Cap 28: anzuelo (maratón 🌊)
Timothée era un atrevido, y aunque Cloe siempre lo sospechó, ahora ya no le cabía ninguna duda. No tenía trabas el muchacho con besarle frente a sus padres, darle besitos en su vientre desnudo mientras dejaban reposar sus cuerpos a la orilla de la playa, alzarle con ímpetu por la cintura hasta hacerla reposar en sus brazos, o aferrar su torso a su espalda en un abrazo mañanero a manera de buenos días, con indiferencia de si sus progenitores deambulaban por allí, e incluso, si lo consideraba necesario, osar interrumpir una conversación entre ella y algún otro con objeto único de satisfacer sus ganas de ella.
Cada vez que lo hacía, las mejillas de Cloe se tornaban de ese color escarlata que ya parecía una extensión del cuerpo de Timothée en el suyo, porque en efecto, él había sido el único capaz de hacerle sonrojar con tanta facilidad, con esas formas suyas tan espontáneas y fortuitas que ella simplemente no podía prever. A veces le asaltaba el pensamiento de que todo había empezado con ese primer rubor que el chico pintó en ella cuando le vio desnuda a través de la vidriera del crucero, en medio de aquel paraje lunar claroscuro humedecido por la brisa y empañado por el humo de su cigarrillo, como si aquel cuadro hubiese sido una señal premonitoria, como si aquellos labios entreabiertos del rizoso y esa mirada penetrante que posó sobre ella y le perforó la piel, no hubiesen sido más que un anzuelo, un anzuelo que pendía de las mismísimas alas de Cupido, ese atrevido cupido, atrapándoles a ambos de la misma manera en que lo había hecho con Apolo, sumiéndolo en amor por Dafne.
Cloe se sonrió ruborizada de solo recordarlo, pese al tiempo, todavía no se atrevía a entablar conversación sobre aquel episodio con el castaño, era cierto, él ya conocía casi cada parte de su cuerpo, pero aun así, seguía sintiendo matices de vergüenza cada que lo rememoraba. Quizá le gustaba que fuese así, que fuese un tema velado, que siguiese habiendo un impulso latente entre ellos: ¿qué ideas se habría hecho él en aquel entonces?, ¿habría creído que fue a propósito?, ¿habría causado algo en él verla así a la intemperie de su piel?, pensaba, al tiempo que dejaba perder su mirada reminiscente en la fluidez vítrea del agua del fregadero. Hace pocos minutos que habían dado por terminaba la cena de cumpleaños junto a sus padres y los Chalamet, y ahora, Cloe se encargaba de lavar la loza mientras advertía a la nocturna hacerse presente en las afueras, colándose por el vitral límpido de la cocina y haciéndole recordar el venturoso panorama para aquella noche.
— ¿Qué? —cuestionó cejijunta, una vez que se volteó para encontrarse con sus padres mirándola con picardía.
—Nunca te habíamos visto tan feliz —señaló Erick con mirada vidriosa. Había visto a su hija reír a boca abierta mientras cenaban, jolgoriosa y vívida, con esa sonrisa que plasmada en su rostro no parecía difuminarse en ningún momento del día. El hecho era digno de asombro para sus progenitores, que acostumbraran a tratar con su carácter un tanto brusco y seco, y no preveían que su hija pudiese mantener oculto semejante relente de encanto.
—Te ves radiante, Cloe —completó Ema.
—Te ha hecho bien venir acá. —Su progenitor le dio un leve golpecito en el hombro, orgulloso, mientras se daba la tarea de comenzar a prepararse su acostumbrado té.
—Querrás decir: Timothée le ha hecho bien —repuso Ema con coquetería al tiempo que abrazaba a su única retoña—. Ya admítelo, Erick. Tu hija está enamorada.
—Por dios, ya basta. Me avergüenzan. —Se zafó la joven, completamente sonrojada y a matices temblorosa. Escuchó la risita agraciada de sus padres y se apresuró a salir de la cocina, escuchando a murmullos distantes aquellas voces que continuaron intercambiando comentarios sobre el repentino y flamante cambio de actitud de su hija.
¿Tanto se le notaba su enamoramiento por Timothée?, ¿qué era precisamente lo que había cambiado en ella?, se cuestionaba reflexiva. Realmente no se había dado el tiempo de pensar minuciosamente aquello, y las palabras honestas de sus padres le habían cargado el pecho de una certeza particular: la misteriosa intensidad de sus sentimientos por Timothée. Claro que lo sabía, estaba al tanto de la hondura de sus sentires, sin embargo, jamás creyó que toda ella irradiaría esas emociones como si éstas fueran incapaces de mantenerse al margen de su corazón y de su piel, ¡viéndose obligadas a salir expulsadas a través de sus poros en forma de gemidos rojos, por sus labios a manera de risillas eternas y por sus ojos en forma de fulgores estelares!
De pronto, le invadió un estremecedor pensamiento: si Timothée era la fuente de semejante nivel de felicidad y ventura en ella, lo más probable es que también pudiese ser el causante de un grado de malestar igual de intenso, proporcional a su contento. Dios santo...Eternamente, acostumbraba a tener el control de sus emociones, más allá de su innata impulsividad, siempre había sido solo ella y su afectividad, ella y sus padecimientos propios, ella dañándose y ella curándose, nunca nadie se había inmiscuido tan hondamente dentro suyo, tan hasta sus entrañas, tan dentro en su piel, nadie...Y ahora, esa seguridad se había esfumado, Timothée se había colado en su alma y en su cuerpo de una manera irracional y ferviente, con una pasión desbocada, irreprimible. ¿Sería capaz él de dañarla? No, claro que...
— ¿¡Lista!? —Paralizó sus pensamientos el chico, reapareciendo de improviso al tiempo que le tomaba de la cintura para hacerle girar sobre su propio eje. En un gesto reflejo, su amada le envolvió el cuello con sus brazos mientras una sonrisa reticente se pincelaba en su rostro—. ¿Pasa algo?—cuestionó cuando fijó sus pupilas en ella y captó en sus ojos la huella de un pesar previo.
Cloe le miró, percibía el tacto seguro de sus manos en su cintura y el matiz asustadizo de sus ojos sobre ella. Amaba la forma en que sus rizos se movían al compás de su cuerpo cuando estaba ansioso, con una soltura enérgica y antojadiza, emanando un aura etérea que le diluía los temores y la incitaba a la concreción de hasta lo más impensado.
—Solo...estoy feliz —terminó por decir con voz enternecida y en una risita ahora mucho más convincente. Ella no estaba mintiendo, realmente se sentía feliz, una felicidad que al no haber atisbado en ella nunca antes, ahora le intrigaba, y quizá, hasta le asustaba un poco —. Y estoy lista también.
El fulgor ígneo de una fogata recién hecha, es el único destello que en medio de la oscuridad nocturna de esa playa recóndita, ilumina a esos cuatro jóvenes que presos de un ánimo reposado, mantienen una conversación vaga mientras miran dispersos las piedrecillas del arenal. Alicia y Murphy han llegado hace un buen rato al lugar con el objeto tierno de compartir esa noche estrellada y acuosa con la cumpleañera. Apisonadas paredes en forma de acantilados envuelven el paisaje del que son parte, distanciándoles del mundo y sumiéndolos en una agradable sensación de irrealidad y ensueño, mientras tanto, el aroma selvático que emanan los humedales que los circundan y la geosmina de los riscos rociados por la helada, logra equilibrar en sus cuerpos la terrosidad de la noche estival aunada al calor de ese fuego que arrebola sus rostros.
— ¿No es ilegal aquí hacer fogatas en la playa? —curiosea Cloe, masticando en su boca la sustancia pegajosa de un malvavisco calcinado.
—No sé, pero nadie viene a este lugar—Murphy alzó los hombros en son de desinterés al tiempo que le daba un sorbo ganoso a su lata de cerveza—. De eso estoy seguro.
Cloe rio, él había sido quien les había persuadido para ir allí y ni siquiera sabía si era un espacio seguro. Le agradaba esa indiferencia cándida del chico.
—No me sorprende —aseguró la pelirroja—, fue toda una aventura tener que bajar por ese sendero tan tupido y rocoso, no me quiero ni imaginar cómo lo haremos de vuelta con un par de cervezas encima. Pero no me quejo —repuso—, es agradable. ¿Cuántos años cumples, Cloe?
—Veintiuno.
— ¡Eres muy joven! —Se sorprende el marsellés.
—Qué exagerado eres —se ofusca risueña la fémina—. ¿Qué edad tienes tú?, ¿treinta?
—Veinticinco, querida —juega él, mirándola ladino.
—No es tan...
—De verdad eres muy joven —habló la voz suave de Timothée a su lado, estremeciéndola.
Siempre, siempre le hacía estremecer su voz, como si fuese una parte previamente extirpada de su cuerpo, como si en un pasado remoto le hubiesen arrancado de su piel aquel timbre grácil y ronco, aquel tono verdeazulado de su amado, reconociendo aquella melodía su figura como una parte desterrada a la que necesitaba para sentirse plena, asaltándole el pecho cada vez que se hacía escuchar, como un eco fragmentado, lastimoso de sublimidad. Un asalto que se disparó cuando notó que en efecto, ella ni siquiera conocía la edad de Timothée.
—Tengo veinticuatro —aclaró él, una vez que vio en sus ojos el dejo de preocupación de quien se inquieta por no haber atinado antes, después de haber pasado por tanto, a conversar sobre algo tan sencillo como la edad.
Cloe agacha la cabeza de forma instintiva, un extraño sinsabor se apodera de su ánimo, flagelándola. ¿Por qué de pronto se deja afectar por algo tan nulo como la edad?, se azora, quizá muy en el fondo, por más baladí que parezca el asunto, lo cierto es que no ha podido evitar que vuelva a emerger en ella ese miedo inusual a no conocerle, a sentir que en algún punto se perderán en lo desconocido de sus sentires, en lo incógnito de sus formas, que quizá nunca podrán a llegar a comprenderse o a comunicarse fructíferamente....
— ¿Alguien quiere ir alguien a nadar?, me estoy muriendo del calor aquí —propone Alicia, viéndose en la imposibilidad de concentrarse en la conversación a causa del calor sofocante de la hoguera.
La voz de la chica le despierta del desvarío, sus ojos dan con la lumbre fulgurosa de la fogata, la contemplación del fuego merma su inquietud, le gusta escuchar la forma en que la madera de los pinos y eucaliptos se resquebraja entre las llamas, expidiendo una fragancia semejante a la menta, húmeda y fresca, mientras se diluye hasta convertirse en una nube cenicienta, produciendo sonidos calmos que se entremezclan con la melodía rompiente de la marea.
—Yo iré —contestó el castaño, irguiéndose al instante para quitarse la ropa de sobra—. ¿Vienes, Cloe? —le habló con mirada suplicante, como en secreto, en un susurro cálido y remoto.
—Quizá entre más tarde. Tengo un poco de frío aún. Ya sabes, extremidades débiles—contesta con aire ameno.
Timothée asiente dócil y se encamina a paso lento a las aguas. Algo se remueve inquieto en su pecho, desde la tarde anterior que sentía a Cloe un tanto distraída, no distante, solo más dispersa y pensativa, como sumergida en reflexiones que él simplemente no podía entrever. Es consciente de que probablemente la conversación de ayer le ha removido un tanto a su amada, enterarse de la verdadera razón de su viaje, así, tan de pronto, debió ser algo duro para su espíritu evasivo.
Aun así, no deja de sospechar en él cierto miedo irracional a perderla, empozándose en una paranoia desusada que le enturbia el corazón cuando piensa que quizá se está cansando de él, que en una de esas ya no lo quiere tan cerca. Entonces se percata de un hecho no menor: siempre ha sido él quien ha ido por ella, siempre ha sido él quien se ha arriesgado y ha hecho trizas su orgullo para ir en su búsqueda, tocando la puerta de su habitación en momentos inoportunos e incitándola cuando se cierra con él a que le diga lo que siente...Una súbita sensación de vacío se apodera de él...Quizá, aunque resulte triste, no es una herejía presagiar que no le ama tanto...no tanto como él a ella. ¿Sería posible acaso?, ¿tan pronto? ¿Y qué si es así? Se reprende. Yo la amo, la amo mucho y con eso es suficiente.
Timothée suspira grave, ¿desde cuándo maquina tanto las cosas?
Una vez que sumerge la mitad de su cuerpo en el agua, sintiendo lo glacial del océano oscurecido por la noche solidificándole su piel mientras escucha el murmullo vivaz de las zambullidas de Alicia a unos metros, dirige su vista hacia la fogata. Observa con detención a su amada conversando resulta con Murphy, el movimiento fluctuante de las flamas le dibujan destellos carmines en su rostro y el relente de la costa le remueve sereno los cabellos. Ojalá pudiera ser una de esas partículas que se filtran en su pelo, que se impregnan en sus poros, que le hacen cariños a su piel...
De pronto, mientras ve el movimiento decidido de los labios de Cloe al hablar, percibe una punzada que no lo deja libre de culpa: se siente celoso. Pero no era el tipo de celos que había sentido por su amigo marsellés con anterioridad, era un tipo de celos bien particular, porque sintió unas ganas ardorosas de ser esa persona con quien se comportase de esa forma tan resuelta e intrépida, ojalá ella depositara en él la misma confianza que él entreveía ella sentía con Murphy.
Imprevistamente, deseó que aquel día de cumpleaños lo hubiesen pasado solos ellos dos, amándose en silencio o en medio del susurro melódico de la costa, o acostándose bajo los árboles frutales mientras el fucsia de las buganvillas irisaba sus rostros. Pero no, Timothée sabe lo acaparador que resulta ese deseo, sabe lo egoísta que es además, que muy en el fondo, él esté deseando ser todo en su vida, así que desiste de sobrepensar la situación, intenta olvidarse de esa sensación y opta por sentirse feliz de verla tan cómoda en la plática con su amigo.
Sin embargo, no puede quitarse el peso de un sentir agraz, un tanto ácido y desconocido que le hace percibirse por primera vez, a la deriva con su amada.
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