Cap 32: fragancia solar
Cuco + Clairo - Drown
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—Tienes una bella vista desde aquí, Murphy —comentó Cloe observando a través de una pequeña ventana el paraje lagunoso que se extendía en las fueras —. Creí que vivías con tus papás.
Apoyó sus codos con libertad en la madera barnizada de la ventana y dejó descansar su rostro en la comodidad de una de sus palmas. El sol reverberaba en lo cristalino de las aguas y teñía de un oro bermellón las tablas humedecidas de un modesto muelle que rodeaba el hogar del marsellés. De frente a este pequeño puente y más allá de las aguas, se levantaba una frondosa loma a cuyos pies se desplegaba una hilera aceitunada de abedules y cipreses que sombreaban el lago, refrescando aquel paisaje de apariencia solitaria fundido en el calor estival y en un silencio que era únicamente interrumpido por el canto dulce de alguna que otra manada de aves que circundaban lo cerúleo de su cielo.
—En realidad, Cloe, esta habitación es más una confortable choza donde vengo a pasar el rato cuando quiero estar solo. Es como si viviera con mis papás en realidad, voy a verles todos los días cuando no estamos en el bar y casi que vengo solo a dormir acá —explicó el pelinegro, sentado en su escritorio y concentrados sus ojos en algún misterioso trabajo que Cloe aún no podía discernir.
—Qué afortunado eres de tener tu espacio —comentó en un suspiro ella, posando su mirada en el aleteo juguetón de un albatros regodeándose en el agua.
—No puedo negarlo.
La joven se volteó despegando su vista del paraje nativo con la llana esperanza de hallarse con los ojos del francés y no con su dorso firme aun dándole de frente. Su pecho sintió una ligera decepción al pillarle en la misma recta posición, de espaldas a ella y de frente al muro al que se adosaba su atiborrada escribanía; así que, aunque con una mueca inconsciente en su rostro, optó por dedicarse a observar con detalle la pequeña habitación. Era un cuarto harto cómodo a decir verdad, se sentía cálido e íntimo, con esos cuadros indescifrables colgando de las paredes, hojas desparramadas por los escasos muebles y libros por allí dejados a la suerte del polvo y las telarañas. Un espacio honesto. Que olía a sol. Sí, olía a sol. Como cuando un chaleco ha estado expuesto a la estela veraniega y luego su aroma cálido y familiar le empapa a una los sentidos una vez que sale del mar y allí está esperando por arroparnos la piel entumida. Sí, todo allí parecía irradiar el efluvio de los rayos solares que entraban por la ventana, aclarando los rincones y aliviando el sentir.
— ¿Por qué no fuiste con Timmy? Estoy casi seguro de que le escuché decir que le encantaría que conocieras a Dana antes de partir.
—No sé, pensé que un rato a solas no les vendría mal ahora que no se verán en un buen tiempo —alzó los hombros Cloe en señal de incertidumbre—. Quizá la conozca luego, quién sabe. Además, quería verte a ti también antes de irme.
—Me alegra saber eso —sonrió satisfecho, haciendo rechinar la madera de las tablas del suelo con su asiento artesanal al erguirse.
—Oh, ¡cierto! casi lo olvidaba, Murphy —la joven espetó con brusquedad, como si de pronto un destello luminoso le hubiese hecho recordar algo difusamente olvidado en un rincón de su mente. Se apresuró a buscar entre sus pertenencias el peso liviano de Orgullo y prejuicio —. Aquí tienes: Orgullo y prejuicio. Tan intacto como alguna vez me lo prestaste —sonrió extendiéndole el libro, satisfecha de que al fin estuviese erguido frente a ella y dirigiéndole su mirada cafeinesca.
—Estás loca —soltó una risotada él —. No me lo devuelvas, fue un regalo.
—No, no lo fue. Me lo prestaste —aseguró.
—Bien, pero ahora te lo estoy regalando —dice con bufona obviedad.
— ¿Ah, sí? —cuestiona dubitativa Cloe, mirándole extrañada—. Sí, claro que sí —confirmó al fin, luego de estar unos segundos fisgoneando en su rostro sin obtener más que una mirada enternecida y divertida—. Lo siento, tienes razón. Gracias —río, avergonzada hasta el arrebol por su inusitada testarudez.
—Espero que para ti no signifique el fin del mundo que te regalen un libro, porque entonces no sé qué vaya a ser de mí cuando te dé esto —advirtió, enseñándole a nuestra confundida protagonista el contenido misterioso de un atrapasueños previamente ocultado tras su espalda.
—Un atrapasueños —sonríe enternecida, entreabriendo sus labios y tomando la sedosidad del objeto entre sus manos —. Nunca he tenido uno antes...Y es azul.
—Tú eres azul.
—Me encanta —se apresura a decir con sus mejillas ardiendo, un cúmulo de saliva baja por su gaznate a la vez que una dichosa satisfacción la invade al saberse por fin conocedora la razón detrás de su empeño en el escritorio.
—Eso no es todo. Mira esto —. El marsellés deshilvanó un hilo del centro espiral del atrapasueños, sacando de allí la iridiscencia de un cuarzo cobalto—. Se supone que puedes llevar el cuarzo de colgante y volverlo al centro del atrapasueños cuando te sientas afligida para que...
—Para que la inconsciencia de mi sueño se lleve mi malestar.
—Exacto —sonríe contento, mirándole con ojos centelleantes—. ¿Quieres que ponga el cuarzo en tu cuello?
Cloe tardó unos segundos en responder, por alguna desconocida razón, su pecho saltaba desbocado y la ardentía en sus mejillas no desaparecía.
—Claro —responde con sencillez, volteándose y ordenando su cabellera a fin de que no significase una molestia para el marsellés el enmarañe de sus pelos —. No pensé que supieses hacer artesanía. —La joven se llevó el regalo a sus narices. Olía a sol.
—Hay muchas cosas que no sabes de mí —resopló, haciendo que su aliento rozara la finura de su cuello en el amarre de la cadenilla—, lamentablemente.
—Gracias Murphy. —Cloe se volteó, sonriéndole. Un viento cálido entró por la ventana y agitó los delicados pliegues de su vestido, el movimiento de la brisa dentro del cuarto le hizo percatarse de ligeras ondas en el cabello de su amigo que danzaban en favor del bóreas, el reflejo de la irisación azulina de su piedra reverberaba con la luz del sol, proyectando ondas cromáticas y prismáticas en el semblante de su compañero. En un gesto impulsivo, tomó con una de sus manos la dureza del nuevo fragmento cristalino en su cuello, como si con ello fuese a lograr retener un repentino impulso que emergió desde dentro de su estómago, irritante por su porfía. ¿Por qué de pronto se sintió tan inquieta?
— ¿Quieres ir a nadar? —Interrumpió su sentir con voz ladina el muchacho, alzando una ceja, divertido. Al parecer, le entretenían las expresiones de confusión de la joven.
El agua esmeralda de la laguna era cálida, Cloe ya no recordaba la cantidad de veces que había zambullido la totalidad de su cuerpo a fin de mermar la frialdad que ocasionaba el viento húmedo cuando se mantenía a flote. Le gustaba además porque ya no le aterraba abrir los ojos cuando se sumergía, así que podía darse la libertad de contemplar el sobrenado de su cabellera y la forma en que su cuarzo resplandecía en las profundidades mezclándose con la iridiscencia de los rayos de sol que tornasolaban sus aguas. Sonreía cautivada cuando los espirales de tizne azul salían proyectados de su piedra y le envolvían en lo que parecía ser un vendaje vaporoso y cristalino, y cuya forma ambigua le hacía percibir que su cuerpo tomaba el aspecto de una de esas hojas que caían en la superficie o bosquejaban su sombra desde las alturas de los árboles que rodeaban el lugar, pigmentándola de sus colores verdosos y cetrinos.
— ¡Mierda!, ¡me asustaste! —Soltó el aire retenido con efusividad una vez que sacó salió a la superficie y se encontró con la figura del marsellés a unos centímetros de ella —. Ten más cuidado, Murphy, no querrás ser el causante de la desgracia de un soponcio.
—Gilbert.
— ¿Qué? — Cloe arrugó su entrecejo a más no poder, con el pecho todavía palpitante y enfocando su mirada en lo profundo de sus ojos. ¿Eran marrones?, no, eran verde oscuro, ¿pero cómo?, solían ser de un marrón claro, color miel — ¿Tus ojos son verdes o marrones?
—Gilbert. Ese es mi nombre —recalcó él, desoyendo el tema color de ojos.
— ¡Oh! Claro. —Se llevó una mano a los labios, sorprendida por la repentina reminiscencia—. ¿Gilbert?, no juegues —resopló atarantada—. ¿De verdad?, ¿eso es todo?, no le veo lo siniestro, ¿por qué no te gusta?
—Gilbert. ¿Qué te dice eso? —inquirió a pizcas frustrado, mirándola con ojos entrecerrados y cruzándose de brazos en una postura que a los ojos de Cloe resultó ser harto peterpanesca.
—Déjame ver. —Se quedó reflexionando. ¿Acaso su nombre gozaba de algún tipo de popularidad y ella no estaba enterada?—. Nada particular la verdad. Es un poco café o algo así.
—Exacto. Es aburrido, opaco.
—No te creí tan vanidoso —le reclamó, frunciendo los labios—. Y la mayoría de los nombres son aburridos.
—El tuyo no lo es.
La chica carcajeó sonoramente ante su comentario, mezclándose su estridencia al canto colosal de un cormorán en las alturas.
— Qué ridículo eres. ¿Qué tiene de especial Cloe?
—Es la materialización articulada de las olas, Cloe ¿Nunca te lo han dicho? El mío en cambio carece de cualquier armonía, ni siquiera es melódico.
—Disparates, definitivamente —confirmó agraciada, moviendo su cuerpo con delicadeza en lo fluctuante del lago, comenzaba a sentir sus músculos un tanto extenuados y sintió la repentina necesidad de descansar del peso calmo de aquellas aguas—. Y sí, Timothée alguna vez me dijo algo parecido.
Una hoja de delineamiento acorazonado cayó justo frente a ella cuando intentaba moverse hacia el escaño, el sonido etéreo que produjo cuando se posó delicada sobre las aguas le produjo a Cloe cierta calma etérea que imprimió en su semblante la más cálida de las expresiones. La tomó con finura entre sus manos, menudas gotas de agua reposaban en su envés oliváceo y se anudaban entre sus nervios, la contemplación inmaculada de aquel pétalo le hizo notar la distancia entre su yo más intranquilo y su yo más honesto: hasta ese momento, no había notado la presión que había guardado en su pecho durante todo aquel día, lastimándole a pizcas su estómago e impidiéndole comportarse con naturalidad frente a los más comunes detalles.
Así que consciente de ello y con el ánimo un tanto más resuelto, sonrió enternecida cuando la inundó el pensamiento de que todos sus momentos vividos en aquellos campos elíseos se impregnaría en la translucidez de esas gotitas, en la tonalidad cobalto de su piedra y en su piel atiborrada de huellas confidentes de aquel paraje de prodigioso y lunar, nocturno y sideral. Todo a la vez. Observó con detalle una última vez el tesoro entre sus manos, inspiró el aire con gracilidad y una vez que lo exhaló, dejó que su hoja se ausentase junto con su aliento, fluyendo al compás de los envites lagunosos, tiñéndose de su color verdoso y llevándose junto a él la ensoñación de sus recuerdos cuajados en un pétalo roseado de vivencias. Había cosas que simplemente era necesario dejar ir.
Levantó su vista y se topó con unos ojos redondos que le miraban secuaces, era Murphy — ¿O Gilbert?–– que ya se encontraba reposando en la superficie pastosa de la laguna, observándole con esa forma suya de bajar y subir sus pupilas con descaro, sonriéndole tramposo al tiempo que de cuando en cuando dejaba entrar en sus labios la dulzura empalagosa de unos tantos granos de uva blanca. Resultaba hasta gracioso cómo de pronto el día pintaba para verde en todos sus sentidos, tanto que parecía que todo acaecía a un mismo ritmo tonal, suspendido en el aire, en vilo, había una armonía que hacía fluir cada cosa a una misma cadencia, que hacía que el chico se llevase a la boca los granos de uva al mismo tiempo que los empujes de la laguna movían el cuerpo erguido de Cloe en sus aguas.
—Sabes que ahora ya no sé cómo mierda llamarte —habló con completa soltura, sentándose a su lado con la sola pretensión de que los haces de sol le acariciaran la piel, entibiándole y haciéndola sumir en su candidez dulcificada.
—Lo siento — reclamó alzando las cejas—, pensé que te hacía un favor al saciar tu necesidad de querer entenderlo todo.
—Sí, pero ahora es como si tuvieses dos identidades. Además, tampoco es que Murphy sea un apellido muy llamativo...Aunque pensándolo bien...—reflexionó, quedándose con sus pupilas posadas en un punto fijo, acariciando con uno de sus finos dedos la comisura de su labio inferior y cerniéndose sobre sus ojos una vendaje evocativo—, me hace recordar la Ley de Murphy —terminó por decir, con exagerado semblante afligido.
— ¿Ley de Murphy?—cuestionó ceñudo—. Interesante, no sabía que era un científico.
—Qué gracioso —señaló con sorna la muchacha—. Se supone que se refiere a que si algo malo puede pasar, entonces pasará.
—No entiendo.
— ¿Cuál es la inevitabilidad de las catástrofes? —inquiere Cloe, llevándose el dulzor de una uva a la boca.
—Ninguna, ciertamente.
—Ahí lo tienes.
—Oh wow —exclamó espantado— .Tamaña confianza que me tienes.
—Es tu culpa por presentarte como Murphy y no como Gilbert desde un principio. Pero quién sabe, quizás eres el origen de alguna inevitable catástrofe, destinada a acaecer —suspiró con aire folletinesco.
Dejó descansar su espalda en la calidez del pasto bajo su cuerpo, recorrió vagamente el cielo con sus ojos, entreviendo la forma en que los rayos de sol permitían el vislumbre de una nube amarillenta de polen flotando en el aire que lo perfumaba a vainilla y lo hacía relucir en pequeños destellos dorados semejantes a un polvo de hadas, como si de pronto una constelación diurna hubiese ido a parar allí frente a ellos, resplandeciendo y relampagueando en lo que parecía ser un atardecer liminal y palpitante.
Enfocó sus ojos en la figura de su amigo a su lado, él todavía se mantenía erguido, con sus piernas rejuntadas y dejando descansar el peso de sus brazos medianamente tostados sobre ellas, su vista se mantenía gacha y contemplativa en lo vago de la tierra humedecida bajo sus pies descalzos, como si un velo de cavilaciones le estuviese cubriendo. Los labios dulces de Cloe se crisparon de pronto ante una repentina galla de dolor que le hizo arder su pecho, el marsellés mantenía la misma postura que aquella ahora lejana primera vez que hablaron, frente a la sublimidad del mar y sumidos en un silencio cargado de palabras.
La repentina sensación de querer que aquel momento se desparramara hasta el infinito le sobresaltó de pronto, definitivamente le extrañaría, o quizá ya lo hacía, prematuramente. El extrañamiento prematuro, sí, ya conocía cada recoveco de ese vacío glacial que le generaba aquella imperturbable e indisoluble sensación, resultaba hasta peor que extrañar a la distancia, bajo una materialidad justificada y razonada, pero ahora, allí, todo parecía suceder bajo un peso dolorosamente conformista e impotente.
—Hubiese estado bien compartir un poco más ¿no crees?, conocernos —habló él, todavía de vistas a las aguas y mordiéndose cuidadosamente su labio inferior—. ¿Vendrás el próximo verano? —le miró, velando su ensimismamiento en el gesto cálido de una sonrisa ligera.
—No sé. —Se irguió ella, quedándose a su altura y manteniendo sus labios entreabiertos, su cabello le cubrió el perfil y su pecho comenzó a saltar con premura, se había quedado sin saber qué decir, o más bien, sus palabras carecían de contenido, se difuminaban, inexistentes, como si de pronto se hubiesen sumido en cierto tipo de inconmovible destierro. Era cierto, lo más probable era que nunca más volviese allí—. No creo tener el dinero suficiente como para volver alguna vez —soltó con frialdad en un resople acompasado—. ¿Y tú?, ¿viajarías a Nueva York?
—Estados Unidos nunca ha sido santo de mi devoción, como podrás intuir —negó con rotundidad en un movimiento de cabeza—. Pero no estaría de más conocer algo de la chillona cultura neoyorquina. Ahora que terminé mis estudios, y con un poco más de trabajo, quizá pueda pegarme una escapada algún día.
"Algún día". Si el mundo supiera cuán cruel y desalentador resultaba ese vocablo entonces nadie lo diría, pensó ella en un jadeo.
Llegado el ocaso, escondido el sol y teñidas las laderas de un sombreado pardo verdusco, la frescura crepuscular que azotaba de cuando en cuando la piel todavía descubierta de Cloe le hizo recordar aquella conversación confidente que mantuvieron con el marsellés el día de su cumpleaños, acariciados por la timidez de la hoguera que les amparaba del frío aterido del relente. Se preguntó qué tan desquiciado sería incentivar nuevamente el contenido misterioso de esa conversación, imprevistamente, sintió la necesidad de saber en qué había consistido su pasado amoroso, de qué carácter gozaba o cuán dañado había salido él ante lo sucedido.
Giró inflexible su torso hacia él y entreabrió sus labios con seguridad a fin de hacer la tan ansiada pregunta, pero lo cierto fue que cuando él se volteó, mirándole con guardia, como si hubiese estado esperando desde hace un rato ya el contenido interrogativo de sus palabras, le fue imposible a Cloe no atisbar cierto temor ácido en su garganta, que le impidió el raciocino y la coherencia entre su habla más sensata y sus pensamientos más confusos.
—No había notado que tenías pequitas en la zona inferior de tus ojos. ¡Y en la nariz! —atinó a exclamar cejijunta, la sorpresa le hizo olvidar su desusada incapacidad para articular la sencillez de una exigua pregunta.
El chico pegó una risotada melódica, cuyas ondas sonoras desplegándose parecieron ser la única causa del movimiento de las aguas, del meneo vigoroso de las hojas amariposadas y no así la ventisca crepuscular que comenzaba a azotar con liviandad la totalidad de aquel microuniverso arborescente .
—No te rías, suelo ser muy quisquillosa con los detalles faciales. No sé por qué no lo había notado antes —se excusó en reproche, tratando de evitar un posible contagio risueño.
—Ni siquiera sabes cuál mi color de ojos, Cloe. Y eso es porque te pasaste todas las vacaciones enfocada solo en los detalles del príncipe Chalamet.
Cloe le miró sobresaltada, dudosa respecto a si soltar o no la carcajada que sentía atascada en su garganta porque tampoco estaba enterada de si las palabras del muchacho guardaban o no algún atisbo de certeza, pese a que él seguía mirándola con ojos entrecerrados a causa de la risa. ¿Habría estado tan ensimismada en su enamoramiento que había sido incapaz de percatarse de todo lo otro que ocurría a su alrededor?, ¿de sus otras posibilidades?... Imposible, resolvió.
Sin embargo, una vez que la sonrisa se desvaneció en el semblante del marsellés, arqueando ligeramente los labios en una mueca lo suficientemente ambigua como para desorientar aún más a la muchacha, esta no pudo más que intentar controlar los repentinos nervios que osaron asaltarle.
— ¡Lamento la tardanza! —la figura de Timothée saltando el enrejado leñoso les sobresaltó, enmudeciendo sus voces y tranquilizándoles en su imposibilidad de decir algo más.
Cuando los ojos de Cloe dieron con la figura del castaño, recién allí notó que ya estaba oscureciendo, que la opacidad incipiente de la noche sombreaba las arboledas y confundía los senderos enredados sobre lo calmo de las colinas. Le gustaba sin embargo, contemplar la línea ligeramente iluminada del horizonte, desvaneciéndose a degrades violetas y rosáceos, y el vaivén de la laguna oscureciéndose al compás de la aurora cuyo pigmento se proyectaba en el algodón albaricoque de las nubes.
—Tu mirada luce distinta —comentó Timothée caviloso cuando saludó a su amada en el gesto novelesco de apretujarle el rostro entre ambas manos. Más que cualquier cosa, el rizoso anhelaba apreciar el reflejo violáceo del anochecer en sus ojos.
— ¿Qué? —se espantó la fémina, mirándole con sus pupilas exaltadas, como si él hubiese descubierto en lo secreto de su mirada algún misterio que anhelaba con inconsciente fervor mantener oculto, velado a curiosidades amantes.
—Un besó mío, eso es lo que necesitas para que tus ojos sigan brillando cuando me miras —habló orgulloso y seguro Timothée.
Un besó fugaz y cargado de entusiasmo fue a parar a los labios de Cloe, lo aterciopelado de los labios de su amado le calmó sutilmente el extraño palpitar que parecía ir in crescendo a cada segundo esa noche, acogiéndola y colmándola de la sensación de que ciertamente nada raro había pasado, que la amplitud de sus manos gráciles y la finura de sus dedos seguirían sosteniéndola y almibarándole la destemplanza, amparándole en la desventura sensitiva.
—Pardos. Verdes pardos. Al sol marrón claro y a la sombra verde opaco, ese es el color de mis ojos —le susurró Murphy (Gilbert, como sea) —, al oído cuando el abrazo de despedida tuvo que finalmente suceder, bajo un cielo estrellado cuyo dulzor estelar pareció amalgamarse a lo melifluo de la voz del chico.
La nariz de Cloe se arrimó a la suavidad pomposa de una bufanda rojiza que protegía el cuello del joven de la brisa fresca propia de un verano en vísperas de concluir. Sintió que todo su cuerpo se convertía en un nudo, en una atadura que le alertaba sobre la posibilidad de estar dejando una parte de su vida en aquel lugar de ensueño, un fragmento de su ser que jamás le sería devuelto y al que con astronómica resignación tendría que dejar ir, abandonar con una sencillez pasmosa por su aparente superficialidad: algo en ella dejaría de ser, su alma cargaría con el peso de un cambio irrevocable pero sin embargo, el mundo como lo conocía seguiría su rumbo, la gente, el tic tac del reloj continuarían con su compás frívolo e impasible, indiferente a los sentimientos intermitentes de quien aún no puede hacer frente al discurrir inércico de la existencia.
Él también olía a sol.
Les quiero contar que hace poco hice una playlist de esta nove en spotify, por si le quieren dar una oída lleva el nombre de "E.Océano". Igualmente hay una de Ocasos de otoño para quien la leyó: "O. de otoño"
Ahora, ¿creen que es un capítulo raro? cuéntenme qué sensación les dejó y qué sienten que va a pasaar
Espero lo hayan disfrutado de igual manera, de verdad muchas gracias por su apoyo y participación con votos y comentarios 💕💕 siempre los recuerdo y me motivan muchísimo. Abracitoss y no olviden cuidarse mucho <33🌊💕Amor para ustedes
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