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Cap 13: el libro de los celos

https://youtu.be/eipN_3VnY7M

Lomboy - Loverboy

El sonido de los cubiertos y la loza resonaba por toda la terraza durante el desayuno de aquella calurosa mañana. La fresca brisa matutina agitaba los pañuelos y las delicadas orquídeas que adornaban el mesón, mientras las familias, radiantes y felices—o en realidad los padres—, conversaban entusiastas, comentando la novedad de algún que otro evento en uno de sus tantos paseos. Cloe les escuchaba a murmullos, concentrando su mirada borrosa en su plato lleno y en su taza de té colmada, abstraída; y es que al lado suyo, en la cabecera del mesón y en diagonal a ella, se encuentra Timothée, con el tono blanquecino de su piel y el castaño de su pelo intensificado a causa de la claridad encandilante de la costa. Le ve de soslayo moviendo mecánicamente su mano derecha a fin de alcanzar la mísera verdura que quedaba en su plato, lleva puesta esa polera tipo polo color azul marino, cuya hechura le deja pegado al cuello un lazo que le concede cierto encanto: un aire de formalidad rebosante de atractivo.

No había podido evitar hacer contacto visual con él cuando recién llegó a desayunar, él ya estaba sentado allí, con sus manos cruzadas a la altura de su mentón mientras le miraba acercarse con fijeza. Cloe había sentido a su corazón saltar inundado de contento al primer contacto, porque en efecto, su corazón había sido el primero en hablar esa mañana, incluso antes que sus pensamientos culposos ahogándola en remordimiento.

Había despertado con el frío de su ausencia en su espalda, haciéndole creer por unos segundos que todo lo ocurrido no había sido nada más que un ferviente sueño concedido por sus inexplicables impulsos, pero cuando miró allí en el hueco en el que había quedado el castaño la madrugada anterior, percibió en el tacto de la sábana la huella del calor de su cuerpo extendido hacía casi nada de tiempo: había sido real, igual de real que esa pequeña pero notoria marca que sus labios habían dibujado en el hueso de su clavícula y a la cual había tenido que ocultar con gran cantidad de polvos de maquillaje.

Mientras se duchaba, había intentado con esmero calmar sus pensamientos a fin de no dañarse más de lo necesario. No podía mentirse, ella deseaba a Timothée, se habían masturbado mutuamente la noche anterior, había sido intenso, sí, quizá hasta demasiado, pero no se habían acostado, sexo no habían tenido y sobre todo: no se habían besado. No podía más que sacar esas conclusiones, como buscando recovecos en su mente que le permitiesen no desesperarse en demasía y guiar, más o menos, la conversación en la que le confesaría a su querido Lucca lo que había pasado, porque sí, ella tenía que hacerlo.

Una parte de ella se afanaba en creer que cuando le contase a Lucca él no desesperaría, comprendería la situación y sabría que no fue nada más que un momento; sin embargo, muy en el fondo, la sensación de que su chico se le iba tal cual el crepúsculo al atardecer en el horizonte, le hacía caer en una profunda congoja, haciéndola sentir a la intemperie de un frío fulminante, a la deriva de un precipicio; en fin, se sentía extrañamente expuesta. Tanto así, que su pecho parecía chirriar de solo imaginarlo, un chirrido que se acrecentaba cuando sentía la presencia de Timothée a su lado, porque muy a su pesar, se había dado cuenta que en tanto más cercano le sentía a él más lejos sentía a Lucca, y entonces la amargura y la desazón volvían a estremecerle, haciéndole querer apartarse con afán de Timothée, rechazándole en la mente y en el cuerpo a fin de sentir la imagen de Lucca con la misma claridad que al comienzo del viaje...., a fin de sentirse amparada y en el resguardo de la presencia de Lucca en su vida. Y es que era incapaz de concebir la idea de que Timothée podría otorgarle semejante sensación de confort —por dios, Cloe, ¡tan egoísta y acaparadora! ¡Solo pensando en tu comodidad y no en la de esos dos pobres sujetos a la espera de una mísera señal!—.

Es por eso que había decidido tomar distancia del castaño todo lo necesario que fuese posible con objeto de acallar sus desvaríos e impulsos, de todas maneras ella recordaba lo que él le había dicho: "si quieres mañana hago como que nada pasó...", y creía que prácticamente le estaba dando la libertad de olvidar el asunto. Así que sí, ese mismo día comenzaría con su plan y lo primero que haría sería pedirle el libro que le había prestado, porque de un momento a otro se sintió espantar cuando recordó que él tenía en sus manos el regalo que el mismísimo Lucca le había dado a ella, era una cuestión de consideración: Timothée no podía tener en su posesión un regalo de su novio.

— ¿Te sientes mejor del resfrío hoy, Cloe?—pregunta Nicole, sacándole repentinamente de sus pensamientos.

—Sí, sí...—se aturde—, gracias Nicole.

— ¿Me pasas el azúcar, por favor?—pide Timothée.

Su corazón salta atolondrado, imprevistamente, perturbándola. Mierda. Se limita a asentir con un movimiento de cabeza y con los labios apretujados. Eleva el azucarero, se lo entrega a Timothée y no puede evitar observar la forma en que su mano sostiene con fuerza la loza, haciendo resaltar su grácil volumen, el tamaño de sus dedos níveos, el de sus articulaciones y huesos, la delgadez de los mismos y los recovecos que se forman a causa de ellos en la piel del dorso de su mano. Contempla la manera en que el hueso de su muñeca se contrae, sobresaliendo en su aspecto delicado, fino, pero notorio, y entonces Cloe siente el efecto de la embriaguez y el éxtasis, con ese simple gesto Timothée logra—o ella—, hacerle revivir el momento quizá demasiado placentero y eufórico de la madrugada, porque a Cloe le resulta sobremanera embelesador el hecho de que ese mismo hueso se haya estado contrayendo de esa misma manera, o quizá hasta más agudamente, a causa de sus dedos estimulándola dentro, se sintió encantar por el simple hecho de saber que esa mano, con toda su exquisitez estética y táctil, estuvo acariciándola a ella, a su cuerpo semidesnudo, a sus labios, a su cintura, a sus pezones,...a sus pliegues interiores, a su centro humedecido a causa del placer que le generaba él, con solo verlo, con solo sentirlo cerca.

Mierda, Cloe.

— ¿Y tú, Timothée?—habla Marc—. Parece que ayer te la pasaste bien en la fiesta eh, no te escuché volver hasta entrada la mañana ¿estuviste con Gabriela?

Y ahora las náuseas. Las náuseas de haber escuchado ese nombre salir de la boca del padre de Timothée, porque eso quería decir que ya era un nombre conocido, que él había hablado de ella a sus padres, ¡que probablemente tenían algo!...Cloe siente que si no se tranquiliza la taza caerá de sus manos generando un ruido sórdido y delatará frente a todos el temblor repentino en su cuerpo, pero tiene que hacerlo, debe calmarse...., casi intuye que Timothée la está mirando, observando con detención, tratando de leer en ella algún gesto de disgusto o malestar, pero no, ella no se lo concederá, claro que no.

—Sí, es decir, con ella y sus amigos, ya sabes...

— ¿Tienes novia, Timothée?—curiosea con simpleza Ema, no sin antes darle una fugaz mirada a Cloe. Ella lo nota y no es capaz de comprender las pretensiones de su madre.

—No, no —se apresura a decir—, es solo una amiga—esboza una sonrisa afable.

¡Já! solo una amiga, ¡seguro! ¡Cómo no! quizás en qué mierda se la pasan gastando su miserable tiempo juntos, ¡y tuvo el descaro de mentir con que iba a estar con ella cuando pasó por mí! ¡Qué desgraciado que es! ¡Qué miserable! piensa con brusquedad Cloe, evadiendo de su mente la imagen mental de las posibles cosas en las que gastaban su miserable tiempo. Hace un buen rato ya que ha tenido que enfocar demasiado su atención en su pecho para retener su respirar agitado, asfixiado de una sensación harto molesta, incómoda a más no poder y que le hace anhelar con fervor mandar a todo el mundo allí al carajo: ¡Cállense, cállense!, ¡déjense de preguntar nimiedades!

Y entonces...la seguidilla de estornudos sonoros saliendo inesperada y precipitadamente de la nariz de Timothée, ahogándole, oprimiéndole el pecho. Cloe le mira con impacto, siente que sus estornudos le dibujan a pinceladas en su piel, a manera de ilustraciones, todas las caricias y los besos que dejó en ella durante la madrugada, reavivando la marca en su clavícula, la huella de su mano en sus curvas, evidenciándole con ello su secreto nocturno a todo el mundo que se ha quedado en silencio y a ceño fruncido mirando el repentino malestar en Timothée.

—Lo siento, me he pasado de frío, es todo—dice rápido, recomponiéndose él en su postura semierguida.

Pero era el tinte de sus mejillas sonrojadas, de sus pómulos carmesí los que fusionados con los de Cloe amenazaban con delatarles a ambos, a esos jóvenes inciertos que a cabeza gacha se afanaron en terminar su desayuno, evadiendo las miradas y escondiendo sus pieles amantes de lo ajeno, pieles empecinadas en demostrarse mutuamente y al mundo, con desesperación, sus innegables ganas de quererse.

                                                                                   (...)

Con el ánimo enturbiado, Cloe se encontraba extendida en su toalla cerca de la alberca, había llegado allí a fin de relajarse y sentirse al menos un poco más alejada de sus pensamientos, y aunque a matices lo logró, lo cierto era que su cuerpo solitario en el lugar no dejaba de emanar cierto aire angustioso y ausente. Contemplaba la chica el pulular pacífico de las personas que ordenaban sus pertenencias en la piscina con el único objeto de irse a cenar, un momento del día anunciado por el color arrebolado del último atardecer que se extendía en las lejanías marítimas más allá de lo que sus pupilas alcanzaban a ver.

De pronto, ve a lo lejos a un grupo de cuatro jóvenes, entre ellos estaba Gabriela—genial, pensó Cloe—, otra chica pelirroja con la que había visto a la susodicha los primeros días con Timothée, un chico moreno, y finalmente, otro muchacho de cuerpo grande y en cuya mano descansaba un vaso colmado de cierto tipo de licor.

Lo cierto es que a Cloe poco le importaba la presencia de ellos allí y pretendía hacer caso omiso de ellos, pero su mirada, como llevada allí por algún tipo especial de augurio, se contrajo e hizo que enfocara sus pupilas en el regazo de Gabriela, apretujándosele de pronto su sensible corazón, sintió que se le exprimía imprevistamente, ardiéndole hasta su pecho, porque hasta su cuerpo era incapaz de asimilar que en el regazo de esa desconocida descansase aquel libro que con tanto cariño le había dado su querido Lucca—¡y que claramente nunca debió poner en manos de Timothée!—. Nota que su mandíbula se tensa y hace rechinar los dientes de manera inconsciente, sencillamente no puede creerlo, ¡ese desgraciado!, le dijo que lo cuidara, ¡se lo dijo!, el muy miserable.....tener las agallas de prestarle SU libro a ella, ¡a ella!

¡Maldita sea!

Por lo demás, era en demasía singular la angustia de la que estaba siendo presa, era como si las partículas de ese libro guardaran, haciéndole frente a la distancia, una parte de la esencia de su mejor amigo, y el hecho de verlo allí a la espera de cualquier movimiento en falso de esa desconocida, no le hacía más que sacar la penosa conclusión, a manera de símbolo, de lo mucho que lo había descuidado a él también, a su chico. Es por eso que la amenaza de sentir que perder el libro es terminar por perderlo a él le hace pararse súbitamente, recoger sus cosas y, sintiendo que no tiene ni siquiera tiempo para ponerse el vestido sobre su bikini, se dirige a paso rápido y tieso hacia allá, dispuesta a reclamar lo suyo.

Maldito Timothée... no puede evitar pensar mientras camina en la dirección.

—Disculpa—llama la atención de la chica, haciendo que las miradas de los otros tres jóvenes también se posen sobre ella—, creo que tienes mi libro.

— ¿Éste?—cuestiona, tomándolo con indiferencia, dejando a Cloe con el alma pendida de un hilo al verlo tan a la suerte de un fatídico movimiento en falso que lo haga caer a la alberca—. ¿Quién eres tú?—se atreve a preguntar, como pretendiendo hacerle ver que ya no se acuerda de ella, que había olvidado por arte de magia cuando Timothée las presentó ese extraño día de San Valentín.

—La dueña de ese libro—habla ahora dura, le apestan las personas agrandadas y creídas, sobre todo cuando nota que ni siquiera hacen el esfuerzo de ser amables y, al conntrario, hacen alarde de su miserable posición de privilegio.

—Este libro me lo prestó Timothée.

Siente una puñalada en el estómago. Ella lo sabía, pero que se lo rectifiquen, y encima de esa manera cargada de indiferencia y simpleza, le hace retorcer los nervios, le hace colmar la paciencia.

—Sí, porque yo se lo presté a él. Es mío.

— ¡Oh! así que tú debes ser el ratón de biblioteca del que tanto nos habló Timothée —suelta burlón el muchacho del trago.

—Cállate Derek, él no lo dijo así—regaña la pelirroja.

— ¡Eres la que le teme al océano!—suelta el moreno, llevándose ambas manos a la boca en un gesto de sorpresa.

Cloe no puede creerlo, llega allí con una disposición discreta y se encuentra con que el muchacho ha revelado a esa manada de desconocidos sus gustos más íntimos y hasta sus miedos más profundos, ¡banalizándolos, haciendo chiste de ello!

—Para ser un ratón de biblioteca te has sabido cuidar harto bien ah—le mira con descaro de pie a cabeza el tal Derek, pasando y repasando su vista por su cuerpo en bikini mientras da el último trago a ese vaso que hace solo unos segundos estaba colmado.

Y entonces la muchacha explota, harta ya de que chicos como él se den la libertad de pasar por sobre ella y de toda su persona a fin de intimidar y hacer alarde de una supuesta superioridad y dominio, harta de todo; y aunque sabía que aun así podía soportar otro par de torpezas por esa tarde, ni ese día ni ningún otro soportaría que un chico la pasase a llevar. No, no de esa forma.

—Por qué mejor no te guardas tus comentarios de simio empedernido, maldito imbécil—suelta con firmeza, estática y mirándole con fijeza, desafiante.

Derek tensa sus labios y deja el vaso a un lado, con tal lentitud que hace que todos sus amigos se volteen a verle, como expectantes ante una eventual respuesta de su parte. Pero a diferencia de eso, el chico se levanta de un segundo a otro para, a paso sigiloso, comenzar a acercarse a Cloe.

—No debiste haber dicho eso, tiene problemas con el alcohol—se levanta el moreno, siguiéndole a fin de evitar cualquier tipo de desastre.

—Derek, ya déjala quieres—comenta la pelirroja, ladeándose para contemplar expectante la escena.

Derek se posiciona a unos centímetros delante de ella, con aires de grandeza y dominio, queriendo intimidarla con la disposición amenazante de su cuerpo grande a unos centímetros del de ella aparentemente ligero, pero Cloe no le tenía miedo, ella no se dejaría arrasar por nadie, le haría frente a cualquier patán aunque tuviese que salir herida.

—Cuidado con lo que dices....—le habla en susurro violento a unos centímetros de su cara—, cuidado porque contrario a imbécil, como dices tú, soy lo bastante ingenioso como para buscar una forma de hacerte espantar sin necesidad de ir muy lejos—señala con la cabeza al océano desplegándose a unos metros—, ¿está claro...., Cloe?

Los labios de Cloe forman una gran O, y antes de que pueda responder en demasía perturbada, si bien no tanto por su actitud como por el hecho de que sepa su nombre, un cuerpo ligero llega a interponerse entre ambos, empujando suavemente el de ella y bastante brusco al de Derek.

—No la toques, Derek.

Cloe puede ver en el semblante de Timothée la tonalidad roja de la rabia y la furia, y en sus puños cerrados el intenso deseo de hacerlos llegar al rostro de ese sujeto a su frente en demasía violento. Su rostro enrojecido está por unos centímetros más abajo del de Derek, ese otro que le mira burlesco y con una sonrisa media en la cara, desafiándole mientras su pecho retiene con dureza la delicada mano de Timothée dispuesta allí con el mero objetivo de alejarlo.

—Ya basta, amigo—le tranquiliza el moreno, captando la tremenda tensión en el ambiente—, es Timothée, ya déjalos.

— ¿Estás bien?—siente una mano en su hombro. Era la pelirroja—. Me disculpo por este imbécil, de verdad tiene problemas.

Cloe no puede ni hablar, la densidad del ambiente le carcome los huesos y la rabia le nubla la mente. La rabia a causa de todo, de haberse tenido que topar con semejante calidad de hombre, de haberse visto en la obligación de ir por su libro y por sobre todo: de que haya sido a causa de Timothée que la había expuesto ante aquellas gentes.

—No la toques —suelta de nuevo—. Gabriela dame ese libro—señala sin mirar a esa chica que ha estado mirando la escena con indiferencia. Y es que Timothée había intuido que la única razón de la estadía de Cloe allí era el libro, así que sin dejar de mirar a Dereck, como vigilándole, pide: — Vámonos, Cloe.

                                                                                    (...)

—No necesitaba que me defendieras, Timothée—suelta la enfurecida Cloe, arrebatándole el libro de entre sus manos—. ¿O es que me crees incapaz de protegerme por mi cuenta?—camina apresurada delante de él.

Quiere escapar de la situación, siente que si se queda no podrá evitar soltar un montón de pesadeces a fin de hacerle ver lo necio que había sido por.... ¡todo!

—Sí que te creo capaz, Cloe, es solo que ese chico es cosa seria y ni tú ni yo hubiésemos podido con uno de sus arranques, y considerando que estabas ahí a causa del libro que le pasé a Gabriela lo más sensato era interponerme—se excusa.

—No entiendo cómo eres amigo de gente tan imbécil, Timothée. Oh en realidad no. ¿Sabes qué? no me sorprende si se trata de ti.

— ¿Qué quieres decir con eso? Yo no soy como ellos, ni siquiera son mis amigos, solo nos hemos divertido un par de veces en esas fiestas en la popa—frunce su ceño, ofendido.

— ¿Entonces si es así explícame por qué mierda les hablas de mí? De que soy un ratón de biblioteca—gesticula con sus dedos, volteándose repentinamente para verlo a la cara—, o que le temo al océano. ¿Es que no te das cuenta de lo que sacas con tus imbecilidades?—sigue caminando aireada.

— ¿Qué? Yo jamás me referí a ti de esa forma con ellos, Cloe. Solo les comenté que te gustaba leer y que sí...., le temías al océano, pero no lo hice con ninguna mala intención, nunca creí que te lo sacarían en cara o algo...

— ¿¡O algo!? Ese idiota sabe mi nombre y me amenazó porque sabe cuál es mi miedo, ¡y es tu culpa, maldita sea! ¡Eres incapaz de darte cuenta de nada! Y encima prestarle MI libro a esa folliamiga tuya, Timothée ¿Cómo puedes ser tan desconsiderado?

Cierra los ojos con fuerza cuando se da cuenta de la palabra que ha usado, caminando más rápido y maldiciéndose a sí misma por haber dicho aquello de esa manera, porque sin querer, le acaba de expresar algo que, a falta de ganas y valentía, se había negado a aceptar: estaba celosa.

Le escucha carcajear a sus espaldas, burlesco.

—Espera—la tomó del brazo. Quería que le mirara—. ¿Qué quieres decir con eso? ella no es mi folliamiga, no me he follado a nadie en este crucero, ¿O es que acaso estás celosa?—juega, elevando ligeramente una ceja.

— ¡Já! puedes ir al infierno a tirarte a los demonios si quieres, Timothée, poco me importa la verdad—suelta la muchacha con llamas en los ojos, zafándose de su agarre—. Te dije que lo cuidaras. Eso me molesta, ¡que te lo dije y no me escuchaste!

—No creí que te fuese a molestar, todo el mundo presta sus libros, ¡es solo....un libro, Cloe!—intenta tranquilizarla, ignorante de que aquel simple comentario le haría arden aún más la sangre a la muchacha.

Se para en seco frente a la puerta que la separa de la habitación de su familia, se voltea y mira fijo a ese muchacho frente a ella, a ese chico que le contempla con ojos titilantes, a la espera de cualquier petición que quiera hacer la castaña, no le importa cuál: si es una demanda simple o una promesa eterna, eso le es indiferente, porque reconoce que la ha cagado y él la quiere, la desea y haría lo que fuera porque confiase en él, aunque sea alguna vez.

—No es cualquier libro—suelta dura, con el rostro tenso y sus labios apretujados.

Se dio la vuelta, dispuesta a abrir la puerta para entrar y olvidarse de todo, de todos; pero la voz del muchacho a sus espaldas la retuvo, obligándola a volver e pegar sus pupilas en él.

— ¿Por qué? ¿Qué lo hace tan especial?—ahora sus ojos ya no se mostraban brillosos, habían cambiado de un momento a otro ligeramente de tono. Estaban opacos, guardando algún tipo de pensamiento desdeñoso.

Y Cloe lo nota, percibiendo además en su voz, que sale más grave de lo normal, la huella de una molestia que le advierte que él ya sabe la respuesta que tiene para darle.

—Ya te lo dije cuando te lo pasé: fue un regalo—suelta con simpleza, mirándole a sus ojos dolidos.

— ¿De quién?—insiste, desafiándola a decirle su nombre a la cara. Porque en efecto, él ya lo sabía, lo sentía en él, en su pecho, inexplicablemente, como si ambos compartieran un espacio en su interior y pudiesen sentir el efecto del dolor ajeno. Y le lastimaba, le dolía como la mierda saber el efecto que tenía ese nombre en ella.

—De Lucca.

Le ve asentir con la cabeza, bajando la vista y mordiéndose el labio inferior.

—Ok, entonces ahora le hablarás a tu Lucca y le dirás lo imbécil que ha sido tu compañero de viaje, le hablarás de mí como si yo fuera lo peor que te ha pasado en el día, porque asumo que solo eso le dirás... ¿o no?—suelta con caricaturesca obviedad.

Se acerca más a ella más de lo que le gustaría —o debería—, se siente tan molesto que ni siquiera lo nota, solo quiere demostrarle lo mucho que le duele que no sea capaz de decirle de una vez todo a la cara. Y ella, que escucha con un agobio sutil sus palabras, no puede evitar sentirse dolida también, incapaz de asociar la idea de que el muchacho le está reprochando cuánta cosa pasó entre ellos la madrugada anterior.

—Nunca me he referido a ti de esa forma con él. No seas bobo. ¿Y qué quieres decir con "solo eso"? ¿Qué demonios te pasa, Timothée? ¿Quién te crees que eres para reprocharme eso? Soy yo nada más quien sabrá qué le diré—se ofusca, elevando sutilmente la voz, incapaz de creer que él se haya atrevido a sacar a flote de esa manera lo que ha pasado—. No puedo creer que te atrevas a...

—Estoy celoso, Cloe, estoy celoso y a diferencia de ti sí soy capaz de decirlo.

Lo dice con el rostro tan cerca de Cloe que ella hasta puede sentir que el aire que sale explayado de sus labios se fusiona con el suyo, ambos agitados, jadeantes a causa del enfado y quizá cuántas emociones más. Pero a Cloe le encanta el aroma de su aliento, es cálido y tiene matices de un dulzor que le da ganas de esparramárselo por toda ella, por su piel, por su rostro, por su cuello, por tus labios.... Mierda.

Comienza a sentir suaves pero intensas punzadas en el centro de su estómago, eran punzadas placenteras, cargadas de expectación, viajan como estrellas titilantes en un cielo limpio, produciendo destellos que se disipaban por todo ella, llegan a su pecho, y desde allí decantan en suspiros ahogados; los mismos que escuchaba revotar por todos los rincones del pasillo, ese pasillo solitario y silencioso que parece incitarles a concretar en secreto uno de sus tantos deseos. Y entonces observa los ojos de Timothée viajando hasta sus labios mientras sus rizos rebeldes le rozan su rostro colorín, sonrosado por la adrenalina. De pronto, su cintura siente la piel de los brazos desnudos del chico atrapándola, empujando su cuerpo ligero hacia la pared de atrás con una suavidad que la hace estremecer hasta su centro húmedo.

—Timothée, ¿Qué....?

—Shhhh...— le silencia, acariciándole la piel con la totalidad de sus manos desesperadas.

Un leve quejido sale de sus labios cuando siente la nariz del chico acariciando la suya y a su boca rozar sus labios suaves y trémulos, y entonces teme, teme porque siente que en cualquier momento un orgasmo espontáneo se escuchará salir de entre sus labios ansiosos por ser mojados por esa boca juguetona que tiene a unos milímetros de distancia.

Pero entonces el sonido de una de las puertas abrirse les hace espantar, quedándose ambos cuerpos separados a metros como si una bomba hubiese estallado entre ellos.

—¿Pero qué es ese bullicio?—sale Marc con su rostro ceñudo, sorprendiéndose cuando ve que son sus dos ya conocidos chicos los que hace poco rato parecían discutir quién sabe qué clase de niñerías—. ¿Chicos?—frunce todavía más su ceño—. ¿Qué pasa?

Silencio total.

—Timothée, ¿qué pasa?—insiste ahora, serio, dirigiéndole una mirada endurecida a su hijo.

—No es nada, Marc—responde con ligereza la chica, ocultando su agitación en tanto simula una sonrisa—, una pequeña discusión insignificante—dice afable, a fin de aminorar la densidad del ambiente.

Se despide con un "buenas noches" simple, y cierra la puerta a sus espaldas sin siquiera dirigir su mirada a ninguno de los dos, y es que sabe que de lo contrario Marc notará en sus ojos el rastro de la inquietud y en sus mejillas el del deseo.

Su pecho está agitado y pareciera ser él el motor de que se dirija como un cometa a su cuarto como si allí no entraran sus emociones, como si allí pudiese refugiarse y estar libre hasta de ella misma. Y entonces, como si su cuerpo volviera a su estado natural—y ya no en desborde de sus sentires—, advierte un intenso y extraño dolor en las palmas de sus manos; dirige su vista  allí y se percata que se ha arañado las piel de sus palmas con sus propias uñas, las ha enterrado allí de manera inconsciente mientras empuñaba sus manos para contener su molestia, su rabia, sus celos, sus deseos, generando que casi imperceptibles gotas de sangre se deslicen por sus manos trémulas, y no se habría quedado allí mirando el cuadro del que eran parte sus palmas de no haber sido porque algo del líquido carmesí había llegado hasta el libro, dejando la huella de aquel día para siempre en él, marcándole con el rastro de su dolor y encanto, impregnando en ese trozo de papel, que su mente y su corazón solían unir a la imagen de su vínculo con Lucca, el resultado de una nuevo e ineludible sentimiento: la pasión. 

Hasta aquí el cap, (excepcionalmente largo)ojalá lo disfruten porque yo estoy muy aah con esta historia jaja cuéntenme qué les parece y no olviden votar si les gustó! muchas gracias por sus bellos comentarios y votos hasta ahora😊🌊💕

¡Ánimo con la vida en cuarentena, cuídense mucho! 

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