penas, sin importar que se encontrase allí rodeada de esa sublime naturaleza que le aligeraba y adormecía.
Y es que hasta el mar personificaba los adioses en su fugaz ir y venir, la melodía de lo efímero ascendía en la escala musical de sus vaivenes incesantes y siempre únicos. Era cierto, en apariencia, podía ser que el mar se viera como una gran masa de líquido azul que rodeara la tierra, homogéneo y uniforme; pero lo cierto es que cada una de sus partículas hacían de él el más misceláneo de los enigmas, y a Cloe le resultaba imposible no abrumarse ante la idea del peso testimonial con el que cargaba el océano... al ser testigo de innúmeras felicidades y desdichas.
Cerró los ojos. Durante unos segundos la vida latió cansina, y Cloe pudo conocer en su ritmo agonizante uno más de los muchos sentidos de un adiós. El instante se tornó frágil, delgado y endeble, como el momento previo al azote brusco de un ventica sobre la copa de un árbol. A los lejos, y con la casi completa seguridad que le concedía su estado embebido, de que se trataba nada más que de un escuche ilusorio, oyó el sonido de las olas rompiendo contra su cuerpo, el declive del mar que llegaba como un espectro para anudarse en su piel hasta envolverle con su manto punzante.
Se trataba del adiós de las olas, que se presentaba ante ella para revelarle el secreto de su existencia, para comunicarle sobre la brevedad de su naturaleza, develándole que el oleaje nunca llega para quedarse, que los envites nunca son los mismos, que el impulso de su fuerza cambia a cada instante, muta, se modifica hasta con la más leve sustancia, a veces por razón de una efímera brisa, otras por razón del suspiro indiferente de algún ser tibio y lejano.
— ¿Qué pasa? —Se aunó el arrullo melódico de una voz al sonido rompiente de las olas a sus pies. El tacto tibio de una mano soleada se fue a posar a un extremo de su cadera derecha, envolviéndola en un expedito abrazo—. Te ves algo ida.
—Estaba pensando...— musitó en un suspiro.
—En mí, supongo —bromeó él a su lado; hace un tiempo ya que los momentos de absorta reflexión de la muchacha habían perdido su gravedad. No se confundan, no era que les bajara el perfil, pero ya habían acordado no dejarse agobiar por cosas que ambos sabían solo le incumbían al pasar del tiempo.
Cloe jugó con sus ojos en un gesto de agraciado fastidio.
—Algo así. No exactamente... —se detuvo.
Timothée la veía con sus labios sueltos mientras mantenía la vista enfocada en el frente, como si hubiese algo allá en el confín que le indujese a no apartar sus ojos de él; y le gustaba, a él le gustaba que lo hiciera, le complacía que ella no estuviese del todo presente allí y en cambio se encontrase sumida en sus pensamientos, porque eso le permitía contemplarla con total libertad.
No me malentiendan, a Timothée siempre le encantó que ella le devolviese las miradas, le gustaba el gesto poético de sus ojos en los suyos. Pero no podía dejar de admitir que le fascinaban esos pequeños momentos en que él podía verla sin que ella lo notase. Porque era precisamente allí, en ese instante —que aunque fugaz para él constituía un universo de temporalidades—, que podía atisbar algo de ingenuidad en su semblante, el asalto sensible de una encantadora autenticidad, como si de pronto la estuviese contemplando a solas en su pieza, en la intimidad de su soledad, en el instante efímero en que no era observaba por nadie y podía revelar al silencio su más honda naturaleza.
—Estaba pensando en las despedidas.
Cloe lo miró, tenía sus ojos chinos tratando de esquivar los rayos de sol que llegaban directo a sus pupilas, gotas de agua caían desde sus rizos y se impregnaban en la piel de sus hombros, deslizándose como mini ríos por sus clavículas desnudas, acariciando sus lunares y cerniéndose sobre sus poros blanquecinos. Cloe pensó que se veía espléndido allí, no recordaba en qué momento habían crecido tanto sus rizos pero amaba el aire resuelto que le otorgaban, tanto que no se reprimió cuando sintió el impulso de anudar sus dedos en ellos, sintiendo con su tacto el agua de mar salada que se había impregnado en él y que le hacía expeler el aroma de las algas. Miró su nariz salpicada de gotitas, y pensó que si ésta fuese el cauce de un río, ella estaría feliz de recorrerlo.
El canto apoteósico de una gaviota llegó hasta sus oídos, la fuerza del agua meneaba sus cuerpos y Timothée aún sentía el tacto de los dedos de Cloe acariciándole el cabello. En ello, cruzó por sus mentes la certeza de que ambos compartían una noción particular de la palabra "despedida", aun sin antes haberse detenido a hablarlo. Y es que durante unas milésimas de segundos los dos jóvenes sintieron como si cada oleada encarnase un momento significativo junto al otro, de manera que éstas parecieron haber venido con el único fin de arrebatarle esos recuerdos que permanecían impregnados en su piel para llevárselos con ellas.
Una le trajo la terrosidad de aquel árbol cuyas ramas sostuvieron el peso de sus cuerpos mientras sus raíces guardan el escuche tímido de sus voces recitando El túnel...; otra le trajo la tibieza de ese sol madrugador que les acarició levemente las mejillas sobre el acantilado, el sabor del vino rosa sobre sus labios, el tacto perenne de las manos de Timothée sobre la cintura de Cloe, sobre su corazón; llegó también la melodía romántica, plateada y bohemia de la luna entrando por la ventana, acompañándoles en la somnolencia pasional de sus noches.
De pronto, todas aquellas imágenes se tornaron distantes e irreales, se deslieron en las olas y se despidieron de Cloe y Timothée, ingenuas y angelicales, engendrando en sus pechos una nostalgia que ni siquiera ellos se sintieron capaz de sostener.
— ¿Me acompañas? —sugirió el castaño.
Caminaron en silencio, con el sonido de la playa envolviéndoles y con la arena cálida acariciando sus pies. El murmullo de las personas que yacían en la arena acá y acullá llegaba a sus oídos, y entretanto, unas imperiosas ganas de llorar asaltaron a Timothée cuando de forma inesperada y a unos metros de llegar a los pies del acantilado, Cloe tomó su mano. Qué estremecimiento, ¡con cuánta sencillez y delicadeza lo había hecho! Qué curioso cómo podía ser que un gesto tan simple como el que ella tomara su mano provocara tamañas sensaciones en él, sin que hiciera falta nada más. Un mero roce, una mera caricia, y él tambaleaba en el límite del desborde.
Con la atardecida bañando de sombras a la costa y a los montes, con el viento cálido desbordándose por las copas de los árboles y agitando los geranios, ambos jóvenes llegaron a la cima. Traspasaron el portón con sus cuerpos siendo acariciados por una tranquilidad somnífera que aunada a la luz resplandeciente del ocaso proyectándose en sus ojos, les concedía a ambos un aura de sosiego y calma.
Qué magnífica se sentía la vida allí en ese preciso instante. Nada hacía falta y a la vez, si algo no hubiese estado en su lugar todo atisbo de existencia carecería de sentido, la sensación maravillosa de la vida al tuntún no se hallaría en ese momento si es que el pájaro que tímido cantaba sobre la rama del árbol no lo hubiese hecho en el preciso instante en que ambos subían las escaleras, si es el arrullo del viento no hubiese hecho azotar a pizcas la madera de una de las ventanas sobre el vidrio, llenando el espacio solitario de la casona de su tamborileo salvaje, o si es que el aroma a madera añeja no hubiese salido expelido de las paredes amarillentas, blanquecinas, marrones, amortiguando su fragancia con el suave tic tac del reloj que se acompasaba al amarillento viento crepuscular ...No, nada sería tan maravilloso de no ser por ese fragmento de universo que se extendía frente a sus ojos.
Se recostaron para quedarse uno frente al otro, sumergiéndose en lo florido y anaranjado de esa tarde estival, en silencio, como con miedo a que cualquier sonido resultaba grotesco en contraste a la claridad de lo silente. Pero lo cierto era que aunque no lo admitieran en voz alta, su mente era atravesada por la incapacidad creer que ya hubiese pasado un año desde la última vez que estuvieron allí.
Su comienzo no estuvo exento de dificultades, les había costado el mundo estar allí ahora. Y aunque tuvieron la suerte de haber vivido un amor de ensueño, tórrido y pasional al principio; lo cierto es que luego se habían visto en la obligación de aprender que aquello no significaba que estaban destinados a una relación ideal ni mucho menos, ni siquiera que estaban destinados a estar juntos.
Se percataron que si querían hacer que su amor perdurara, lo primero que debían asumir es que todo es susceptible de desvanecerse, hasta el amor más fuerte..., incluso el de ellos, y que así como todo en la vida, su pasión y su vínculo emocional no eran inmunes al tiempo y a todo lo que implica el pasar de la existencia, que las relaciones mutan, cambian, se llenan de matices, se fragmentan, fluctúan —tal cual el oleaje siendo besado por la noches de luna llena—, pero que aquello lejos de ser algo negativo, en realidad es parte de su ciclo, de su naturaleza sensible al cambio.
Aprendieron a amarse sin esperar un "para siempre"; a quererse aun desconociendo las eventualidades del mañana; a aceptar que siempre habría un rincón allí dentro de cada uno que ignorarían, que les sería extraño; a saber que podían darlo todo por el otro pero sin sobrepasar el límite que roza lo insano, y a no exigir (se) más de lo que podían entregar (se). En fin, aprendieron a no tenerle miedo a los cambios, a dejar ir las felicidades, las tristezas, a despedirse...del pasado.
—Todavía me da un poco de vergüenza ver mi cara ahí pegada a la pared.
— ¿Por qué?...es sólo tu rostro....No es como que haya decidido poner todo el cuadro. Deberías agradecerme. —Sí, Timothée había hecho un cuadro políptico con su pintura de Cloe desnuda, y muy a regañadientes, se vio obligado—por petición de la misma— a solo colgar la pieza que mostraba el rostro de su amada. Y es que claro que él hubiese preferido poder verla siempre allí colgada desnuda como una ninfa recién salida del bosque cada que abriera los párpados por las mañanas.
—Fue solo porque yo no te dejé, Timothée —gruñó—. Además... ¡qué bochorno! Si alguien entrara y me viera...—Se detuvo, reflexiva—. Aunque en realidad, no sería tan terrible. De hecho, no sería para nada terrible...Es arte, es tú arte...Es...
—Es que estás tú —interrumpió, golpeteando con su dedo la nariz de Cloe.
—Qué dices, bobo —jugó sonriente ella, atrapando con su mano libre los molestosos dedos de Timothée. Entonces descubrió una pequeña cicatriz en el dedo anular de su mano izquierda que nunca antes había notado. Y Cloe creyó se veía perfecta allí..., la maravilla de una fisura, de una grieta, en lo pulcro y etéreo de sus manos. Era maravillosa. Y quiso lamérsela—. Tienes...
—Una cicatriz. Sí. Pensé que nunca te ibas a dar cuenta. Después de haber usado con tanta frecuencias mis dedos contigo.
— ¡Timothée! —Cloe se coloreó. Timothée carcajeó.
La tomó por la cintura y la arrastró más cerca de su torso, acorralándola con sus brazos. Acercó su rostro a su cuello, haciéndole cosquillas con su nariz y con el aire que salía expelido de su boca a causa de la risa. Era feliz, Timothée era increíblemente feliz a su lado.
Le gustaba hacerla poner rojita, la conocía a la perfección como para saber en qué momento era preciso soltar alguna bromilla que le hiciera arder las mejillas. La amaba, la amaba como sabía jamás podría amar a nadie; lo sabía, sabía que si en algún futuro lejano ya no estaba junto a ella y comenzaba una relación con alguien más quizá sí era probable que se enamorase, pero no así, no con tamaña intensidad, no con esa honestidad que era tan propia de ambos y solo de ambos, de su unión.
— ¿Cómo te la hiciste?...la cicatriz —preguntó, con el peso ligero de la cabeza de Timothée recostada sobre su pecho y con sus rizos rozándole el cuello, mientras que aprovechaba la ocasión para enredar sus manos en su pelo.
—No me acuerdo —suspiró con tranquilidad. Le era profundamente placentero sentir los latidos del corazón de Cloe. Por lo general, le ponía un tanto ansioso pensar en el pulso del corazón, con su papel de ser el dador de la vida, le aterraba la posibilidad de dejar de escucharlos de pronto. Pero con Cloe era distinto, los latidos de Cloe le apaciguaban, le aquietaban. Tanto así, que más de alguna vez se había dormido escuchando su corazón, como si su ritmo guardase el secreto de una sinfonía de canciones de cuna que llegara para adormecerle, en forma de susurros serenos, suaves, cálidos, el vaivén del océano...—. Quizá intentando cortar tela para hacerme un traje de Spider-man —bromeó adormilado.
—Serías un excelente spider-man...
Timothée no respondió. Cloe creyó oírle un suave asentimiento, luego lo miró y notó que el muchacho ya había cerrado sus ojos. Era un hombre hermoso, quizá el más hermoso que hubiera visto nunca, con su rostro élfico y sus ojos alados, bisoños pero inundados de una sabiduría veterana ¡Cuán feliz estaba de tenerlo ahí junto a ella!, sonriendo, haciéndola sonreír, ¡cuán feliz estaba de no haberlo dejado ir!, de haberle dicho esa noche anubarrada, ahora tan lejana, que no se fuera, ¡que quería estar con él!, el haberlo invitado a su casa, a conocer su espacio...,el aroma de su cama, como tanto anhelaba él.
Suspiró retozona recordándolo. El silenció había vuelto a bañar la habitación mientras que la anochecida ya estaba en su acmé. Había oscurecido la pieza y encendido los faroles de la casona...la casona en Marsella. Ese verano sería completamente suya, de ambos, junto con el sol y las olas, los albatros y los montes con su frescura solemne y mentolada.
— ¿Cloe? —llamó su atención.
— ¿Sí? —Le miró, por unos segundos él se mantuvo en la misma postura, a ojos cerrados, y apoyado su rostro todavía en su pecho. Pero luego, en un tiempo que acaecía arrítmico y fragmentado, tal cual se fragmenta el sol al proyectarse sobre la superficie de un diamante, inundándolo todo de sus matices iridiscentes, Timothée la miró profunda y cariñosamente.
—Te amo —soltó de pronto él, suave y bajito, con ojos vidriosos, acuosos, bañados de lágrimas. Y entonces de nuevo cerró los ojos, suspiró ligero y volvió a apoyarse sobre el corazón de Cloe.
Pero Cloe comprendió, al fin había comprendido esas palabras que alguna vez él le había escrito, que alguna vez le dijo: tenía en la tranquilidad de su cuerpo, la tristeza que se deshacía y se convertía en agua.
Nunca habían sido para ella. No. Era él, él con el mar en su cuerpo, él con el océano en sus ojos caídos, con la melancolía perfilándose en la forma de sus ojos, era él con su iris verdemar que resplandecía a la luz del sol en la playa, a la luz de la luna a medianoche en su cuarto. Siempre había sido él. Y siempre lo supo, lo supo apenas lo vio acercarse a ella, cuando pensó en la melancolía que transmitían sus ojos y en el profundo e inconsciente terror que sintió cuando se dio cuenta que se trataba del mar condensado en un fragmento de su cuerpo. Sí, eternamente lo supo, y probablemente Timothée también. Había sido una forma de presentarse ante ella. O una forma de presentación de ambos, quién sabe.
Sea como fuere, lo cierto es que ahora lo amaba, lo amaba de la misma manera en que amaba nadar en el mar, a la suerte de la corriente y del porvenir. Sí, finalmente lo entendió, después de un año y allí, con las estrellas entrando por la ventana y con la fragancia eucalíptica del océano vagando por la habitación, a oscuras y en sosiego, completamente en silencio, ya sin viento, ya sin el tic tac del reloj anunciando la convencionalidad del tiempo, ya sin el eco de las olas disolviéndose en sus oídos, era simplemente el silencio que anudaba sus almas, sus pieles, era su sonido, el sonido del silencio, el conticinio.
La frescura de la luna había penetrado en los labios de Timothée, y era fascinante sentir el conticinio como una cavilación en donde no existía ni el tiempo ni el espacio, en donde la oscuridad reinaba y lo único palpable era el cuerpo de él sobre ella, sus ojos sobre ella, su respiración sobre ella, sus labios sobre su corazón. Él, como una ola sigilosa que la anudaba entre sus brazos y la besaba hasta que le ardía la boca, en medio de la oscuridad.
No, no había nada más excitante que estar con él en pleno conticinio, en ausencia del tiempo y del espacio. Solo el silencio, la oscuridad y sus labios alunados.
Fin 🌊
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